San Jerónimo dice de él: «Fue hijo del Pontífice Anastasio y sucesor suyo en la cátedra apostólica.» Es lo único que sabemos acerca de su origen y sus primeros años. Elegido Papa en 401, gobierna la Iglesia enérgicamente, mientras Agustín ilumina los problemas más arduos de la teología, y Crisóstomo, en el apogeo de su fama, llena el Oriente con los ecos de su elocuencia. No tiene el genio del uno ni la palabra vibrante del otro; pero siempre que se trate de dirimir una controversia o poner fin a un conflicto, los príncipes y los pueblos se dirigirán a él; el Crisóstomo, en las horas del peligro, invocaría su autoridad suprema, y el mismo Agustín se inclinará sumiso ante sus decisiones doctrinales.
Eran aquéllos los días más turbios de toda la historia de Roma: los bárbaros, largo tiempo contenidos, saltaban las fronteras; las más bellas provincias eran saqueadas y devastadas; el fisco se hallaba en plena bancarrota; el desaliento cundía por todas partes; los agricultores se olvidaban de sembrar, y, como decía Salviano de Marsella; el nombre de ciudadano romano, antes tan apetecido y tan caramente pagado, era ahora rehuido, aborrecido y reputado como infame. Italia, mal defendida por el gobierno débil del emperador Honorio, fue la primera en ceder ante la invasión. En 408, Alarico con sus godos acampaba delante de Roma. El tenor se apoderó de la capital. Poderoso aún, el partido pagano atribuyó la catástrofe al abandono de la antigua religión, y restauró ante los ojos del Pontífice los altares de Júpiter Capitolino. Los augures volvieron a ejercer sus funciones, a ofrecer sacrificios y a consultar las víctimas. Entre tanto, Inocencio negociaba en Ravena un arreglo entre el jefe bárbaro y el emperador. Sus esfuerzos se estrellaron ante la inconsciencia de la corte, y en los últimos días de agosto de 410, el rey de los godos incendiaba, saqueaba y ensangrentaba la ciudad que durante mil años había dominado al mundo.
Pero el Pontífice, que presenció en estas terribles violencias el preludio de la destrucción definitiva del Imperio, vio también formarse los primeros lincamientos de la monarquía pontifical, que debía reemplazarle, y puso en juego sus grandes dotes de administrador y de gobernante para establecerla. Lo mismo que San León el Grande, parte siempre del hecho, tradicionalmente reconocido, de la primacía de Roma sobre las demás Iglesias, y sabe sacar de él los principios claros y constantes que deben guiar la política religiosa de los Pontífices romanos. Se esfuerza por establecer en todo el Occidente, en España, en las Galias y en Italia, la uniformidad de leyes morales, canónicas y litúrgicas. Suya es la fórmula: Lex orandi, lex credendi; que trae como corolario esta otra: «Una sola fe, una sola liturgia.» Impone por todas partes la aceptación de los usos romanos frente a las costumbres locales, que no son, a su entender, más que deformación de la tradición primitiva. La gran preocupación de los obispos debe ser escudriñar y propagar entre los pueblos las tradiciones apostólicas. Transmitidas directamente por el príncipe de los Apóstoles a la Iglesia romana, religiosamente conservadas en ella, estas instrucciones deben ser obedecidas por todas las Iglesias, y en especial por las Iglesias de Occidente, que son todas hijas de la Iglesia romana. A Pedro y a sus sucesores, dice Inocencio, deben su origen las cristiandades de Italia, Galia, España, África y las islas del Mediterráneo, pues el Occidente no ha conocido otro apóstol que Pedro.
