Los romanos emplearon como pena de muerte la crucifixión. El reo de muerte debía llevar el madero, instrumento de suplicio, hasta el lugar previsto: fuera de la ciudad, para mostrar más claramente que era un indeseable.
Entonces Pilato se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús; y él, con la cruz a cuestas, salió hacia el lagar llamado de la Calavera que en hebreo se dice Gólgota. (cf Mt 27,31; Mc 15,22).Jesús toma la cruz. La abraza. Y le pesa. Le abre las heridas de sus hombros llagados. Es cruz redentora. ¡Qué duro se hacen los pasos por la Vía Dolorosa! En torno a Él se forma un cortejo de curiosos y de gente sin escrúpulos que aprueba la injusticia. Pero, a pesar de su debilidad, avanza sudoroso y sediento, con una sed de amor.
Nosotros, ahora, no podemos permanecer impasibles ante el Señor que carga con todas nuestras debilidades. Porque la cruz, que era signo de oprobio, va a ser instrumento de nuestra salvación. Y al contemplar a Jesús sentimos en nuestro interior, una vez más, su invitación constante: "Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día y sígame".
Señor ¿y yo? ¿Tomo mi cruz, la mía, la de cada día, la que tanto me cuesta y tanto me santifica? Que no le tenga miedo a la cruz, a esa cruz del dolor, de la enfermedad, de las incomprensiones, de las derrotas. Que sepa ver en ella la voluntad de Dios; porque la cruz, llevada con gallardía es santificante, es redentora. Enséñame, Señor, a amar la cruz, a abrazarme a ella.
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