domingo, 21 de agosto de 2011

Homilia


¿Hasta dónde llega nuestra fe en Jesús?

Cuando Jesús entabla con nosotros un diálogo de amor, debemos responder positivamente.
No podemos escondernos, camuflarnos o pasar. Nos invita a dar una respuesta a sus requerimientos amorosos, porque cuenta con nosotros.

Hemos recibido la fe como don, pero también es una responsabilidad que nos lleva a una nueva forma de vivir y de actuar.
Jesús no nos pide una respuesta teórica, de confesión verbal de fe, sino de testimonio práctico de una vida que se entrega a su causa: el Reino de Dios.

A menudo se oye a alguien decir:”soy católico, pero no practicante”. Y es tan frecuente que ni siquiera nos sorprendemos.
Sin embargo, la fe que no se traduce en la vida es una quimera, palabra huera, vacía.
Me imagino que cuando una persona dice que es creyente-no practicante se está refiriendo a las prácticas que elabora la sociología religiosa para medir el fenómeno religioso. Y no siempre los indicadores-las prácticas- son el baremo adecuado para medir la religiosidad.
Pero, ciertamente, la ruptura entre lo que confesamos (fe, valores, ideales) y lo que profesamos (la vida, las obras, las prácticas), invade la totalidad de nuestra cultura.

Nos reconocemos seres humanos, pero ¿cuántos actuamos con la más elemental humanidad cuando entran en juego otros intereses egoístas?

Mucha gente afirma que la libertad es el valor supremo de la vida, pero ¿cuántos están o estamos dispuestos a renunciar a nuestros privilegios para que otras personas bajo el umbral de la pobreza disfruten de una vida más digna?

¿O la libertad es sólo importante en el mundo rico?

Todo el mundo está de acuerdo con la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, pero éstos no rigen cuando están en juego los intereses de las grandes potencias o el poder económico de las multinacionales.

¡Cuántos elogian la democracia para aplastar a las minorías y erigirse en caciques en casa, en los negocios, en la calle!

Las palabras las lleva el viento y hemos de ser más consecuentes en nuestra vida sin necesidad de recurrir a tópicos: “que si las riquezas de la Iglesia”, “que el cura tal es un burgués, un mujeriego”, “los escándalos de la pederastia”, “las banalidades, envidias y rencores de los practicantes”
Para los creyentes quien nos salva es Jesús; no el cura, el catequista y el beato o beata de turno.
Si amamos de verdad no podemos poner excusas para justificar nuestras incongruencias, nuestros pasotismos, nuestra falta de compromiso con el resto de la gran familia de la Iglesia, de la que nos confesamos miembros y con la que podemos compartir nuestra fe.

Nuestro Dios es solidario, ha apostado por nosotros, nos llama a ser misioneros y no a vivir en soledad una fe raquítica, donde lo anecdótico, lo negativo, los pecados de algunos cristianos, me sirven de trampa para esconder la auténtica y sacrificada entrega de millones de hermanos nuestros que han hecho de su fe la razón fundamental de sus vidas, y trabajan en silencio con los drogadictos, los sin techo, los enfermos terminales, los huérfanos, el deshecho social que nadie quiere. A veces nos enteramos por la prensa del servicio de estos cristianos sacrificados cuando ocurre una catástrofe. Siempre han estado ahí con mirada de amor y el corazón en la mano.

“Tú eres el Hijo de Dios” (Mateo 16, 16).

“Tú eres el Hijo de Dios”- le confiesa Pedro
“Sé de quién me he fiado y no me fallará”, proclama San Pablo.

Necesitamos estas confesiones de fe para reafirmar nuestro sistema de valores.
Pero ¡qué cobardes somos! Como lo cristiano no está de moda nos callamos. Luce más ridiculizar lo sagrado, tachar de carca al creyente, la promiscuidad, las noches de borracheras...
Nos avergüenza sacar nuestros signos religiosos a la calle en procesión por miedo a la burla y al escarnio, mientras los partidos políticos celebran mítines a go-gó; nos avergüenza tocar las campanas del templo, porque molestamos a los que duermen a las 12 de la mañana, y soportamos impasiblemente otros ruidos, no precisamente agradables.

¿Hasta cuando, Señor, nos seguiremos acobardando de ser mensajeros tuyos en las oficinas, los centros comerciales, las salas de recreo, las empresas, la calle?...
¿Qué nos importan los comentarios mordaces de la prensa mediática, las campañas difamatorias contra la familia, el anticlericalismo de los retorcidos, la negación del hecho religioso como enemigo del desarrollo humano, si nuestro tesoro eres Tú?

A los cristianos de los países “desarrollados” nos toca remar contra corriente y sortear los múltiples obstáculos que plantea una sociedad que quema constantemente ídolos de pajas y consume vorazmente modas, novedades con un apetito que no acaba.

Los primeros cristianos tampoco lo tuvieron fácil, pero cambiaron el mundo confiando en la fuerza del Espíritu.
Si como Pedro llegamos un día a confesar “tú eres el Hijo de Dios, el Mesías, el salvador del mundo” habremos puesto la primera piedra de esa regeneración que el mismo Jesús espera de nosotros.

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