martes, 28 de febrero de 2023
Lecturas del 28/02/2023
Esto dice el Señor: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo».
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis.
Vosotros rezad así: “Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”. Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Palabra del Señor.
28 de Febrero - BEATO DANIEL BROTTIER
En París, en Francia, beato Daniel Brottier, presbítero de la Congregación del Espíritu Santo, que se dedicó completamente a trabajar en favor de los huérfanos.
Nació en La Ferté-Cyr (Francia). Hijo de una familia modesta y piadosa, ingresó en el seminario diocesano de Blois hasta el 1899 que fue ordenado sacerdote. Al hacer el servicio militar ya manifestó sus dotes en el apostolado. Fue sacerdote diocesano durante tres años, en los cuales ejerció con dedicación su puesto de profesor en el colegio eclesiástico de Pontlevoy. Pero tenía vocación misionera y por ello en 1902 ingresó en Orly en la Congregación del Espíritu Santo, haciendo los votos en 1903. Su labor misionera se desarrolló en Senegal, donde estuvo siete años, a causa de su precaria salud, que desde los doce años venía produciéndole molestias y sufrimientos.
La Providencia le destinó a ser apóstol de la caridad en Francia con los combatientes de la I Guerra Mundial como capellán con los que estuvo entre trincheras el tiempo que duró el conflicto, y en el que su entrega fue total, en continuo peligro de su vida. Fue el consuelo de los soldados desanimados y cansados, la alegría en los momentos de tristeza, la compañía con los heridos y el consuelo con tantísimos moribundos. Su heroísmo y patriotismo le valió que le otorgaran la Legión de Honor y la Cruz de la Guerra.
Con la paz fue nombrado, en 1923, director de la casa de Huérfanos Aprendices de Auteil. Al empezar tenía 175 alumnos y 13 años más tarde el alumnado se había multiplicado por ocho, con 1400 alumnos. Todo eso necesitaba de un presupuesto, así con su buen hacer y administración, junto con su confianza en la Providencia y en santa Teresita del Niño Jesús, del que era un gran devoto, la obra pudo salir adelantes. Sin sus dotes para conseguir donaciones, no se hubiera podido construir la catedral de Dakar, ni lanzar la Unión Nacional de Excombatientes, que llegaría a contar con dos millones de asociados. Fue un modelo de hombre de oración, y supo conjugar perfectamente la acción con la contemplación. Fue declarado beato por el Papa Juan Pablo II, el 25 de noviembre de 1984.
Nació en La Ferté-Cyr (Francia). Hijo de una familia modesta y piadosa, ingresó en el seminario diocesano de Blois hasta el 1899 que fue ordenado sacerdote. Al hacer el servicio militar ya manifestó sus dotes en el apostolado. Fue sacerdote diocesano durante tres años, en los cuales ejerció con dedicación su puesto de profesor en el colegio eclesiástico de Pontlevoy. Pero tenía vocación misionera y por ello en 1902 ingresó en Orly en la Congregación del Espíritu Santo, haciendo los votos en 1903. Su labor misionera se desarrolló en Senegal, donde estuvo siete años, a causa de su precaria salud, que desde los doce años venía produciéndole molestias y sufrimientos.
La Providencia le destinó a ser apóstol de la caridad en Francia con los combatientes de la I Guerra Mundial como capellán con los que estuvo entre trincheras el tiempo que duró el conflicto, y en el que su entrega fue total, en continuo peligro de su vida. Fue el consuelo de los soldados desanimados y cansados, la alegría en los momentos de tristeza, la compañía con los heridos y el consuelo con tantísimos moribundos. Su heroísmo y patriotismo le valió que le otorgaran la Legión de Honor y la Cruz de la Guerra.
Con la paz fue nombrado, en 1923, director de la casa de Huérfanos Aprendices de Auteil. Al empezar tenía 175 alumnos y 13 años más tarde el alumnado se había multiplicado por ocho, con 1400 alumnos. Todo eso necesitaba de un presupuesto, así con su buen hacer y administración, junto con su confianza en la Providencia y en santa Teresita del Niño Jesús, del que era un gran devoto, la obra pudo salir adelantes. Sin sus dotes para conseguir donaciones, no se hubiera podido construir la catedral de Dakar, ni lanzar la Unión Nacional de Excombatientes, que llegaría a contar con dos millones de asociados. Fue un modelo de hombre de oración, y supo conjugar perfectamente la acción con la contemplación. Fue declarado beato por el Papa Juan Pablo II, el 25 de noviembre de 1984.
lunes, 27 de febrero de 2023
Lecturas del 27/02/2023
El Señor habló así a Moisés:
«Di a la comunidad de los hijos de Israel: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No robaréis ni defraudaréis ni engañaréis unos a otros.
No juraréis en falso por mi nombre, profanando el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor.
No explotarás a tu prójimo ni lo robarás. No dormirá contigo hasta la mañana siguiente el jornal del obrero. No maldecirás al sordo ni pondrás tropiezo al ciego. Teme a tu Dios. Yo soy el Señor.
No daréis sentencias injustas. No serás parcial ni por favorecer al pobre ni por honrar al rico. Juzga con justicia a tu prójimo. No andarás difamando a tu gente, ni declararás en falso contra la vida de tu prójimo. Yo soy el Señor.
No odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con su pecado.
No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor”».
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones.
Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras.
Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestirnos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Y entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Y estos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna».
Palabra del Señor.
27 de Febrero - SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA
Asís, la ciudad embalsamada por el recuerdo de San Francisco y Santa Clara, fue su cuna. Cuando nació pertenecía aún a los Estados pontificios, en cuya administración de justicia trabajaba, corno juez asesor, su padre.
