sábado, 31 de diciembre de 2022
Lecturas del 31/12/2022
Hijos míos, es la última hora.
Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta de que es la última hora.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Palabra del Señor.
31 de Diciembre SANTA MELANIA LA JOVEN
Descendiente de cónsules, de prefectos y de dictadores, Melania se encontró, al salir de la niñez, con una riqueza fabulosa que ni aún podía calcular. Era, sobre todo, una fortuna territorial, extendida por todas las provincias del Imperio. Una idea de aquellas posesiones nos la da su biógrafo al describirnos una de ellas, situada junto al estrecho de Messina: paisaje encantador, mármoles, estatuas, baños, piscinas—desde las cuales el nadador podía distinguir, a un lado el mar, cubierto de embarcaciones; a otro, el bosque, entre cuyo follaje se escondían los ciervos y jabalíes—; y alrededor de la morada señorial, el dominio útil, cuyo cultivo estaba a cargo de quinientos siervos. Otra finca situada cerca de Tagaste y más vasta que esta ciudad era un centro artístico e industrial donde centenares de esclavos hacían muebles, máquinas de toda clase y objetos de arte como tapices, platos de oro, cajitas de marfil, pendientes, pulseras y collares de perlas. El palacio del Celio donde creció la ilustre matrona sobrepujaba en esplendor a todas las magnificencias de estas villas rurales. En él, hipódromos, plazas públicas, fuentes, termas; todo poblado de estatuas y cubierto de pinturas, algunas de las cuales, existentes aún, son de lo mejor que se ha encontrado en Roma. Tal era la suntuosidad del inmueble, que, cuando se quiso vender, no hubo quien se atreviese a comprarlo. Sólo las rentas de aquella fortuna gigantesca ascendían a la cantidad de ciento veinte mil libras de oro, o sea unos cientos cuarenta millones de pesetas.
Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:
—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.
Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistióse ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo.
Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedóse en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:
—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.
Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.
Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:
—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme cómo esposa?
A lo cual Piniano contestó:
—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.
Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito.
Pocos días después volvióle a decir:
—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicio y preséntate de una manera más humilde.
Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.
Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundios; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.
«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: «¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.
Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.
Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.
Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:
—¿Qué voy a hacer yo con esto?
—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.
El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.
Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.
De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltados de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»
A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:
—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.
Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:
—Levanta la voz para que oiga la oración.
Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:
—Todavía no.
—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.
—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.
Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:
—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.
Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistióse ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo.
Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedóse en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:
—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.
Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.
Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:
—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme cómo esposa?
A lo cual Piniano contestó:
—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.
Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito.
Pocos días después volvióle a decir:
—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicio y preséntate de una manera más humilde.
Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.
Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundios; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.
«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: «¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.
Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.
Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.
Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:
—¿Qué voy a hacer yo con esto?
—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.
El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.
Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.
De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltados de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»
A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:
—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.
Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:
—Levanta la voz para que oiga la oración.
Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:
—Todavía no.
—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.
—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.
viernes, 30 de diciembre de 2022
30 de Diciembre 2022 – Sagrada Familia de Nazaret
Fiesta de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, desde la que se proponen santísimos ejemplos a las familias cristianas y se invocan los auxilios oportunos.
En la festividad de la Sagrada Familia, recordamos y celebramos que Dios quiso nacer dentro de una familia para que tuviera alguien que lo cuidara, lo protegiera, lo ayudara y lo aceptara como era.
Al nacer Jesús en una familia, el Hijo de Dios ha santificado la familia humana. Por eso nosotros veneramos a la Sagrada Familia como Familia de Santos.
¿Cómo era la Sagrada Familia?
María y José cuidaban a Jesús, se esforzaban y trabajaban para que nada le faltara, tal como lo hacen todos los buenos padres por sus hijos.
José era carpintero, Jesús le ayudaba en sus trabajos, ya que después lo reconocen como el “hijo del carpintero”.
María se dedicaba a cuidar que no faltara nada en la casa de Nazaret.
Tal como era la costumbre en aquella época, los hijos ayudaban a sus mamás moliendo el trigo y acarreando agua del pozo y a sus papás en su trabajo. Podemos suponer que en el caso de Jesús no era diferente. Jesús aprendió a trabajar y a ayudar a su familia con generosidad. Él siendo Todopoderoso, obedecía a sus padres humanos, confiaba en ellos, los ayudaba y los quería.
¡Qué enseñanza nos da Jesús, quien hubiera podido reinar en el más suntuoso palacio de Jerusalén siendo obedecido por todos! Él, en cambio, rechazó todo esto para esconderse del mundo obedeciendo fielmente a María y a José y dedicándose a los más humildes trabajos diarios, el taller de San José y en la casa de Nazaret.
Las familias de hoy, deben seguir este ejemplo tan hermoso que nos dejó Jesús tratando de imitar las virtudes que vivía la Sagrada Familia: sencillez, bondad, humildad, caridad, laboriosidad, etc.
