Lecturas Diarias

 


Hijos míos, es la última hora.
Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta de que es la última hora.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Palabra del Señor.

Santa Catalina Labouré

En París, en Francia, santa Catalina Labouré, virgen, de las Hijas de la Caridad, que de manera singular honró a la Inmaculada y brilló por la simplicidad, caridad y paciencia.

La llamaban Zoe Catalina y había nacido en Fain-les-Moutiers en Borgoña. Era una rica campesina bretona, no muy instruida, se hizo cargo de su casa y de sus diez hermanos desde su niñez a causa de la muerte de su madre. Se trasladó a Châtillon-sur-Seine, para adquirir un poco de instrucción en el pensionado que dirigía una prima suya. Allí un sacerdote le ayudó a discernir su vocación. En 1828, con 22 años, quiso ser Hija de la Caridad. Su padre se trasladó a París para que se distrajera, y la puso a trabajar como criada y como camarera en el café de uno de sus hijos. Por fin, dos años después, con el permiso de su padre, ingresó en el postulantado de Châtillon-sur Seiney en 1830, en el noviciado de París, y en 1831 hizo los votos y tomó el nombre de Catalina. En el período siguiente tuvo las apariciones del corazón de san Vicente de Paúl, y la “de ver a nuestro Señor en el Santísimo Sacramento”. 

Nadie supo que en su juventud, el 27 de Noviembre de 1830, estando orando con toda la comunidad en la capilla del convento de París, y se le presentó María con este dialogo: "Esta esfera que tu ves, representa el mundo entero y a cada persona en particular; estos rayos son el símbolo de la gracia que yo derramo sobre los que las piden. Haz acuñar una medalla según este modelo. Recibirán abundantes gracias y gozarán de mi protección todas las personas que la lleven bendecidas y pendientes del cuello, y recen con confianza esta plegaria: ¡Oh! María sin pecado concebida, rogad por nosotros los que recurrimos a Vos". María también le pidió que las Hijas de la Caridad volvieran a la fidelidad de la regla. Empezó así la devoción a la medalla milagrosa. 

En 1832, el padre Aladel, su confesor, (que en un principio fue muy aspero y duro con ella) visitó a monseñor Quelen, arzobispo de París, y consiguió permiso para grabar la medalla, según la Virgen había manifestado a Catalina. El mismo arzobispo de París pudo comprobar los frutos espirituales de la medalla en varias ocasiones. La medalla se propagó muy rápidamente. Catalina se preocupó mucho de ello, pero con tanta discreción que se mantuvo en secreto el nombre de la vidente. Ella sólo hablaba con su confesor y seguía su vida normal. 

El pueblo la llamó la Medalla Milagrosa por los muchos prodigios que obraba. El más famoso fue la conversión del judío Alfonso de Ratisbona. Ratisbona aceptó por cortesía una medalla de la Virgen Milagrosa, con la recomendación del rezo diario del "Acordaos" de san Bernardo. Visitó en Roma, la iglesia de Sant'Andrea delle Fratte. Se acercó a la capilla de María que se le apareció tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y quedó transformado. Se bautizó, se ordenó sacerdote, convirtió a muchos judíos y fundó las Hermanas de Sión para este apostolado.

Mientras tanto, Catalina vivió en la humildad y el anonimato. Se trasladó en 1835 al hospicio de Enghien, en Reuilly, a 5 kms de París. Atendió a los ancianos, trabajó en la cocina, en el gallinero, en la enfermería, en la portería. Sufrió en silencio la falta de comprensión del nuevo confesor. Consiguió que se levantase el altar, con la estatua que perpetuase las apariciones, en la capilla donde había recibido las confidencias de la María. Catalina murió en París, un 31 de Diciembre, 46 años después de la aparición y hasta después de su muerte no se reveló que ella había sido la vidente de este magno hecho. Fue canonizada en 1947 por Pío XII.

