jueves, 31 de octubre de 2019
Lecturas
Hermanos:
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como está escrito: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza».
Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.
En aquel día, se acercaron unos fariseos a decir a Jesús: «Sal y marcha de aquí, porque Herodes quiere matarte». Jesús les dijo: «Id y decid a ese zorro: “Mira, yo arrojo demonios y realizo curaciones hoy y mañana; y al tercer día mi obra quedará consumada. Pero es necesario que camine hoy y mañana y pasado, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!
Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido. Mirad, vuestra casa va a ser abandonada.
Os digo que no me veréis hasta el día en que digáis: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”».
Palabra del Señor.
San Quintín - Mártir
Fue Quintín hijo de un senador romano muy apreciado de la gente.
Se hizo amigo del Papa San Marcelino, quién lo bautizó.
El más grande deseo de Quintín era hacer que muchas personas conocieran y amaran a Jesucristo, y poder derramar su sangre por defender la religión.
Cuando el Papa San Cayo organizó una expedición de misioneros para ir a evangelizar a Francia, Quintín fue escogido para formar parte de ese grupo de evangelizadores.
Dirigido por el jefe de la misión, San Luciano, fue enviado Quintín a la ciudad de Amiens, la cual ya había sido evangelizada en otro tiempo por San Fermín, por lo cual hubo un nutrido grupo de cristianos que le ayudaron allí a extender la religión. Quintín y sus compañeros se dedicaron con tan grande entusiasmo a predicar, que muy pronto ya en Amiens hubo una de las iglesias locales más fervorosas del país.
Nuestro santo había recibido de Dios el don de sanación, y así al imponer las manos lograba la curación de ciegos, mudos, paralíticos y demás enfermos. Había recibido también de Nuestro Señor un poder especial para alejar los malos espíritus, y eran muchas las personas que se veían libres de los ataques del diablo al recibir la bendición de San Quintín. Esto atraía más y más fieles a la religión verdadera. Los templos paganos se quedaban vacíos, los sacerdotes de los ídolos ya no tenían oficio, mientras que los templos de los seguidores de Jesucristo se llenaban cada vez más y más.
Los sacerdotes paganos se quejaron ante el gobernador Riciovaro, diciéndole que la religión de los dioses de Roma se iba a quedar sin seguidores si Quintín seguía predicado y haciendo prodigios. Riciovaro, que conocía a la noble familia de nuestro santo, lo llamó y le echó en cara que un hijo de tan famoso senador romano se dedicara a propagar la religión de un crucificado. Quintín le dijo que ese crucificado ya había resucitado y que ahora era el rey y Señor de cielos y tierra, y que por lo tanto para él era un honor mucho más grande ser seguidor de Jesucristo que ser hijo de un senador romano.
El gobernador hizo azotar muy cruelmente a Quintín y encerrarlo en un oscuro calabozo, amarrado con fuertes cadenas. Pero por la noche se le soltaron las cadenas y sin saber cómo, el santo se encontró libre, en la calle. Al día siguiente estaba de nuevo predicando a la gente.
Entonces el gobernador lo mandó poner preso otra vez y después de atormentarlo con terribles torturas, mandó que le cortaran la cabeza, y voló al cielo a recibir el premio que Cristo ha prometido para quienes se declaran a favor de Él en la tierra.
Hay que ser: Pronto para escuchar y lento para responder (S. Biblia Ec. 5,11).
Se hizo amigo del Papa San Marcelino, quién lo bautizó.
El más grande deseo de Quintín era hacer que muchas personas conocieran y amaran a Jesucristo, y poder derramar su sangre por defender la religión.
Cuando el Papa San Cayo organizó una expedición de misioneros para ir a evangelizar a Francia, Quintín fue escogido para formar parte de ese grupo de evangelizadores.
Dirigido por el jefe de la misión, San Luciano, fue enviado Quintín a la ciudad de Amiens, la cual ya había sido evangelizada en otro tiempo por San Fermín, por lo cual hubo un nutrido grupo de cristianos que le ayudaron allí a extender la religión. Quintín y sus compañeros se dedicaron con tan grande entusiasmo a predicar, que muy pronto ya en Amiens hubo una de las iglesias locales más fervorosas del país.
Nuestro santo había recibido de Dios el don de sanación, y así al imponer las manos lograba la curación de ciegos, mudos, paralíticos y demás enfermos. Había recibido también de Nuestro Señor un poder especial para alejar los malos espíritus, y eran muchas las personas que se veían libres de los ataques del diablo al recibir la bendición de San Quintín. Esto atraía más y más fieles a la religión verdadera. Los templos paganos se quedaban vacíos, los sacerdotes de los ídolos ya no tenían oficio, mientras que los templos de los seguidores de Jesucristo se llenaban cada vez más y más.
Los sacerdotes paganos se quejaron ante el gobernador Riciovaro, diciéndole que la religión de los dioses de Roma se iba a quedar sin seguidores si Quintín seguía predicado y haciendo prodigios. Riciovaro, que conocía a la noble familia de nuestro santo, lo llamó y le echó en cara que un hijo de tan famoso senador romano se dedicara a propagar la religión de un crucificado. Quintín le dijo que ese crucificado ya había resucitado y que ahora era el rey y Señor de cielos y tierra, y que por lo tanto para él era un honor mucho más grande ser seguidor de Jesucristo que ser hijo de un senador romano.