La familia debe ser una escuela de virtudes. Es el lugar donde crecen los hijos, donde se forman los cimientos de su personalidad para el resto de su vida y donde se aprende a ser un buen cristiano. Es en la familia donde se formará la personalidad, inteligencia y voluntad del niño. Esta es una labor hermosa y delicada. Enseñar a los niños el camino hacia Dios, llevar estas almas al cielo. Esto se hace con amor y cariño.
“La familia es la primera comunidad de vida y amor el primer ambiente donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios.” (Juan Pablo II, Encuentro con las Familias en Chihuahua 1990).
El Papa Juan Pablo II en su carta a las familias nos dice que es necesario que los esposos orienten, desde el principio, su corazón y sus pensamientos hacia Dios, para que su paternidad y maternidad, encuentre en Él la fuerza para renovarse continuamente en el amor.
Así como Jesús creció en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres, en nuestras familias debe suceder lo mismo. Esto significa que los niños deben aprender a ser amables y respetuosos con todos, ser estudiosos obedecer a sus padres, confiar en ellos, ayudarlos y quererlos, orar por ellos, y todo esto en familia.
Recordemos que “la salvación del mundo vino a través del corazón de la Sagrada Familia”.
La salvación del mundo, el porvenir de la humanidad de los pueblos y sociedades pasa siempre por el corazón de toda familia. Es la célula de la sociedad.
Oración
“Oremos hoy por todas las familias del mundo para que logren responder a su vocación tal y como respondió la Sagrada Familia de Nazaret. Oremos especialmente por las familias que sufren, pasan por muchas dificultades o se ven amenazadas en su indisolubilidad y en el gran servicio al amor y a la vida para el que Dios las eligió” (Juan Pablo II)
“Oh Jesús, acoge con bondad a nuestra familia que ahora se entrega y consagra a Ti, protégela, guárdala e infunde en ella tu paz para poder llegar a gozar todos de la felicidad eterna.”
“Oh María, Madre amorosa de Jesús y Madre nuestra, te pedimos que intercedas por nosotros, para que nunca falte el amor, la comprensión y el perdón entre nosotros y obtengamos su gracia y bendiciones.”
“Oh San José, ayúdanos con nuestras oraciones en todas nuestras necesidades espirituales y temporales, a fin de que podamos agradar eternamente a Jesús. Amén.”
En la festividad de la Sagrada Familia, recordamos y celebramos que Dios quiso nacer dentro de una familia para que tuviera alguien que lo cuidara, lo protegiera, lo ayudara y lo aceptara como era.
Al nacer Jesús en una familia, el Hijo de Dios ha santificado la familia humana. Por eso nosotros veneramos a la Sagrada Familia como Familia de Santos.
¿Cómo era la Sagrada Familia?
María y José cuidaban a Jesús, se esforzaban y trabajaban para que nada le faltara, tal como lo hacen todos los buenos padres por sus hijos.
José era carpintero, Jesús le ayudaba en sus trabajos, ya que después lo reconocen como el “hijo del carpintero”.
María se dedicaba a cuidar que no faltara nada en la casa de Nazaret.
Tal como era la costumbre en aquella época, los hijos ayudaban a sus mamás moliendo el trigo y acarreando agua del pozo y a sus papás en su trabajo. Podemos suponer que en el caso de Jesús no era diferente. Jesús aprendió a trabajar y a ayudar a su familia con generosidad. Él siendo Todopoderoso, obedecía a sus padres humanos, confiaba en ellos, los ayudaba y los quería.
¡Qué enseñanza nos da Jesús, quien hubiera podido reinar en el más suntuoso palacio de Jerusalén siendo obedecido por todos! Él, en cambio, rechazó todo esto para esconderse del mundo obedeciendo fielmente a María y a José y dedicándose a los más humildes trabajos diarios, el taller de San José y en la casa de Nazaret.
Las familias de hoy, deben seguir este ejemplo tan hermoso que nos dejó Jesús tratando de imitar las virtudes que vivía la Sagrada Familia: sencillez, bondad, humildad, caridad, laboriosidad, etc.
La familia debe ser una escuela de virtudes. Es el lugar donde crecen los hijos, donde se forman los cimientos de su personalidad para el resto de su vida y donde se aprende a ser un buen cristiano. Es en la familia donde se formará la personalidad, inteligencia y voluntad del niño. Esta es una labor hermosa y delicada. Enseñar a los niños el camino hacia Dios, llevar estas almas al cielo. Esto se hace con amor y cariño.
“La familia es la primera comunidad de vida y amor el primer ambiente donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también y ante todo por Dios.” (Juan Pablo II, Encuentro con las Familias en Chihuahua 1990).
El Papa Juan Pablo II en su carta a las familias nos dice que es necesario que los esposos orienten, desde el principio, su corazón y sus pensamientos hacia Dios, para que su paternidad y maternidad, encuentre en Él la fuerza para renovarse continuamente en el amor.
Así como Jesús creció en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres, en nuestras familias debe suceder lo mismo. Esto significa que los niños deben aprender a ser amables y respetuosos con todos, ser estudiosos obedecer a sus padres, confiar en ellos, ayudarlos y quererlos, orar por ellos, y todo esto en familia.