Lecturas Diarias

 


Os escribo, hijos, porque se os han perdonado vuestros pecados por su nombre.
Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio.
Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno.
Os repito, hijos, porque conocéis al Padre.
Os repito, padres, porque ya conocéis al que existía desde el principio.
Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno.
No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero -, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y su concupiscencia.
Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.


En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día.
Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, y se llenó de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

Palabra del Señor.

Beata Margarita Colonna

En Palestrina, del Lacio, beata Margarita Colonna, virgen, que prefirió a las riquezas y deleites del siglo la pobreza por Cristo, a quien sirvió profesando la Regla de santa Clara.

Nació en Palestrina, hija de Odón, de los Príncipes Colonna, y de Mabilia o Magdalena Orsini. Los años en los que vivió Margarita fueron tumultuosos y complicados para la Iglesia. La sede papal quedó vacante durante 20 años, el periodo más largo de la historia. Los pontificados de los papas que salían del cónclave eran demasiado breves, y eso perjudicaba su autoridad y prestigio, tan necesarios para mantener el equilibrio entre las pretensiones de Francia y del Imperio germano sobre el territorio italiano.

Desde la más tierna infancia había sido educada por su madre en las virtudes cristianas, que había conocido a san Francisco de Asís. Pero ella y sus hermanos quedaron pronto huérfanos, primero de padre, y luego de madre. Quedó bajo la tutela de su hermano Juan, dos veces senador de Roma, quien le preparó un matrimonio prestigioso y conveniente para las alianzas nobiliarias, mas ella sólo deseaba ser esposa virginal de Jesucristo. El 6 de marzo de 1273, apoyada por su otro hermano, el cardenal Giacomo Colonna, se retiró con otras dos jóvenes piadosas en la iglesia de Santa María de la Costa, en el Monte Prenestino, hoy llamado Castel San Pietro, encima de Palestrina, donde fundaron una comunidad religiosa, sin aprobación canónica. Vistió el sayo de las clarisas, bajo el cual llevaba un cilicio ceñido a sus carnes. Entre ayunos y penitencias pedía al Señor le concediese su mayor deseo: ser clarisa. Así vivió unos años, siendo un escándalo para su familia.

En 1278, siendo su hermano Juan senador de Roma, su otro hermano, Giacomo, fue nombrado cardenal por expreso deseo del papa Nicolás III. El joven Giacomo era un verdadero creyente y amaba a Cristo, de modo que tomó consigo a su hermana y la llevó a Roma, para orar juntos ante los sepulcros de san Pedro y san Pablo. Fue el comienzo de una nueva etapa en la vida de Margarita, pues su ejemplo despertó el interés de otras mujeres, interesadas en dedicar enteramente su vida, como ella, al servicio de Cristo.

Hacía sólo 20 años que había muerto santa Clara de Asís, y su ideal de vida y el de Francisco atraía a multitud de personas de toda condición social. A petición de Margarita, el ministro general de los frailes menores fray Jerónimo Masci, futuro papa Nicolás IV, le permitió entrar en el monasterio de santa Clara de Asís, pero los planes del Señor eran otros, y una enfermedad se lo impidió. Pensó entonces en retirarse con sus compañeras en el convento de la Méntola sobre el monte Guadagnolo, pero era un feudo del conde de Poli, que no veía con buenos ojos a una Colonna en su territorio. Fue por eso que, al poco tiempo, se trasladó a Roma, y pasó largo tiempo como huésped de una noble muy piadosa y generosa, llamada Altrudis, apodada "de los pobres" por aquellos a quienes ella había dado sus bienes. Hasta que, en 1278, con ayuda de su hermano cardenal, regresó al monte Prenestrino, junto a su ciudad natal, para fundar monasterio donde se viviera pobremente y se alabara al Señor día y noche.

Ella misma se ocupó de la formación de sus compañeras; pero su caridad se extendía más allá, hasta los enfermos y pobres de la comarca. Cada año, para la fiesta de San Juan Bautista, del que era muy devota, organizaba para ellos una comida. Toda su rica dote fue a parar a manos de los pobres y enfermos. Una vez agotado su rico patrimonio personal, no permitió que sus hermanos le ayudasen, sino que prefirió vivir como franciscana, y no le importó recurrir a la "Mesa del Señor", pidiendo limosna de puerta en puerta, para continuar su obra en favor de los pobres.