Vino al mundo el 1 de marzo de 1838. Pocos años después, cuando el pequeño Francisco tenía sólo cuatro años, murió su madre. Él quedó huérfano, junto con sus doce hermanos, al cuidado de su padre, ejemplar y cristianísimo. Y a su padre debió una firme educación familiar, gracias a la cual pudo llegar a superar el obstáculo de un carácter propenso a la cólera, y que no dejaba de dar frecuentes muestras de terca obstinación.
Francisco Possenti, que así se llamaba antes de entrar en religión, hizo sus estudios primero con los hermanos de las Escuelas Cristianas, y después con los jesuitas de Spoleto, a donde se había trasladado su padre. Ya de escolar se iniciaron en él las luchas en torno a la vocación religiosa, que tanto habían de alargarse.
A los dieciséis años, la pubertad logra enfriar algo sus fervores infantiles. Una enfermedad le sirve de advertencia, y él, vuelto hacia el Señor, le promete entrar en religión si se cura. Pero, recobrada la salud, no tarda en olvidar aquella promesa. Nuevo aviso, nueva enfermedad, más peligrosa aún que la anterior. Perdida casi toda la esperanza, se encomienda al entonces Beato San Andrés Bobola y renueva su promesa de entrar religioso. En efecto, al aplicarle la imagen de San Andrés, queda dormido y horas después se despierta completamente curado. Pero... el mundo tiraba de él con fuerza. Se encontraba en plena juventud, tenía éxito entre las muchachas de Spoleto y, por otra parte, la vida religiosa se hacía muy dura para su carácter independiente.
Nuevo aviso del cielo: el cólera se lleva a una de sus hermanas, que él quería tiernamente. Parecía ya imposible desoír la voz de Dios. Y, en efecto, Francisco habla un día seriamente con su padre y le manifiesta que quiere entrar en religión. Cosa curiosa, su padre, tan cristiano, se niega. Le parece imposible que un muchacho tan frívolo pueda perseverar, y quiere probar antes aquella vocación que más le parece fruto de una impresión fuerte, la causada por la muerte de su hermana, que de una serena reflexión. Y hay un momento en que parece que todo le daba la razón. A pesar de haber manifestado tan seriamente su deseo de marchar del mundo, Francisco vuelve a su vida anterior, y, aun frecuentando los sacramentos, se muestra aficionado al teatro y se deja envolver por las vanidades del mundo.
El golpe definitivo iba a llegar de la manera más inesperada. El día de la octava de la Asunción de 1856 Francisco está viendo pasar, como simple espectador, una procesión en la que se lleva una imagen de la Santísima Virgen de gran veneración en Spoleto: regalo de Federico Barbaroja a la villa, se decía que había sido pintada por San Lucas. De pronto el joven levanta su mirada al cuadro de la Virgen, y se siente sobrecogido al ver fijos en él los ojos de la imagen. Le parece escuchar una voz que dice: "Francisco, el mundo no es para ti. Tienes que entrar en religión".
Se siente anonadado. Ya no hay que deliberar más. Lo que importa es poner cuánto antes por obra la decisión tomada. Pero su padre continúa oponiéndose. Y más cuando ve que el joven ha pedido su ingreso nada menos que en la austera congregación de los pasionistas. Buen cristiano, deja su padre el asunto en manos de dos eclesiásticos respetables. Los dos, al principio, se inclinan a pensar que Francisco no resistirá la vida pasionista. Los dos, después de haber escuchado al joven, se conciertan con él para eliminar las últimas dificultades. Y así el 21 de septiembre de 1856 Francisco Possenti cambiaba de hábito y de nombre. Pasaba a ser un novicio pasionista y a llamarse Gabriel de la Dolorosa. Había dejado su casa paterna y se encontraba en el retiro de Morrovalle.
Su vida religiosa iba a ser breve, pero intensísima. La adaptación le costó terriblemente. Acostumbrado al género de comidas propio de una casa acomodada, los toscos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza insistía en comer, hasta que los superiores, compadecidos, le permitieron temporalmente algún alivio. Lo mismo ocurría con todos los demás aspectos de la observancia. Sin querer aceptar la más mínima singularidad, seguía siempre al pie de la letra un horario y unos ejercicios que costaban mucho a su delicada complexión.
En febrero de 1858 comienza sus estudios, que le llevan primero al convento de Preveterino, después al de Camerino y finalmente al de Isola. En todos estos conventos dejó el recuerdo de su ejemplar aplicación. Dicen que tenía siempre ante los ojos aquellas palabras que había escrito un glorioso santo de su misma congregación, San Vicente María Strambi: "Cuando tenéis que entregaros al estudio, imaginaos que estáis rodeados por una multitud innumerable de pobres pecadores privados de todo socorro y que os piden con vivas instancias el beneficio de la instrucción, el camino que conduce a la salvación". Esta era la única preocupación de Gabriel: prepararse para el sacerdocio, al que, sin embargo, por sabios designios de Dios no habría de llegar.
De una parte estarían los trastornos políticos del reino de Nápoles. Y de otra parte lo impediría también su propia salud. Cuando ya empezaba a aproximarse la fecha de su ordenación sacerdotal, cuando ya, el 25 de mayo de 1861, había recibido las órdenes menores, la salud de Gabriel empezó a empeorar rápidamente. La tuberculosis se apoderó de él. Fue necesario recluirse en la enfermería y dedicarse de lleno a aceptar, con toda alegría y sumisión a la voluntad de Dios, aquel inmenso sufrimiento. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo en ahogo, vivirá así un año enteramente entregado a Dios, ofreciéndose a Él como holocausto y víctima.