Recordemos que “la salvación del mundo vino a través del corazón de la Sagrada Familia”.
La salvación del mundo, el porvenir de la humanidad de los pueblos y sociedades pasa siempre por el corazón de toda familia. Es la célula de la sociedad.
Oración
“Oremos hoy por todas las familias del mundo para que logren responder a su vocación tal y como respondió la Sagrada Familia de Nazaret. Oremos especialmente por las familias que sufren, pasan por muchas dificultades o se ven amenazadas en su indisolubilidad y en el gran servicio al amor y a la vida para el que Dios las eligió” (Juan Pablo II)
“Oh Jesús, acoge con bondad a nuestra familia que ahora se entrega y consagra a Ti, protégela, guárdala e infunde en ella tu paz para poder llegar a gozar todos de la felicidad eterna.”
“Oh María, Madre amorosa de Jesús y Madre nuestra, te pedimos que intercedas por nosotros, para que nunca falte el amor, la comprensión y el perdón entre nosotros y obtengamos su gracia y bendiciones.”
“Oh San José, ayúdanos con nuestras oraciones en todas nuestras necesidades espirituales y temporales, a fin de que podamos agradar eternamente a Jesús. Amén.”
Lecturas del 30/12/2022
El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado.
Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor.
Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y durante su vida no le causes tristeza.
Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.
Cuando se retiraron los magos, el ángel del señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto los que atacaban contra la vida del niño».
Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a la tierra de Israel.
Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes tuvo miedo de ir allá. Y avisado en sueños se retiró a Galilea y se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo dicho por medio de los profetas, que se llamaría nazareno.
Palabra del Señor.
30 de Diciembre – SAN SABINO - MÁRTIR
Etimológicamente significa “del país de las Sabinas”. Viene de la lengua latina.
Muchas veces , en el lenguaje de los medios de comunicación, la palabra amor tiene un sentido claramente inclinado hacia el sexo. Y según la experiencia de cristianos verdaderos, hay algo mucho más: la felicidad y perdón. Quien ama felicita y perdona.
Este joven mártir es de época incierta. Al leer su “Pasión” o teatro para darlo a conocer, se habla que el emperador ordenó a Venustiano que se presentara ante el tribunal Sabino, que era obispo de Asís.
¿Por qué y con qué derecho dices al pueblo que deje nuestros dioses para adorar a un hombre muerto?
Sepa, contestó Sabino, que Cristo, después de morir, resucitó al tercer día.
Puedes elegir entre adorar a nuestros dioses o morir. Y a ver si resucitas como Cristo, tú maestro.
Venustiano ordenó que le fueran cortando las manos y lo llevaran así a la cárcel.
En ella le devolvió la vista a un ciego. El propio gobernador fue a ver si era verdad.
Y no solamente le curó la vista, sino también el alma en cuanto que el curado le pidió que lo bautizara porque quería ser cristiano.
Y no solamente a él sino también a su mujer e hijos. Una vez que llegó a Roma la noticia de que se habían convertido, cambió al gobernador y le encargó que acabase con el obispo y con el gobernador.
Todo esto es fruto de la “Pasión”, escrita en el siglo V o VI. Pero lo claro es que san Sabino es un mártir auténtico, aunque sepamos poco de su vida.
Muchas veces , en el lenguaje de los medios de comunicación, la palabra amor tiene un sentido claramente inclinado hacia el sexo. Y según la experiencia de cristianos verdaderos, hay algo mucho más: la felicidad y perdón. Quien ama felicita y perdona.
Este joven mártir es de época incierta. Al leer su “Pasión” o teatro para darlo a conocer, se habla que el emperador ordenó a Venustiano que se presentara ante el tribunal Sabino, que era obispo de Asís.
¿Por qué y con qué derecho dices al pueblo que deje nuestros dioses para adorar a un hombre muerto?
Sepa, contestó Sabino, que Cristo, después de morir, resucitó al tercer día.
Puedes elegir entre adorar a nuestros dioses o morir. Y a ver si resucitas como Cristo, tú maestro.
Venustiano ordenó que le fueran cortando las manos y lo llevaran así a la cárcel.
En ella le devolvió la vista a un ciego. El propio gobernador fue a ver si era verdad.
Y no solamente le curó la vista, sino también el alma en cuanto que el curado le pidió que lo bautizara porque quería ser cristiano.
Y no solamente a él sino también a su mujer e hijos. Una vez que llegó a Roma la noticia de que se habían convertido, cambió al gobernador y le encargó que acabase con el obispo y con el gobernador.
Todo esto es fruto de la “Pasión”, escrita en el siglo V o VI. Pero lo claro es que san Sabino es un mártir auténtico, aunque sepamos poco de su vida.
jueves, 29 de diciembre de 2022
Lecturas del 29/12/2022
Queridos hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe caminar como él caminó.
Queridos míos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado.
Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo - y esto es verdadero en él y en vosotros -, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción - y a ti misma una espada te traspasará el alma - para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Palabra del Señor.
29 de Diciembre – SANTO TOMAS BECKET
Nació en Londres en 1170. Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) quien se dio cuenta que Tomás tenía cualidades excepcionales para el trabajo, así que le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia. Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y éste en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores.
Tras la muerte del Arzobispo Teobaldo en 1161, el rey Enrique II de inmediato pensó en Santo Tomás como el mejor candidato para ocupar dicho cargo, pero nuestro santo se negó muy cortésmente alegando que él no era digno para tan honorable puesto. Sin embargo, un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice Alejandro III lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó. Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sucedió. Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a calumniar al arzobispo en presencia del rey. Dicen que en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido hizo penitencia durante dos años, para obtener la reconciliación en 1172.
Tras la muerte del Arzobispo Teobaldo en 1161, el rey Enrique II de inmediato pensó en Santo Tomás como el mejor candidato para ocupar dicho cargo, pero nuestro santo se negó muy cortésmente alegando que él no era digno para tan honorable puesto. Sin embargo, un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice Alejandro III lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó. Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sucedió. Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a calumniar al arzobispo en presencia del rey. Dicen que en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?".
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.
El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido hizo penitencia durante dos años, para obtener la reconciliación en 1172.
miércoles, 28 de diciembre de 2022
28 de Diciembre 2022 – Los Santos Inocentes
Fiesta de los Santos Inocentes, mártires, niños que fueron ejecutados en Belén de Judea por el impío rey Herodes, para que pereciera con ellos el niño Jesús, a quien habían adorado los Magos. Fueron honrados como mártires desde los primeros siglos de la Iglesia, primicia de todos los que habían de derramar su sangre por Dios y el Cordero.
La consulta bien intencionada de aquellos Magos que llegaron de Oriente al rey fue el detonante del espectáculo dantesco que organizó la crueldad aberrante de Herodes a raíz del nacimiento de Jesús.
Habían perdido el brillo celeste que les guiaba, llegó la desorientación, no sabían por dónde andaban, temieron no llegar a la meta del arduo viaje emprendido tiempo atrás y decidieron quemar el último cartucho antes de dar la vuelta a su patria entre el ridículo y el fracaso.
Al rey le produjo extrañeza la visita y terror la ansiosa pregunta sobre el lugar del nacimiento del Mesías; rápidamente ha hecho sus cálculos y llegado a la conclusión de que está en peligro su status porque lo que las profecías antiguas presentaban en futuro parece que ya es presente realidad. Se armó un buen revuelo en palacio, convocaron a reunión a los más sabios con la esperanza de que se pronunciaran y dieran dictamen sobre el escondrijo del niño "libertador". El plan será utilizar a los visitantes extranjeros como señuelo para encontrarle. Menos mal que volvieron a su tierra por otro camino, después que adoraron al Salvador. Impaciente contó Herodes los días; se irritó consigo mismo por su estupidez; los emisarios que repartió por el país no dan noticia de aquellos personajes que parecen esfumados, y se confirma su ausencia. Vienen los cálculos del tiempo, y contando con un margen de seguridad, le salen dos años con el redondeo.
Los niños que no sobrepasen dos años en toda la comarca morirán. Hay que durar en el poder. El baño de sangre es un simple asunto administrativo, aunque cuando pase un tiempo falten hombres para la siembra, sean escasos los brazos para segar y no haya novios para las muchachas casaderas; hoy sólo será un dolor pasajero para las familias sin nombre, sin fuerza, sin armas y sin voz. Unas víctimas ya habían iniciado sus correteos, y balbuceaban las primeras palabras; otras colgaban todavía del pecho de sus madres. Pero para Herodes era el precio de su tranquilidad.
Son los Santos Inocentes. Están creciendo para Dios en su madurez eterna. Ni siquiera tuvieron tiempo de ser tentados para exhibir méritos, pero no tocan a menos. Están agarrados a la mano que abre la gloria. Aplicados los méritos de Cristo sin que fuera preciso crecer para pedir el bautismo de sangre, como tantos laudablemente hoy son bautizados en la fe de la Iglesia con agua sin cubrir expediente personal. El Bautismo es gracia.
Entraron en el ámbito de Cristo inconscientes, sin saberlo ni pretenderlo; como cada vez que por odio a Dios, a la fe, hay revueltas, matanzas y guerras; en esas circunstancias surgen mártires involuntarios, que aún sin saberlo, mueren revestidos y purificados por la sangre de Cristo, haciéndose compañeros suyos en el martirio; y no se les negará el premio sólo porque ellos mismo, uno a uno, no pudieran pedirlo. En este caso es el sagrado azar providente de caer por causa de Cristo, porque la mejor gloria que el hombre puede dar a Dios es muriendo.
Ya el mismo Jeremías dejó dicho y escrito que "de la boca de los que no saben hablar sacaste alabanza".