El gobernador hizo azotar muy cruelmente a Quintín y encerrarlo en un oscuro calabozo, amarrado con fuertes cadenas. Pero por la noche se le soltaron las cadenas y sin saber cómo, el santo se encontró libre, en la calle. Al día siguiente estaba de nuevo predicando a la gente.
Entonces el gobernador lo mandó poner preso otra vez y después de atormentarlo con terribles torturas, mandó que le cortaran la cabeza, y voló al cielo a recibir el premio que Cristo ha prometido para quienes se declaran a favor de Él en la tierra.
Hay que ser: Pronto para escuchar y lento para responder (S. Biblia Ec. 5,11).
miércoles, 30 de octubre de 2019
Lecturas
Hermanos:
El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios. Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio.
Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
En aquel tiempo, Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.
Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salven?» Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.
Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: “Señor, ábrenos”; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”: Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”.
Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”.
Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».
Palabra del Señor.
San Marcelo el Centurión
Se conservan actas con bastantes rasgos de historicidad.
Marcelo es un Centurión que, según parece, pertenecía a la Legio VII Gemina y el lugar de los hechos bien pudo ser la ciudad de León.
Su proceso tuvo lugar en dos pasos: primero en España, ante el presidente o gobernador Fortunato (28 de julio del 298) y en Tánger el definitivo, ante Aurelio Agricolano (30 de octubre del mismo año).
Fortunato envió a Agricolano el siguiente texto causa del juicio contra Marcelo: «Manilio Fortunato a Agricolano, su señor, salud. En el felicísimo día en que en todo el orbe celebramos solemnemente el cumpleaños de nuestros señores augustos césares, señor Aurelio Agricolano, Marcelo, centurión ordinario, como si se hubiese vuelto loco, se quitó espontáneamente el cinto militar y arrojó la espada y el bastón de centurión delante de las tropas de nuestros señores».
Ante Fortunato, Marcelo explica su actitud diciendo que era cristiano y no podía militar en más ejército que en el de Jesucristo, hijo de Dios omnipotente.
Fortunato, ante un hecho de tanta gravedad, creyó necesario notificarlo a los emperadores y césares y enviar a Marcelo para que lo juzgase su superior, el viceprefecto Agricolano. En Tánger, y ante Agricolano, se lee a Marcelo el acta de acusación, que él confirma y acepta, por lo que es condenado a la decapitación.
La historia es así de escueta a la distancia de casi dieciocho siglos.
La leyenda –no necesariamente falsa– abunda en algunos detalles que, si bien no son necesarios para el esclarecimiento del hecho, sí lo explicita, o al menos lo sublima para estímulo de los cristianos. Así, se añade la puntualización de que se trataba de un acto oficial y solemne en que toda la tropa militar estaba dispuesta para ofrecer sacrificios a los dioses paganos e invocar su protección sobre el Emperador.
Los descreídos probablemente aseveren que un acto así es propio de un loco; sí, una locura. Perder la vida... por nada. Ya lo dijo también el jefe romano cuando intentaba hacer entrar en razón a Marcelo.
Los cobardes, con su ánimo pusilánime, probablemente afirmen que Marcelo hizo el tonto; en fin, que algunas veces, en situaciones delicadas, es preciso contemporizar cuando los tiempos vienen así, que hay que saber adaptarse y que... lo importante es creer en Dios.
Los fanáticos, dejándose llevar de la temeridad impulsiva que los caracteriza, quizá digan que un hombre con fe, en una situación como esa, debía haberse liado a sablazos con los jefes y con los demás soldados. Fue... un miserable blando.
La Iglesia ve en Marcelo... a un mártir.
Marcelo es un Centurión que, según parece, pertenecía a la Legio VII Gemina y el lugar de los hechos bien pudo ser la ciudad de León.
Su proceso tuvo lugar en dos pasos: primero en España, ante el presidente o gobernador Fortunato (28 de julio del 298) y en Tánger el definitivo, ante Aurelio Agricolano (30 de octubre del mismo año).
Fortunato envió a Agricolano el siguiente texto causa del juicio contra Marcelo: «Manilio Fortunato a Agricolano, su señor, salud. En el felicísimo día en que en todo el orbe celebramos solemnemente el cumpleaños de nuestros señores augustos césares, señor Aurelio Agricolano, Marcelo, centurión ordinario, como si se hubiese vuelto loco, se quitó espontáneamente el cinto militar y arrojó la espada y el bastón de centurión delante de las tropas de nuestros señores».
Ante Fortunato, Marcelo explica su actitud diciendo que era cristiano y no podía militar en más ejército que en el de Jesucristo, hijo de Dios omnipotente.
Fortunato, ante un hecho de tanta gravedad, creyó necesario notificarlo a los emperadores y césares y enviar a Marcelo para que lo juzgase su superior, el viceprefecto Agricolano. En Tánger, y ante Agricolano, se lee a Marcelo el acta de acusación, que él confirma y acepta, por lo que es condenado a la decapitación.
La historia es así de escueta a la distancia de casi dieciocho siglos.
La leyenda –no necesariamente falsa– abunda en algunos detalles que, si bien no son necesarios para el esclarecimiento del hecho, sí lo explicita, o al menos lo sublima para estímulo de los cristianos. Así, se añade la puntualización de que se trataba de un acto oficial y solemne en que toda la tropa militar estaba dispuesta para ofrecer sacrificios a los dioses paganos e invocar su protección sobre el Emperador.
