29/06/2009, Lunes de la 13ª semana de tiempo ordinario
Realizada por: P. Luis Carlos Aparicio Mesones s.m
SAN PEDRO Y SAN PABLO
“TÚ ERES PEDRO, Y SOBRE ESTA PIEDRA EDIFICARE MI IGLESIA” (Mt 16,16)
Y amor es lo que irradia esta Ciudad Milenaria, que fue capital del Imperio Romano.
Pocas ciudades del mundo pueden igualarla en monumentos históricos: El Coliseo, el Arco de Tito, los foros, el Panteón, el Arco de Constantino, las fontanas, el Vaticano, el Circo Máximo, las Catacumbas...
Pero, la memoria histórica no se cierra en las reliquias de su pasado esplendor, sino que aparecen como escoltas de acontecimientos claves para la vida cristiana.
Fue desde allí donde el cristianismo amplió su abanico de universalidad y selló con su sangre unos comienzos marcados por la persecución.
Las catacumbas guardaron hasta el siglo pasado los restos mortales de los primeros mártires, y son el testimonio visual de una época dura y difícil, iluminada, dentro de la oscuridad de las galerías subterráneas, por la fe en Jesús, luz del mundo y salvador de los atribulados y perseguidos.
Entre estos primeros mártires destacan los dos baluartes de la Iglesia Primitiva: Pedro y Pablo.
Pedro murió, según la tradición, crucificado cabeza abajo en la colina del Vaticano, y en la basílica, construida bajo su nombre en la época del Renacimiento, se encuentra actualmente su tumba con la inscripción: “Tú eres Pedro, la piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
Es la mayor basílica del mundo y el centro de la vida de la Iglesia, cuna de peregrinaciones y foco de irradiación “urbi et orbe” del mensaje de los Papas, sucesores de Pedro.
Visitando estos lugares, uno se siente sobrecogido y admirado por todos los tesoros espirituales que albergan.
Pablo, también según la tradición, murió degollado extramuros de Roma en el lugar llamado “Tre Fontane”,denominado así por tres fuentes que surgieron cuando su cabeza rebotó tres veces en el suelo. En sus inmediaciones se edificó la maravillosa basílica de “San Pablo Extramuros”, que guarda sus restos. En su tumba figura la sencilla frase: ”Pablo, apóstol y mártir”. Ambas basílicas, junto a San Juan de Letrán- catedral de Roma- y Santa María la Mayor, destacan sobre el cielo de la Ciudad Eterna.
Más de 260 papas han servido a la Iglesia desde la cátedra de San Pedro, manteniendo la unidad en la fe, el respeto a la tradición y la guía de su magisterio universal.
Ha habido épocas lamentables, sobre todo en torno al año 1.000, con intrigas palaciegas, alianzas con los poderes temporales y desvirtuación de la imagen de los papas. Muchos pensaron que la Iglesia desaparecería. Pero, salió fortalecida de la crisis para emerger, ya purificada, como levadura y luz de los cristianos.
La eficacia, disponibilidad y guía maestra para nuestro mundo actual de papas tan singulares como Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II ha sido como una bendición caída del cielo dentro de una sociedad cristiana- especialmente la occidental, cada año más paganizada. Su prestigio, reconocido hasta por sus enemigos, ha rebasado la frontera del cristianismo para convertirse en paladines de los creyentes y garantes de la defensa de la dignidad humana.
Lo hemos podido experimentar cercanamente durante el último encuentro que Juan Pablo II vivió con los jóvenes de Madrid y de toda España – un millón, según estimaciones-en la base aérea de Cuatro Vientos. Este acto y la posterior celebración – todavía más numerosa- en la Plaza de Colón, donde proclamó beatos a cinco insignes españoles, se convirtieron en un acto sin precedentes de afirmación cristiana. Y eso que muchos madrileños salieron fuera de la Capital aprovechando el puente del 1 de Mayo y la fiesta de la Autonomía.
Resultó singularmente emotiva la especial sintonía de sentimientos y de espíritu juvenil de una Papa, ya anciano y enfermo, pero con vigor, revitalizado por la presencia bulliciosa y exultante de una juventud, rendida por el cariño y la escucha entusiasta al líder tal vez más destacado del s.XX.
La Iglesia hubiera sucumbido ya en su momento si no hubiera contado con la presencia y asistencia misteriosa de su fundador, Cristo.
Volviendo a Pedro y a Pablo, sabemos cómo murieron, pero ¿cuáles eran los rasgos más importantes de su personalidad, las motivaciones que presidieron sus vidas, los actos que llevaron a cabo?...
Pedro era un sencillo pescador de Galilea, de carácter impetuoso, espontáneo, fogoso, entusiasta y un tanto alocado en su proceder. Creía en el Señor y estaba orgulloso y seguro de su voluntad, pero falló en momentos claves, aunque se arrepintió.
La confesión de Cesarea de Filipo constituye uno de los puntos culminantes de su vida y el gran momento de Pedro: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”.
Pablo, rabino judío, nacido en Tarso de Cilicia- actual Turquía- como ciudadano romano, privilegio que muy pocos habitantes del Imperio podían exhibir, fue un celoso cumplidor de la Ley y de la Tradición judía. Era de la secta de los fariseos y, como tal, buen conocedor de las Sagradas Escrituras. Se convirtió en un fanático “leguleyo”, que perseguía a muerte a los cristianos, hasta que se encontró con Jesús, que se le apareció camino de Damasco. Desde entonces cambió su vida y se transformó en el más ardiente y fervoroso propagador de la fe cristiana y en su mejor intérprete. Suyas son varias de las Cartas integradas en la Biblia.
Pablo, incansable organizador, orador brillante, amante de la justicia y el derecho, rico en ideas y proyectos, extendió el Evangelio por todo el Mediterráneo, aprovechando las comunicaciones y la universalidad del latín, lengua oficial del Imperio.
No dejó nunca, ni siquiera cuando estaba en la cárcel, de predicar a Jesús, de quien se sentía profundamente enamorado, al igual que Pedro.
Dirá: “para mí, la razón de vivir es Cristo y no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.
En el “sí, Señor; tú sabes que te amo,”que responde Pedro a Jesús a requerimiento del Maestro, resume todo el bagaje final de una vida que ha encontrado su sentido al lado de Jesús.
Es justo que hoy hagamos memoria de estos dos extraordinarios apóstoles, para imitar su ejemplo y convertirnos en fieles seguidores del Señor, a quien ellos anunciaron sin darse tregua y por quien derramaron su sangre.
Y de todos es sabido que “nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”
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