domingo, 31 de marzo de 2024

31 de Marzo 2024 – PASCUA DE RESURRECCIÓN - LAS MARAVILLAS DEL TRIUNFO DE CRISTO

Ya han vibrado las campanas llevando la noticia a todos los rincones del mundo: Cristo ha resucitado; ya se han llenado los altares de flores, anunciando la Pascua florida; ya han aparecido en sus nichos los santos, que en señal de duelo se escondieron a nuestras miradas; ya se ha encendido el fuego nuevo, y el cirio, como un estandarte de luz, se ha levantado en todas las iglesias; ya ha resonado el grito pascual por excelencia, el aleluya pascual, la palabra jubilosa que ondeará durante cincuenta días por los ámbitos del mundo como una flámula de alegría y de esperanza. Pero todo esto ha sido una conmemoración anticipada. La impaciencia de las almas, inquietas por el anhelo de ver a Cristo, no ha podido soportar las largas horas de la separación y de la soledad, y así nació el anacronismo litúrgico de los Oficios del Sábado Santo, que en los primeros siglos de la Iglesia se celebraban durante la noche de Pascua. A modo de guerreros que velan en lo alto del muro con la espada en la mano y el pensamiento en la consigna, así velaban los primeros fieles aguardando el momento de la Resurrección, atentos a la hora en que las primeras luces del alba se filtrasen por los vitrales de la basílica. Entonces un grito emocionante salía de todas las gargantas: "Este es el día que ha hecho el Señor; alegrémonos en él y saltemos de gozo.» Una sacudida eléctrica recorría toda la asamblea, los corazones palpitaban emocionados; ráfagas de victoria flotaban sobre el mar fragoroso de la multitud, y los ojos se iluminaban con reflejos de aquella lumbre que había brillado sobre el mundo en un amanecer único en todas las edades. Y es que el Señor, dueño de los soles, auriga de sus carros de fuego y rector de sus caminos misteriosos, se había buscado un día, entre todos los días de los siglos, para levantar en él el triunfo de su Hijo como punto central de toda la obra de la Redención.

Era al tercer día después de la tragedia del Calvario. El centelleo de la noche brincaba todavía en lo alto de las colinas. luchando con la primera luz que venía del Oriente, blanca como la esperanza, serena como la inocencia, alegre como una promesa de felicidad. Envueltas en el fresco estremecimiento de aquel amanecer perfumado, un grupo de mujeres subían el sendero que llevaba al huerto de José de Arimatea. Y, tristes y ojerosas, se decían: «¿Quién nos apartará la piedra del sepulcro?» Todos los cristianos saben los nombres de aquellas mujeres, cuya gloria será celebrada dondequiera que resuene el Evangelio: allí estaban María Magdalena, María Salomé y la otra María, la madre de Santiago. Todos los cristianos saben también lo que sucedió en aquel crepúsculo gozoso: En los aires, aleteos angélicos; súbitos resplandores entre los olivos y los rosales; temblor y miedo en el grupo de los soldados de Pilato; ir y venir de espíritus bienaventurados; vuelos misteriosos sobre la colina; gritos de victoria; un mancebo; vestido de nieve, que se sienta sobre la boca de la gruta, y el sol que sale alumbrando un sepulcro vacío. Las mujeres lloran. ¡Ah! Es el último ultraje hecho al hombre más divino que cruzó la tierra, a Aquel que supo adueñarse de sus corazones sin maltratarlos. ¡Y ellas que iban a ungirle con aromas perfectos, a verle una vez más, a besar su cuerpo yerto, a regarle con sus lágrimas! Sin duda, los judíos, llevando su odio más allá de la muerte, le han robado, le han profanado y le han arrojado en la fosa infame de los malhechores. Llorosas y abatidas, las pobres mujeres se sientan junto a la tumba. De repente, una voz sobre la piedra: «No temáis—dice—; el que buscáis no está aquí: ha resucitado. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¿Acaso no os dijo Él mismo que resucitaría al tercer día?» Atónitas, transidas de espanto y de alegría al mismo tiempo, las mujeres miraban sin osar responder. Pero la voz continuó: «Id a sus hermanos y decidles que ha resucitado y que no tardarán en verle.»