Por eso es en Occidente, en la región que forma el dominio propio del patriarcado romano, donde Inocencio ejerce su actividad con más vigilancia y amplitud. Considera que las Iglesias orientales tienen con respecto a él una dependencia menos estrecha. También ellas deben reconocer la autoridad suprema del Pontífice romano; pero es al sucesor de Pedro a quien deben estar unidas, más bien que al obispo de Roma y patriarca de Occidente. Esta distinción un poco sutíl regula el proceder de Inocencio en los con nietos religiosos del Oriente. Su intervención es menos meticulosa, sus exigencias menos severas. No obstante, le vemos pacificando a las cristiandades de Macedonia, aconsejando al patriarca de Antioquía, desterrando abusos en las Iglesias de Iliria, y reprimiendo los ímpetus de Teófilo, el patriarca alejandrino. Cuida, sin embargo, de no entrar en, conflicto con los grandes dignatarios de las Iglesias orientales.
La separación completa y definitiva de las dos partes del Imperio, realizada a la muerte de Teodosio, había tenido como principal consecuencia en el campo religioso el afirmar en el Oriente cristiano la tendencia a organizarse sin tener en cuenta el hecho de la tradición romana. Inocencio puso el mayor cuidado en contener el alejamiento y en fomentar la cordialidad, sin abdicar ninguna de sus prerrogativas esenciales. Su voz se levantó enérgica en favor de la justicia con motivo del drama repugnante que terminó con el destierro y la muerte de San Juan Crisóstomo. No temió ponerse frente al poder de la corte bizantina, ni sepa-parar de su comunión al violento patriarca de Alejandría, ni enviar sus consuelos hasta las montañas de Armenia, donde sufría el desterrado. «El cuerpo habita un punto del mundo—le escribía el Crisóstomo—, pero la caridad vuela libremente. Aunque separados por una gran distancia, estamos a vuestro lado y cada día comunicamos con vos, alegres de ver la firmeza de vuestra alma, vuestra sinceridad, vuestra constancia y vuestros alientos poderosos y duraderos. Cuanto más suben las olas, cuanto más numerosos son los escollos y más violenta la tempestad, más crece vuestra vigilancia. Y así yo os ruego que me sigáis consolando con vuestro afecto, ya que la tristeza es tan grande. Entre el hambre, el contagio, la guerra, la espada y la soledad, vuestra actitud para conmigo es el más grande de los consuelos; vuestro recuerdo me llena de alegría.» La respuesta del Pontífice es notable por su sencillez, y prueba que si el Oriente tenía la superioridad del genio, había en Roma una autoridad y una grandeza que podía dirigir y fortalecer a los hombres más eminentes del mundo oriental. «Aunque el hombre inocente—decía el Papa—deba esperar todo bien únicamente de Dios, sin embargo, nosotros, que aconsejamos la prudencia, te dirigimos esta epístola a fin de que la iniquidad no tenga más fuerza para perseguir que la buena conciencia para sostener. No es a ti, el maestro, el pastor de tantos pueblos, a quien debemos recordar que los virtuosos han sido siempre probados para que se vea si ceden o perseveran, y que la conciencia es algo superior a todas las injusticias. El hombre que confía en Dios y en su conciencia debe resistirlo todo. El justo puede ser atribulado hasta la muerte, pero no puede ser vencido, porque su alma está fortalecida por la palabra de Dios, que nosotros enseñamos a los pueblos. Que tu caridad, oh hermano, tenga por consuelo ese testimonio interior del alma, que en las tribulaciones es el sostén de la virtud, porque, bajo la mirada de Cristo, la conciencia purificada echará el ancla en el puerto de la paz eterna.»