Hoy los mayores también hacen bromas en recuerdo del modo de ser juguetón y alegre de aquellos bebés que no tuvieron tiempo de hacerlas; es buena ocasión de hacer agradable la vida a los demás, con admiración y sorpresa, en desagravio del mal que provocó el egoísmo de aquel que tanto se fijó en lo suyo que aplastó a los demás.
La consulta bien intencionada de aquellos Magos que llegaron de Oriente al rey fue el detonante del espectáculo dantesco que organizó la crueldad aberrante de Herodes a raíz del nacimiento de Jesús.
Habían perdido el brillo celeste que les guiaba, llegó la desorientación, no sabían por dónde andaban, temieron no llegar a la meta del arduo viaje emprendido tiempo atrás y decidieron quemar el último cartucho antes de dar la vuelta a su patria entre el ridículo y el fracaso.
Al rey le produjo extrañeza la visita y terror la ansiosa pregunta sobre el lugar del nacimiento del Mesías; rápidamente ha hecho sus cálculos y llegado a la conclusión de que está en peligro su status porque lo que las profecías antiguas presentaban en futuro parece que ya es presente realidad. Se armó un buen revuelo en palacio, convocaron a reunión a los más sabios con la esperanza de que se pronunciaran y dieran dictamen sobre el escondrijo del niño "libertador". El plan será utilizar a los visitantes extranjeros como señuelo para encontrarle. Menos mal que volvieron a su tierra por otro camino, después que adoraron al Salvador. Impaciente contó Herodes los días; se irritó consigo mismo por su estupidez; los emisarios que repartió por el país no dan noticia de aquellos personajes que parecen esfumados, y se confirma su ausencia. Vienen los cálculos del tiempo, y contando con un margen de seguridad, le salen dos años con el redondeo.
Los niños que no sobrepasen dos años en toda la comarca morirán. Hay que durar en el poder. El baño de sangre es un simple asunto administrativo, aunque cuando pase un tiempo falten hombres para la siembra, sean escasos los brazos para segar y no haya novios para las muchachas casaderas; hoy sólo será un dolor pasajero para las familias sin nombre, sin fuerza, sin armas y sin voz. Unas víctimas ya habían iniciado sus correteos, y balbuceaban las primeras palabras; otras colgaban todavía del pecho de sus madres. Pero para Herodes era el precio de su tranquilidad.
Son los Santos Inocentes. Están creciendo para Dios en su madurez eterna. Ni siquiera tuvieron tiempo de ser tentados para exhibir méritos, pero no tocan a menos. Están agarrados a la mano que abre la gloria. Aplicados los méritos de Cristo sin que fuera preciso crecer para pedir el bautismo de sangre, como tantos laudablemente hoy son bautizados en la fe de la Iglesia con agua sin cubrir expediente personal. El Bautismo es gracia.
Entraron en el ámbito de Cristo inconscientes, sin saberlo ni pretenderlo; como cada vez que por odio a Dios, a la fe, hay revueltas, matanzas y guerras; en esas circunstancias surgen mártires involuntarios, que aún sin saberlo, mueren revestidos y purificados por la sangre de Cristo, haciéndose compañeros suyos en el martirio; y no se les negará el premio sólo porque ellos mismo, uno a uno, no pudieran pedirlo. En este caso es el sagrado azar providente de caer por causa de Cristo, porque la mejor gloria que el hombre puede dar a Dios es muriendo.
Ya el mismo Jeremías dejó dicho y escrito que "de la boca de los que no saben hablar sacaste alabanza".
Hoy los mayores también hacen bromas en recuerdo del modo de ser juguetón y alegre de aquellos bebés que no tuvieron tiempo de hacerlas; es buena ocasión de hacer agradable la vida a los demás, con admiración y sorpresa, en desagravio del mal que provocó el egoísmo de aquel que tanto se fijó en lo suyo que aplastó a los demás.
Lecturas del 28/12/2022
Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por os nuestros, sino también por los del mundo entero.
Cuando se retiraron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porqué Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta.
«De Egipto llamé a mi hijo».
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».
Palabra del Señor.
28 de Diciembre – ABEL
Abel y Caín son evocados como personajes de un drama que trasciende los celos y envidias particulares para convertirse en sangrante parábola de un pecado social. Hijos de Adán y de Eva, son presentados en un tiempo sin tiempo («utópico»), como para reflejar actitudes humanas que trascienden el lugar y el momento histórico.
El texto bíblico los presenta unidos en su contraposición de oficios y funciones: «Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador» (Gn 4, 2). Dos hombres, dos pueblos, dos culturas. Mejor aún, dos actitudes ante las cosas, ante los hombres, ante el misterio. Dos talantes encontrados, pero nunca dialogantes: irreconciliables. El texto bíblico los refleja en el estilo de sus ofrendas a Dios para ofrecer, de paso, una interpretación creyente de las dos contrapuestas actitudes:
«Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahvé una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahvé miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahvé dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Más, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominan» (Gn 4, 3-7).