Pero, ¿quién era el desconocido que acababa de pronunciar estas palabras? ¿No podía ser un cómplice de los sacerdotes, enemigos del Rabbí? Así debía de razonar María de Magdala mientras sus compañeras corrían hacia el Cenáculo. El amor es muy desconfiado y sutil. Sollozando y buscando, seguía dando vueltas entre el follaje. De pronto, un hombre frente a ella. Nublados los ojos por las lágrimas y deslumbrados por el sol naciente, no le reconoció. Y oyó esta pregunta: «Mujer, ¿por qué lloras?» «Será el hortelano», pensó ella, y al mismo tiempo respondía: «Lloro porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Si has sido tú, dímelo, y yo iré por Él.» La recompensa de este candor apasionado fue una sola palabra, un nombre, el nombre de la arrepentida, pronunciado con aquella voz inolvidable que iluminó tantas veces las estancias de Betania: «¡María!» Y María creyó que despertaba de un sueño. Sí, era Él, el profeta, el taumaturgo, el que habían crucificado los sanedritas, el que le había perdonado los pecados y devuelto la inocencia. «¡Maestro!», exclamó, cayendo en tierra e intentando abrazar, como en otro tiempo, aquellos pies desnudos que aún mostraban las llagas de los clavos...

El Cenáculo se conmovió, renacieron las esperanzas; Pedro y Juan corrieron al huerto. El Maestro ya no estaba allí; solamente la piedra removida y los sudarios bienolientes, las vendas impregnadas todavía de bálsamo y áloe. Los discípulos se miraban abriendo unos ojos muy grandes, ojos de estupor, de incertidumbre, de sorpresa y de burla. Los más prudentes callaban; pero algunos meneaban la cabeza, diciendo socarronamente: «Delirios de mujeres, sueños del amanecer, alucinaciones de cabezas febriles y cansadas.» En vano Salomé; con el acento de la más profunda sinceridad, describía las vestiduras del mancebo y repetía sus palabras y remedaba su gesto; en vano la Magdalena se esforzaba por llevar la convicción a los espíritus: «Yo le he visto, le he visto con estos ojos que se comerá la tierra, he tocado sus pies, he oído su voz; era Él, vivo como antes, pero más sereno, más amable, más divino.» Llegó Pedro, pálido y jadeante. Casi no podía hablar de emoción y de contento. Era otro testigo del Crucificado. También él le había visto: estaba glorioso, luminoso, sonriente; ya no era el varón de dolores, sino el triunfador magnífico.

Entre la duda y la expectación, entre el sobresalto y la confianza, fueron pasando las horas. Ya anochecía, cuando se oyeron golpes a la puerta del Cenáculo. Todos se estremecieron. A la impresión causada por los rumores del día se juntaba el temor a los esbirros de Caifás. Abrieron la puerta con toda suerte de precauciones, y se persuadieron de que era gente de paz: dos hombres a quienes habían visto muchas veces entre la caravana de los discípulos de Jesús, dos habitantes de la vecina aldea de Emaús. Uno de ellos se llamaba Cleofás. Pero también ellos venían sofocados y nerviosos. ¿Venían acaso a confirmar los relatos de Pedro y las mujeres? Se sentaron, tomaron aliento, y luego contaron su aventura de aquella tarde.

