La Pascua judía
La primera lectura de la Eucaristía de hoy, extraída del Éxodo, nos relata un episodio que es la fuente de la fiesta judía de los Ázimos.
Es un texto venerable que evoca el “paso del Señor” en medio de su pueblo para liberarlo de la esclavitud del faraón y guiarlo durante 40 años hasta la Tierra Prometida.
Durante estos largos y duros años de desierto, el pueblo se irá purificando y abriéndose a la alianza con Yahvé- Dios, su Libertador.
Según los entendidos, esta fiesta era primitivamente de origen nómada; se empleaba sangre para untar los piquetes de las tiendas a fin de ahuyentar los malos espíritus. Guardaba a su vez relación con la fiesta cananea de los Ázimos, del pan sin levadura, celebrada al comenzar la recolección de la cebada.
En cualquier caso, la fiesta judía, nos recuerda el acontecimiento narrado en el libro del Éxodo. La familia se reúne en torno a la mesa. El más joven de la misma pregunta sobre el sentido de la fiesta al que preside la celebración doméstica. Este comienza a explicar a todos el acto central de la historia judía y les va recordando la intervención liberadora de Yahvé, la sangre sobre los dinteles, las hierbas amargas, la carne asada al fuego, el pan sin fermentar... Todo ello, ceñida la cintura, con bastón en la mano y sandalias en los pies, en actitud de emprender el viaje.
Jesús, como buen judío, acudía anualmente desde niño a celebrar la fiesta de Pascua.
Esta será la última oportunidad de compartir con sus discípulos esta Cena Pascual que tanto ansiaba celebrar y que servirá de emocionante despedida.
Preparativos de la Pascua
Jesús no tenía casa. “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc.9,58).
Por eso manda a sus discípulos a casa de un amigo que generosamente les deja el local llamado hoy día Cenáculo.
Siempre tuvo Jesús amigos conocidos y anónimos que le acogieron en su casa para hablar con él y celebrar banquetes. En el evangelio aparecen varios de estos amigos: los hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro, Mateo el publicano, Pedro, Zaqueo, Simón, el fariseo, Nicodemo,.
Encuentros íntimos, profundamente humanos donde se habla al corazón y se hace patente la presencia cercana y misericordiosa de Dios. Jesús vino a salvar, no a condenar.
“Mira- dice el Apocalipsis 3,20- que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.”
Y cualquiera de nosotros, como el dueño del Cenáculo, le podemos abrir las puertas de nuestro hogar para sentir su presencia, el calor de su amistad y el regalo de su felicidad.
Jesús sigue llamando hoy a todas las puertas, porque quiere que nadie, especialmente los pobres, lisiados y marginados, queden excluidos de su banquete.
La Cena Pascual
Durante la celebración de la Pascua judía, Jesús instituye la Eucaristía y el Sacerdocio.
El relato de San Pablo sobre este hecho singular es el más antiguo que conocemos, anterior al de los evangelios. El Apóstol recoge simplemente una tradición que viene del Señor, que no es suya: “la noche de su pasión Jesús cogió un pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced lo mismo en memoria mía. Después de cenar hizo igual con la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis, haced lo mismo en memoria mía” (I. Cor.11,23-25).
A partir de este momento, la celebración judía dejará paso al Memorial del Señor. Ya no se sacrificará el cordero para derramar su sangre sobre las jambas y el dintel de las puertas, porque será el mismo Jesús, el nuevo Cordero, quien se entrega con su cuerpo triturado y su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Según la mentalidad de la época la sangre era la vida.
No cabe mayor sacrificio ni mayor entrega por parte de Jesús, que quiere convertirse para cuantos creen en El y se alimentan de su Cuerpo y de su Sangre en fuente inagotable de vida, y de vida eterna.
Este es el mandato que mejor ha guardado la Iglesia.
Los sacerdotes (“haced esto en memoria mía”) son los encargados de repetir las palabras y los gestos de Jesús, que los primeros cristianos llamaban “la fracción del pan”.
Jesús quiso darles ese poder espiritual y una gran responsabilidad para perpetuar en su memoria este Sacramento de Fe que, como proclamamos en la Eucaristía después de la consagración, es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección hasta que El vuelva.
