Hubo una época en la historia de Irlanda que se caracterizó por una sañuda persecución religiosa.
Como toda persecución organizada, ésta de la historia irlandesa tiene un nombre, un tirano y un mártir. El nombre es "época penal"; el tirano, O. Cromwell, y el mártir, Oliverio Plunket.
Esto no quiere decir que no hubo otros perseguidores ni otros mártires. Estos se cuentan a millares.
La historia religiosa de Irlanda, que ya en el siglo XI contenía en sus tres martirológios mil ochocientos santos, presenta, a partir de entonces, una pléyade de defensores de la fe que dan su vida generosamente por la religión católica.
Un hecho evidente y un fenómeno extraordinario en la vida de un pueblo poco numeroso. Mientras los perseguidores triunfan en el orden político, militar y económico, fracasan en su intento de arrebatar la fe católica al pueblo sojuzgado.
La población de la "isla de los santos" pierde casi cuatro millones de habitantes a causa de la persecución, pero ésta ha contribuido a que una nación insignificante, que en la actualidad no alcanza los cuatro millones dentro de su territorio, haya lanzado a otros países, como Norteamérica, más de doce millones de católicos que están sembrando su espíritu y su psicología en otros pueblos jóvenes de grandes perspectivas en el porvenir.
Era preciso presentar este cuadro general en unas rápidas pinceladas para situar en su justo punto la figura del arzobispo de Armagh decapitado.
Un personaje histórico no puede considerarse independiente de su marco y de su época. Pierde talla. Un mártir es siempre un héroe de la fe, pero, cuando ese mártir representa una situación histórica, es, además, un símbolo.
Esta es la más saliente característica del Beato Oliverio Plunket. Es un símbolo.
Un símbolo de la unidad religiosa del pueblo irlandés, que no tolera la ruptura del cristianismo, iniciada en Alemania por Lutero y consumada en Inglaterra por Enrique VIII. Un símbolo de lealtad a la Iglesia de Roma. Un símbolo de constancia hasta la muerte.
Durante la "época penal" las leyes son ominosas. Se necesitaría mucho más espacio del que disponemos solamente para dar una idea de lo que fueron las "leyes penales". Los católicos no tenían derecho a la cultura ni a los cargos públicos. No había acceso a la universidad o a los centros educativos. No se podía hablar el idioma propio. No se podía tener posesiones. Solamente cuando la persecución amaina se tolera el que un católico posea un caballo, a condición de que su valor no exceda las cinco libras. Se persigue a los clérigos, se calumnia a los obispos, se destruyen pueblos enteros... Se trata de hacer de la población católica un grupo de ignorantes empobrecidos.
El lema de Cromwell es éste: "Los católicos, a Connor o... al infierno". Connor era la parte más pobre del país, donde la gente moría de miseria y de hambre.
Aún en el mismo siglo XVII pueden encontrarse hechos como la matanza del padre John Murphy (que, por cierto, estudió su carrera sacerdotal en la actual Casa de la Santa Caridad, de Sevilla, entonces seminario), a quien dividieron en pedazos, ofreciendo los trozos de su carne a un vecino católico "para que los comiera". Un monumento conmemorativo se halla actualmente cerca de Westford, lugar de su martirio.
Es sorprendente que un pueblo sobreviva indemne después de una persecución de siglos. Si se viaja por los lugares en donde, un día, estuvieron las cristiandades paulinas no se encuentra ni un superviviente ni un templo. Todo desapareció bajo la invasión de los turcos y después de la primera guerra europea. Solamente en las cavernas de los montes se hallan, a veces, restos de antiguos mosaicos.
En cambio, aquí, en la "Isla Esmeralda", el viajero contempla un pueblo rejuvenecido después de siglos de sufrimiento. Sus iglesias son espléndidas, mientras que las de sus viejos perseguidores están vacías, obscuras y polvorientas. No importa que éstos alardeen de tener las iglesias "tradicionales" del país. La "Iglesia" no es un edificio arrebatado por la fuerza, sino una fe y una sociedad perfecta instituida por Cristo. Y eso es lo que se descubre sobre los jaspes de los templos recientes de la católica Irlanda.