Practicó de manera heroica todas las virtudes, edificando al pueblo con la oración asidua y el ejemplo de una caridad heroica. Con ocasión de una epidemia, Margarita se hizo "toda para todos" asistiendo maternalmente a los hermanos enfermos y corrió también en ayuda de los franciscanos de Zagarolo. Otra vez acogió en casa a un leproso de Poli, comiendo y bebiendo en el mismo plato y, en un ímpetu de amor, besó aquellas repugnantes llagas. Sería demasiado prolijo recordar todas las manifestaciones de la intensa vida mística de Margarita: la observancia escrupulosa de la regla de Santa Clara, el amor a la pobreza, la continua unión con Dios, los éxtasis, las efusiones de lágrimas, las frecuentes visiones celestiales, el matrimonio místico con el Señor, quien se le apareció colocándole un anillo en el dedo y una corona de lirios sobre la cabeza y le imprimió la llaga del corazón.

Durante siete años sobrellevó pacientemente una herida ulcerosa en el costado, como si llevara una llaga de la pasión de Jesucristo. Aún no había cumplido los 30 años cuando murió a causa de la úlcera y de unas fiebres altísimas. Hoy sus reliquias se veneran en la iglesia de Castel San Pietro. Pío IX aprobó su culto el 17 de septiembre de 1847.

Lecturas Diarias

 


Queridos hermanos: En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe caminar como él caminó.
Queridos míos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado.
Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo - y esto es verdadero en él y en vosotros -, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.


Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción - y a ti misma una espada te traspasará el alma - para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Palabra del Señor.

Beato Gerardo Cágnoli de Valenza

En Palermo, beato Gerardo Cagnoli, religioso de la Orden de los Menores, que precedentemente había llevado durante largo tiempo una vida eremítica. 

Era un noble de Valenza Po (Pavía). Después de la muerte de su madre, acaecida en 1290 (su padre ya había muerto), abandonó el mundo y vivió como peregrino, mendigando el pan y visitando los santuarios. Estuvo en Roma, Nápoles, Catania y quizás en Erice (Trapani). En 1307, impresionado por la fama de santidad del franciscano beato Luis de Anjou, obispo de Tolosa, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores en Randazzo, Sicilia, donde hizo el noviciado y vivió algún tiempo.

Del convento de Randazzo pasó a Palermo en calidad de portero y allí permaneció hasta su muerte siendo la admiración de sus hermanos y de los fieles por su sencillez y sus virtudes. Cerca de la puerta del convento plantó un ciprés y arregló un pequeño altar en honor de la Virgen y de san Luis de Anjou, de quien era devotísimo. Allí ardía continuamente una lámpara de aceite. Con un ramito de ciprés bañado en aceite de la lámpara bendecía a los enfermos que se acercaban a él en busca de consuelo. Muchos se iban perfectamente curados, otros experimentaban mejoría, o se sentían consolados con su palabra. La fórmula que él empleaba para bendecir era esta: "En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, por la intercesión de la Virgen María, de san Francisco y de san Luis sé liberado de esta enfermedad".

Los milagros se sucedían. Enrique d’Abbati, justicia del rey, estaba gravemente enfermo, y se había perdido toda esperanza. Fue llamado fray Gerardo, que consoló con palabras fraternales al enfermo. Luego se postró en profunda oración. Poco después el enfermo se levantó perfectamente curado. Dormía pocas horas sobre una desnuda tabla; con instrumentos de penitencia maltrataba su cuerpo; contínua oración, íntima unión con Dios, he ahí el programa de su larga vida. No es extraño que muchos lo aclamaran como santo, ya en vida.