Había sido ejemplar mientras estuvo sano. Sus compañeros quedaban maravillados al contemplar la ejemplaridad de la observancia. A la meditación de la pasión, típica de la congregación en la que había ingresado, añadió siempre un amor entusiasta, ingenioso, encendido a la Santísima Virgen. Se podría sacar un tratado completo de devoción a ella, espigando detalles de la vida de San Gabriel. Desde lo intelectual, con el estudio continuo de lo que se refiere a la Santísima Virgen y la lectura repetida de Las glorías de María, de San Alfonso, hasta lo más menudo y cariñoso: todo un cúmulo de expresiones filiales que a cada paso surgen de sus labios y de su pluma. El amor a la Santísima Virgen fue ciertamente la palanca que le permitió subir rápidamente por el camino de la perfección.
Ejemplar también en la práctica de las virtudes religiosas. Amante de la pobreza hasta en los más mínimos detalles. Obedientísimo siempre, con anécdotas que casi nos hacen pensar en el mismo escrúpulo. Y hasta su amor a la castidad, con el voto que hizo de no mirar nunca a la cara a mujer alguna.
Y fue también muy ejemplar mientras estuvo enfermo. La presencia de Dios, que con tanta frecuencia solía él recordar, según es uso entre los pasionistas, en sus recreos, se hizo ya para él completamente actual durante todo el día. Solo en la enfermería, podía darse de lleno a tan santo ejercicio. Sus mismos padecimientos le daban ocasión de ejercitar su caridad para con sus hermanos a quienes, ni en lo más agudo de sus sufrimientos, quería nunca molestar. Así se constituyó en la admiración y el ejemplo de todos los estudiantes del convento.
Hacia el fin de diciembre de 1861 un nuevo vómito de sangre puso en peligro su vida. Aún pudo asistir a una misa el día de Navidad. Su estado quedó estacionado hasta el domingo 16 de febrero. Nueva crisis, nuevos y más horribles dolores, nuevo vómito de sangre. Al fin se vio claro que aquello no tenía remedio humano. Cuando se lo dijeron, tuvo primero un ligero movimiento de sorpresa, e inmediatamente después una gran alegría. Recibió el viático, y pidió perdón públicamente a todos sus hermanos. Pero aún no era la hora. Sólo el 26 de febrero se le dio la extremaunción. En la noche siguiente, tras de rechazar reiterados asaltos del enemigo, Gabriel pidió por última vez la absolución. Y habiéndola recibido, cruzadas las manos sobre el pecho, iluminado su rostro juvenil por una luz celestial, rindió su último suspiro suave y dulcemente. Había, comenzado el 27 de febrero de 1862.
Se le hubiera creído dormido cuando, echado en tierra sobre una tabla, según el uso de los pasionistas, le pudieron contemplar los religiosos antes de proceder a la inhumación en la capilla del convento. Pero, pese a la sencillez de su vida, transcurrida sin contacto con el mundo, entre las paredes de las casas de estudio pasionistas, pronto corrió por todas partes la voz de su admirable santidad. En 1892 se hizo la exhumación de sus restos. Iban llegando de todas partes noticias de milagros obtenidos por su intervención. En 1908 San Pío X procedía a su beatificación, teniendo el consuelo de asistir, anciana ya, una señora que en su juventud le había tratado bastante, hasta el punto de haber entrado en los planes de la familia Possenti el proyecto de una boda entre ambos. Años después, el 13 de mayo de 1926, Benedicto XV le canonizaba.
Muerto a los veinticuatro años de edad, minorista aún, después de seis años de profesión religiosa, todo el mundo mira a San Gabriel de la Dolorosa como modelo y protector de la juventud de los seminarios, noviciados y casas religiosas de estudio. Y como modelo también de admirable y sentida devoción a la Santísima Virgen María.
Vino al mundo el 1 de marzo de 1838. Pocos años después, cuando el pequeño Francisco tenía sólo cuatro años, murió su madre. Él quedó huérfano, junto con sus doce hermanos, al cuidado de su padre, ejemplar y cristianísimo. Y a su padre debió una firme educación familiar, gracias a la cual pudo llegar a superar el obstáculo de un carácter propenso a la cólera, y que no dejaba de dar frecuentes muestras de terca obstinación.
Francisco Possenti, que así se llamaba antes de entrar en religión, hizo sus estudios primero con los hermanos de las Escuelas Cristianas, y después con los jesuitas de Spoleto, a donde se había trasladado su padre. Ya de escolar se iniciaron en él las luchas en torno a la vocación religiosa, que tanto habían de alargarse.
A los dieciséis años, la pubertad logra enfriar algo sus fervores infantiles. Una enfermedad le sirve de advertencia, y él, vuelto hacia el Señor, le promete entrar en religión si se cura. Pero, recobrada la salud, no tarda en olvidar aquella promesa. Nuevo aviso, nueva enfermedad, más peligrosa aún que la anterior. Perdida casi toda la esperanza, se encomienda al entonces Beato San Andrés Bobola y renueva su promesa de entrar religioso. En efecto, al aplicarle la imagen de San Andrés, queda dormido y horas después se despierta completamente curado. Pero... el mundo tiraba de él con fuerza. Se encontraba en plena juventud, tenía éxito entre las muchachas de Spoleto y, por otra parte, la vida religiosa se hacía muy dura para su carácter independiente.
Nuevo aviso del cielo: el cólera se lleva a una de sus hermanas, que él quería tiernamente. Parecía ya imposible desoír la voz de Dios. Y, en efecto, Francisco habla un día seriamente con su padre y le manifiesta que quiere entrar en religión. Cosa curiosa, su padre, tan cristiano, se niega. Le parece imposible que un muchacho tan frívolo pueda perseverar, y quiere probar antes aquella vocación que más le parece fruto de una impresión fuerte, la causada por la muerte de su hermana, que de una serena reflexión. Y hay un momento en que parece que todo le daba la razón. A pesar de haber manifestado tan seriamente su deseo de marchar del mundo, Francisco vuelve a su vida anterior, y, aun frecuentando los sacramentos, se muestra aficionado al teatro y se deja envolver por las vanidades del mundo.