En este Año Sacerdotal estamos todos invitados a rezar y preocuparnos más por los sacerdotes, a quienes dejamos a menudo solos en su misión y a quienes marginamos, descalificamos y humillamos por errores que perdonamos a otros.
El lavatorio de los pies
El evangelio nos adentra en la clave de la vida de Jesús, toda ella entregada al servicio de los demás.
San Juan, tan amante de los signos, nos muestra a Jesús lavando los pies a los discípulos, un oficio propio de los esclavos. Con este gesto, Jesús intenta rebajarse y darles una lección suprema de amor. Nadie es más grande que el que sirve ni mejor que el que entrega su vida por los demás.
Toda la vida de Jesús ha sido un servicio permanente a la voluntad del Padre, a sus discípulos, a los enfermos, a los marginados, a la gente humilde del pueblo, a cuantos se han cruzado en su camino.
Nunca olvidarán esta lección. Tampoco los cristianos de todas las generaciones que sabemos que la señal de nuestro reconocimiento está en “amarnos como hermanos”.
Los paganos al contemplarles decían con sana envidia: "mirad cómo se aman".
Y si queremos dar a conocer a Jesús ha de ser, sobre todo, por nuestros gestos de amor.
La persona más importante en una familia suele ser la madre; es la primera que se levanta y la última que se acuesta; la primera que sirve la mesa y la última que come; la primera en cuidar al hijo enfermo y la última en irse de su lado; la primera en callar y en aguantar humillaciones con tal de que haya paz en el hogar; la primera en perdonar, en dar la cara ante una necesidad... y la última en el escalafón, porque no se mira a sí misma, sino a los seres que ama. Y, ¡qué tragedia y qué vacío cuando ella falta!
“Si alguien quiere ser el primero, decía Jesús, que se ponga como el servidor y el últimos de todos”... “porque hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos en el Reino de los Cielos”
Todos los cristianos debemos llevar el “servir” como carta de identidad, y amar como Jesús nos amó.
Día del amor fraterno
“Amaos unos a otros como yo os he amado”
Cristo es nuestro modelo a imitar a través del amor que lleva a la misericordia y al perdón, incluso a los enemigos, y a la entrega total, hasta dar la vida.
Ya sé que es difícil, que somos seres limitados, que somos débiles y fallamos, pero estamos llamados a vivir como Cristo y con Cristo.
Disponemos de sobradas ocasiones para demostrar nuestro amor y luchar por él: la familia, el trabajo, grupos de amigos, calle...
El mundo se halla plagado de problemas que remueven nuestra sensibilidad y nos impulsan a ser solidarios. Cerrar el corazón a los hermanos no es propio de un buen cristiano.
España ronda los cinco millones de parados; una cifra escalofriante, que se une a otros varios millones que viven en la pobreza y en la miseria. Visitemos los locales de Caritas en las parroquias para darnos cuenta del creciente número de los necesitados que llaman a sus puertas ante la pasividad frecuente de las autoridades políticas que, además, tienen la desfachatez de criticar y descalificar la acción caritativa de la Iglesia mientras no se rebajan ni un céntimo de sus elevados sueldos.
El amor auténtico compromete e impulsa al cristiano a denunciar las injusticias y trabajar por erradicarlas.
Cuando salgo de varias conocidas estaciones del Metro me encuentro con los mismos mendigos subsaharianos pidiendo limosna. De pie, sonrientes, amables, con un periódico en una mano y la otra extendida y abierta en demanda de ayuda, soportan pacientemente las inclemencias del tiempo con arrojo y valentía. Muchos, al pasar a su lado, desvían la mirada; otros avanzan indiferentes; los menos depositan su óbolo.
Ignoramos, sin embargo, la tragedia de sus vidas. La mayoría abandonó el pueblo o la tribu como abanderados de su familia para sacarla de la miseria y el hambre.
Entraron sin papales, siguen sin trabajo, no tienen casa y no se atreven a regresar para confesar su fracaso.
Me pregunto: ¿qué haría yo si me tocara vivir su amargo drama? ¿Mantendría como ellos la sonrisa y la dignidad?
Estos son los pobres reales, porque no disponen de casa, carecen de trabajo, no pueden acudir a los colegios, no tienen seguros sociales, ni dinero, ni amigos.
El amor de Dios nos interpela para dar gratis lo que gratis hemos recibido, porque la medida del amor es amar sin medida. Jesús así lo ha querido.
