domingo, 24 de abril de 2011

Homilía


DOMINGO DE PASCUA

Hoy se celebra en algunos lugares la Procesión del Encuentro entre el Hijo resucitado y la madre dolorida, que se desprende en ese momento de su manto negro para revestirse de otro blanco luminoso. La tristeza da paso a una felicidad incontenible.
Hoy es el día más grande de la liturgia cristiana; es la fiesta de todas las fiestas. Porque si algo da sentido a nuestra fe es la Resurrección de Cristo; como El resucitó, nosotros también resucitaremos.
El cirio pascual, colocado en un lugar destacado del presbiterio, nos recuerdo este acontecimiento y brota de nuestros corazones un sonoro y gozoso “Aleluya”.
También recitamos, a partir de hoy y durante todo el tiempo pascual, el “Reina del cielo, alégrate”, en honor de la Virgen María.

“Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver” ( Hechos 10, 40).

Nos sorprende positivamente el anuncio del apóstol San Pedro en casa de un centurión pagano llamado Cornelio.
Pedro, que había traicionado al Maestro y había llorado amargamente su culpa, es perdonado por Jesús y reafirmado en su primacía como cabeza de la Iglesia. Es el que toma la palabra y proclama “ lo que sucedió en el país de los judíos con Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y a quien Dios resucitó al tercer día de entre los muertos. (Hechos10, 37)
La experiencia del Resucitado impulsa a los Apóstoles al anuncio sin desmayo del primer kerigma cristiano, que San Pablo recibe de los Apóstoles y que a su vez transmite a los Corintios: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras” (I Corintios 15, 4-6).

El anuncio evangelizador se convierte para todos los creyentes en Jesús en una necesidad: Cristo vive, ha resucitado, está en medio de nosotros y no nos abandona.

Esta convicción impulsa también hoy a millones de personas, que no se limitan a seguir pasivamente la doctrina de Jesús, sino que se convierten en misioneros, dando a los demás un don gratuitamente recibido. Y se juegan, si es preciso, la vida, porque saben que la recuperarán de nuevo.
Mucha gente tomó a los Apóstoles por locos ilusos o borrachos.

No temáis, yo he vencido al mundo.

Pasados más de dos milenios, millones de hombres y mujeres se debaten en la incertidumbre ideológica, en la inseguridad económica y profundas dudas existenciales. Hemos empezado a conquistar el espacio exterior, se ha sofisticado la técnica y contamos con medios para conocer al instante lo que sucede en diversos lugares de nuestro planeta, pero hemos retrocedido en el sistema de valores que presiden nuestra sociedad.
Nos hemos convertido en esclavos de nuestras comodidades, porque tenemos muchas cosas, pero disfrutamos menos que quienes poco poseen. El secreto de la vida es la paz con uno mismo y el diálogo y la comunicación fluido con los seres que amamos, pues la felicidad no viene dada por los bienes materiales que poseemos, sino por la convicción de sentirse amado y amar.
El amor, avalado por la presencia cercana de Jesús, es para un cristiano lo único eternizable de la vida y el mejor antídoto para desechar los reiterados “cantos de sirena”
que nos ofrecen para salir del aburrimiento.
En todos los hombres y mujeres hay un sustrato religioso, incluso entre los que se confiesan ateos, un anhelo de vivir siempre.
“No quiero morirme, decía Miguel de Unamuno- no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí”. Es un grito que no queda sin respuesta, sino que está abierto a una esperanza viva. Lo afirma San Pablo en la lectura de Colosenses 3, 3: “ Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”.
Cristo resucitado nos sigue repitiendo: “No temáis; yo he vencido al mundo”.
Y desde Cristo podemos decir que nuestros seres queridos no han desaparecido para siempre y que nos encontraremos con ellos en un reino nuevo y feliz.
La vida humana y su final no será un fracaso, porque las ataduras de nuestros pecados desaparecerán cuando nos llegue la liberación definitiva y Dios lo sea todo en todos.

La tumba vacía.(Juan 20, 1-9)

El relato del evangelio según San Juan, que nos presenta a María Magdalena ante el sepulcro vacío, y posteriormente a Pedro y Juan, no es una prueba definitiva sobre la resurrección de Cristo, porque como afirman algunos sabios “no se puede aislar el gen divino en un laboratorio”, pero sí es una de las formas que utilizaban los primeros cristianos para manifestar su fe en la resurrección.

Se dice que el primer discípulo que entró en el sepulcro “vio y creyó”. Después entró el otro, y también “vio y creyó”. ¿Qué es lo que vieron para creer y entender de pronto las Escrituras?

Los defensores de la autenticidad de la Sábana Santa de Turín como el lienzo que envolvió a Jesús después de muerto, exhiben como uno de sus argumentos este pasaje evangélico.
Es cierto que la Santa Sábana sigue siendo un misterio para los científicos. Los más recientes análisis sobre un trozo del lienzo cifran su origen en la Edad Media. Sin embargo, el muestrario tomado parece ser una costura añadida para reparar los daños de un incendio. Pero hay datos favorables a la hipótesis de ser un reliquia del siglo I.
La ciencia irá desvelando el misterio. Sean cuales sean los resultados, nosotros continuaremos afirmando que “Dios lo resucitó”, amparados en la fe de la Iglesia y en la larga cadena de múltiples testigos.

Es muy actual la invitación de San Pablo a “buscar los bienes de arriba”, porque entre tantas corruptelas, cambios de opinión, sentencias injustas y engaños combinados , no podemos mantener nuestra confianza en los hombres ni en el dinero.
Jesús resucitado es nuestra suprema garantía.

Meditemos la larga y bellísima secuencia pascual que canta el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte, y reafirmemos nuestra fe en Él.

FELIZ PASCUA

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