Caminaban en dirección al pueblo, hablando de los sucesos de aquellos días, de la muerte del Profeta, de sus esperanzas fallidas, de la desilusión que les embarazaba al ver que había desaparecido Aquel a quien ellos consideraban como el libertador de Israel. En medio de su discusión, observan que una sombra se mueve junto a ellos. Se vuelven, y ven a un hombre que los sigue, como si quisiese enterarse de su conversación. Se detienen, le saludan, y el viajero, acercándose más a ellos, les pregunta: «¿Qué es eso que vais hablando? ¿Por qué estáis tristes? » Uno de ellos. Cleofás, le contestó, sorprendido: «¿Serás tú el único forastero en Jerusalén que ignore lo que ha pasado allí estos días?» Y después de contarle la dulce y terrible historia del Maestro, añadió: «Nosotros creíamos que Él sería el que había de redimir a Israel; pero ya hace tres días que sucedió todo esto.» Una íntima tristeza palpitaba en estas palabras: el dolor de ver que una idea largo tiempo acariciada se desvanece como un jirón de niebla. También ellos conocen los rumores que se extendían acerca del Crucificado; también ellos han visto el sepulcro vacío; pero todo eso no sirve más que para alarmarlos y aumentar su desencanto. Entonces el forastero, sin darse a conocer todavía, empieza a explicarles las Escrituras, recordándoles que, según los Profetas, Cristo había de morir para entrar de nuevo en su gloria. Citaba los versos de Ezequiel, los vaticinios de los salmos, las palabras de Daniel y de Isaías, y su voz se filtraba en el alma de los discípulos como si fuese el eco de otra voz bien conocida, que en otro tiempo les llenaba de esperanza. Llegaron a las primeras casas de Emaús, y el peregrino hizo ademán de continuar su camino. Pero sus oyentes le insistieron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque el día declina.» Y tomándole de la mano le introdujeron en su casa. Poco después se sentaban a cenar. El huésped, que estaba en medio de ellos, cogió el pan, lo partió y lo bendijo como en la última Cena, y en aquel gesto los ojos atónitos de los discípulos reconocieron a Jesús. Quisieron caer a sus pies, quisieron besar sus manos, pero Él había desaparecido.

Este es el suceso que Cleofás y su compañero contaron aquella misma noche en el Cenáculo. «Era la voz del Señor—decían—, era su doctrina, su gesto- su mirada bondadosa.» Y añadían: «Por algo ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino. ¿Por qué no supimos reconocerle entonces?» Sin embargo, la duda flotaba todavía sobre el colegio apostólico. El dolor tiene sus alucinaciones, y la imaginación humana llega a dar cierta existencia a aquello que se desea ardientemente. Si Cristo ha resucitado, ¿por qué no se deja ver de todos? ¿A qué fin aquellas preferencias? Además, ¿no hubiera sido más fácil fulminar los rayos de la indignación divina contra los asesinos, que resucitar después de muerto? Así razonaban los más escépticos, cuando Jesús se presentó delante de ellos, los miró uno a uno y los saludó diciendo: «La paz sea con vosotros.» Nadie respondió, pero en sus rostros leyó el Señor esta pregunta: «¿Será un fantasma?, ¿será una sombra?, ¿habrá resucitado realmente, o somos también nosotros víctimas de la misma alucinación que las mujeres?» Respondiendo a sus pensamientos, añadió el Resucitado: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se llenan de duda vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies; soy Yo. Tocad y mirad; porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que tengo Yo.» Y les enseñó las señales sangrientas de los clavos, y les descubrió su costado, y les bendijo, y comió con ellos, y les habló del Reino de Dios y de la parte que a ellos les había de caber en la propagación de la buena nueva. «Id por todo el mundo—les dijo—y predicad el Evangelio a todas las criaturas. Todo poder me ha sido dado en el Cielo y en la tierra. El que crea, será salvo; el que no crea, se condenará.»