El golpe definitivo iba a llegar de la manera más inesperada. El día de la octava de la Asunción de 1856 Francisco está viendo pasar, como simple espectador, una procesión en la que se lleva una imagen de la Santísima Virgen de gran veneración en Spoleto: regalo de Federico Barbaroja a la villa, se decía que había sido pintada por San Lucas. De pronto el joven levanta su mirada al cuadro de la Virgen, y se siente sobrecogido al ver fijos en él los ojos de la imagen. Le parece escuchar una voz que dice: "Francisco, el mundo no es para ti. Tienes que entrar en religión".
Se siente anonadado. Ya no hay que deliberar más. Lo que importa es poner cuánto antes por obra la decisión tomada. Pero su padre continúa oponiéndose. Y más cuando ve que el joven ha pedido su ingreso nada menos que en la austera congregación de los pasionistas. Buen cristiano, deja su padre el asunto en manos de dos eclesiásticos respetables. Los dos, al principio, se inclinan a pensar que Francisco no resistirá la vida pasionista. Los dos, después de haber escuchado al joven, se conciertan con él para eliminar las últimas dificultades. Y así el 21 de septiembre de 1856 Francisco Possenti cambiaba de hábito y de nombre. Pasaba a ser un novicio pasionista y a llamarse Gabriel de la Dolorosa. Había dejado su casa paterna y se encontraba en el retiro de Morrovalle.
Su vida religiosa iba a ser breve, pero intensísima. La adaptación le costó terriblemente. Acostumbrado al género de comidas propio de una casa acomodada, los toscos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza insistía en comer, hasta que los superiores, compadecidos, le permitieron temporalmente algún alivio. Lo mismo ocurría con todos los demás aspectos de la observancia. Sin querer aceptar la más mínima singularidad, seguía siempre al pie de la letra un horario y unos ejercicios que costaban mucho a su delicada complexión.
En febrero de 1858 comienza sus estudios, que le llevan primero al convento de Preveterino, después al de Camerino y finalmente al de Isola. En todos estos conventos dejó el recuerdo de su ejemplar aplicación. Dicen que tenía siempre ante los ojos aquellas palabras que había escrito un glorioso santo de su misma congregación, San Vicente María Strambi: "Cuando tenéis que entregaros al estudio, imaginaos que estáis rodeados por una multitud innumerable de pobres pecadores privados de todo socorro y que os piden con vivas instancias el beneficio de la instrucción, el camino que conduce a la salvación". Esta era la única preocupación de Gabriel: prepararse para el sacerdocio, al que, sin embargo, por sabios designios de Dios no habría de llegar.
De una parte estarían los trastornos políticos del reino de Nápoles. Y de otra parte lo impediría también su propia salud. Cuando ya empezaba a aproximarse la fecha de su ordenación sacerdotal, cuando ya, el 25 de mayo de 1861, había recibido las órdenes menores, la salud de Gabriel empezó a empeorar rápidamente. La tuberculosis se apoderó de él. Fue necesario recluirse en la enfermería y dedicarse de lleno a aceptar, con toda alegría y sumisión a la voluntad de Dios, aquel inmenso sufrimiento. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo en ahogo, vivirá así un año enteramente entregado a Dios, ofreciéndose a Él como holocausto y víctima.
Había sido ejemplar mientras estuvo sano. Sus compañeros quedaban maravillados al contemplar la ejemplaridad de la observancia. A la meditación de la pasión, típica de la congregación en la que había ingresado, añadió siempre un amor entusiasta, ingenioso, encendido a la Santísima Virgen. Se podría sacar un tratado completo de devoción a ella, espigando detalles de la vida de San Gabriel. Desde lo intelectual, con el estudio continuo de lo que se refiere a la Santísima Virgen y la lectura repetida de Las glorías de María, de San Alfonso, hasta lo más menudo y cariñoso: todo un cúmulo de expresiones filiales que a cada paso surgen de sus labios y de su pluma. El amor a la Santísima Virgen fue ciertamente la palanca que le permitió subir rápidamente por el camino de la perfección.
Ejemplar también en la práctica de las virtudes religiosas. Amante de la pobreza hasta en los más mínimos detalles. Obedientísimo siempre, con anécdotas que casi nos hacen pensar en el mismo escrúpulo. Y hasta su amor a la castidad, con el voto que hizo de no mirar nunca a la cara a mujer alguna.
Y fue también muy ejemplar mientras estuvo enfermo. La presencia de Dios, que con tanta frecuencia solía él recordar, según es uso entre los pasionistas, en sus recreos, se hizo ya para él completamente actual durante todo el día. Solo en la enfermería, podía darse de lleno a tan santo ejercicio. Sus mismos padecimientos le daban ocasión de ejercitar su caridad para con sus hermanos a quienes, ni en lo más agudo de sus sufrimientos, quería nunca molestar. Así se constituyó en la admiración y el ejemplo de todos los estudiantes del convento.
Hacia el fin de diciembre de 1861 un nuevo vómito de sangre puso en peligro su vida. Aún pudo asistir a una misa el día de Navidad. Su estado quedó estacionado hasta el domingo 16 de febrero. Nueva crisis, nuevos y más horribles dolores, nuevo vómito de sangre. Al fin se vio claro que aquello no tenía remedio humano. Cuando se lo dijeron, tuvo primero un ligero movimiento de sorpresa, e inmediatamente después una gran alegría. Recibió el viático, y pidió perdón públicamente a todos sus hermanos. Pero aún no era la hora. Sólo el 26 de febrero se le dio la extremaunción. En la noche siguiente, tras de rechazar reiterados asaltos del enemigo, Gabriel pidió por última vez la absolución. Y habiéndola recibido, cruzadas las manos sobre el pecho, iluminado su rostro juvenil por una luz celestial, rindió su último suspiro suave y dulcemente. Había, comenzado el 27 de febrero de 1862.