Nos encontramos ante una profunda alegoría teológica. Abel es aún el primitivo que conserva como un tesoro la capacidad de asombro y maravilla. Caín es ya el civilizado que ha empezado a atesorar la disposición para el alarde y la autosuficiencia.
Caín se aferra a sus instrumentos y a sus tierras, a sus propiedades y su industria, a su previsión y a sus logros, a sus monopolios y sus cuentas bancarias. Abel, en cambio, ha decidido vivir cada día aprendiendo a mirar a las estrellas.
Caín confía en sí mismo. Abel sabe bien que es en otro en quien ha puesto su confianza. Caín entiende su vida como proyecto y tarea. Abel vive en la gratuidad del don que se le ofrece.
AGRESIÓN Y MUERTE
No sería mala la diversidad, si los dos modos de percibir el mundo vivieran en armonía. El hombre de las praderas no tiene que desaparecer para que llegue el roturador. Bastaría un entendimiento. Bastaría un diálogo. Bastaría un reparto. ¡Nada menos! Como si fuera tan fácil renunciar a la estacada que delimita y defiende las propiedades. Como si fuera sencillo "desalambrar" adquisiciones, ideologías y estructuras concienzudamente valladas, para dejarlas abiertas al paso trashumante de forasteros, caminantes y pastores.
El relato de Caín y Abel ha sido colocado por la tradición yahvista tras la historia de los orígenes. Como si quisiera subrayar su carácter prototípico. Como si tratase de insinuar que la rebelión del hombre contra el hombre es larga como el tiempo y heridora como el rencor. Como si intentase mostrar la fuerza desgarradora y turbulenta de la muerte, recién instalada a la sombra del árbol de la vida.
«Caín, dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató' (Gn 4, 8).
¡El primer asesinato! El asesinato prototípico, que se presenta aquí como el espejo de todas las muertes violentas. No es fácil decir si Abel fue asesinado por malhechor o por inútil, por competidor o por negarse a entrar en el juego de las turbias competencias y los intereses rastreros. El fuerte ha elaborado su propia rabia, a pesar de la advertencia de un Dios ansioso de entendimiento y convivencia (Gn 4, 6-7).
EL DESENTENDIMIENTO
Sin embargo, a pesar de todo pronóstico, el final no es el triunfo de la fuerza sobre la debilidad, sino el resplandor de la otra fuerza desvalida. El asesino está confesando, bien a su pesar, su propia debilidad. Aquella misma debilidad que en su raquitismo interior lo llevara a acaparar bienes y cosechas.
«Yahvé dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?" Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?" Replicó Yahvé: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra"» (Gn 4, 9-12).
Si a Adán le pregunta Dios por sí mismo –¿Dónde estás? , a Caín le sigue preguntando, aunque en otra dirección: ¿Dónde está tu hermano Abel? Las dos preguntas son inseparables. El ser humano no puede dar razón de sí mismo, si no puede dar razón de su hermano. El hombre buscador es un buscado por Dios. Pero es también responsable de la búsqueda y el hallazgo de todos sus hermanos. La búsqueda no se agota en la individualidad. La ruptura con el hermano es signo de la ruptura con Dios y anticipo de la ruptura con todo el mundo creado. La parábola de la muerte de Abel se repite a lo largo de la historia.
Pero el eterno Caín continúa por los siglos enmascarando su miseria con la codicia. Su pequeñez con la sangre. Su pavor con el desentendimiento. Su falsa independencia con la indiferencia. No es que haya olvidado la sangre, no. Ha olvidado el pudor.
Pero ni la sangre de Abel ni el cinismo de Caín pueden quedar en el olvido. Ahí está la sublime elocuencia de la tierra misma, que de pronto se convierte en voz de aquella voz callada bajo el golpe (Gn 4, 10). Es como si hubiera una secreta complicidad entre los arroyos que lo vieron inclinarse para beber y la limpieza de aquellos ojos incontaminados por la codicia. No se puede cubrir con una losa el hueco dejado por los corazones libres.
Ahí está la presencia, ahora hostil y para siempre estéril, del suelo otrora explotado contra su intrínseco destino (Gn 4, 11-12). «Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto», dice el Señor. Es la condena inevitable de los que a las cosas convirtieron en medios de tortura. Las cosas nacieron para la armonía. Fueron creadas para acercar a los hombres, no para enfrentarlos. No eran arma, sino regalo.
UNA IDENTIDAD HEREDADA
Ha muerto Abel, el hermano nómada, a manos del hermano sedentario. Pero he aquí que el espíritu del asesinado parece apoderarse del estilo del asesino. Su nueva identidad es el penúltimo servicio del hermano muerto. «Vagabundo y errante serás en la tierra», ha dicho el Señor (Gn 4, 12). Caín ha de entender que para ser él mismo tendrá que hacerse vagabundo.
Sin embargo, su nuevo nomadismo no logra liberarlo del terror que ha hecho suyo. En cada hombre que encuentra por el camino ve un enemigo potencial: un vengador de la sangre derramada (Gn 4, 14).