Ya no podían dudar: la fe alegraba sus corazones y la esperanza ponía en sus ojos lumbres triunfales. Habían dudado largo tiempo, pero sólo había servido para robustecer las exigencias de su fe. Una gran verdad aparecía ante sus ojos: el Maestro estaba otra vez con ellos; la crucifixión había sido una sombra pasajera que hacía más vivas las alegrías del triunfo; la muerte había sido la condición de una vida más alta. «Una vez resucitado Cristo—dirá San Pablo.—, no volverá más a morir; la muerte no tendía imperio sobre Él.» Impasible, espiritual, libre de las condiciones del tiempo, exento de las debilidades que tomó el día de la Encarnación, goza hasta en su naturaleza humana de una vida celestial y divina: «Vivit Deo: Vive para Dios». Ahora bien: Cristo es nuestra Cabeza y nosotros somos sus miembros. Por tanto, es necesario que participemos de su misma gloria. Su triunfo es nuestro triunfo, su vida es nuestra vida, su resurrección es nuestra resurrección. Es la gran doctrina con que nos alienta San Pablo durante las alegrías pascuales: «Cristo resucitado constituye las primicias de los muertos; primer fruto de la mies; es el presagio y la prenda de una gran cosecha.» «Por un hombre entró la muerte en el mundo, por un hombre vendrá también la resurrección. Pues así como en Adán mueren todos, así en Cristo serán todos vivificados.» También nosotros vivimos ya para Dios, y llevamos el germen de una vida divina por medio de la fe y de la gracia, que, haciéndonos miembros vivos de Cristo, nos hace participantes de la naturaleza divina. «Dios—dice en otra parte el Apóstol—nos resucitó en su Hijo Jesucristo.» Una vida más noble y más alta triunfa en nosotros al recibir la mística y real penetración de gloria por virtud del misterio de la Resurrección; y por eso la Iglesia, en la misa de hoy, pide al Señor, sin turbación, sin vacilación, sin congoja, «que el misterio de la Resurrección que recibimos por la fe lo expresemos en la vida».

De aquí vienen las voces de júbilo de que está festoneada toda la liturgia de este tiempo pascual. Nos sentimos poseedores de un tesoro sublime; en nuestras venas hierve una semilla de inmortalidad; hemos conquistado la vida, hemos libertado la esperanza encadenada, hemos vuelto a encontrar el aleluya; y estamos contentos, porque una voz íntima nos dice que nadie puede arrebatarnos nuestro gozo. Y la voz de la liturgia nos invita también a entregarnos a una santa alegría, la alegría de ver cómo crece en nuestras almas esa simiente del Cielo y se va formando en nosotros la imagen viva de Cristo, no aquella otra que trepida en la carne y se asoma aturdidamente a los sentidos, para desaparecer en angustias de soledad y amarguras de tristezas. Es una alegría que se conserva con esfuerzo, y se acrecienta con perseverancia, y va mezclada con algo de melancolía, porque sólo la gozaremos seguros allá arriba, donde Cristo está ya sentado a la diestra de su Padre.

Yo, por mi parte, viendo de la muerte a mi Dios levantarse, canto y lloro, lloro de gozo: no hay pena tan fuerte que nos pueda robar este tesoro de la santa alegría que rebosa la tumba ya vacía.

Si hay afligidos, dejen su dolor y tomen el maná que el Cielo envía; si hay pobres, fabulosa es la riqueza que trae de la lucha el vencedor; y si débiles hay, que en nuestro pedio reclinen su cabeza; éste es el día que el Señor ha hecho.

Si hay algún desgraciado, incrédulo al amor, ordénale, Señor, que introduzca su mano en tu costado.

Hombres, hermanos míos, ¿por qué dejáis que sea tan amarga vuestra vida, teniendo quien alarga un vino ardiente a vuestros labios fríos? Seguid, si os place, en vuestra noche triste; yo no quiero llorar en este día en que una juventud divina viste nuestra tierra, borrando la vieja maldición que la oprimía; yo no quiero llorar cuando la fría tumba se rompe, y Dios, resucitando, mi carne exalta con su epifanía.

Si los demás te dejan, ¡oh Señor!, yo quedaré contigo.

¿Dónde encontrar mejor Maestro, dónde más leal amigo? Tú permaneces: desde el Cielo sumo al ocaso tu gloria; desmenuzas con tu soplo los montes, como el humo, y en la cuadriga de los vientos cruzas. Y aunque el hombre, acercándose al jumento, su gloria no comprenda, el mundo está contento y te eleva la ofrenda de su agradecimiento, y, alondra frágil y fugaz estrella, yo mi júbilo loco pongo en ella.

Lecturas del 31/03/2024

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: «Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados».
Hermanos:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él.

Ofrezcan los cristianos ofrendas de alabanza a gloria de la Víctima propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado que a las ovejas salva, a Dios y a los culpables unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta.
« ¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa.
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. »
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor.

31 de Marzo - Santa Balbina de Roma

En Roma, conmemoración de santa Balbina, cuyo título situado en el Aventino muestra la veneración que se tributó a su nombre.

