domingo, 9 de octubre de 2011

Homilías


Invitación a la boda.

El Evangelio del día de hoy nos presenta el proyecto de Dios sobre la humanidad en la forma de un banquete de bodas.
La boda, en tiempo de Jesús, era un paréntesis de alegría en la mediocridad de una vida marcada por el trabajo penoso, la carestía de bienes materiales, la esclavitud, el sometimiento. Era la ocasión propicia para disfrutar de aquellos manjares que a lo largo del año no podía ni oler, pues la gente sencilla, en aquella época, no podía permitirse comer más que legumbres y algún que otro pez. La carne apenas la cataban.
Además a través de la boda se hacía presente la alianza entre Dios y su Pueblo como antesala al Paraíso que Yahvé había prometido a sus seguidores, donde no les faltaría de nada.
Por eso Jesús acostumbra a presentarse como el esposo que sale al encuentro de la novia (el pueblo) para sellar una alianza de amor
Y por ello envía cartas de invitación, primero a los miembros de su familia y después a todos.
Los primeros destinatarios de la invitación alegan múltiples excusas. Demasiadas ocupaciones dentro de una larga agenda de “trabajo”: programa favorito de tv, internet, música, yudo, campeonatos, torneos, visita a escaparates. No hay tiempo para lo sagrado; no hay tiempo para Dios, porque vivimos encandilados en nuestro mundo egoísta, con los oídos llenos de auriculares, ya que los sonidos de fuera molestan.
Este hedonismo, la búsqueda constante del bienestar, es una obstáculo para escuchar la voz de ese Dios que sigue llamando y recorriendo las encrucijadas de los caminos. Carecemos de hambre para compartir con alegría el pan de la generosidad; nos falta sensibilidad para valorar la calidad de la invitación.
No necesitamos nada, porque creemos tener de todo. Para ello hemos sacrificado nuestra vida, para llenar nuestro hogar de lavadoras, frigoríficos, ordenadores, televisores, microondas, lavavajillas, coches...
Un mundo lleno de cosas, pero vacío de amor, sin hambre para lo sagrado, lo trascendente.

El mundo actual.

La parábola es bien actual. Otros vendrán del extranjero que retomen otro sistema de valores y acepten la invitación.
¿Adónde buscamos la felicidad, si nos hemos amurallado en nuestra propiedades con cientos de verjas y cerrojos, con armamento por doquier para defendernos de hipotéticos enemigos?
Estamos insatisfechos de nuestros logros, envueltos en incertidumbres, sacudidos por el miedo a perder nuestros privilegios de sociedad desarrollada.
Es bueno buscar el bienestar, pero nunca a costa de perder nuestra capacidad de amar, del disfrute de lo sencillo, del valor de una vida que se nos da como regalo gratuito de Dios.
Por eso, dentro de una vida superficial, nerviosa, agitada, abramos los oídos a esa invitación a salir de la mediocridad, la apatía y el desamor, para adentrarnos en esa aventura de amor ilusionado con que los novios inician desde el banquete la convivencia en común con otras personas, que no son a lo mejor de nuestra raza, posición económica o rango social, pero que también han sido invitados al banquete, pues el amor no es patrimonio de los poderosos, sino regalo gratuito de Dios.

Después de lo expuesto esta parábola puede darnos luz al fenómeno constatado por algunos analistas de hoy; a saber: que la Iglesia se ha adentrado en la segunda década del nuevo siglo en Occidente con mermada credibilidad, debido al éxodo silencioso y masivo de muchos fieles. Si este fenómeno es debido al rechazo de la cruz- como dice alguien entendido en sociología- por parte de un mundo dominado por la cultura de la satisfacción- no debería preocuparnos. Sí debería, por el contrario, cuestionarnos si el descrédito se debe al vacío interior, a la pérdida de la consistencia oncológica del alma, como afirma el Papa Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”, en la que al mal se le llama bien y la injusticia se transforma en derecho. La verdad entra así en crisis por una perversión de la libertad, para dar paso a los instintos y emociones.

El final de este panorama es el oscurecimiento de la conciencia moral del sujeto.
Es el mismo hombre el que está desorientado y atrapado por la pérdida de la verdad y el olvido de Dios
¿ Se ha extinguido el Espíritu de Jesús de nuestros corazones por haber abandonado el traje de bodas del Reino?.

Ciertamente, no, porque “ en todo hombre vive inextinguiblemente el anhelo de los infinito... Por eso, también hoy día la fe volverá a encontrar al hombre” (Cardenal Ratzinger).

Decía San Juan de la Cruz: “Señor, Dios mío tú no eres extraño a quien se extraña contigo. ¿Cómo dicen que te ausentas tú?”

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