Se le hubiera creído dormido cuando, echado en tierra sobre una tabla, según el uso de los pasionistas, le pudieron contemplar los religiosos antes de proceder a la inhumación en la capilla del convento. Pero, pese a la sencillez de su vida, transcurrida sin contacto con el mundo, entre las paredes de las casas de estudio pasionistas, pronto corrió por todas partes la voz de su admirable santidad. En 1892 se hizo la exhumación de sus restos. Iban llegando de todas partes noticias de milagros obtenidos por su intervención. En 1908 San Pío X procedía a su beatificación, teniendo el consuelo de asistir, anciana ya, una señora que en su juventud le había tratado bastante, hasta el punto de haber entrado en los planes de la familia Possenti el proyecto de una boda entre ambos. Años después, el 13 de mayo de 1926, Benedicto XV le canonizaba.
Muerto a los veinticuatro años de edad, minorista aún, después de seis años de profesión religiosa, todo el mundo mira a San Gabriel de la Dolorosa como modelo y protector de la juventud de los seminarios, noviciados y casas religiosas de estudio. Y como modelo también de admirable y sentida devoción a la Santísima Virgen María.
domingo, 26 de febrero de 2023
26 de Febrero 2023 – PRIMER DOMINGO DE CUARESMA - EN EL MONTE DE LA CUARENTENA
Y luego después el Espíritu impelió a Jesús al desierto. Un desierto...; éste es el panorama que la Cuaresma presenta a nuestros ojos. Adiós a las rosas de Jericó, a los lirios del campo, al reír de la corriente, al azul turquí del lago, al humo lila que flota sobre la aldea, al «massalam» del amigo y a ese consuelo del hablar, que, como dice el autor de la Imitación, «alivia el corazón fatigado de pensamientos diversos». En lugar de todas estas cosas, la arena amarilla, el espanto de las fieras, las olas de polvo, el garabato del buitre en la altura, la roca grisácea y los montones de piedras en el monte duro y arisco, donde no nace la fuente ni espiga el grano, donde solamente crecen los lagartos verdosos y las espinas punzantes.
A pesar de todo, el desierto tiene sus encantos. Recuerdo a este propósito aquella glosa reciente del maestro Eugenio D’Ors sobre la soledad. No hay nada tan angustioso —nos decía—, no hay tragedia tan profunda como la de aquel que anda su camino en la vida sin una palabra de apoyo, sin una sonrisa de consuelo, sin sentir el latido de un corazón que palpite al ritmo del suyo. Me impresionaron aquellas palabras, y poco después las vi confirmadas en estos versos de Rabbí Dom Sem Tom de Carrión:
No ay mejor riqueza que la buena hermandad, ni tan mala pobreza como es la soledad.
Pero el desierto no es lo mismo que la soledad. En la soledad no se habla voz alguna; y, en cambio, el silencio del desierto, habla, como decía Psichari. Más soledad puede darse entre el bullicio de la ciudad que entre las dunas del Sahara. Yo no recuerdo en mi vida una hora tan terriblemente solitaria como la de una tarde en que me encontré envuelto en las oleadas de gente y el alegre murmullo de la Puerta del Sol. Para el alma vigorosa, para el que sabe que lleva dentro una gran riqueza, el desierto, con sus paisajes sin matices, sus peñas oscuras y sus arenas blancas, es una invitación a explorar, a descubrir los veneros íntimos del ser. Este es el desierto por el cual caminaba Elías para huir la venganza de la reina; y en este ambiente se preparaba Moisés para recibir la revelación de la Ley.
Con ellos, también Jesús va a buscar ese silencio, que oprime y aplasta, y al alejar al hombre del mundo le pone más cerca de sí mismo. Todavía están húmedos sus cabellos con las aguas del Jordán, acaba de ser proclamado Hijo muy amado de Dios, y Juan les ha presentado a sus compatriotas como el Mesías prometido. Parece el momento propicio para lanzarse a su misión; pero el Espíritu, que ha bajado sobre Él en forma de paloma, le empuja hacia el desierto a replegarse sobre Sí mismo, a meditar. Y en el desierto tiene también su guarida el tentador. Allí había relegado al demonio el ángel Rafael; allí, en el día de la expiación, arrojaba el gran sacerdote a los animales cargados con los pecados de Israel. Jesús se encuentra con estas bestias simbólicas; a los cuarenta días de ayuno tiene hambre, y Satán, que acechaba impaciente, cree llegado el momento propicio de aparecer en escena.
Es una lucha emocionante, una batalla en tres embestidas que tienen presentes todas las brechas posibles en el corazón humano. ¿Quién es este extraño ayunador?, debía de preguntarse el adversario, según plausible suposición de los Santos Padres. ¿Habrá brotado ya aquella «semilla» de que se habló en el día de la primera culpa, ante el árbol de la ciencia del bien y del mal?
Este anacoreta no ayuna como los fariseos. ¿Está acaso destinado a quebrantar la cabeza de la serpiente? Para salir de duda, hay que jugar la última carta, echar mano de todos los resortes de la astucia diabólica, acudir a una experiencia larga y sutil de la psicología humana. El proceso es insidioso. Satán sabe bastante teología para comprender que un Hijo de Dios puede saciar el hambre, fácilmente; además, parece tener compasión del solitario.
—Si eres Hijo de Dios—le dice—, haz que estas piedras se conviertan en pan.