Pero ahí está también la eterna ternura de Dios que no desea que el drama se repita hasta el infinito. Tal vez sea ése el último favor de Abel. El hombre Caín lleva una señal sobre su frente para evitar nuevos regueros de sangre. Porque Dios no es Señor de la venganza, sino de la misericordia. Si alguien mira con ojos misericordiosos, verá sobre el rostro del asesino una señal que invita a la misericordia (Gn 4, 15).
Evidentemente, esta parábola primordial no muestra simpatía por la pena de muerte. Matar al asesino no es otra cosa que aceptar su propia lógica que glorifica el triunfo de la fuerza.
PROFETA DE LA PALABRA Y DE LA SANGRE
Los profetas son recordados por sus palabras. Ni una palabra es atribuida al pastor Abel. Y, sin embargo, es evocado como profeta por la tradición.
El recuerdo de Abel no muere con el tiempo. Jesús lo evoca como el primero de una larga cadena de profetas que sellaron con la sangre la verdad de su testimonio (cf. Mt 23, 35). De su sangre se pedirá cuentas a todos los que se han negado a prestar atención a sus gestos proféticos (cf. Lc 11, 51). La muerte de los inocentes no puede ser relegada al olvido.
La Carta a los Hebreos evoca la figura de Abel como un modelo de fe para todas las edades:
«Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín; por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, a pesar de estar muerto, sigue hablando todavía» (Hb 11, 4).
Ésa es su voz sin palabras. El sacrificio de su vida es mensaje e interpelación, anuncio y denuncia, evangelio y demanda. El mandamiento del amor a los hermanos encuentra su réplica en negativo en el ejemplo mil veces repetido de Caín, que mató a su hermano porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas (1Jn 3, 12).
Abel es recordado como un anticipo de Jesús. Él es el nuevo Abel, mediador de una nueva alianza. Su sangre martirial nos purifica. Su sangre, como la de Abel, es la mejor palabra de este nuevo y definitivo profeta (cf. Hb 12, 24). La sangre de Abel era un pálido reflejo, tan sólo un anuncio de la sangre redentora de Jesús.
El texto bíblico los presenta unidos en su contraposición de oficios y funciones: «Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador» (Gn 4, 2). Dos hombres, dos pueblos, dos culturas. Mejor aún, dos actitudes ante las cosas, ante los hombres, ante el misterio. Dos talantes encontrados, pero nunca dialogantes: irreconciliables. El texto bíblico los refleja en el estilo de sus ofrendas a Dios para ofrecer, de paso, una interpretación creyente de las dos contrapuestas actitudes:
«Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahvé una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahvé miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahvé dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Más, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominan» (Gn 4, 3-7).
Nos encontramos ante una profunda alegoría teológica. Abel es aún el primitivo que conserva como un tesoro la capacidad de asombro y maravilla. Caín es ya el civilizado que ha empezado a atesorar la disposición para el alarde y la autosuficiencia.
Caín se aferra a sus instrumentos y a sus tierras, a sus propiedades y su industria, a su previsión y a sus logros, a sus monopolios y sus cuentas bancarias. Abel, en cambio, ha decidido vivir cada día aprendiendo a mirar a las estrellas.
Caín confía en sí mismo. Abel sabe bien que es en otro en quien ha puesto su confianza. Caín entiende su vida como proyecto y tarea. Abel vive en la gratuidad del don que se le ofrece.
AGRESIÓN Y MUERTE
No sería mala la diversidad, si los dos modos de percibir el mundo vivieran en armonía. El hombre de las praderas no tiene que desaparecer para que llegue el roturador. Bastaría un entendimiento. Bastaría un diálogo. Bastaría un reparto. ¡Nada menos! Como si fuera tan fácil renunciar a la estacada que delimita y defiende las propiedades. Como si fuera sencillo "desalambrar" adquisiciones, ideologías y estructuras concienzudamente valladas, para dejarlas abiertas al paso trashumante de forasteros, caminantes y pastores.
El relato de Caín y Abel ha sido colocado por la tradición yahvista tras la historia de los orígenes. Como si quisiera subrayar su carácter prototípico. Como si tratase de insinuar que la rebelión del hombre contra el hombre es larga como el tiempo y heridora como el rencor. Como si intentase mostrar la fuerza desgarradora y turbulenta de la muerte, recién instalada a la sombra del árbol de la vida.
«Caín, dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató' (Gn 4, 8).
¡El primer asesinato! El asesinato prototípico, que se presenta aquí como el espejo de todas las muertes violentas. No es fácil decir si Abel fue asesinado por malhechor o por inútil, por competidor o por negarse a entrar en el juego de las turbias competencias y los intereses rastreros. El fuerte ha elaborado su propia rabia, a pesar de la advertencia de un Dios ansioso de entendimiento y convivencia (Gn 4, 6-7).
