Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
OH buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a Ti,
Para que con tus santos te alabe, por los siglos de los siglos. Amén.
Por la señal, de la Santa Cruz de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICCIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y redentor mío; por ser Vos quien sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme, y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén.
IV. Estación:
Jesús encuentra a su Madre
Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: “...y una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Las palabra pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!
“¡Oh tú que has padecido junto con Él”, repiten los fieles, íntimamente convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra “compasión”. También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.
Señor, pequé, ten piedad y misericordia de mí, y a continuación un Padrenuestro.
La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: “...y una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Las palabra pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!
“¡Oh tú que has padecido junto con Él”, repiten los fieles, íntimamente convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra “compasión”. También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.
Señor, pequé, ten piedad y misericordia de mí, y a continuación un Padrenuestro.
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