Cuando, en 1828, Daniel O'Connel consigue la emancipación, una nueva vida comienza para el catolicismo irlandés. La libertad de los 26 condados, lograda en 1921, ha hecho posible que la nueva generación sea la primera que experimente la conciencia de vivir.
Pero, como un fundamento de esta realidad, en la catedral de San Pedro de la ciudad de Drogheda se conserva, en una urna de cristal, la cabeza incorrupta del último beato irlandés: Oliverio Plunket.
El día 8 de junio de 1681 llega a Londres el arzobispo de Armagh, removido de su silla, depuesto y confinado durante diez meses sin ninguna clase de juicio o investigación jurídica y sin posibilidad de obtener permiso para comunicarse con sus amigos o de buscar testigos.
El juicio en Londres es dirigido por Maynard y Jefries contra toda consideración de justicia y en violación flagrante de toda forma legal. Un "agente de la Corona", cuyo nombre se da como Gorman, es introducido "por un desconocido" en la sala ante el tribunal y "voluntariamente" hace de testigo en favor del reo. El conde de Essex intercede ante el rey en su favor, pero Carlos responde casi con las mismas palabras de Pilatos: "No le puedo perdonar porque... no me atrevo. Su sangre caiga sobre vuestra conciencia. Vosotros le podíais salvar si quisierais".
Solamente un cuarto de hora de deliberación fue preciso para que el jurado diera el veredicto: Se le condena a ser ahorcado y descuartizado el día 1 de julio de 1681. El mártir solamente pronunció dos palabras ante esta sentencia: "Deo gratias".
Hay un hecho extraño, como todos los acontecimientos providenciales de la historia. Ocho años más tarde, en el mismo día exacto en que el Beato Oliverio Plunket había sido decapitado, el último de los reyes Estuardos era lanzado de su trono y su dinastía eliminada para siempre.
La acusación urdida contra el Beato era ésta: Mantener correspondencia "traidora" con Roma y con Francia, y también con los irlandeses del Continente; preparar una insurrección en Armagh, Monagham, Cavan, Louth y otros condados, organizar en Carlingford el recibimiento de fuerzas francesas y haber dirigido varias reuniones para levantar hombres con estos propósitos.
Podría fácilmente hacerse una defensa histórica frente a estos cargos, pero no es de la incumbencia de esta obra. La semejanza con la persecución y condenación de jerarcas de la Iglesia en nuestros mismos tiempos puede ser una ilustración de la identidad de métodos empleados por los perseguidores de la fe cuando tratan de acusarlos bajo pretextos económicos o políticos.
He aquí algunos párrafos tomados del juicio celebrado contra él:
El juez: "Considerad, señor Plunket que habéis sido acusado del más grave crimen: la traición". Y continúa: "Estáis manteniendo vuestra falsa religión, que es diez veces peor que todas las supersticiones". El Beato responde: "Mis principios religiosos son tales que el mismo Dios todopoderoso no puede dispensar de ellos". El juez concluye: "Veo con disgusto que persistís en profesar los principios de esa religión".
El delito de traición no era más que un pretexto, como se ve, para condenar al primado de Irlanda por la defensa de la fe católica.
El juez insiste: "Se os aconseja que tengáis algún ministro para atenderos, algún ministro protestante". Por fin ante la insistencia del Beato, se le autoriza a recibir los auxilios de algún sacerdote católico de los que están encerrados en la prisión y él hace esta última declaración: "Puesto que soy un hombre muerto a este mundo y puesto que espero misericordia en el otro, quiero declarar que Jamás he sido culpable de traición ni de ninguno de los cargos que se me han hecho, como su señoría sabrá algún día".
A pesar de su confesión fue sentenciado a muerte. El efecto de esta sentencia fue tal que un torrente de personas, católicos y protestantes, se agolpó ante su celda pidiendo su bendición o admirando su heroísmo. Hasta altas personalidades del protestantismo declararon que "Inglaterra iba a volver pronto a ser "papista" si el Gobierno persistía en condenar a muerte a personas de tanta constancia".
De una carta escrita por el mártir en su celda de muerte tomamos estas edificantes líneas: "Se ha dictado contra mí sentencia de muerte. Los que me perseguían han conseguido su intento. Como San Esteban quiero clamar: "Señor, no les imputes este pecado".
