domingo, 25 de septiembre de 2011

Homilía


Ezequiel.

El profeta Ezequiel nos dirige hoy una llamada a la responsabilidad.
Dios, por boca del profeta, da una oportunidad al malvado para que se convierta y no muera por su pecado.
De igual modo, pide al justo perseverar en el bien.
Este mensaje de Ezequiel se repite a menudo en el Nuevo Testamento y se hace efectivo, de forma especial, en la figura de Jesús, “que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”
Dios es un padre bondadoso, que nos ama con locura, y nos da siempre la oportunidad de levantarnos de nuestra caídas e iniciar de nuevo la senda del bien.
Los Apóstoles pudieron experimentar en sus propias carnes la actitud misericordiosa de Jesús, “porque la ternura y misericordia del Señor son eternas” (Salmo 24,6).

En nuestras comunidades cristianas, al igual que en la de Filipos, tal como lo refleja el Apóstol San Pablo, existen también serias dificultades para la convivencia, motivadas a menudo por el afán de poder, los egoísmos y las envidias. Necesitamos “ mantenernos unánimes y concordes, con un mismo amor y un mismo sentir” (Filipenses 2, 2-3).
El amor abre los horizontes a la esperanza y a la reconciliación en la medida que nos fijamos más en las necesidades del prójimo que en nuestras propias aspiraciones terrenas.

El templo de Jerusalén.

Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, que eran los más altos dignatario del templo en el escalafón de la época y celosos defensores de las tradiciones, para mantener su poder mediante barreras y discriminaciones hacia quienes podrían hacerles sombra, plantean a Jesús el origen de su autoridad- ¿Con qué autoridad haces estas cosas?
Jesús había echado previamente del templo a golpe de látigo a traficantes y cambistas y curado a algunos ciegos y cojos.
El templo se había convertido por entonces en un santuario de divisiones y en un escaparte de separación entre judíos y gentiles, mujeres y hombres, ricos y pobres, pecadores y puros.
Convenía que así se mantuviera para seguir en el poder.
Por eso no entienden, o no quieren entender, que Jesús acoja a pecadores y marginados, que forman parte de la plebe, del grupo de los despreciados.
Para ellos, Jesús es un revolucionario irresponsable, que viene a turbar sus seguridades.

La tentación de instalarse la sintieron también los Apóstoles, y está muy latente en la Iglesia a partir del momento en que damos lecciones y contemplamos a los demás desde una atalaya de superioridad, o como refugio y fortaleza contra los malos vientos.

Los dos hijos.

La parábola de los dos hijos, narrada por San Mateo, incide en la importancia de los hechos por encima de las palabras.
Es en el fondo una diatriba contra los “profesionales” de la religión judía, que se sentían en posesión de la verdad y no sentían ninguna necesidad de conversión, aunque muchos habían acudido a purificarse después de la predicación de Juan el Bautista.
Habían hecho de la religión su propia seguridad y un baluarte donde ponerse a salvo de las reclamaciones de las personas justas.
Ayer, como hoy, abundan los que hablan mucho y hacen poco.
Los charlatanes alimentan en la actualidad la clase política, los sindicatos y sectores del clero, con los ricos manjares de la demagogia. Y todos, en general, somos potenciales candidatos a formar de estos grupos privilegiados si no somos coherentes con lo que decimos.
Hay por el contrario mucha gente, la vemos diariamente en nuestras parroquias, que apenas hablan, porque carecen de facilidad para expresarse, pero son las primeras en acudir a limpiar la iglesia, a tapar huecos, a prestar ayuda desinteresada al menesteroso, en visitar a los enfermos y en ofrecerse voluntarias.

Sentido de la parábola.

Entrando en la dinámica de la parábola, podemos decir que el hijo que se niega a ir a la viña, desobedeciendo el mandato de su padre, pero después recapacita, se arrepiente y va, representa a los publicanos y pecadores arrepentidos, que terminan formando parte del Reino de Dios. Son los que, en un principio, dijeron “no” al evangelio, pero finalmente se dejaron “atrapar” por la conversión. El buen ladrón, junto a la cruz de Jesús, es un claro ejemplo.

El hijo, aparentemente ejemplar y dispuesto a ir inmediatamente a trabajar a la viña, pero después no va, se identifica con los profesionales de la religión judía, que escuchan la Palabra, pero no la ponen en práctica.
“No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre Celestial” (Mateo 7, 21).
Estas palabras de Jesús van dirigidas igualmente a nosotros, cuando vivimos un cristianismo de mínimos y no nos involucramos en compromisos de fe, que rompan la placidez monótona de nuestro quehacer cotidiano.
De aquí, a crearnos una religión a medida de nuestros gustos y caprichos, hay un corto trecho.

El Papa Benedicto XVI advertía a los jóvenes durante la Jornada Mundial de la Juventud, de Madrid, del peligro que corren los que “creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces y cimiento que ellos mismos”.
Este relativismo moral se combate siendo protagonistas en la búsqueda de la verdad y del bien, responsables de nuestras acciones y colaboradores creativos en la tarea de cultivar y embellecer la creación
Dios nos pide a cada uno ser interlocutores responsables, para poder dialogar con Él y amarle.

La razón y la fe, decía el Beato Juan Pablo II, son las dos alas con las que el hombre se eleva a la contemplación de la verdad.

Y la auténtica verdad del hombre nace y se desarrolla desde la conversión personal a Dios y desde el reconocimiento de su supremacía sobre nuestras vidas.

A menudo, lo que se opone a la verdadera fe no es la increencia proclamada de forma ostensible, sino la incoherencia de los que, considerándose creyentes, no actúan como tales.
Grabemos en nuestra memoria y dejemos que llegue a nuestros corazones el mensaje último de la liturgia de este domingos: “Los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos” (Mateo 21, 32)

No hay comentarios:

Publicar un comentario