En el Martirologio Romano anterior a la última reforma se leía: «En Roma, Santa Balbina, virgen, hija de san Quirino, mártir, que fue bautizada por el papa Alejandro y escogió a Cristo como su esposo en santa virginidad; después de terminar su curso en este mundo, fue sepultada en la Vía Apia, cerca de su padre.» Este relato, el tradicional de la santa, desgraciadamente depende de la inserción completamente gratuita del martirologista Adón, quien tomó ciertos detalles de las «Actas del papa Alejandro», que Beda prudentemente pasó por alto, y usó los nombres de Quirino, Teodora y Balbina para llenar tres nombres dejados en blanco en el mes de marzo. Las así llamadas «Actas de Balbina» son meramente un tardío plagio de las actas de Alejandro.

Según esta Actas se dice que era mártir (pero nada nos dice que fuera así); los más antiguos ponderan su virginidad y su perseverancia en "servir y agradar a su esposo Jesús, hasta que acabada en paz esta vida mortal, se fue al descanso de la gloria". La leyenda dice que era una joven pagana, como su padre, el tribuno militar san Quirino, quién tenía encarcelado por orden del emperador, al papa san Alejandro I. 

Como oyera san Quirino, que el pontífice obraba curaciones milagrosas, le llevó a la cárcel su hija, que tenía escrófulas o paperas, con el fin de que la sanase; el Papa accedió a sus súplicas disponiendo que le quitaran la argolla que llevaba al cuello y que había pertenecido a san Pedro y se la colocasen a Balbina. Al sanar repentinamente la muchacha, se convirtieron padre e hija, junto con sus familiares y todos los demás presos que habían asistido al milagro. San Alejandro, los bautizó, después de lo cual instruyó debidamente a Balbina para que conservara su virginidad como era su deseo. Todos murieron mártires en defensa de su fe. 

Todo lo que sabemos es que a mitad del camino entre la Vía Apia y la Vía Ardeatina, hubo un monasterio de Balbina, probablemente llamado así, porque fue construido en las propiedades de una dama cristiana, llamada Balbina. Por otra parte, parece que hubo una Balbina, llamada hija de Quirino, pero no puede haber sido la misma, ya que la primera vivió en época muy anterior y fue sepultada en la catacumba de Pretéxtato. Balbina fue honrada en una pequeña iglesia del siglo IV, en el Aventino, que llevó su nombre, pero es difícil determinar de cuál Balbina se trataba. La fecha que le asigna el Martirologio (anterior al 595) proviene de que esa pequeña iglesia es el único dato cierto que tenemos. Balbina fue muy venerada en la antigüedad.  

sábado, 30 de marzo de 2024

30 de Marzo 2024 – SÁBADO SANTO – EL FUEGO NUEVO Y EL CIRIO PASCUAL

Pocos ritos tan conmovedores, tan expresivos, tan luminosos como los que nos ofrece la liturgia de este día. Para bien entenderlo, es preciso no olvidar que en el momento en que hoy se celebran, constituyen, por decirlo así, una anticipación. En los primeros siglos cristianos el Sábado Santo era un día de soledad y silencio. Ni vibraban las campanas, ni brillaban las luces, ni se rompía la consigna del duelo. Los mismos niños estaban obligados a la ley del ayuno. Horas de alas negras y pesadas, horas de contrición, de compasión y de expectación angustiosa. Sólo al caer la noche se dirigían los cristianos a la iglesia para celebrar la sinaxis más larga y más solemne de todo el año, la gran vigilia pascual. En todos los corazones repercutían las grandes palabras evangélicas: «Velad, para que no se os pase la hora en que volverá vuestro Señor.» Todo el mundo debía estar en pie de aquel instante gozoso, y en aquella gran velada de los hijos de Dios la Iglesia desplegaba la magnificencia de esos ritos que hoy se han trasladado a la mañana del sábado.