Prudencia, mansedumbre, moderación en la respuesta; y esa respuesta, la eterna verdad que afirma los dos mundos: el visible y el invisible; las dos grandes realidades que nos rodean y que somos la materia y el espíritu, el espíritu por encima de la materia; y más arriba todavía. Dios alimentando al hombre con su palabra.
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Está visto; aquel, hombre no tiene un corazón débil que se deje dominar fácilmente del apetito del sentido. Pero el tentador dispone de otras armas, «Todo cuanto hay en el mundo—dice San Juan—es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.» Son las tres raíces del pecado, las tres fuentes de toda tentación las tres redes malditas lanzadas sobre aquel mundo, en que pronto va a brillar la luz de la buena nueva: el placer, la riqueza y el mando; el griego; el hebreo y el romano; Corinto, la ciudad manchada con todas las abominaciones del paganismo; Jerusalén, cuyos moradores, como decía el profeta, «desde el primero hasta el último están consumidos por la avaricia»; Roma, donde se recoge el axioma de Cesar: «Si por alguna cosa hay que violar el derecho, es por el ansia de reinar.»
El tentador saca otra flecha de su aljaba. Jesús está en pie en la torre más alta del templo, la muchedumbre hormiguea en los pórticos circundantes; que se tire de aquella altura, porque los ángeles le recogerán en sus manos y las turbas le aclamarán. ¡Qué ocasión para empezar su vida de libertador de Israel! Pero este segundo desafío es tan infructuoso como el primero. Jesús no quiere ser un prestidigitador; hará milagros, compadecido de los pequeñuelos abandonados, pero no le importa la curiosidad movediza de las multitudes. Ni la concupiscencia de la carne ni la soberbia de la vida pueden inquietar su corazón; ¿tendía más poder sobre Él la concupiscencia de los ojos? Un espectáculo deslumbrador se descorre a su vista: riquezas fabulosas, vastos imperios, esplendor de oro y de gloria. Todo esto se lo ofrece el adversario si se inclina delante de él y le adora. Jesús responde: «Atrás, Satanás, que está escrito: Adora al Señor tu Dios y a Él sólo sirve.»
El agresor marchó despechado. Su aljaba estaba vacía.
Este encuentro entre el genio del mal y «el que pasó haciendo bien» es, ante todo, la primera parábola evangélica hablada y representada a la vez, y como parábola nos la ofrece la liturgia al empezar la Cuaresma. Toda la liturgia del año es un itinerario de purificación espiritual; pero lo es muy particularmente esta etapa de la Cuaresma. Hasta el siglo XVI los cristianos no hacían ejercicios espirituales, en el sentido que ahora tiene esta palabra; pero tenían el año litúrgico, que era para ellos una suave corriente de ascesis, y en el año litúrgico, la Cuaresma, con su carácter enérgicamente purgativo.
Este evangelio de la tentación acaba de introducirnos en la atmósfera espiritual que debe dominarnos a través del camino cuaresmal. También a nosotros el Espíritu nos lleva al desierto, y allí nos pone frente a frente de nuestro enemigo. Entre el ruido mundanal los ataques apenas se advierten. No existen casi, porque no se necesitan. Por eso hay muchas gentes que no creen en el diablo, cuya última astucia es hacer creer que se ha muerto. Pero el que sube al monte de la Cuarentena para hallar a Dios, el grande, el puro, el que tiene hambre de la palabra divina, ése tiene el peligro, la seguridad casi, de encontrarse con él armado de aquellas tres flechas enherboladas con que acometió a su Maestro. Y en esa lucha, en la consideración de sí mismo, en la gimnasia espiritual, en esa elocuencia íntima del silencio, hallará la garantía de la purificación y el oráculo de la victoria; porque desde la cumbre del monte se divisan las maravillas de la tierra prometida, y Jericó está cerca con sus rosas y sus palmeras, y allá en el otro extremo de la avenida cuaresmal arden las antorchas de la Pascua, con sus misterios de amor, que son todo el objeto de nuestro viaje.
A pesar de todo, el desierto tiene sus encantos. Recuerdo a este propósito aquella glosa reciente del maestro Eugenio D’Ors sobre la soledad. No hay nada tan angustioso —nos decía—, no hay tragedia tan profunda como la de aquel que anda su camino en la vida sin una palabra de apoyo, sin una sonrisa de consuelo, sin sentir el latido de un corazón que palpite al ritmo del suyo. Me impresionaron aquellas palabras, y poco después las vi confirmadas en estos versos de Rabbí Dom Sem Tom de Carrión:
No ay mejor riqueza que la buena hermandad, ni tan mala pobreza como es la soledad.
Pero el desierto no es lo mismo que la soledad. En la soledad no se habla voz alguna; y, en cambio, el silencio del desierto, habla, como decía Psichari. Más soledad puede darse entre el bullicio de la ciudad que entre las dunas del Sahara. Yo no recuerdo en mi vida una hora tan terriblemente solitaria como la de una tarde en que me encontré envuelto en las oleadas de gente y el alegre murmullo de la Puerta del Sol. Para el alma vigorosa, para el que sabe que lleva dentro una gran riqueza, el desierto, con sus paisajes sin matices, sus peñas oscuras y sus arenas blancas, es una invitación a explorar, a descubrir los veneros íntimos del ser. Este es el desierto por el cual caminaba Elías para huir la venganza de la reina; y en este ambiente se preparaba Moisés para recibir la revelación de la Ley.