Había transcurrido más de 30 años en la Orden Franciscana, cuando en la fiesta de san Juan Evangelista de 1345 se le apareció la Santísima. Virgen y le aseguró que dentro de dos días volaría al cielo. Ante este anuncio Gerardo se alegró muchísimo y se preparó para las bodas eternas con gran fervor. El 29 de diciembre recibió con profunda devoción los últimos sacramentos de la fe y se durmió serenamente en el sueño de los justos. Tenía 75 años. Su sepulcro, en la iglesia de San Francisco de Palermo, fue meta peregrinación de muchos devotos que recurrían a él. San Pío X aprobó el culto el 13 de mayo de 1908.

Lecturas Diarias

 


Queridos hermanos:
Este es el mensaje que hemos oído a Jesucristo y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado.
Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia.
Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.


Cuando se retiraron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise; porque Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».

Palabra del Señor.

Beata Mattía Nazarei

 

En Matelica, del Piceno, en Italia, beata Matías de Nazareis, abadesa de la Orden de las Clarisas.

Mattía Nazarei nació en Matélica, pequeña ciudad de las Marcas. Sus padres  se llamaban Guerniero de Gentil (Gentili) y Sibila de Odón (Ottoni), pertenecientes ambos a familias nobles, pudientes y religiosas. Después de una infancia serena, Mattía sufrió las presiones de sus padres, que trataron de convencerla para que se casara con un joven noble y rico, Pedro de los Condes Gualtieri, mas ella rechazó de plano tal matrimonio, porque ya había respondido a la llamada de Dios.

Pidió permiso para ingresar en un convento de clarisas (Damianitas), del que era abadesa una tía suya, pero, por desgracia, ésta tuvo miedo a las reaciones de su padre, y trató de convencer, en vano, a Mattía para que tomara decisiones apresurada. La jovencita decidió seguir los valientes ejemplos de santa Clara de Asís  y la beata Inés de Asís, desafiando a su familia. Se cortó el cabello y se puso una vieja túnica, pidiendo a Cristo que le ayudara. Después de esto, se presentó a la comunidad benedictina del monasterio de Santa María Magdalena y declaró su intención de vivir la vida religiosa.

Ya durante el noviciado, su comportamiento impecable conquistó los corazones de las hermanas, que trataron iempre de seguir su ejemplo admirable. Mattía oraba incesantemente, de noche y de día, y pedía siempre que le encargaran los trabajos más humildes, no obstante sus nobles orígenes.

A los 26 años la nombraron abadesa del convento, desempeñando el cargo hasta la muerte. Como escriben sus biógrafos: "cumplió su encargo con tanta destreza, que se ganó una gloria muy grande". No solamente mejoró la vida espiritual de las hermanas, sino también su existencia material, pues era una mujer inteligente y práctica. A base de limosnas, reconstruyó la iglesia y amplió el convento, que era ya demasiado estrecho para acoger las chicas que, en número creciente, deseaban seguir el ejemplo de Mattía. La vida interior de la beata María se modeló sobre la pasión del Señor. Por muchos años, todos los viernes sufrió dolores y numerosos arrobamientos. Fue una mujer de gobierno que a las virtudes de contemplación unía las virtudes prácticas. 

La llamaban "Madre de la caridad", porque su caridad, su amor y su compasión por los pobres y afligidos no tenía límites. Sus oraciones y sus consejos salvaron a muchas almas en peligro. Mattía había contraído un pacto secreto con Dios, por el que se imponía penitencias voluntarias a cambio de la conversión de algunos pecadores empedernidos.

Su luz irradiaba incluso al otro lado de las rejas del monasterio, a través de las cuales se mantenía en contacto con el mundo, sabiendo decir una palabra de consuelo, ayuda y exhortación a los muchos que acudían a ella. Todos los que conseguían entrevistarse con ella conservaban un recuerdo imborrable de tan edificante experiencia. 

La beata Mattía murió a los 85 años. Pocas horas antes de morir predijo serenamente su muerte a las hermanas: las bendijo, exhortándolas a observar la castidad, la obediencia y la caridad,  les recomendó que se amaran mutuamente, porque "Dios es amor". Por último, prometió a sus hermanas entristecidas: "No abandonaré este convento. Velaré siempre por él". Su cuerpo permanece incorrupto y expele un líquido rojo, que parece que es sangre.