La primera lectura de la Eucaristía de hoy, extraída del Éxodo, nos relata un episodio que es la fuente de la fiesta judía de los Ázimos.
Es un texto venerable que evoca el “paso del Señor” en medio de su pueblo para liberarlo de la esclavitud del faraón y guiarlo durante 40 años hasta la Tierra Prometida.
Durante estos largos y duros años de desierto, el pueblo se irá purificando y abriéndose a la alianza con Yahvé- Dios, su Libertador.
Según los entendidos, esta fiesta era primitivamente de origen nómada; se empleaba sangre para untar los piquetes de las tiendas a fin de ahuyentar los malos espíritus. Guardaba a su vez relación con la fiesta cananea de los Ázimos, del pan sin levadura, celebrada al comenzar la recolección de la cebada.
En cualquier caso, la fiesta judía, nos recuerda el acontecimiento narrado en el libro del Éxodo. La familia se reúne en torno a la mesa. El más joven de la misma pregunta sobre el sentido de la fiesta al que preside la celebración doméstica. Este comienza a explicar a todos el acto central de la historia judía y les va recordando la intervención liberadora de Yahvé, la sangre sobre los dinteles, las hierbas amargas, la carne asada al fuego, el pan sin fermentar... Todo ello, ceñida la cintura, con bastón en la mano y sandalias en los pies, en actitud de emprender el viaje.
Jesús, como buen judío, acudía anualmente desde niño a celebrar la fiesta de Pascua.
Esta será la última oportunidad de compartir con sus discípulos esta Cena Pascual que tanto ansiaba celebrar y que servirá de emocionante despedida.
Preparativos de la Pascua
Jesús no tenía casa. “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc.9,58).
Por eso manda a sus discípulos a casa de un amigo que generosamente les deja el local llamado hoy día Cenáculo.
Siempre tuvo Jesús amigos conocidos y anónimos que le acogieron en su casa para hablar con él y celebrar banquetes. En el evangelio aparecen varios de estos amigos: los hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro, Mateo el publicano, Pedro, Zaqueo, Simón, el fariseo, Nicodemo,.
Encuentros íntimos, profundamente humanos donde se habla al corazón y se hace patente la presencia cercana y misericordiosa de Dios. Jesús vino a salvar, no a condenar.
“Mira- dice el Apocalipsis 3,20- que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.”
Y cualquiera de nosotros, como el dueño del Cenáculo, le podemos abrir las puertas de nuestro hogar para sentir su presencia, el calor de su amistad y el regalo de su felicidad.
Jesús sigue llamando hoy a todas las puertas, porque quiere que nadie, especialmente los pobres, lisiados y marginados, queden excluidos de su banquete.
La Cena Pascual
Durante la celebración de la Pascua judía, Jesús instituye la Eucaristía y el Sacerdocio.
El relato de San Pablo sobre este hecho singular es el más antiguo que conocemos, anterior al de los evangelios. El Apóstol recoge simplemente una tradición que viene del Señor, que no es suya: “la noche de su pasión Jesús cogió un pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced lo mismo en memoria mía. Después de cenar hizo igual con la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis, haced lo mismo en memoria mía” (I. Cor.11,23-25).
A partir de este momento, la celebración judía dejará paso al Memorial del Señor. Ya no se sacrificará el cordero para derramar su sangre sobre las jambas y el dintel de las puertas, porque será el mismo Jesús, el nuevo Cordero, quien se entrega con su cuerpo triturado y su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Según la mentalidad de la época la sangre era la vida.
No cabe mayor sacrificio ni mayor entrega por parte de Jesús, que quiere convertirse para cuantos creen en El y se alimentan de su Cuerpo y de su Sangre en fuente inagotable de vida, y de vida eterna.
Este es el mandato que mejor ha guardado la Iglesia.
Los sacerdotes (“haced esto en memoria mía”) son los encargados de repetir las palabras y los gestos de Jesús, que los primeros cristianos llamaban “la fracción del pan”.
Jesús quiso darles ese poder espiritual y una gran responsabilidad para perpetuar en su memoria este Sacramento de Fe que, como proclamamos en la Eucaristía después de la consagración, es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección hasta que El vuelva.
En este Año Sacerdotal estamos todos invitados a rezar y preocuparnos más por los sacerdotes, a quienes dejamos a menudo solos en su misión y a quienes marginamos, descalificamos y humillamos por errores que perdonamos a otros.