En los templos y en las calles todo era expectación y presagio. Las primeras flores de la primavera perfumaban el ambiente, ávido de la aparición de Cristo; los fuegos y las luminarias brillaban como ecos de los resplandores antiguos de Gethsemaní. Ya en tiempo de Constantino las antorchas parpadeaban a millares en las plazas de las grandes ciudades. Era una verbena sagrada. Como un recuerdo de la fiesta popular, queda hoy la bendición del fuego nuevo, costumbre nacida de lo más hondo del sentimiento cristiano y adornada después con pintorescos detalles, cuyo origen hay que buscar tal vez en las tradiciones de los pueblos germánicos. Todos los años, al empezar la primavera, los pueblos bárbaros que se establecieron en las provincias del Imperio romano saludaban el triunfo de la vida y la renovación de la naturaleza encendiendo hogueras en honor de Wotan. La liturgia, siempre hospitalaria para cuánto hay de bello en el hombre y en la vida, recogió y santificó esta costumbre, y lo que era una superstición, convirtióse, por la bendición del sacerdote, en un sacramental.

Así nació le ceremonia del fuego con que se inician los cultos del Sábado Santo; un fuego nuevo, virgen, incontaminado, un fuego que debe salir directamente de la chispa del pedernal, porque si ha de tener una virtud purificadora, es preciso que sea puro él mismo, como el agua que acaba de salir de los redaños de la montaña y no se ha enturbiado aún con los lodos de la llanura y los polvos de la ciudad. De este primer simbolismo la Edad Media sacó otro simbolismo más alto todavía. «El fuego que brota de la piedra—dirá Durando de Mende—. es Cristo, piedra angular, que, herida por la vara de la Cruz, nos comunicó la llama del Espíritu Santo.»

Intimamente unida con la bendición del fuego nuevo está, lo mismo por su origen que por su significado, la ceremonia con que saluda la Iglesia la aparición del cirio pascual. No hay luz más alegre en toda la liturgia del año. La cera aparece rodeada de hiedras y de flores y adornada de elocuentes miniaturas: la Cruz triunfa sobre el cadáver de Leviatán; el pueblo escogido atraviesa guiado por la nube luminosa; el ángel se sienta sobre el sepulcro vacío, hablando a las tres mujeres. Signo de victoria, estandarte de luz, el cirio tenía para los antiguos cristianos todo el prestigio de un milagro. Su aparición era el primer rayo de la esperanza tras la congoja da las tinieblas, símbolo de otra llama que se encendía en los corazones e iluminaba al mundo, emblema de la resurrección de Cristo y prenda de nuestra propia resurrección. Desde el día de la Parasceve todas las luces se habían extinguido en los templos, todos los hogares estaban fríos en las casas. Y he aquí que, de repente, la nueva luz brillaba en medio de la asamblea. El contraste acentuaba el simbolismo: la alegría estallaba en gritos y canciones, corrían lágrimas de júbilo; la primera luz nacida del primer fuego se multiplicaba y propagaba en otras muchas luces; ardían nuevamente las lámparas del templo, los fieles salían alborozados enarbolando antorchas y faroles, y mientras se alzaba en las plazas el fulgor de las hogueras, el eco llevaba por todas partes un grito unánime: Cristo ha resucitado; Cristo ha salido del sepulcro.

De esta suerte el cirio que iluminaba la fiesta de la panugis quedaba convertido en una personificación del Resucitado. El simbolismo, confuso en un principio, va concretándose poco a poco, y se complica con el recuerdo de la columna de fuego que guiaba a los hebreos en su caminar a través del desierto, y con la mística iluminación de la gracia vivificante del bautismo. Durando, captador sutil de simbolismos, alude a esta doble significación: «EI cirio indica la gracia nueva de que la noche dominical fue singularmente iluminada, esto es: la resurrección de Cristo, que, elevándose de entre los muertos, apareció en su carne glorioso con la claridad del esplendor divino. Por su forma, además, nos recuerda la columna luminosa que precedía a los hebreos en su salida de Egipto. Efectivamente, Cristo triunfante es el que alumbra la marcha del pueblo santo hacia Dios.»