En una época posterior esta abadía tomó la regla de las clarisas y por esta razón la beata Matías aparece como perteneciente a esta Orden. Su culto fue confirmado por Clemente XII el 27 de julio de 1765.

domingo, 27 de diciembre de 2020

SAGRADA FAMILIA

Rápidamente van desfilando, a través de estos primeros días del ciclo litúrgico los sucesos más importantes de la infancia de Jesús: las alegrías de los pastores, la devoción generosa de los Magos, la sangre de la Circuncisión, los sustos y las fatigas del viaje a Egipto, la vida oculta en las cercanías de Heliópolis, y luego, muerto Heredes, el asesino de los Inocentes, la vuelta a la patria. Y ahora se nos presenta el hogar ideal, la casa predestinada donde viven el más feliz de los hombres, la bienaventurada entre las mujeres y el mejor de los hijos. José trabaja, María trabaja también, y «el Niño crece y se robustece lleno de sabiduría, y la gracia de Dios se manifiesta en Él». 


Para unos ojos que saben ver, la vida en el interior de una familia, a pesar de su sencillez rutinaria y monótona, es tan interesante, tan rica, tan emocionante, como la vida en el interior de un imperio. Es el misterioso despertar de seres nuevos; un corazón que se asoma por vez primera a la alegría de sentir, al placer de comprender, a la felicidad de amar; dos ojos que se abren, admirativos, llenos de sorpresa y de interrogación, al mundo que le rodea; unos rasgos que se definen, una nueva obra de arte; una voz nueva, que se revela en la primera palabra, espiada con ansiedad y tanto tiempo aguardada, y después los afanes, los temores, las solicitudes del padre; las miradas, los sobresaltos, las alegrías de una madre; los cantos de cuna, los arrullos, los estremecimientos amorosos, saltando al aire en esos gritos, en esas exclamaciones, en esas palabras tiernas y apasionadas que un corazón materno conoce por ciencia infusa. Así sucedió también en Nazaret. Pero en Nazaret el que pronunció la primera palabra era el Verbo, que «en el principio había creado el Cielo y la tierra»; los ojos que se abrieron eran desde toda eternidad el espejo de Dios; el que aprendía a andar, a hablar, a leer, a manejar el cepillo y la garlopa, era la sabiduría increada, la fuente y causa ejemplar de todas las ideas y de todas las cosas.

Era un paraíso, ciertamente, la casa en que trabajaba San José, pero un paraíso sobre el cual flota el velo del misterio. Sabemos que la vida de Jesús fue, al exterior, idéntica a la vida de los demás niños, y podemos representárnosle sacando los brazos de la cuna, extendiendo; juguetón, sus manilas regordetas, acariciando a su Madre; dando sus primeros pasos, a través del taller, sostenido por el carpintero; lanzando gritos inarticulados, en que la Madre adivinaba el alborozo y el amor. «Yo te adoro—exclama Bossuet—en todos estos progresos de esa tu edad infantil, tomando el pecho de tu Madre, llamando a la que te alimenta con dulces miradas y graciosos balbuceos, durmiendo en su seno y entre sus brazos.» Entonces María contemplaría aquella frente, que aún no habían profanado las manos de los hombres, y adoraría con el corazón en llamas, recordando los requiebros del Cantar de los Cantares: «Blanco y rubicundo es mi Amado, escogido entre millares. Como el manzano entre los árboles de la selva, así es Él entre los hijos de los hombres. Su cabeza, oro acendrado; sus bucles, ramos de palma, negros como el cuervo; sus ojos, como palomas sobre corrientes de agua; sus mejillas, como campos de aromas; sus labios, como lirios que destilan la mirra escogida.»