Los descreídos probablemente aseveren que un acto así es propio de un loco; sí, una locura. Perder la vida... por nada. Ya lo dijo también el jefe romano cuando intentaba hacer entrar en razón a Marcelo.
Los cobardes, con su ánimo pusilánime, probablemente afirmen que Marcelo hizo el tonto; en fin, que algunas veces, en situaciones delicadas, es preciso contemporizar cuando los tiempos vienen así, que hay que saber adaptarse y que... lo importante es creer en Dios.
Los fanáticos, dejándose llevar de la temeridad impulsiva que los caracteriza, quizá digan que un hombre con fe, en una situación como esa, debía haberse liado a sablazos con los jefes y con los demás soldados. Fue... un miserable blando.
La Iglesia ve en Marcelo... a un mártir.
martes, 29 de octubre de 2019
Lecturas
Hermanos:
Considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma seria liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación entera está gimiendo y sufre dolores de parto.
Y no sólo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Pues hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve?
Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia.
En aquel tiempo, decía Jesús: « ¿A qué es semejante el reino de Dios o a qué lo compararé? a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; se hizo un árbol y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas». Y dijo de nuevo: « ¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó».
Palabra del Señor.
San Narciso de Gerona
Rastrear la historicidad de san Narciso es muy difícil, pues las más antiguas narraciones sobre su vida se encuentran en la legendaria Acta de la Pasión y de la Conversión de Santa Afra, compilación de dos documentos de diferente antigüedad, uno del siglo VIII y otro de los siglos IV-V y que, además, no dice que el obispo fuese originario de Gerona. El segundo documento en antigüedad es una carta por la que el abad Sigardo, del Monasterio de San Ulderico y Santa Afra de la ciudad de Augsburgo, solicita del obispo Berenguer Wifredo (1051-1093) reliquias de san Narciso de Gerona. Este texto proporciona, también, el primer testimonio del culto a san Narciso en Gerona, y la carta de respuesta del año 1087 en la que el obispo manifiesta que no existe ninguna Passio antigua de san Narciso y da razón de las reliquias que envía, tanto del santo como de su diácono Félix, informa de que el cuerpo del santo estaba incorrupto, por lo que no envían huesos, sino parte del vestido y de la estola. En el siglo XIII se fundó la cofradía de san Narciso y el culto al santo fue creciendo y engrandeciéndose con milagros espectaculares, las reliquias se conservaron en la iglesia de San Félix, donde, en 1792, se colocaron en una capilla mandada construir por el obispo Tommaso di Lorenzana. El cuerpo desapareció en 1936.
Según la tradición, Narciso era obispo de Gerona cuando se desencadenó la persecución de Diocleciano (303-311). Aunque había exhortado a sus fieles a aceptar el martirio y él mismo estaba dispuesto a ello, una aparición divina le ordenó acudir a evangelizar a la ciudad alemana de Augusta (Augsburgo). Viajó hacia allá con su diácono Félix y se hospedó en casa de Afra, mujer de origen chipriota que, junto a su familia, sus criadas y compañeras, Hilaria, Digna, Eunomia y Eutropia, ejercía el culto a Venus y, por tanto, se comportaba como una meretriz. Narciso consiguió convertirlos a la fe cristiana e, incluso, nombró obispo de la nueva comunidad a Diógenes, tío de Afra; todos ellos sufrirían posteriormente el martirio. Tras un tiempo en Augusta, retornó a Gerona, donde hubo de confirmar en la fe a muchos indecisos, que habían considerado su viaje a tierras germanas como una huida, y reorganizar la sede. El gran número de conversiones a él debidas determinó su muerte y la de su diácono hacia el 29 de octubre del 307, cuando estaba celebrando la misa en su sede.
San Narciso celebra su fiesta junto a la de su diácono, Félix, el 29 de octubre, aunque el Martirologio romano la cita el 18 de marzo e incluso en el siglo XVI, y por poco tiempo, el obispo Jaume Cassador la transfirió a dicho día para adaptarse al mismo. San Narciso es patrón de Gerona se le invoca contra los tábanos, avispas, moscas y mosquitos.
Iconográficamente se representa vestido de obispo con mitra y báculo. Sus específicos atributos son variados, responden a diversas circunstancias y son distintos según las regiones; en Alemania se le suele representar con un dragón a sus pies, como símbolo del triunfo sobre el paganismo. En ocasiones aparece sobre su tumba, de la que salen las moscas que, según la tradición, atacaron y pusieron en fuga a los soldados franceses cuando, habiendo invadido Gerona durante la guerra contra Pedro III de Aragón, trataron de profanarla en 1286; este tema fue eliminado en el Concilio de Trento, pero se ha seguido representando e incluso, a veces, se atribuye erróneamente el hecho a la época del ataque de las tropas de Napoleón a Gerona.
