domingo, 2 de mayo de 2010

Homilía


LA COMUNIDAD PASCUAL
La primera comunidad cristiana

Pablo y Bernabé, incansables Apóstoles, fueron los grandes constructores, organizadores y animadores de las comunidades que iban surgiendo tras la predicación evangélica. Recibían el nombre de ”Iglesia” y desde el principio nacen con unas características bien determinadas: la fe en Jesucristo, la oración, la proclamación de la Palabra de Dios, la práctica de la caridad y ayuda a los más pobres, el amor fraterno y la celebración de la Pascua del Señor: Eucaristía.

No podían dar abasto por el inmenso trabajo, que ocasionaba su constante crecimiento y asignan presbíteros que cuiden de todos los fieles, proclamen la Palabra y administren los sacramentos, mientras ellas se dedican más exhaustivamente a la evangelización de los pueblos.

La Iglesia asienta su origen en la experiencia pascual, la de que Jesús está vivo e infunde por medio de su Espíritu audacia para anunciar la Buena Noticia.
El proceso catecumenal en los primeros tiempos de la Iglesia concluía en la Vigilia Pascual con la celebración de los sacramentos de iniciación: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.
Y de esta manera comenzaban la vida nueva al incorporarse por el Bautismo a la comunidad que acoge, anima y ayuda en las tareas evangelizadoras.

Base de la comunidad cristiana

El amor es la base de toda comunidad cristiana. Sin él termina convirtiéndose en un grupo humano de amigotes que comparten el juego, la diversión, el deporte, la comida... en contraprestaciones simbióticas e interesadas. Merecen todos los respetos, y ciertamente suponen una inestimable ayuda para la convivencia.
Las asociaciones, los clubes responden a esta finalidad.

Pero una verdadera comunidad cristiana tiene otras connotaciones. En ella se comparte la vida misma, las ilusiones y esperanzas, la reconciliación, el amor desinteresado, la fe y el impulso llevado a la acción de expandir ese amor y universalizarlo.

La fuerza motriz que anima a la comunidad cristiana es amarse como Jesús nos ama. Es, según San Juan, el auténtico distintivo de la misma y el modelo de referencia que siempre tenemos que tener presente. Un amor desinteresado, entregado al servicio de los más débiles y necesitados, es la mejor señal de reconocimiento de los seguidores de Jesús.

El amor, en abstracto, no existe. Sólo existen las personas que se aman. Y el amor se traduce en la práctica de unos hechos concretos y no en el mero cumplimiento de los ritos.

¿Cómo se nota hoy que existe una comunidad viva y dinámica?

Exactamente igual que en la antigüedad: en el sentido de la misión.
La persona que se siente llamada trata de abrir al mundo la explosión de un amor que no quiere guardar para sí. La comunidad vive, comunica altruistamente y, a su vez recibe, asistida por la gracia y la alegría de la pertenencia al Señor, mientras se enriquece e irradia fuerza.
Cuando deriva en compartimentos estufa, la comunidad se empobrece, se vicia y acaba convertida en un grupo de “amiguetes” más o menos cercanos, con los que comparten juegos, salidas, comidas. Pero, ya no es Jesús quien convoca y, por la misma razón, cierran su vida a los altos ideales, a la universalidad del amor y a la plenitud.

El empuje misionero que nos narra los Hechos de los Apóstoles, nos ayuda a descubrir la acción del Espíritu en nuestras vidas cuando le abrimos las puertas y el Señor es capaz de hacer obras grandes en nosotros.
Pablo y Bernabé retornan después de muchas peripecias a la comunidad que le había enviado a predicar, y relatan todos los acontecimientos. Todos se sienten responsables, solidarios y copartícipes de una misma misión, que no es otra que la fe en Jesucristo Resucitado.

Los ojos de nuestra comunidad parroquial deben mirarse en este espejo de vida, que nos recuerda hoy el Apocalipsis 21,1: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”
Los ojos del amor miran siempre hacia un futuro de esperanza, donde la muerte será erradicada para siempre y ya no habrá “ni luto, ni llanto, ni dolor”
Cualquier persona que ame lleva dentro la semilla de Dios, y con ella la savia de la eterna felicidad, suprema aspiración del hombre.

Por desgracia, somos de condición pecadora y la perfección aquí no existe, pero si amamos, todas las grandes utopías son posibles. Jesús mismo nos lo demuestra, y nos envía su Espíritu para garantizar esta suprema aspiración si trabajamos por construir poco a poco, aquí en la tierra, la Ciudad de Dios, anticipo de la definitiva Ciudad Celestial.

Durante estos días en que menudean las bodas en nuestras parroquias y se lee con reiteración la apología del amor de San Pablo a los Corintios para recordar a los novios el paso que están dando, interioricemos su mensaje que, por muy sabido, no le damos la importancia que se merece:

“DIOS ES AMOR. Y EL QUE VIVE EL AMOR, VIVE EN DIOS Y DIOS EN EL”

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