Con ellos, también Jesús va a buscar ese silencio, que oprime y aplasta, y al alejar al hombre del mundo le pone más cerca de sí mismo. Todavía están húmedos sus cabellos con las aguas del Jordán, acaba de ser proclamado Hijo muy amado de Dios, y Juan les ha presentado a sus compatriotas como el Mesías prometido. Parece el momento propicio para lanzarse a su misión; pero el Espíritu, que ha bajado sobre Él en forma de paloma, le empuja hacia el desierto a replegarse sobre Sí mismo, a meditar. Y en el desierto tiene también su guarida el tentador. Allí había relegado al demonio el ángel Rafael; allí, en el día de la expiación, arrojaba el gran sacerdote a los animales cargados con los pecados de Israel. Jesús se encuentra con estas bestias simbólicas; a los cuarenta días de ayuno tiene hambre, y Satán, que acechaba impaciente, cree llegado el momento propicio de aparecer en escena.
Es una lucha emocionante, una batalla en tres embestidas que tienen presentes todas las brechas posibles en el corazón humano. ¿Quién es este extraño ayunador?, debía de preguntarse el adversario, según plausible suposición de los Santos Padres. ¿Habrá brotado ya aquella «semilla» de que se habló en el día de la primera culpa, ante el árbol de la ciencia del bien y del mal?
Este anacoreta no ayuna como los fariseos. ¿Está acaso destinado a quebrantar la cabeza de la serpiente? Para salir de duda, hay que jugar la última carta, echar mano de todos los resortes de la astucia diabólica, acudir a una experiencia larga y sutil de la psicología humana. El proceso es insidioso. Satán sabe bastante teología para comprender que un Hijo de Dios puede saciar el hambre, fácilmente; además, parece tener compasión del solitario.
—Si eres Hijo de Dios—le dice—, haz que estas piedras se conviertan en pan.
Prudencia, mansedumbre, moderación en la respuesta; y esa respuesta, la eterna verdad que afirma los dos mundos: el visible y el invisible; las dos grandes realidades que nos rodean y que somos la materia y el espíritu, el espíritu por encima de la materia; y más arriba todavía. Dios alimentando al hombre con su palabra.
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Está visto; aquel, hombre no tiene un corazón débil que se deje dominar fácilmente del apetito del sentido. Pero el tentador dispone de otras armas, «Todo cuanto hay en el mundo—dice San Juan—es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.» Son las tres raíces del pecado, las tres fuentes de toda tentación las tres redes malditas lanzadas sobre aquel mundo, en que pronto va a brillar la luz de la buena nueva: el placer, la riqueza y el mando; el griego; el hebreo y el romano; Corinto, la ciudad manchada con todas las abominaciones del paganismo; Jerusalén, cuyos moradores, como decía el profeta, «desde el primero hasta el último están consumidos por la avaricia»; Roma, donde se recoge el axioma de Cesar: «Si por alguna cosa hay que violar el derecho, es por el ansia de reinar.»
El tentador saca otra flecha de su aljaba. Jesús está en pie en la torre más alta del templo, la muchedumbre hormiguea en los pórticos circundantes; que se tire de aquella altura, porque los ángeles le recogerán en sus manos y las turbas le aclamarán. ¡Qué ocasión para empezar su vida de libertador de Israel! Pero este segundo desafío es tan infructuoso como el primero. Jesús no quiere ser un prestidigitador; hará milagros, compadecido de los pequeñuelos abandonados, pero no le importa la curiosidad movediza de las multitudes. Ni la concupiscencia de la carne ni la soberbia de la vida pueden inquietar su corazón; ¿tendía más poder sobre Él la concupiscencia de los ojos? Un espectáculo deslumbrador se descorre a su vista: riquezas fabulosas, vastos imperios, esplendor de oro y de gloria. Todo esto se lo ofrece el adversario si se inclina delante de él y le adora. Jesús responde: «Atrás, Satanás, que está escrito: Adora al Señor tu Dios y a Él sólo sirve.»
El agresor marchó despechado. Su aljaba estaba vacía.
Este encuentro entre el genio del mal y «el que pasó haciendo bien» es, ante todo, la primera parábola evangélica hablada y representada a la vez, y como parábola nos la ofrece la liturgia al empezar la Cuaresma. Toda la liturgia del año es un itinerario de purificación espiritual; pero lo es muy particularmente esta etapa de la Cuaresma. Hasta el siglo XVI los cristianos no hacían ejercicios espirituales, en el sentido que ahora tiene esta palabra; pero tenían el año litúrgico, que era para ellos una suave corriente de ascesis, y en el año litúrgico, la Cuaresma, con su carácter enérgicamente purgativo.
Este evangelio de la tentación acaba de introducirnos en la atmósfera espiritual que debe dominarnos a través del camino cuaresmal. También a nosotros el Espíritu nos lleva al desierto, y allí nos pone frente a frente de nuestro enemigo. Entre el ruido mundanal los ataques apenas se advierten. No existen casi, porque no se necesitan. Por eso hay muchas gentes que no creen en el diablo, cuya última astucia es hacer creer que se ha muerto. Pero el que sube al monte de la Cuarentena para hallar a Dios, el grande, el puro, el que tiene hambre de la palabra divina, ése tiene el peligro, la seguridad casi, de encontrarse con él armado de aquellas tres flechas enherboladas con que acometió a su Maestro. Y en esa lucha, en la consideración de sí mismo, en la gimnasia espiritual, en esa elocuencia íntima del silencio, hallará la garantía de la purificación y el oráculo de la victoria; porque desde la cumbre del monte se divisan las maravillas de la tierra prometida, y Jericó está cerca con sus rosas y sus palmeras, y allá en el otro extremo de la avenida cuaresmal arden las antorchas de la Pascua, con sus misterios de amor, que son todo el objeto de nuestro viaje.
El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo.
Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado.
El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?». La mujer contestó a la serpiente: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”». La serpiente replicó a la mujer: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal».
Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió.
Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.
Hermanos:
Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron...
Pues, hasta que llegó la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputaba porque no había ley. Pese a todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que tenía que venir. Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos.