El milagro de las moscas de San Narciso
Al invadir Cataluña las tropas de Felipe el Atrevido, el rey de Francia llegó hasta la ciudad de Gerona y sitió la plaza. Pero en su campamento se declaró la peste, que según cuenta la leyenda se debió a la picadura de unas moscas que salieron del sepulcro de San Narciso, patrón de la ciudad, al ser profanado por la soldadesca francesa. Leyendas aparte, en 1283 Felipe el Atrevido apoyó a su tío Carlos de Anjou, rey de Sicilia, en la guerra que sostenía con el monarca Pedro III de Aragón, antiguo cuñado de Felipe, invadiendo Cataluña con seis cuerpos de ejército dentro de la Cruzada decretada por el Papa contra la Corona de Aragón. El apoyo papal, —siempre de parte de Francia y contra los Reinos de España—, además, se debía a que, excomulgado Pedro III, el Papa otorgó la Corona de Aragón a su hijo Carlos de Valois, por ser nieto del rey Jaime I de Aragón. Ni que decir tiene que el rey y la nobleza catalana y aragonesa se rebelaron contra el impío pontífice romano.
En 1285 Felipe el Atrevido invadió Cataluña y llegó a sitiar la ciudad de Gerona el 26 de junio. No obstante, debido a la enérgica resistencia del rey Pedro III de Aragón y, especialmente, a la derrota de la escuadra francesa en la batalla naval de Formigues frente a la armada catalanoaragonesa bajo el mando del gran almirante Roger de Lauria, el sitio de Gerona fue levantado el 7 de septiembre. Las hordas francesas, diezmadas por la peste y afectadas por una epidemia de disentería que se llevó a muchos de ellos bañados en sus propios excrementos, fue derrotado completamente por la Corona de Aragón en la batalla del Collado de los Panizos. El rey Felipe III también falleció entre sus propia heces a causa de la epidemia durante la humillante retirada el 5 de octubre de 1285 en la ciudad de Perpiñán, capital del Rosellón, condado que formaba parte de la Corona de Aragón. Felipe III el Atrevido fue sucedido por su hijo Felipe IV el Hermoso, el rufianesco reyezuelo francés que acabó con la Orden del Templo de Salomón para apropiarse de sus riquezas.
El hacedor del milagro de las moscas, San Narciso, fue obispo de Gerunda (la Gerona romana), y murió martirizado junto al diácono Félix a principios del siglo IV. Su vida aparece narrada en los martirologios de Usuardo y en el de Esquilino. Según estas fuentes (repletas de relatos fabulosos, y de flagrantes contradicciones), Narciso nació en Gerunda en el seno de una familia patricia hispanorromana. Convertido en predicador, él y el diácono Félix visitaron la región de los Alpes y Germania. Luego Narciso se instaló en Augsburgo, donde convirtió a la prostituta Afra y a otras mujeres de su burdel. De regreso a Gerunda, ciudad en la que se supone ejerció de obispo, fue martirizado junto a su diácono y a otros muchos fieles en el mismo lugar donde posteriormente se levantó la iglesia de San Félix.
Según la tradición, Narciso era obispo de Gerona cuando se desencadenó la persecución de Diocleciano (303-311). Aunque había exhortado a sus fieles a aceptar el martirio y él mismo estaba dispuesto a ello, una aparición divina le ordenó acudir a evangelizar a la ciudad alemana de Augusta (Augsburgo). Viajó hacia allá con su diácono Félix y se hospedó en casa de Afra, mujer de origen chipriota que, junto a su familia, sus criadas y compañeras, Hilaria, Digna, Eunomia y Eutropia, ejercía el culto a Venus y, por tanto, se comportaba como una meretriz. Narciso consiguió convertirlos a la fe cristiana e, incluso, nombró obispo de la nueva comunidad a Diógenes, tío de Afra; todos ellos sufrirían posteriormente el martirio. Tras un tiempo en Augusta, retornó a Gerona, donde hubo de confirmar en la fe a muchos indecisos, que habían considerado su viaje a tierras germanas como una huida, y reorganizar la sede. El gran número de conversiones a él debidas determinó su muerte y la de su diácono hacia el 29 de octubre del 307, cuando estaba celebrando la misa en su sede.
San Narciso celebra su fiesta junto a la de su diácono, Félix, el 29 de octubre, aunque el Martirologio romano la cita el 18 de marzo e incluso en el siglo XVI, y por poco tiempo, el obispo Jaume Cassador la transfirió a dicho día para adaptarse al mismo. San Narciso es patrón de Gerona se le invoca contra los tábanos, avispas, moscas y mosquitos.
Iconográficamente se representa vestido de obispo con mitra y báculo. Sus específicos atributos son variados, responden a diversas circunstancias y son distintos según las regiones; en Alemania se le suele representar con un dragón a sus pies, como símbolo del triunfo sobre el paganismo. En ocasiones aparece sobre su tumba, de la que salen las moscas que, según la tradición, atacaron y pusieron en fuga a los soldados franceses cuando, habiendo invadido Gerona durante la guerra contra Pedro III de Aragón, trataron de profanarla en 1286; este tema fue eliminado en el Concilio de Trento, pero se ha seguido representando e incluso, a veces, se atribuye erróneamente el hecho a la época del ataque de las tropas de Napoleón a Gerona.