Intermediario entre el sacerdote y el pueblo, según el sentido de la liturgia primitiva, el diácono tenía también en esta ocasión el encargo de interpretar los sentimientos que despertaba en las almas de los fieles la presencia de aquella nueva luz tan rica de misterios; y hacíalo con un poema triunfal, que era al mismo tiempo un cántico a la victoria sangrienta de Cristo y una alabanza a la divina claridad que irradiaba sobre el mundo. Los diáconos de todas las iglesias se esforzaban por crear una pieza digna del momento, soltando las riendas a la emoción, vibrando al unísono con el entusiasmo popular, extendiendo las alas del ingenio, luciendo las galas de su erudición bíblica y profana, y soltando jubilosos el raudal de su elocuencia, más o menos auténtica. San Jerónimo se ríe acremente de aquella literatura pretenciosa, «cuyos autores abrían amplias al viento las velas de la imaginación, y se lanzaban por el alta mar de la retórica en la descripción de las praderas y las flores».

Como era de esperar, entre muchos panegíricos de mal gusto; entre muchos ensayos fallidos, llenos de gerundianos ditirambos, aparecieron verdaderas obras maestras, animadas de emoción estética y de aliento profundamente religioso. Quedan versos de una alabanza del cirio compuesta por San Agustín. San Isidoro compuso otra, vibrante de inspiración, que la Iglesia mozárabe recogió amorosamente y se cantó en España hasta que en el siglo XI fue abolida su liturgia tradicional. Y ahí está el Exultet gozoso, la «Angelica» fulgurante, altisonante y torrencial de la liturgia romana, poema de arrebatado lirismo, donde la melodía y las palabras rivalizan en belleza y entusiasmo para intrerpretar la alegría irresistible de la victoria. La liturgia romana, siempre discreta en sus arrebatos, se ha levantado pocas veces a ese entusiasmo sagrado, a esa jubilación desbordante, a esa grandiosidad de pensamientos, a ese poder gracioso de las palabras, a esa audacia, casi agresiva, de la expresión, a esa policromía de las imágenes, a ese majestuoso vuelo de la melodía. Es verdad que esa pieza no nació en Roma, pero Roma la hizo suya, destinándola a despertar en sus hijos los estremecimientos del gozo más puro que puede hacer trepidar nuestra pobre carne humana. De generación en generación, los cristianos han saltado y llorado de placer cuando la llama deseada surgía de la cera blanca y pura que millares de abejas habían recogido en los cálices perfumados de las flores. Era el anuncio del misterio: aquella oscilación luminosa les hablaba de su propia resurrección a la vida de Cristo por el agua regeneradora, aquel canto era el pean anticipado de su triunfo.

Como para recordarnos que toda alegría duradera viene del Cielo, el himno sagrado empieza reclamando la exultación de todo el ejército de los ángeles y evocando la trompeta sonora que anuncia la derrota de la muerte y del infierno. Pero también la tierra debe temblar de gozo, ella, que ha sido iluminada por los rayos de una gloria inmortal y ennoblecida por la presencia del eterno triunfador. Todo el rendido fervor del pueblo cristiano no basta para admirar y ponderar la gloria de Cristo, por quien vuelve a brillar en el mundo el sol de la libertad. Las solemnidades de la antigua Pascua hebrea que reunía millares de peregrinos, la liberación de los israelitas del despotismo faraónico, en que Jehová prodigó las señales de su omnipotencia, son pálidos símbolos de una realidad magnífica.

«Estas son—exclama el poeta—, éstas son las verdaderas fiestas pascuales, en las cuales es inmolado el místico Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles. Hubo una noche en que Israel pasó a pie enjuto por el cauce del mar Rojo; pero esta nuestra nube es más prodigiosa todavía; ella barre las tinieblas de los pecadores con la iluminación de la columna de fuego; ella, a todos los creyentes del Universo, los levanta del lodo del siglo, los arranca de las tinieblas, los devuelve a la gracia, los asocia a la santidad. Es la noche en que Cristo rompe los lazos de la muerte y sale vencedor de los infiernos.» ¿De qué nos hubiera valido nacer si no hubiéramos sido redimidos?, pregunta el diácono para justificar sus gritos entusiastas; y, arrastrado por su mística exaltación, comenta el misterio de nuestra salud con expresiones tan atrevidas, que, en la Edad Media, teólogos asustadizos las suprimieron de muchos códices; «¡Oh exceso incomprensible de caridad—exclama—, que llegó a entregar al Hijo para rescatar al siervo! ¡Oh pecado de Adán, ciertamente necesario, que debía ser borrado por la sangre de Cristo! ¡Oh feliz culpa, que nos ha merecido tan sublime Redentor!»