Y de otra carta escrita en aquellos mismos momentos: "Siento la responsabilidad de ser el primer irlandés y tener que dar ejemplo de morir sin temor. Pero veo que Nuestro Redentor sintió temor y tristeza ante la muerte y me pregunto por qué yo no la siento. Es que Cristo, con su pasión, mereció para mí el no tenerla ante mi muerte".
Las últimas líneas que escribió a vuelapluma en una breve nota fueron éstas: "Se me ha comunicado que mañana seré ejecutado. Estoy contento de que sea en viernes y en la octava de San Juan, y de que se me haya concedido el tener un sacerdote en esa última hora".
Desde que en 1533 Enrique VIII separó la iglesia de Inglaterra de la unidad de Roma hasta este momento de 1681, habían pasado muchos años de odios y persecuciones a los defensores de la fe católica. Después de la ejecución de Carlos I en 1649, y durante los años de Cromwell, de 1653 a 1659, la persecución de los católicos irlandeses fue intensa hasta el exterminio. El reinado de Carlos II —a partir de 1675— se caracterizó por la debilidad y la indecisión. Las diferencias de fechas históricas sobre la vida del Beato Plunket deben explicarse por la oposición de Inglaterra a adoptar las reformas del calendario gregoriano. Mientras que casi toda Europa las había aceptado desde 1582, todavía en 1681 Inglaterra vivía diez días retrasada, y al mismo sol que en Roma señalaba el amanecer del 11 de julio marcaba, media hora después, en Londres, el día primero. Hasta en estos pormenores aparecía el exceso de nacionalismo religioso y anglicano del siglo XVII.
Ya, desde el cadalso, Oliverio Plunket leyó su último sermón, que le había costado muchas horas de meditación, y el texto fue entregado al embajador de España en Londres, quien lo hizo imprimir y traducir a varios idiomas confirmando su fidelidad. Después de una fervorosa oración, en la que de nuevo perdonó a sus acusadores, murió con la paciencia y constancia de los mártires.
La persecución se hizo tan violenta que no fue posible protestar públicamente por la injusticia de su degollación. Pero sus restos fueron recogidos y venerados inmediatamente, y Roma envió al superior de los franciscanos irlandeses una orden de la Sagrada Congregación de Propaganda en que se excomulgaba a dos religiosos apóstatas, McMoyer y Duffy, que habían tenido parte en la acusación del arzobispo de Armagh.
El 23 de mayo de 1920 fue beatificado y en el mismo corazón de Londres una fervorosa procesión de católicos honró su memoria.
Comenzar la vida de un mártir por el relato de su martirio no es ninguna infidelidad histórica, porque teológicamente el martirio es suficiente prueba de la heroicidad de las virtudes.
Oliverio Plunket era hijo de una noble familia avecindada en el condado irlandés de Meath. Allí nació, en 1629, en la localidad de Loughcrew. Su madre pertenecía a la nobleza de Roscommon y su padre a la de Fingall.
Su infancia se desarrolló en un ambiente de luchas y persecuciones y entre escenas de matanzas y feroces batallas. De Irlanda pasó a Roma, en donde vivió durante ocho años estudiando filosofía, teología y derecho civil y eclesiástico, siendo uno de los primeros alumnos del Colegio Irlandés en Roma "Ludovisi" y uno de los primeros irlandeses en la universidad romana "La Sapienza". Una vez ordenado de sacerdote continuó en Roma, y el 20 de noviembre de 1669 se anunció en Irlanda que Oliverio Plunket había sido nombrado obispo de Armagh. A pesar de la amnistía que siguió a los años de Cromwell, aún perduraban muchas de las leyes isabelinas. La vida de un sacerdote católico estaba valorada en el mismo precio que la de un lobo, y las cinco libras estipuladas se pagaban, en uno y otro caso, en el momento de la presentación de sus cabezas.
En 1649 había veintiséis obispos irlandeses residentes en sus sillas y en 1669 sólo quedaban cinco vivos y otros tres en el destierro. En cuanto se conoció la elección de Oliverio Plunket para obispo de Armagh el virrey, lord Roberts, recibió una comunicación en que se le decía que, si podía hallarlo y apresarlo, habría realizado un "aceptable servicio". Durante algún tiempo pudo acogerse a la hospitalidad de Bélgica, hasta que le fue posible navegar a Londres y de allí a Irlanda, en donde tomó posesión de su silla de Armagh. A la muerte del virrey presbiteriano lord Roberts, su sucesor, lord Berkeley, cambió la política en pacifista y trató incluso con cortesía a algunos miembros del clero. Esto facilitó la labor pastoral del arzobispo de Armagh, que pronto llegó a ser primado al declararse Armagh sede primada de toda Irlanda.
Su caridad para con sus sacerdotes y su humildad y modestia se hicieron proverbiales y caracterizaron todo su apostolado y gobierno. Su celo y actividad por la organización de su diócesis fue incansable. Aunque eran muchas las diócesis sufragáneas —en total once—, él consiguió reunir en sínodos a los obispos dependientes de la metrópoli tratándolos como hermanos y no como forasteros. Recorrió su diócesis en visitas pastorales, congregó a sus sacerdotes con afecto de pastor y sencillez de amigo, hablándoles con verdadera veneración y agradeciéndoles sus servicios, y soportó con entereza las injusticias que, en algunos lugares de su diócesis, fueron impuestas contra los católicos aun bajo el moderado virreinato de lord Berkeley.
La pobreza y la austeridad presidían la vida del arzobispo. En realidad, los católicos habían quedado empobrecidos. Una de las tácticas de la persecución fue las llamadas "plantaciones" o traídas de protestantes escoceses, que se hacían dueños de las propiedades que antes tuvieron los católicos. Aún en 1672 el arzobispo primado denunciaba el abuso de que los católicos fueran obligados a pagar a los ministros protestantes dos chelines por cada hijo que se bautizaba en una iglesia católica. Su bondad para con sus fieles y sacerdotes se convertía en valentía y tenacidad cuando tenía que defender, frente a las injusticias, los derechos de la verdad y la fe.
Conociendo ahora estas virtudes características del primado irlandés y el marco histórico de su vida, es fácil comprender que la persecución haría presa en él sin demasiada dilación. La atmósfera tormentosa y la audacia de su espíritu explican suficientemente por qué fue detenido y apartado de sus fieles. La acusación de felonía y traición, y la sumisión a un tribunal inglés, eran igualmente elementos de la trama urdida contra su fe. Nunca Irlanda consideró legal el traslado del arzobispo a Londres y su juicio por los jurados ingleses. Desde 1495 las leyes inglesas carecían de vigor en Irlanda, a no ser que fueran aprobadas por las decisiones del Parlamento de Dublín, y la disposición de Enrique VIII de someter a los tribunales ingleses a cualquier acusado de traición que viviera en uno de los dominios de la Corona había prescrito ante el uso de los juristas desde que el Parlamento había sustituido a las Cortes.
No obstante todo este cúmulo de factores ilegales, Oliverio Plunket fue sacado un día de su diócesis y llevado a Inglaterra para, después de las formalidades acostumbradas por todos los tribunales injustos de la historia, escuchar, de boca del juez inglés, la palabra definitiva: Guilty (¡Culpable!). La misma estratagema e idéntico procedimiento, con especie de legalidad, que un día llevara al sanedrín a proclamar ante el más Justo de los acusados su "Reus est mortis" (Reo es de muerte).
Sus dos únicas palabras de respuesta: "Deo gratias" (gracias a Dios) resuenan todavía bajo los arcos de la catedral de Drogheda y su cabeza incorrupta, en parte ennegrecida por las llamas a que fue entregado su cuerpo después de degollado, es el mejor clamor que los siglos han podido conservar para la posteridad.
Terminemos con estas palabras tomadas de la declaración de la Sagrada Congregación de Propaganda en el mismo año de 1681: "Las conjuras en Inglaterra pretendieron ser dirigidas contra la vida del rey o como intentos de las conspiraciones irlandesas, pero, en realidad, no había más que una finalidad: atacar el establecimiento de la fe".
Oliverio Plunket pasará a la posteridad como un símbolo de constancia en defensa de la fe católica y como una prueba de la voluntad indestructible de un pueblo, tradicionalmente fiel a Roma, por conservar a toda costa su unidad religiosa.
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