El milagro de las moscas de San Narciso
Al invadir Cataluña las tropas de Felipe el Atrevido, el rey de Francia llegó hasta la ciudad de Gerona y sitió la plaza. Pero en su campamento se declaró la peste, que según cuenta la leyenda se debió a la picadura de unas moscas que salieron del sepulcro de San Narciso, patrón de la ciudad, al ser profanado por la soldadesca francesa. Leyendas aparte, en 1283 Felipe el Atrevido apoyó a su tío Carlos de Anjou, rey de Sicilia, en la guerra que sostenía con el monarca Pedro III de Aragón, antiguo cuñado de Felipe, invadiendo Cataluña con seis cuerpos de ejército dentro de la Cruzada decretada por el Papa contra la Corona de Aragón. El apoyo papal, —siempre de parte de Francia y contra los Reinos de España—, además, se debía a que, excomulgado Pedro III, el Papa otorgó la Corona de Aragón a su hijo Carlos de Valois, por ser nieto del rey Jaime I de Aragón. Ni que decir tiene que el rey y la nobleza catalana y aragonesa se rebelaron contra el impío pontífice romano.
En 1285 Felipe el Atrevido invadió Cataluña y llegó a sitiar la ciudad de Gerona el 26 de junio. No obstante, debido a la enérgica resistencia del rey Pedro III de Aragón y, especialmente, a la derrota de la escuadra francesa en la batalla naval de Formigues frente a la armada catalanoaragonesa bajo el mando del gran almirante Roger de Lauria, el sitio de Gerona fue levantado el 7 de septiembre. Las hordas francesas, diezmadas por la peste y afectadas por una epidemia de disentería que se llevó a muchos de ellos bañados en sus propios excrementos, fue derrotado completamente por la Corona de Aragón en la batalla del Collado de los Panizos. El rey Felipe III también falleció entre sus propia heces a causa de la epidemia durante la humillante retirada el 5 de octubre de 1285 en la ciudad de Perpiñán, capital del Rosellón, condado que formaba parte de la Corona de Aragón. Felipe III el Atrevido fue sucedido por su hijo Felipe IV el Hermoso, el rufianesco reyezuelo francés que acabó con la Orden del Templo de Salomón para apropiarse de sus riquezas.
El hacedor del milagro de las moscas, San Narciso, fue obispo de Gerunda (la Gerona romana), y murió martirizado junto al diácono Félix a principios del siglo IV. Su vida aparece narrada en los martirologios de Usuardo y en el de Esquilino. Según estas fuentes (repletas de relatos fabulosos, y de flagrantes contradicciones), Narciso nació en Gerunda en el seno de una familia patricia hispanorromana. Convertido en predicador, él y el diácono Félix visitaron la región de los Alpes y Germania. Luego Narciso se instaló en Augsburgo, donde convirtió a la prostituta Afra y a otras mujeres de su burdel. De regreso a Gerunda, ciudad en la que se supone ejerció de obispo, fue martirizado junto a su diácono y a otros muchos fieles en el mismo lugar donde posteriormente se levantó la iglesia de San Félix.
lunes, 28 de octubre de 2019
Lecturas
Hermanos:
Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios.
Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.
En aquellos días, tiempo, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Después de bajar con ellos, se paró en una llanura, con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.
Palabra del Señor.
San Simón y San Judas - Apóstoles
El apóstol es un enviado de Jesucristo. Un hombre llamado por Jesucristo para ser un testimonio vivo de su mensaje redentor en el mundo. Así estos dos hombres: Simón y Judas.
Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los doce apóstoles del Señor. Otros aseguran que fue obispo de Jerusalén, sucesor del apóstol Santiago el Menor (hacia el a. 62; cf. EUSEBIO, H. E., 11 t.20 col.245 ). En esta última hipótesis hubiera sellado con su sangre la fe cristiana en la persecución del emperador Trajano, hacia el año 107. Pero esto resulta insostenible, puesto que el Simón obispo de Jerusalén fue, según Eusebio, hijo de Cleofás y no hermano de Santiago.
En la lista de los apóstoles le suelen llamar siempre Simón el Cananeo, o el Zelotes, dos términos que se identifican. Son, en efecto, dos traducciones de un mismo vocabla hebreo, qanná, que quiere decir zelotes o celoso. Así Simón, apóstol fiel de Jesucristo, encarna en su persona el gran celo del Dios omnipotente; "de hecho, el Dios de Israel se muestra como un ser "celoso" de sí mismo, que no puede en manera alguna tolerar cualquier atentado contra su trascendente majestad" (Ex. 20,5; 34,14).
En los albores ya de la era mesiánica los romanos toman definitivamente en sus manos las riendas de la administración palestinense. Los judíos, agobiados por el peso aplastante de la opresión extranjera, se esfuerzan desesperadamente por abrirse un resquicio de libertad y de esperanza. Quieren crear una fuerza de resistencia que los libere. A impulsos de Judas de Gamala y del fariseo Sadduk se organiza un partido de oposición. Los miembros que integran el partido toman el sobrenombre de zelotes.
El partido se ampara en un sentido eminentemente religioso. Quieren ser en medio de la dominación extranjera corrompida por el paganismo, un monumento vivo a la fidelidad a la ley mosaica.
Una gran preocupación mesiánica invadía el sentimiento nacional de estos hombres. La espera incontenida del gran Libertador se vivía en el partido con el alma en tensión, siguiendo la línea de los grandes profetas de Israel.
La impotencia humana para quebrar, por fin, la esclavitud, les empuja irresistiblemente a un patriotismo exaltado y zozobrante, que culmina en la guerra judía.