El cantor se detiene para colocar en el cirio cinco granos de incienso; que, al recordar los perfumes de la Magdalena, hacen más sensible aún la presencia mística de Cristo. Después expone el simbolismo de «la columna de cera que una llama brillante enciende en honor de la divinidad». La fibra que sirve de mecha y se levanta tensa hacia el Cielo; siguiendo la dirección de la luz, es una imagen de nuestro anhelo de inmortalidad. La cera consumida por la llama representa la humanidad del Salvador, que, al consumirse en el sacrificio, hizo arder en el mundo la belleza de la lumbre increada. Pero esa cera tiene un alto origen, que encubre también un alto misterio: es hija de la «madre abeja». Estas dos palabras son el eco de una larga historia. Como el fósil condensa una cadena interminable de siglos, así ellas evocan una remota tradición literaria. Primero, Virgilio, que para el mundo medieval tenía todo el prestigio de un profeta. Él recoge en los pueblos de Umbría la graciosa leyenda de la virginidad de las abejas. «Lo que te parecerá, sobre todo, singular en estos animales, es que no se juntan para engendrar, que no enervan su cuerpo con la languidez del placer, ni le fatigan con el esfuerzo de la generación.»

San Ambrosio recoge la idea y la aclimata en la literatura cristiana. «Las vírgenes—dice—merecen ser comparadas con las abejas: como ellas, son animosas, púdicas y castas; se alimentan del rocío del Cielo, no conocen esposo, y producen la miel.» Los panegiristas del Cirio se apoderaron de la leyenda, y en eruditas divagaciones celebraron la inteligencia sutil, emanación del Cielo, las costumbres admirables, la vida misteriosa del rey y los ciudadanos, de los palacios y el reino de cera. El mismo San Isidoro utilizaba cuando decía: «La cera sirve de alimento a la llama. Inmaculada en su nacimiento, procede de la flor por medio de una virgen; la mecha de papiro, rodeada de su vestido blanco, sigue la dirección de la luz. ¿Y no es indicio de una virtud divina que una cosa que se nutre del agua sirva de alimento al fuego?»

La «Angélica» romana suprime la vieja tradición, buena para un poema virgiliano, pero que los oyentes más observadores debían de escuchar con una mueca de escepticismo. La abeja sigue todavía en su puesto de honor, pero no como virgen «que da a luz y permanece intacta, a semejanza de la Virgen María», sino como madre fecunda, como industriosa y oficiosa fabricadora de ese cirio glorioso, emblema sagrado de una luz divina, que anualmente realiza su noble función de heraldo de la resurrección de Cristo y fiel guion del pueblo cristiano.

Su alumbramiento no termina las ceremonias del Sábado Santo. Más bien las anuncia y las prepara. Recuerda la piscina sagrada en que van a ser sumergidos los catecúmenos. Es el momento en que la Iglesia va a lavar con el Bautismo a los que han sido «iluminados» durante la Cuaresma. Hasta en esto se encuentra también un sentido profundo: Cristo va a resucitar, y conviene que resuciten con Él sus elegidos. «Hemos sido sepultados con Cristo en la muerte—dice San Pablo—, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, de la misma manera caminemos nosotros en una vida nueva.» He aquí por qué la Iglesia primitiva juntó el bautismo con la resurrección de Cristo, y para preparar la entrada de los catecúmenos en su seno, organizó esos espléndidos ritos de la vigilia pascual, que hoy nos parecen largos y sin sentido porque hemos olvidado la idea que los hizo nacer y los vivifica. Profecías, cantos, letanías, procesión, bendición del agua, todo tendía a enfervorizar, a instruir, a templar el espíritu de aquellos que iban a ser regenerados por la gracia. El mismo cirio, figura de Cristo triunfante, les recordaba la luz nueva que había de guiarles en su peregrinación por los mundos maravillosos que se abrían a sus miradas durante aquella noche.