El lavatorio de los pies
El evangelio nos adentra en la clave de la vida de Jesús, toda ella entregada al servicio de los demás.
San Juan, tan amante de los signos, nos muestra a Jesús lavando los pies a los discípulos, un oficio propio de los esclavos. Con este gesto, Jesús intenta rebajarse y darles una lección suprema de amor. Nadie es más grande que el que sirve ni mejor que el que entrega su vida por los demás.
Toda la vida de Jesús ha sido un servicio permanente a la voluntad del Padre, a sus discípulos, a los enfermos, a los marginados, a la gente humilde del pueblo, a cuantos se han cruzado en su camino.
Nunca olvidarán esta lección. Tampoco los cristianos de todas las generaciones que sabemos que la señal de nuestro reconocimiento está en “amarnos como hermanos”.
Los paganos al contemplarles decían con sana envidia: "mirad cómo se aman".
Y si queremos dar a conocer a Jesús ha de ser, sobre todo, por nuestros gestos de amor.
La persona más importante en una familia suele ser la madre; es la primera que se levanta y la última que se acuesta; la primera que sirve la mesa y la última que come; la primera en cuidar al hijo enfermo y la última en irse de su lado; la primera en callar y en aguantar humillaciones con tal de que haya paz en el hogar; la primera en perdonar, en dar la cara ante una necesidad... y la última en el escalafón, porque no se mira a sí misma, sino a los seres que ama. Y, ¡qué tragedia y qué vacío cuando ella falta!
“Si alguien quiere ser el primero, decía Jesús, que se ponga como el servidor y el últimos de todos”... “porque hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos en el Reino de los Cielos”
Todos los cristianos debemos llevar el “servir” como carta de identidad, y amar como Jesús nos amó.
Día del amor fraterno
“Amaos unos a otros como yo os he amado”
Cristo es nuestro modelo a imitar a través del amor que lleva a la misericordia y al perdón, incluso a los enemigos, y a la entrega total, hasta dar la vida.
Ya sé que es difícil, que somos seres limitados, que somos débiles y fallamos, pero estamos llamados a vivir como Cristo y con Cristo.
Disponemos de sobradas ocasiones para demostrar nuestro amor y luchar por él: la familia, el trabajo, grupos de amigos, calle...
El mundo se halla plagado de problemas que remueven nuestra sensibilidad y nos impulsan a ser solidarios. Cerrar el corazón a los hermanos no es propio de un buen cristiano.
España ronda los cinco millones de parados; una cifra escalofriante, que se une a otros varios millones que viven en la pobreza y en la miseria. Visitemos los locales de Caritas en las parroquias para darnos cuenta del creciente número de los necesitados que llaman a sus puertas ante la pasividad frecuente de las autoridades políticas que, además, tienen la desfachatez de criticar y descalificar la acción caritativa de la Iglesia mientras no se rebajan ni un céntimo de sus elevados sueldos.
El amor auténtico compromete e impulsa al cristiano a denunciar las injusticias y trabajar por erradicarlas.
Cuando salgo de varias conocidas estaciones del Metro me encuentro con los mismos mendigos subsaharianos pidiendo limosna. De pie, sonrientes, amables, con un periódico en una mano y la otra extendida y abierta en demanda de ayuda, soportan pacientemente las inclemencias del tiempo con arrojo y valentía. Muchos, al pasar a su lado, desvían la mirada; otros avanzan indiferentes; los menos depositan su óbolo.
Ignoramos, sin embargo, la tragedia de sus vidas. La mayoría abandonó el pueblo o la tribu como abanderados de su familia para sacarla de la miseria y el hambre.
Entraron sin papales, siguen sin trabajo, no tienen casa y no se atreven a regresar para confesar su fracaso.
Me pregunto: ¿qué haría yo si me tocara vivir su amargo drama? ¿Mantendría como ellos la sonrisa y la dignidad?
Estos son los pobres reales, porque no disponen de casa, carecen de trabajo, no pueden acudir a los colegios, no tienen seguros sociales, ni dinero, ni amigos.
El amor de Dios nos interpela para dar gratis lo que gratis hemos recibido, porque la medida del amor es amar sin medida. Jesús así lo ha querido.
“La medida del amor es amar sin medida”
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