Simón pertenecía evidentemente a este partido, en el que se habían enlazado indisolublemente la religión y la política. No podemos olvidar que en la historia del pueblo elegido la preocupación social, religiosa y política iba siempre de la mano. Simón fue un zelotes. Es verdad que en su vida pesaba, sobre todo, el matiz religioso. El celo ardiente por la Ley le quemaba el centro de su alma israelita. Como San Pablo, es Simón un judío entregado plenamente al cumplimiento de las tradiciones paternales. Rozando en su persona el formulismo asfixiante y agobiador de los fariseos.
Pero un día, venturoso para él, se encontró con la mirada del Maestro y se convirtió sinceramente al Evangelio (Act. 21,20).
Perdido en su humildad, la Providencia ha querido dejarle olvidado en un casto silencio. De todos los apóstoles, él es el menos conocido. La tradición nos dice que predicó la doctrina evangélica en Egipto, y luego en Mesepotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas.
En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto a su compañero San Judas (cf. Mt. 10,3-4; Mc. 3,16,19; Lc. 6,13; Act. 1,13).
Simón es el Zelotes para distinguirle de Simón Pedro, el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado Tadeo (Lebbeo en algunos manuscritos de San Mateo) para distinguirle de Judas el traidor. San Juan le llama expresamente "Judas, no el Iscariote".
San Judas aparece también en el Evangelio con un gran celo apostólico. En la última cena, Jesucristo hace de sí mismo causa común con su Padre. El que le ame a Él, será amado de su Padre celestial. Acaba el Señor de proclamar el mandamiento nuevo. Y Judas siente que se le quema el alma de caridad al prójimo, y no puede aguantarse: "Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?" (Io. 14,22). La inefable dulzura del amor a Jesucristo, el testimonio caliente de la revelación del Verbo, tenía que penetrar el mundo entero. A través de estas palabras tímidas, pero selladas con el marchamo inconfundible de un apóstol, descubrimos la presencia de un alma grande y un corazón ancho.
Los evangelios no nos conservan de él ni una palabra más. La tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas fueron martirizados en Persia.
Afirma la leyenda que los templos de la ciudad de Suamir estaban recargados de ídolos. Los santos apóstoles fueron apresados. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de la Luna, para que los adoraran. Pero ante su presencia los ídolos se derrumbaron estrepitosamente. De sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos rabiosos, los demonios en figuras de etíopes. Los sacerdotes paganos se revolvieron contra los apóstoles y los despedazaron. El azul sereno de los cielos se enluteció de pronto. Una horrible tempestad originó la muerte a gran multitud de gentiles. El rey, ya cristiano por la predicación de los santos apóstoles, levantó en Babilonia un templo suntuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron trasladados a San Pedro de Roma.
El nombre de Judas es muy frecuente en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva (cf. Mt. 13,55, Mc. 6,3). San Clemente de Alejandría, influenciado, sin duda, por el protoevangelio de Santiago, cuenta a Judas entre los hijos del primer matrimonio de San José. San Lucas le llama "Judas de Santiago" (6,13,16). Aquí se suelen apoyar no pocos exegetas para decir que Judas era hermano de Santiago. Así lo afirmaban los escritores eclesiásticos de los primeros siglos testificando al propio tiempo que era "hermano", es decir, "pariente" del Señor, aunque luego no se pongan de acuerdo al darle el título de apóstol. Y así se viene invariablemente repitiendo en la exégesis católica. Y, sin embargo, el genitivo suele indicar siempre relación de paternidad, más que de fraternidad. El mismo San Lucas, en el mismo contexto, habla de "Santiago de Alfeo", es decir, hijo de Alfeo.
Cuando San Judas se presento a sí mismo en su carta apostólica, parece que no se incluye en el número de los doce. Se llama humildemente "un siervo de Jesucristo". Y hasta da la sensación que se excluye positivamente del grupo apostólico (v. 17 ) .
Esto, tal vez, concordaría más con la actitud de Jesucristo, que no elige a sus familiares para ser apóstoles de su doctrina. De hecho los hermanos del Señor se colocan fuera de los doce (cf. Act. 1,13-14).
Pero los católicos han proclamado siempre para San Judas el apostolado apoyados en Mc. 6,3, donde Santiago y Judas son llamados "hermanos de Jesucristo".
A través de la breve carta, escrita con un claro sentido de polémica, contra las primeras herejías nacientes, descubrimos en San Judas un escritor de mentalidad semita, con un conocimiento exquisito de la lengua griega. El clasicismo griego alterna en él con alguna influencia popular del estilo.
Desprecian ya estos herejes primeros del cristianismo la divinidad de Jesucristo, imbuidos indudablemente por las ideas gnósticas. Quieren propalar una doctrina esoterica, con una clara tendencia al iluminismo. Se creen con el monopolio de la santidad y no vacilan en llamarse "pneumáticos" o espirituales, mientras menosprecian a los demás con el nombre de "psíquicos" o carnales. Contra ellos levanta San Judas su voz, llena de un santo celo.
La fuente de inspiración es para él el Viejo Testamento, donde descubre una serie de sentidos típicos en orden al Nuevo Testamento. Tiene San Judas un gran conocimiento de documentos extrabíblicos. Hace referencia a los Apócrifos de Henoc y a la Asunción de Moisés.