Y tampoco hay proporción entre la gracia y el pecado de uno: pues el juicio, a partir de uno, acabó en condena, mientras que la gracia, a partir de muchos pecados acabó en justicia.
Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado a través de uno solo, con cuánto más razón los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinará en la vida gracias a uno solo, Jesucristo.
En resumen, lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos.
Pues, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos.
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían.
Palabra del Señor.
26 de Febrero - BEATA PIEDAD DE LA CRUZ ORTÍZ REAL
En Alcantarilla cercana a Murcia en España, beata Piedad de la Cruz (Tomasa) Ortiz Real, virgen, que por amor a Dios se dedicó con celo a la educación y la catequesis de los pobres y fundó la Congregación de las Hermanas Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús.
Nació en Bocairente, Valencia, en el seno de una familia acomodada y se llamaba Tomasa. Cuando realizó su primera comunión sintió que Cristo la llamaba a la vida religiosa. Estudió en el colegio de Loreto, dirigido por las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos de Valencia, quiso ingresar en esta Congregación, pero la situación política y su juventud, hizo que su padre se lo impidiera. También quiso ingresar en las Carmelitas descalzas, pero una enfermedad le obligó a abandonar el noviciado.
Se trasladó a Barcelona y después de una larga búsqueda, y de repetidas insinuaciones de su confesor, vivió una profunda experiencia mística en la que el Corazón de Jesús le dijo: “Funda, hija mía, que de ti y de tu congregación siempre tendré misericordia”. Las inundaciones del río Segura en 1884 habían destrozado la huerta murciana y la escasez de Congregaciones religiosas en esta zona, hizo que se marchara a estos lugares. Fundó la Comunidad de Terciarias de la Virgen del Carmen en Puebla de Soto, Alcantarilla, (Murcia). Tomó el nombre de Piedad de la Cruz. Tuvo que sufrir la disgregación de su comunidad, cuando la comunidad de Caudete se llevó a las novicias de Alcantarilla, dejando a Piedad sólo con sor Alfonsa.
Fue el obispo quien la dirigió a Orihuela, y allí vio cuál era su misión. Fundó en Alcantarilla, en 1890, la Congregación de Hermanas Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús, bajo el patrocinio de san Francisco de Sales. Una Congregación donde el Corazón de Cristo quiere ser amado y desagraviado. El servicio a la niñas huérfanas, en las jóvenes obreras, en los enfermos y en los ancianos abandonados. Había dicho: “Yo soy pobre, y cuando no tengo para dar a los pobres, les doy mi alma, mi corazón y mi amor, porque la limosna del amor; muchas veces, vale más que la del dinero”. Murió en Alcantarilla, Murcia con fama de santidad. Fue beatificada en Roma el 21 de marzo del 2004 por SS. Juan Pablo II.
Nació en Bocairente, Valencia, en el seno de una familia acomodada y se llamaba Tomasa. Cuando realizó su primera comunión sintió que Cristo la llamaba a la vida religiosa. Estudió en el colegio de Loreto, dirigido por las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos de Valencia, quiso ingresar en esta Congregación, pero la situación política y su juventud, hizo que su padre se lo impidiera. También quiso ingresar en las Carmelitas descalzas, pero una enfermedad le obligó a abandonar el noviciado.
Se trasladó a Barcelona y después de una larga búsqueda, y de repetidas insinuaciones de su confesor, vivió una profunda experiencia mística en la que el Corazón de Jesús le dijo: “Funda, hija mía, que de ti y de tu congregación siempre tendré misericordia”. Las inundaciones del río Segura en 1884 habían destrozado la huerta murciana y la escasez de Congregaciones religiosas en esta zona, hizo que se marchara a estos lugares. Fundó la Comunidad de Terciarias de la Virgen del Carmen en Puebla de Soto, Alcantarilla, (Murcia). Tomó el nombre de Piedad de la Cruz. Tuvo que sufrir la disgregación de su comunidad, cuando la comunidad de Caudete se llevó a las novicias de Alcantarilla, dejando a Piedad sólo con sor Alfonsa.
Fue el obispo quien la dirigió a Orihuela, y allí vio cuál era su misión. Fundó en Alcantarilla, en 1890, la Congregación de Hermanas Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús, bajo el patrocinio de san Francisco de Sales. Una Congregación donde el Corazón de Cristo quiere ser amado y desagraviado. El servicio a la niñas huérfanas, en las jóvenes obreras, en los enfermos y en los ancianos abandonados. Había dicho: “Yo soy pobre, y cuando no tengo para dar a los pobres, les doy mi alma, mi corazón y mi amor, porque la limosna del amor; muchas veces, vale más que la del dinero”. Murió en Alcantarilla, Murcia con fama de santidad. Fue beatificada en Roma el 21 de marzo del 2004 por SS. Juan Pablo II.
sábado, 25 de febrero de 2023
Lecturas del 25/02/2023
Esto dice el Señor: «Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos.
Serás un huerto bien regado, un manantial de aguas que no engañan.
Tu gente reconstruirá las ruinas antiguas, volverás a levantar los cimientos de otros tiempos; te llamarán “reparador de brechas”, “restaurador de senderos”, para hacer habitable el país.
Si detienes tus pasos el sábado, para no hacer negocios en mi día santo y llamas al sábado “mi delicia”, y lo consagras a la gloria del Señor; si lo honras, evitando viajes, dejando de hacer tus negocios y de discutir tus asuntos, entonces encontrarás tu delicia en el Señor. Te conduciré sobre las alturas del país y gozarás del patrimonio de Jacob, tu padre.
Ha hablado la boca del Señor».
En aquel tiempo, vio Jesús a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme».
Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Y murmuraban los fariseos y los escribas diciendo a los discípulos de Jesús: «¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?». Jesús les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan».
Palabra del Señor.