EL DESENTENDIMIENTO
Sin embargo, a pesar de todo pronóstico, el final no es el triunfo de la fuerza sobre la debilidad, sino el resplandor de la otra fuerza desvalida. El asesino está confesando, bien a su pesar, su propia debilidad. Aquella misma debilidad que en su raquitismo interior lo llevara a acaparar bienes y cosechas.
«Yahvé dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?" Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?" Replicó Yahvé: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra"» (Gn 4, 9-12).
Si a Adán le pregunta Dios por sí mismo –¿Dónde estás? , a Caín le sigue preguntando, aunque en otra dirección: ¿Dónde está tu hermano Abel? Las dos preguntas son inseparables. El ser humano no puede dar razón de sí mismo, si no puede dar razón de su hermano. El hombre buscador es un buscado por Dios. Pero es también responsable de la búsqueda y el hallazgo de todos sus hermanos. La búsqueda no se agota en la individualidad. La ruptura con el hermano es signo de la ruptura con Dios y anticipo de la ruptura con todo el mundo creado. La parábola de la muerte de Abel se repite a lo largo de la historia.
Pero el eterno Caín continúa por los siglos enmascarando su miseria con la codicia. Su pequeñez con la sangre. Su pavor con el desentendimiento. Su falsa independencia con la indiferencia. No es que haya olvidado la sangre, no. Ha olvidado el pudor.
Pero ni la sangre de Abel ni el cinismo de Caín pueden quedar en el olvido. Ahí está la sublime elocuencia de la tierra misma, que de pronto se convierte en voz de aquella voz callada bajo el golpe (Gn 4, 10). Es como si hubiera una secreta complicidad entre los arroyos que lo vieron inclinarse para beber y la limpieza de aquellos ojos incontaminados por la codicia. No se puede cubrir con una losa el hueco dejado por los corazones libres.
Ahí está la presencia, ahora hostil y para siempre estéril, del suelo otrora explotado contra su intrínseco destino (Gn 4, 11-12). «Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto», dice el Señor. Es la condena inevitable de los que a las cosas convirtieron en medios de tortura. Las cosas nacieron para la armonía. Fueron creadas para acercar a los hombres, no para enfrentarlos. No eran arma, sino regalo.
UNA IDENTIDAD HEREDADA
Ha muerto Abel, el hermano nómada, a manos del hermano sedentario. Pero he aquí que el espíritu del asesinado parece apoderarse del estilo del asesino. Su nueva identidad es el penúltimo servicio del hermano muerto. «Vagabundo y errante serás en la tierra», ha dicho el Señor (Gn 4, 12). Caín ha de entender que para ser él mismo tendrá que hacerse vagabundo.
Sin embargo, su nuevo nomadismo no logra liberarlo del terror que ha hecho suyo. En cada hombre que encuentra por el camino ve un enemigo potencial: un vengador de la sangre derramada (Gn 4, 14).
Pero ahí está también la eterna ternura de Dios que no desea que el drama se repita hasta el infinito. Tal vez sea ése el último favor de Abel. El hombre Caín lleva una señal sobre su frente para evitar nuevos regueros de sangre. Porque Dios no es Señor de la venganza, sino de la misericordia. Si alguien mira con ojos misericordiosos, verá sobre el rostro del asesino una señal que invita a la misericordia (Gn 4, 15).
Evidentemente, esta parábola primordial no muestra simpatía por la pena de muerte. Matar al asesino no es otra cosa que aceptar su propia lógica que glorifica el triunfo de la fuerza.
PROFETA DE LA PALABRA Y DE LA SANGRE
Los profetas son recordados por sus palabras. Ni una palabra es atribuida al pastor Abel. Y, sin embargo, es evocado como profeta por la tradición.
El recuerdo de Abel no muere con el tiempo. Jesús lo evoca como el primero de una larga cadena de profetas que sellaron con la sangre la verdad de su testimonio (cf. Mt 23, 35). De su sangre se pedirá cuentas a todos los que se han negado a prestar atención a sus gestos proféticos (cf. Lc 11, 51). La muerte de los inocentes no puede ser relegada al olvido.
La Carta a los Hebreos evoca la figura de Abel como un modelo de fe para todas las edades:
«Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín; por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, a pesar de estar muerto, sigue hablando todavía» (Hb 11, 4).
Ésa es su voz sin palabras. El sacrificio de su vida es mensaje e interpelación, anuncio y denuncia, evangelio y demanda. El mandamiento del amor a los hermanos encuentra su réplica en negativo en el ejemplo mil veces repetido de Caín, que mató a su hermano porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas (1Jn 3, 12).
Abel es recordado como un anticipo de Jesús. Él es el nuevo Abel, mediador de una nueva alianza. Su sangre martirial nos purifica. Su sangre, como la de Abel, es la mejor palabra de este nuevo y definitivo profeta (cf. Hb 12, 24). La sangre de Abel era un pálido reflejo, tan sólo un anuncio de la sangre redentora de Jesús.
martes, 27 de diciembre de 2022
Lecturas del 27/12/2022
Queridos hermanos:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo.
El primer día de la semana, María la Magdalena echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Palabra del Señor.