Este uso que el apóstol hace en su predicación de la Biblia y de la tradición judaica tenía, sin duda, un valor extraordinario para los convertidos del judaísnio. La fe, según San Judas, constituye el fundamento de la vida cristiana. Pero esta fe, cálida y viva, va necesariamente unida a la caridad. El cristianismo es en él una aventura. Hay que jugárselo todo por el amor de Dios y del prójimo. Así la predicación de San Judas evoca la doctrina del cuarto evangelio. Como San Juan, predica él la confianza plena en el día del juicio, como una consecuencia obligada de haberse refugiado en la misericordia de Jesucristo.
La misericordia, la paz, la caridad, son una maravillosa expresión del ritmo ternario de la epístola y de su doctrina apostólica, La doxología final tiene una gran influencia doctrinal en la literatura cristiana de los primeros tiempos, comenzando por San Pedro y San Pablo. San Policarpo, igual que San Judas, desea a los filipenses la misericordia, la paz, la caridad en abundancia.
El hecho de llamarse a sí mismo "hermano de Santiago", nos indica que San Judas se dirige a cristianos que tenían en gran estima a aquel apóstol. Y estas comunidades hemos de buscarlas en Palestina, Siria y Mesopotamia, donde, como hemos dicho, señala la tradición el campo de actividades al apóstol.
San Judas, tal vez, perteneció a la humilde clase de los trabajadores. Eusebio cuenta que fueron acusados ante el emperador Domiciano unos nietos de Judas, por ser parientes del Señor. Pero el emperador los dejó en libertad, al ver sus manos encallecidas por el trabajo.
Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los doce apóstoles del Señor. Otros aseguran que fue obispo de Jerusalén, sucesor del apóstol Santiago el Menor (hacia el a. 62; cf. EUSEBIO, H. E., 11 t.20 col.245 ). En esta última hipótesis hubiera sellado con su sangre la fe cristiana en la persecución del emperador Trajano, hacia el año 107. Pero esto resulta insostenible, puesto que el Simón obispo de Jerusalén fue, según Eusebio, hijo de Cleofás y no hermano de Santiago.
En la lista de los apóstoles le suelen llamar siempre Simón el Cananeo, o el Zelotes, dos términos que se identifican. Son, en efecto, dos traducciones de un mismo vocabla hebreo, qanná, que quiere decir zelotes o celoso. Así Simón, apóstol fiel de Jesucristo, encarna en su persona el gran celo del Dios omnipotente; "de hecho, el Dios de Israel se muestra como un ser "celoso" de sí mismo, que no puede en manera alguna tolerar cualquier atentado contra su trascendente majestad" (Ex. 20,5; 34,14).
En los albores ya de la era mesiánica los romanos toman definitivamente en sus manos las riendas de la administración palestinense. Los judíos, agobiados por el peso aplastante de la opresión extranjera, se esfuerzan desesperadamente por abrirse un resquicio de libertad y de esperanza. Quieren crear una fuerza de resistencia que los libere. A impulsos de Judas de Gamala y del fariseo Sadduk se organiza un partido de oposición. Los miembros que integran el partido toman el sobrenombre de zelotes.
El partido se ampara en un sentido eminentemente religioso. Quieren ser en medio de la dominación extranjera corrompida por el paganismo, un monumento vivo a la fidelidad a la ley mosaica.
Una gran preocupación mesiánica invadía el sentimiento nacional de estos hombres. La espera incontenida del gran Libertador se vivía en el partido con el alma en tensión, siguiendo la línea de los grandes profetas de Israel.
La impotencia humana para quebrar, por fin, la esclavitud, les empuja irresistiblemente a un patriotismo exaltado y zozobrante, que culmina en la guerra judía.
Simón pertenecía evidentemente a este partido, en el que se habían enlazado indisolublemente la religión y la política. No podemos olvidar que en la historia del pueblo elegido la preocupación social, religiosa y política iba siempre de la mano. Simón fue un zelotes. Es verdad que en su vida pesaba, sobre todo, el matiz religioso. El celo ardiente por la Ley le quemaba el centro de su alma israelita. Como San Pablo, es Simón un judío entregado plenamente al cumplimiento de las tradiciones paternales. Rozando en su persona el formulismo asfixiante y agobiador de los fariseos.
Pero un día, venturoso para él, se encontró con la mirada del Maestro y se convirtió sinceramente al Evangelio (Act. 21,20).
Perdido en su humildad, la Providencia ha querido dejarle olvidado en un casto silencio. De todos los apóstoles, él es el menos conocido. La tradición nos dice que predicó la doctrina evangélica en Egipto, y luego en Mesepotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas.
En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto a su compañero San Judas (cf. Mt. 10,3-4; Mc. 3,16,19; Lc. 6,13; Act. 1,13).
Simón es el Zelotes para distinguirle de Simón Pedro, el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado Tadeo (Lebbeo en algunos manuscritos de San Mateo) para distinguirle de Judas el traidor. San Juan le llama expresamente "Judas, no el Iscariote".
San Judas aparece también en el Evangelio con un gran celo apostólico. En la última cena, Jesucristo hace de sí mismo causa común con su Padre. El que le ame a Él, será amado de su Padre celestial. Acaba el Señor de proclamar el mandamiento nuevo. Y Judas siente que se le quema el alma de caridad al prójimo, y no puede aguantarse: "Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?" (Io. 14,22). La inefable dulzura del amor a Jesucristo, el testimonio caliente de la revelación del Verbo, tenía que penetrar el mundo entero. A través de estas palabras tímidas, pero selladas con el marchamo inconfundible de un apóstol, descubrimos la presencia de un alma grande y un corazón ancho.