Esta misma serenidad y prudencia puso el Papa Inocencio en los debates dogmáticos. De todos los que en su tiempo agitaron la Iglesia, el más importante fue la controversia pelagiana. En el momento de subir él a la cátedra de San Pedro, descollaba en Roma un monje de elevada estatura, de rostro ascético, de costumbres austeras, gran director de espíritus, cuyo método para ayudar a los pecadores a salir del vicio y guiar a los buenos por la senda de la perfección, consistía en despertar, así decía él, la fuerza invencible que duerme en el fondo de la naturaleza humana. El verdadero nombre de este asceta era Morgán; pero la gente devota que le rodeaba llamábale, por el país de su origen, el Bretón, o bien el Marino, Pelagio. Aunque cristiano y monje, entendía el cristianismo a su manera, y había logrado personificar una tendencia que entonces era bastante corriente. El espíritu pagano, muerto en sus ritos y teogonias, seguía perpetuándose bajo formas diversas. Una de ellas era el maniqueísmo. Juguete de dos fuerzas ineludibles, el hombre no tenía otro recurso que abandonarse a ellas, sacudiendo el peso de toda responsabilidad. En vano la revelación cristiana había enseñado la doctrina de una voluntad libre y responsable, aunque sumisa a la voluntad de Dios, sin cuyo auxilio no es posible dar un paso hacia la salvación; las tendencias paganas se infiltraban en la Iglesia para producir las herejías. Pelagio se declaró adversario de este determinismo, cayendo en el error opuesto. El hombre, según él, es el señor absoluto de su destino por la elección de su voluntad independiente. Hacía profesión de creer en la divinidad de Jesucristo, en la Iglesia y en el conjunto de los dogmas y ritos católicos; pero le cegaba el orgullo de creerse capacitado para lograr la salvación por el propio esfuerzo y sin auxilio alguno sobrenatural. Su enseñanza aparecía como una resurrección del viejo estoicismo romano. Era un carácter fuerte y una inteligencia vigorosa y sutil: ingenium fortissimum, cellerrimum et acutissimum, dice el Doctor de Hipona. Dirigía las conciencias, comentaba las epístolas de San Pablo, discutía y escribía sobre la Trinidad, y derramaba cautelosamente sus ideas. Entre sus discípulos figuraba un abogado de Roma, llamado Celestio, hombre locuaz, espíritu ardiente y aventurero, embustero desvergonzado, a quien importaba muy poco la verdad. Él se encargó de propagar la doctrina del maestro, sacando las inmediatas consecuencias: la negación del dogma del pecado original y la supresión de la necesidad de la gracia.
Un día Pelagio protestó públicamente en la iglesia contra un obispo que citaba la sentencia agustiniana: «Da lo que mandas y manda lo que quieras.» Esto, según él, era destruir la libertad humana. El saqueo de Roma por Alarico ahuyenta a los innovadores. Poco después, Celestio aparece en África desenmascarado por San Agustín; y Pelagio, en Palestina, abrumado por la lógica violenta de San Jerónimo. Lo mismo en las Iglesias africanas que en las orientales, la contienda se envenena y el error se extiende. Para contener sus avances, los dos campeones de la ortodoxia acuden al mismo tiempo a la intervención de Roma. Exponiendo los pormenores de la situación, escribía San Agustín al Pontífice: «No queremos hacer llegar nuestro pequeño arroyuelo a vuestra fuente abundantísima con la pretensión de aumentarla; lo único que deseamos es saber si nuestro hilito de agua deriva de la misma fuente que alimenta de modo tan copioso el río de vuestra doctrina.» La respuesta de Inocencio lleva la fecha del 27 de enero del año 417. Recogiendo la imagen de la fuente y del río, la modifica sensiblemente para expresar de una manera más precisa que la Silla apostólica tiene la misión soberana de enseñar a toda la Iglesia. ¿Para qué hablar del arroyuelo africano que mezcla sus aguas con el río caudaloso de Roma? Es todo lo contrario. La cátedra de Pedro es la fuente inagotable de la cual se derraman por los canales de las demás Iglesias las corrientes cristalinas de la verdadera doctrina. En cuanto a la cuestión discutida, Inocencio condena la enseñanza pelagiana, apoyando con toda su autoridad la campaña teológica del obispo de Hipona y del anacoreta de Belén. Al saber la contestación del Papa, Agustín decía a su pueblo desde la cátedra episcopal: «Dos Concilios han enviado sus pareceres sobre este asunto a la Sede apostólica. Ha llegado la solución de Roma. La causa está ya acabada. Ojalá termine también el error.» Roma locuta est, causa finita est.
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