Nicodemo y José de Arimatea, discípulos ocultos de Jesús, piden su cuerpo a Pilato para darle sepultura. Lo desclavan piadosamente, lo envuelven en un sudario y lo colocan en un sepulcro nuevo que está en un huerto cercano.
Y llegada ya la tarde, puesto que era la Parasceve, que es el día anterior al sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Consejo, que también él esperaba el Reino de Dios y, con audacia, llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si efectivamente habla muerto. Cerciorado por el centurión, entregó el cuerpo a José. Entonces éste, habiendo comprado una sábana, lo bajó y lo envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca e hizo arrimar una piedra a la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de José observaban donde era colocado. (cf Mt 27,57-66; Lc 23,50-56; Jn 19,38- 42).
José de Arimatea y Nicodemo son ahora, en los momentos más difíciles, cuando todos huyen, los que dan la cara. Se preocupan del cuerpo del maestro, ofreciéndole lo único que pueden: un lagar para su reposo. El que nació sin nada, yace ahora en un sepulcro que no es suyo. Se ha despojado de todo, de su propia vida, para que nosotros vivamos la Vida de los hijos de Dios.
Es tiempo de espera. Es la hora del silencio, de descubrir que nuestro lugar definitivo no es la tierra, sino que estamos hechos para el cielo. Y sentimos la esperanza de que Cristo resucitará, de que todo es posible si damos cauce a nuestro amor. Porque todo no acaba en la cruz. El Señor ha vencido a la muerte. Va a resucitar glorioso y triunfa para siempre en el cielo, a la derecha del Padre.
Señor, la piedra fría del sepulcro recibe tu cuerpo. Es como un eco de nuestras frialdades. ¡Tú, Señor, has muerto por nosotros, y no nos podemos quedar parados, sin hacer nada! Haznos descubrir, Señor, que hay mucho que cambiar en nuestra vida; que es hora de tomar decisiones, de empeñarnos en ser como Tú quieres, respondiendo a lo que nos pides. ¡Nunca es demasiado tarde!
José de Arimatea y Nicodemo son ahora, en los momentos más difíciles, cuando todos huyen, los que dan la cara. Se preocupan del cuerpo del maestro, ofreciéndole lo único que pueden: un lagar para su reposo. El que nació sin nada, yace ahora en un sepulcro que no es suyo. Se ha despojado de todo, de su propia vida, para que nosotros vivamos la Vida de los hijos de Dios.
Es tiempo de espera. Es la hora del silencio, de descubrir que nuestro lugar definitivo no es la tierra, sino que estamos hechos para el cielo. Y sentimos la esperanza de que Cristo resucitará, de que todo es posible si damos cauce a nuestro amor. Porque todo no acaba en la cruz. El Señor ha vencido a la muerte. Va a resucitar glorioso y triunfa para siempre en el cielo, a la derecha del Padre.
Señor, la piedra fría del sepulcro recibe tu cuerpo. Es como un eco de nuestras frialdades. ¡Tú, Señor, has muerto por nosotros, y no nos podemos quedar parados, sin hacer nada! Haznos descubrir, Señor, que hay mucho que cambiar en nuestra vida; que es hora de tomar decisiones, de empeñarnos en ser como Tú quieres, respondiendo a lo que nos pides. ¡Nunca es demasiado tarde!
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