JESUS Y LA MUJER PECADORA
Las lecturas de este domingo están impregnadas de dos personajes singulares: EL rey David y Jesús.
El rey David
Fue un rey extraordinario de Israel: valiente, leal, generoso, justo y devoto.
Amó tiernamente a Yahvé-Dios y era un ejemplo vivo para su pueblo en todas las facetas de la convivencia. Pero quedó seducido por la belleza de Betfagé, esposa de Urías, capitán de su ejército. Cegado por la pasión, obnubilada su mente por el ansia de poseer a la mujer, tramó un plan para que Urías muriera en combate y casarse con su amada. Todo salió según lo previsto. Ambos se casaron y, aparentemente, vivían felices. Sin embargo, la denuncia del profeta Natán desveló al rey la gravedad de su pecado. Enseguida reconoce su falta, pide perdón, se viste de saco, ayuna y hace penitencia hasta saberse perdonado por Dios.
A él se atribuyen los impresionantes versículos del salmo 50 (el famoso Miserere), todos ellos un sentido canto al perdón y a la misericordia de Dios: “Misericordia, Dios mío por tu bondad; por tu inmensa compasión borra toda mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado”.
Dios responde a su arrepentimiento prometiéndole que saldrá de su linaje el Mesías.
Contrasta esta actitud humilde del rey David con lo que sucede hoy con algunos de los programas de máxima audiencia de la TV: los programas basura, cuyo único objetivo es criticar a los demás, alimentar el morbo, difamar, “despellejar” al contrincante, ponerle en evidencia, descalificarle con insultos y condenarle, a menudo con mentiras. Y triunfan, porque hay un núcleo grande de la sociedad que no entiende el significado de la misericordia, la compasión o el arrepentimiento, aunque digan con la boca pequeña que “errar es de personas y rectificar de sabios”.
La lección que podemos extraer de este pasaje del Libro 2 de Samuel es que Dios, a diferencia de muchos de nosotros, siempre nos da una, dos o las oportunidades que sean necesarias.
Jesús
Del relato que hemos escuchado en Lc. 7,36-8,3 se desprende que Jesús no era un rabino al estilo de la época, pues rompía protocolos y se saltaba la observancia de leyes secundarias judías cuando estaba en juego “la misericordia, la justicia y la buena fe”.
Un buen rabino no debía nunca hablar en público con las mujeres, ni mezclarse con pecadores y gente de mal vivir.
El evangelista pone de relieve que, al aceptar Jesús la invitación del fariseo Simón a comer en casa de éste, quiere poner de relieve lo que es “religiosamente correcto”.
Jesús se muestra irónico ante Simón por no haber seguido la saludable costumbre judía de saludar al huésped con el beso de la paz, ofrecer una jofaina de agua para que se lavara los pies sudorosos por el largo caminar y perfume para ungirlos. Cuando no se ama, tampoco abundan los detalles ni prevalece el perdón.
En cambio, la mujer pecadora, probablemente una prostituta, que se presenta ante Jesús, no se arredra, ni repara en las miradas de rechazo, porque en su interior arde el amor.
No conoce las normas de la hospitalidad, pero cumple sin saberlo con el protocolo.
Su beso de paz la redime para siempre; sus lágrimas gratifican su arrepentimiento, y el perfume que derrama sobre los pies de Jesús fortalece su fe para seguirle mediante el buen olor de las buenas obras, “porque al que mucho ama, mucho se le perdona”.
El fariseo Simón
Un rabino de su categoría no podía soportar fácilmente una situación embarazosa como ésta. Juzga en su interior la actitud de Jesús y su implicación con “malas compañías”.
Es incapaz de mirarse a sí mismo, porque conoce la Ley, domina sus emociones y tiene clara noción de lo “políticamente correcto”. No quiere ver mancillada su imagen y su prestigio..
Una vez más se muestra aquí en toda su crudeza la paradoja del Reino de los cielos, donde “habrá últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”.
La actitud de Simón es idéntica a la nuestra cuando levantamos barreras entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, colocamos etiquetas a las personas y las marginamos.
¡Cuánto daño hacemos con la maledicencia, los juicios peyorativos y la calumnia!
¡Cuán gran consuelo debió experimentar la mujer pecadora después de su encuentro con Jesús, pues había en ella una limpieza, una honestidad y una autenticidad que Jesús valoró y reconoció!
Jesús y las mujeres
Las mujeres ocuparon un lugar privilegiado en la vida de Jesús. Además de su madre, hubo muchas que le siguieron por los caminos de Judea y Galilea, le acompañaron en la cruz y recibieron la vista de Jesús resucitado.
Jamás negó Jesús cualquier petición venida de una mujer.
Por eso recibió tantas críticas de los escribas y fariseos, habituados a marcar distancias con los inferiores en rango; mucho más con las mujeres, los publicanos, los leprosos y los proscritos por la ley.
San Pablo, al que algunos tachan de antifeminista por su comentario en la Carta a los Efesios, afirmó en su momento que ya no hay barreras entre hombre o mujer, esclavos y libres, judíos y gentiles, porque nos une a todos la fe en Jesucristo y somos justificados por ella.
Pasados veinte siglos, siguen las discriminaciones en buena parte del mundo contra las mujeres. También dentro de los llamados “gobiernos progresistas” que utilizan su imagen y no las tienen en cuenta en la toma de decisiones sobre algunas leyes, como la del aborto en España, que se pondrá en práctica a primeros de Julio. Será duro para ellas tomar decisiones que no desean.
¿Aprenderemos de una vez los seguidores de Jesús a dar a la mujer la dignidad que se merece como hizo El?
En consecuencia, preguntémonos los que venimos a Misa, escuchamos la palabra de Dios y cumplimos con la Iglesia, que no basta con ser correctos en lo comportamientos externos ni con salvaguardar nuestra buena imagen. Si no echamos una mano para resolver los problemas de nuestros hermanos, nos implicamos en la catequesis, en la acción caritativa social, en la visita a los enfermos... y en tantas otros sitios que necesitan de nuestra entrega, seríamos malos cristianos.
"Una fe sin obras, como afirmaba el apóstol Santiago, es una fe muerta"
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