Los días pasan sin más ruido que el de la lima que gime, la sierra que chirría y el martillo que canta. El Niño empieza a aprender la ley. Aprende, como si no fuese el Maestro divino; tropieza, como si no sostuviese al mundo. Aprende a andar, a leer, a rezar. Un proverbio hebreo decía: «Maldito sea el padre y maldita sea la madre que se olvidan de dar a su hijo el conocimiento de Dios.» José es «un varón justo». A la entrada de su casa, como en la de todo hebreo fervoroso, figura el pergamino sagrado en que aparece escrito el nombre de Yahvé. Cuando sale y cuando entra le toca respetuosamente, y besa la mano callosa, santificada por el contacto del nombre divino. Otro tanto hace María siempre que va por agua a la fuente o viene de pedir lumbre a la vecina. Y el Niño sigue dócilmente el ejemplo de sus padres. Y cuando pregunta el porqué de aquella ceremonia doméstica, José le descifra los cuatro caracteres sagrados y le recuerda las magníficas palabras del Deuteronomio, que todo israelita sabe de memoria: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el Señor único. Amarán al Señor tu Dios con todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guardarás sus mandamientos en tu corazón. Les pondrás en práctica. Y cuando los extraños oigan hablar de tus leyes, dirán: «He aquí un pueblo inteligente y bueno; he aquí una gran nación.»

Cada día, mañana y tarde, aquellos tres corazones, los más puros, los más nobles que salieron de las manos de Dios, se juntan más íntimamente para ofrecer el homenaje de la oración al Padre que habita en los Cielos; y cuando llega el sábado, el día del descanso, José, con su capa nueva; María, con su velo más limpio, y Jesús en medio de ellos, llevado por ellos, caminan alegres hacia la sinagoga; alegres, porque van a unir su oración con la oración de los buenos israelitas, y van a asistir a la lectura de los libros santos, y van a escuchar la plática del rabino. De cuando en cuando, alguna fiesta mayor, portadora de profundas alegrías y lejanos recuerdos. Seguramente, cuando llegaba el solsticio de invierno, José aprestaría las luces que debían recordar en cada casa la restauración del culto divino por Judas Macabeo, el ultimo héroe de Israel: una luz el primer día, dos el segundo, ocho el octavo. Luego, la fiesta de los Purim, que recordaba la historia deliciosa de la reina Ester; la solemnidad de la Pascua, celebrada con ritos rebosantes de profundo simbolismo; los ritos del nuevo año, que coincidían con la caída de las hojas, y, al terminarse la cosecha, la festividad de los Tabernáculos; que enguirnaldaba las plazas y llenaba las calles de cantos y regocijos y sonidos de trompetas.

Del taller a la sinagoga, y de la sinagoga al campo; al campo nazareno, que es el más bello rincón de toda Palestina. «Por sus vinos, por su miel, por su aceite y por sus frutos, no es inferior al Egipto feraz.» Así decía en el siglo IV y el primero de los peregrinos. Y añadía: «Sus mujeres tienen una gracia incomparable. Superiores en belleza a todas las hijas de Judá, han recibido ese don de María.» Por aquellos olivares, por aquellos viñedos, por aquellas huertas, cercadas de nopales, en que crecían la granada, el naranjo y la higuera, pasearía José llevando de la mano al Niño, mostrándole los racimos maduros y las fuentes cristalinas, diciéndole los nombres de las aves y de las flores o enseñándole el panorama que se descubría desde la colina en que se alzaba Nazaret: al Norte, las cumbres del Líbano y el Hermón, envueltas en nieves eternas; al Oriente, el Tabor, cubierto de verdura, y más lejos, al otro lado del Jordán, las altas parameras de Galaad; al Mediodía, el valle de Esdrelón, que dividía las dos provincias de Judea y Galilea, y al Poniente, el Carmelo, lleno de recuerdos proféticos, y al otro lado del Carmelo, el mar. Y el Niño crecía y se robustecía, y su corazón temblaba al oír hablar de estas regiones, que iban a ser el teatro de sus conquistas, de los triunfos de su palabra, de sus peregrinaciones y de sus milagros.