Los evangelios no nos conservan de él ni una palabra más. La tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas fueron martirizados en Persia.
Afirma la leyenda que los templos de la ciudad de Suamir estaban recargados de ídolos. Los santos apóstoles fueron apresados. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de la Luna, para que los adoraran. Pero ante su presencia los ídolos se derrumbaron estrepitosamente. De sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos rabiosos, los demonios en figuras de etíopes. Los sacerdotes paganos se revolvieron contra los apóstoles y los despedazaron. El azul sereno de los cielos se enluteció de pronto. Una horrible tempestad originó la muerte a gran multitud de gentiles. El rey, ya cristiano por la predicación de los santos apóstoles, levantó en Babilonia un templo suntuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron trasladados a San Pedro de Roma.
El nombre de Judas es muy frecuente en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva (cf. Mt. 13,55, Mc. 6,3). San Clemente de Alejandría, influenciado, sin duda, por el protoevangelio de Santiago, cuenta a Judas entre los hijos del primer matrimonio de San José. San Lucas le llama "Judas de Santiago" (6,13,16). Aquí se suelen apoyar no pocos exegetas para decir que Judas era hermano de Santiago. Así lo afirmaban los escritores eclesiásticos de los primeros siglos testificando al propio tiempo que era "hermano", es decir, "pariente" del Señor, aunque luego no se pongan de acuerdo al darle el título de apóstol. Y así se viene invariablemente repitiendo en la exégesis católica. Y, sin embargo, el genitivo suele indicar siempre relación de paternidad, más que de fraternidad. El mismo San Lucas, en el mismo contexto, habla de "Santiago de Alfeo", es decir, hijo de Alfeo.
Cuando San Judas se presento a sí mismo en su carta apostólica, parece que no se incluye en el número de los doce. Se llama humildemente "un siervo de Jesucristo". Y hasta da la sensación que se excluye positivamente del grupo apostólico (v. 17 ) .
Esto, tal vez, concordaría más con la actitud de Jesucristo, que no elige a sus familiares para ser apóstoles de su doctrina. De hecho los hermanos del Señor se colocan fuera de los doce (cf. Act. 1,13-14).
Pero los católicos han proclamado siempre para San Judas el apostolado apoyados en Mc. 6,3, donde Santiago y Judas son llamados "hermanos de Jesucristo".
A través de la breve carta, escrita con un claro sentido de polémica, contra las primeras herejías nacientes, descubrimos en San Judas un escritor de mentalidad semita, con un conocimiento exquisito de la lengua griega. El clasicismo griego alterna en él con alguna influencia popular del estilo.
Desprecian ya estos herejes primeros del cristianismo la divinidad de Jesucristo, imbuidos indudablemente por las ideas gnósticas. Quieren propalar una doctrina esoterica, con una clara tendencia al iluminismo. Se creen con el monopolio de la santidad y no vacilan en llamarse "pneumáticos" o espirituales, mientras menosprecian a los demás con el nombre de "psíquicos" o carnales. Contra ellos levanta San Judas su voz, llena de un santo celo.
La fuente de inspiración es para él el Viejo Testamento, donde descubre una serie de sentidos típicos en orden al Nuevo Testamento. Tiene San Judas un gran conocimiento de documentos extrabíblicos. Hace referencia a los Apócrifos de Henoc y a la Asunción de Moisés.
Este uso que el apóstol hace en su predicación de la Biblia y de la tradición judaica tenía, sin duda, un valor extraordinario para los convertidos del judaísnio. La fe, según San Judas, constituye el fundamento de la vida cristiana. Pero esta fe, cálida y viva, va necesariamente unida a la caridad. El cristianismo es en él una aventura. Hay que jugárselo todo por el amor de Dios y del prójimo. Así la predicación de San Judas evoca la doctrina del cuarto evangelio. Como San Juan, predica él la confianza plena en el día del juicio, como una consecuencia obligada de haberse refugiado en la misericordia de Jesucristo.
La misericordia, la paz, la caridad, son una maravillosa expresión del ritmo ternario de la epístola y de su doctrina apostólica, La doxología final tiene una gran influencia doctrinal en la literatura cristiana de los primeros tiempos, comenzando por San Pedro y San Pablo. San Policarpo, igual que San Judas, desea a los filipenses la misericordia, la paz, la caridad en abundancia.
El hecho de llamarse a sí mismo "hermano de Santiago", nos indica que San Judas se dirige a cristianos que tenían en gran estima a aquel apóstol. Y estas comunidades hemos de buscarlas en Palestina, Siria y Mesopotamia, donde, como hemos dicho, señala la tradición el campo de actividades al apóstol.
San Judas, tal vez, perteneció a la humilde clase de los trabajadores. Eusebio cuenta que fueron acusados ante el emperador Domiciano unos nietos de Judas, por ser parientes del Señor. Pero el emperador los dejó en libertad, al ver sus manos encallecidas por el trabajo.
domingo, 27 de octubre de 2019
Lecturas
El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas.
Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido.
No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.
Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes.
La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia.
El Señor no tardará.
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser derramado en liberación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!
Más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor.