lunes, 31 de diciembre de 2018
Lecturas
Hijos míos, es la última hora.
Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es la última hora.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Palabra del Señor.
Santa Melania la Joven
Descendiente de cónsules, de prefectos y de dictadores, Melania se encontró, al salir de la niñez, con una riqueza fabulosa que ni aún podía calcular. Era, sobre todo, una fortuna territorial, extendida por todas las provincias del Imperio. Una idea de aquellas posesiones nos la da su biógrafo al describirnos una de ellas, situada junto al estrecho de Messina: paisaje encantador, mármoles, estatuas, baños, piscinas—desde las cuales el nadador podía distinguir, a un lado el mar, cubierto de embarcaciones; a otro, el bosque, entre cuyo follaje se escondían los ciervos y jabalíes—; y alrededor de la morada señorial, el dominio útil, cuyo cultivo estaba a cargo de quinientos siervos. Otra finca situada cerca de Tagaste y más vasta que esta ciudad era un centro artístico e industrial donde centenares de esclavos hacían muebles, máquinas de toda clase y objetos de arte como tapices, platos de oro, cajitas de marfil, pendientes, pulseras y collares de perlas. El palacio del Celio donde creció la ilustre matrona sobrepujaba en esplendor a todas las magnificencias de estas villas rurales. En él, hipódromos, plazas públicas, fuentes, termas; todo poblado de estatuas y cubierto de pinturas, algunas de las cuales, existentes aún, son de lo mejor que se ha encontrado en Roma. Tal era la suntuosidad del inmueble, que, cuando se quiso vender, no hubo quien se atreviese a comprarlo. Sólo las rentas de aquella fortuna gigantesca ascendían a la cantidad de ciento veinte mil libras de oro, o sea unos cientos cuarenta millones de pesetas.
Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:
—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.
Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistió se ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo. Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedose en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:
—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.
Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.
Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:
—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme como esposa?
A lo cual Piniano contestó:
—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.
Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito. Pocos días después volvió le a decir:
—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicia y preséntate de una manera más humilde.
Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.
Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundios; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.
«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: « ¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.
Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.
Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.
Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:
— ¿Qué voy a hacer yo con esto?
—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.
El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.
Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.
De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltada de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»
A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:
—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.
Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:
—Levanta la voz para que oiga la oración.
Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:
—Todavía no.
—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.
—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.
Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:
—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.
Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistió se ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo. Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedose en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:
—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.
Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.
Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:
—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme como esposa?
A lo cual Piniano contestó:
—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.
Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito. Pocos días después volvió le a decir:
—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicia y preséntate de una manera más humilde.
Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.
Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundios; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.
«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: « ¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.
Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.
Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.
Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:
— ¿Qué voy a hacer yo con esto?
—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.
El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.
Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.
De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltada de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»
A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:
—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.
Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:
—Levanta la voz para que oiga la oración.
Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:
—Todavía no.
—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.
—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.
domingo, 30 de diciembre de 2018
Lecturas
El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado.
Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor.
Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y durante su vida no le causes tristeza.
Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad humildad, mansedumbre y paciencia.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta.
Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que se enteraran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó:
«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura, y en gracia ante Dios y ante los hombres.
Palabra del Señor.
Santa Judit
Esta es una heroína famosa que expuso valientemente su vida con tal de obtener la libertad para su patria, Israel, y la libertad para su santa religión.
Uno de los libros más emocionantes de la S. Biblia es el de Judit. Allí se narra lo siguiente.
El general Holofernes, enviado por el rey Nabucodonosor rodeó la ciudad israelita de Betulia con un ejército de 120,000 hombres. Toda la gente de Israel se dedicó a orar a Dios con gran fervor. Los sacerdotes ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén. El pueblo sabía muy bien que sólo un favor especial de Dios podía librarlos de aquel gran peligro.
Holofernes preguntó a sus consejeros qué debía hacer para poder apoderarse de la nación de Israel. Y Ajior, jefe de los amonitas le dijo: "Este pueblo de Israel es muy favorecido por Dios. Cuando se dedican a comportarse mal los abandona y los deja en poder del enemigo; pero cuando cumplen bien sus santos mandamientos, Dios hace prodigios para defenderlos. Así que yo aconsejo: averígüese bien, pues si se están portando mal o han olvidado a Dios, los podemos atacar y los derrotaremos. Pero si están observando buena conducta y obedecen a Dios, no los ataquemos, porque Dios luchará por ellos y nos derrotará a nosotros". A Holofernes y a sus seguidores no les agradó nada esto que dijo Ajior y lo desterraron de allí.
Holofernes se propuso sitiar a Betulia y vencer a sus gentes por hambre y sed. Tapo todos los caminos y cortó las fuentes de agua que la abastecían. Después de 33 días de asedio en Betulia se acabó totalmente el agua, y las gentes caían desmayadas de hambre y de sed. El pueblo se reunió junto a su sacerdote y a sus jefes y les pidieron que se rindieran ante los ejércitos de Holofernes para no perecer de hambre y de sed. El sacerdote Ozías les dijo: "Esperen cinco días y en ese plazo decidiremos qué debemos hacer".
Entonces se presentó ante Ozías y los jefes una mujer llamada Judit. Se había quedado viuda hacía tres años y medio y estaba dedicada a orar, y a ayudar a los necesitados y hacía muchos sacrificios. Era muy hermosa y simpática y nadie podía criticar nada contra ella, porque su vida era la de una persona que tiene mucho temor de ofender a Dios.
Judit les dijo: -"Dios nos está probando pero no nos ha abandonado. Yo voy a hacer en estos días algo cuyo recuerdo se prolongará por muchos siglos. Esta noche saldré de la ciudad y luego Dios hará por mi mano algo que ahora no les puedo contar". Luego se postró ante Dios y le rogó que bendijera su plan y la ayudara. El sacerdote y los demás jefes le dijeron: "Vete en paz y que el Señor te proteja y te guíe".
Judit se adornó con sus mejores joyas y se puso sus más hermosos vestidos y acompañada de su criada salió de Betulia y se dirigió hacia el campo de los enemigos. Estaba hermosísima.
Un grupo de centinelas la vio y le preguntó a dónde iba. Ella les dijo que estaba huyendo de Betulia y quería entrevistarse con el general Holofernes. Ellos la llevaron hacia el cuartel del jefe. Cuando Holofernes y sus generales la vieron se quedaron admirados de su gran hermosura.
Judit le pidió a Holofernes que le permitiera quedarse unos días allí en el campamento y que diera órdenes a sus guardias para que la dejaran salir cada madrugada a un campo vecino a orar a Dios. El general aceptó su petición y ordenó que le ofrecieran los mejores alimentos, pero ella dijo que su criada había llevado provisiones para varios días y que esto les bastaba. Le fue señalada una habitación.
Holofernes se enamoró de la belleza extraordinaria de Judit y organizó un gran banquete en su honor; e invitó a sus mejores generales. Judit llegó al banquete adornada con sus mejores joyas y supremamente hermosa. El general encantado ante su presencia bebió esa noche más que nunca, y cuando los generales lo vieron totalmente borracho lo dejaron allí solo, frente a Judit que estaba a la mesa cenando también.
Cuando Judit vio que todos se habían ido y que ella había quedado completamente sola frente a Holofernes que estaba totalmente borracho y dormido a causa de su borrachera, pidió fortaleza a Dios y tomando la espada del general le cortó la cabeza y la echó entre un costal, y la pasó a su criada. Y como los guardias tenían orden de dejarla salir al campo durante la noche a rezar, la dejaron pasar sin decirle nada. Nadie sospechaba lo que había sucedido. Ella había preferido entre dos males el menor. Un mal era que moriría todo el pueblo de Israel a manos de los soldados de Holofernes, el otro era que muriera Holofernes, pero que el pueblo se salvara. Y Judit escogió este segundo medio.
Judit llegó a Betulia y anunció a Ozías y a los demás jefes lo que había hecho y los mostró la cabeza de Holofernes. La gente se llenó de entusiasmo y empezó a gritar de alegría.
Al amanecer los ayudantes de Holofernes fueron a su habitación y lo encontraron muerto. Y esta noticia causó una alarma tan espantosa que sus soldados se lanzaron a la dispersión, huyendo cada uno por su lado y dejaron libre la ciudad de Betulia y no la destruyeron, y en cambio le dejaron en sus alrededores grandes riquezas que no tuvieron tiempo de llevarse al salir huyendo.
El Sumo Sacerdote de Jerusalén y el senado de la nación fueron hacia Betulia a felicitar a Judit y le dijeron: "Tú eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel. Bendita seas por el Señor Omnipotente por todos los siglos". Y el pueblo respondió: "Amén".
Y Judit entonó un canto de acción de gracias a Dios diciendo: "Alabad a mi Dios con instrumentos musicales. Elevad al Señor cantos de acción de gracias. Porque el Señor es el único que es capaz de evitar las guerras. Bendito sea por siempre. Amén".
Judit vivió en Betulia hasta la edad de cien años. Nunca quiso volverse a casar, y era estimadísima por toda la población. Las riquezas que su marido le había dejado las repartió entre los que lo necesitaban, y después de haber libertado tan valientemente a su pueblo, adquirió un nombre famoso para siempre aquí en la tierra y un puesto en el cielo por sus buenas obras y su gran virtud.
Uno de los libros más emocionantes de la S. Biblia es el de Judit. Allí se narra lo siguiente.
El general Holofernes, enviado por el rey Nabucodonosor rodeó la ciudad israelita de Betulia con un ejército de 120,000 hombres. Toda la gente de Israel se dedicó a orar a Dios con gran fervor. Los sacerdotes ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén. El pueblo sabía muy bien que sólo un favor especial de Dios podía librarlos de aquel gran peligro.
Holofernes preguntó a sus consejeros qué debía hacer para poder apoderarse de la nación de Israel. Y Ajior, jefe de los amonitas le dijo: "Este pueblo de Israel es muy favorecido por Dios. Cuando se dedican a comportarse mal los abandona y los deja en poder del enemigo; pero cuando cumplen bien sus santos mandamientos, Dios hace prodigios para defenderlos. Así que yo aconsejo: averígüese bien, pues si se están portando mal o han olvidado a Dios, los podemos atacar y los derrotaremos. Pero si están observando buena conducta y obedecen a Dios, no los ataquemos, porque Dios luchará por ellos y nos derrotará a nosotros". A Holofernes y a sus seguidores no les agradó nada esto que dijo Ajior y lo desterraron de allí.
Holofernes se propuso sitiar a Betulia y vencer a sus gentes por hambre y sed. Tapo todos los caminos y cortó las fuentes de agua que la abastecían. Después de 33 días de asedio en Betulia se acabó totalmente el agua, y las gentes caían desmayadas de hambre y de sed. El pueblo se reunió junto a su sacerdote y a sus jefes y les pidieron que se rindieran ante los ejércitos de Holofernes para no perecer de hambre y de sed. El sacerdote Ozías les dijo: "Esperen cinco días y en ese plazo decidiremos qué debemos hacer".
Entonces se presentó ante Ozías y los jefes una mujer llamada Judit. Se había quedado viuda hacía tres años y medio y estaba dedicada a orar, y a ayudar a los necesitados y hacía muchos sacrificios. Era muy hermosa y simpática y nadie podía criticar nada contra ella, porque su vida era la de una persona que tiene mucho temor de ofender a Dios.
Judit les dijo: -"Dios nos está probando pero no nos ha abandonado. Yo voy a hacer en estos días algo cuyo recuerdo se prolongará por muchos siglos. Esta noche saldré de la ciudad y luego Dios hará por mi mano algo que ahora no les puedo contar". Luego se postró ante Dios y le rogó que bendijera su plan y la ayudara. El sacerdote y los demás jefes le dijeron: "Vete en paz y que el Señor te proteja y te guíe".
Judit se adornó con sus mejores joyas y se puso sus más hermosos vestidos y acompañada de su criada salió de Betulia y se dirigió hacia el campo de los enemigos. Estaba hermosísima.
Un grupo de centinelas la vio y le preguntó a dónde iba. Ella les dijo que estaba huyendo de Betulia y quería entrevistarse con el general Holofernes. Ellos la llevaron hacia el cuartel del jefe. Cuando Holofernes y sus generales la vieron se quedaron admirados de su gran hermosura.
Judit le pidió a Holofernes que le permitiera quedarse unos días allí en el campamento y que diera órdenes a sus guardias para que la dejaran salir cada madrugada a un campo vecino a orar a Dios. El general aceptó su petición y ordenó que le ofrecieran los mejores alimentos, pero ella dijo que su criada había llevado provisiones para varios días y que esto les bastaba. Le fue señalada una habitación.
Holofernes se enamoró de la belleza extraordinaria de Judit y organizó un gran banquete en su honor; e invitó a sus mejores generales. Judit llegó al banquete adornada con sus mejores joyas y supremamente hermosa. El general encantado ante su presencia bebió esa noche más que nunca, y cuando los generales lo vieron totalmente borracho lo dejaron allí solo, frente a Judit que estaba a la mesa cenando también.
Cuando Judit vio que todos se habían ido y que ella había quedado completamente sola frente a Holofernes que estaba totalmente borracho y dormido a causa de su borrachera, pidió fortaleza a Dios y tomando la espada del general le cortó la cabeza y la echó entre un costal, y la pasó a su criada. Y como los guardias tenían orden de dejarla salir al campo durante la noche a rezar, la dejaron pasar sin decirle nada. Nadie sospechaba lo que había sucedido. Ella había preferido entre dos males el menor. Un mal era que moriría todo el pueblo de Israel a manos de los soldados de Holofernes, el otro era que muriera Holofernes, pero que el pueblo se salvara. Y Judit escogió este segundo medio.
Judit llegó a Betulia y anunció a Ozías y a los demás jefes lo que había hecho y los mostró la cabeza de Holofernes. La gente se llenó de entusiasmo y empezó a gritar de alegría.
Al amanecer los ayudantes de Holofernes fueron a su habitación y lo encontraron muerto. Y esta noticia causó una alarma tan espantosa que sus soldados se lanzaron a la dispersión, huyendo cada uno por su lado y dejaron libre la ciudad de Betulia y no la destruyeron, y en cambio le dejaron en sus alrededores grandes riquezas que no tuvieron tiempo de llevarse al salir huyendo.
El Sumo Sacerdote de Jerusalén y el senado de la nación fueron hacia Betulia a felicitar a Judit y le dijeron: "Tú eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel. Bendita seas por el Señor Omnipotente por todos los siglos". Y el pueblo respondió: "Amén".
Y Judit entonó un canto de acción de gracias a Dios diciendo: "Alabad a mi Dios con instrumentos musicales. Elevad al Señor cantos de acción de gracias. Porque el Señor es el único que es capaz de evitar las guerras. Bendito sea por siempre. Amén".
Judit vivió en Betulia hasta la edad de cien años. Nunca quiso volverse a casar, y era estimadísima por toda la población. Las riquezas que su marido le había dejado las repartió entre los que lo necesitaban, y después de haber libertado tan valientemente a su pueblo, adquirió un nombre famoso para siempre aquí en la tierra y un puesto en el cielo por sus buenas obras y su gran virtud.
sábado, 29 de diciembre de 2018
Lecturas
Queridos hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe caminar como él caminó.
Queridos míos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado.
Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo - y esto es verdadero en él y en vosotros -, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor:
«Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos:
“luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción - y a ti misma una espada te traspasará el alma - para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Palabra del Señor.
San David, Rey y Profeta
Recién llegados a la tierra prometida, los israelitas estuvieron, durante cierto tiempo, gobernados por jueces, como Gedeón o Sansón, que Dios les ponía para resolver las disputas que surgían entre ellos. Esto fue bueno, pero en el aspecto político estaban muy disgregados, no era una verdadera nación organizada, lo cual les hacía más vulnerables ante las acometidas de los pueblos enemigos. Así que comprendieron que deberían renunciar cada una de las tribus a una parte de su libertad en pro del bien común y, con la ayuda de Dios, se unieron bajo la autoridad de un solo rey para todo Israel.
El primer rey se llamó Saúl, pero su comportamiento no agradó por completo a Dios y fue sustituido por David, el más importante de todos; un rey muy valiente, que tenía además un notable talento artístico, pues le gustaba la música, la danza y la poesía; capaz de realizar las hazañas más heroicas y también de ofender gravemente a Dios. Pero el rey David supo reconocer sus errores y arrepentirse sinceramente de sus pecados confiando en la misericordia infinita de Yahvé. De su descendencia nacería Jesucristo, el Mesías prometido y el salvador del mundo.
Estamos en el año 1000 antes de Jesucristo al final de la época de los jueces de Israel. El santuario de Yahvé estaba instalado en una ciudad llamada Silo, en el centro de la tierra de Canaán. Allí, junto al Arca de La Alianza, vivía y dormía un muchacho a quien su madre, agradecida, había consagrado a Yahvé. El chico se llamaba Samuel y estaba bajo la tutela del sacerdote Helí, que era juez de Israel.
Samuel servía a Dios con alegría y sencillez de corazón.
Una noche, Samuel oyó la voz de Dios que le llamaba: “¡Samuel!” Él contestó: “Heme aquí” que significa “aquí estoy” y corrió a Helí para decirle: “Me has llamado y aquí estoy” Helí le dijo: “Yo no te he llamado, vuelve a acostarte” Pero, al momento, de nuevo le llamó Yahvé: “¡Samuel!” Y otra vez corrió hasta Helí para decirle: “Aquí estoy porque me has llamado” Y Helí le volvió a decir que se acostara, que no había sido él. Lo mismo ocurrió una tercera vez y Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven así que le dijo: “Anda, acuéstate y si vuelves a oír esa voz, contéstale: Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Samuel se fue y se acostó. Vino Yahvé y nuevamente le llamó: “¡Samuel, Samuel!” Él contestó: “Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Entonces Dios le habló por primera vez.
Este breve episodio nos sirve para conocer a Samuel, un chico sencillo, piadoso y estudioso que, cuando fue mayor, Llegó a ser muy afamado en Israel. Todos le tuvieron por un verdadero profeta y por un santo, y Dios le continuó hablando a lo largo de su vida.
Fue Samuel profeta y Juez de Israel durante muchos años y gozaba de gran autoridad, pero sus hijos se mostraron indignos de seguir el importante oficio de su padre. Un día, vinieron a él los ancianos y le propusieron: “Como tú eres ya viejo, queremos tener un rey como tienen otros pueblos; danos un rey que nos juzgue y que pueda salir al frente de nuestro ejército en los combates” Samuel rezó a Dios y Éste le comunicó que estaba conforme, que buscaría un rey para Israel.
Por aquel tiempo, un muchacho llamado Saúl había salido con un mozo de la casa de su padre a buscar unas asnas que se habían extraviado. Como se alejaron bastante de su casa y no las encontraban, el mozo le dijo: “Sé que hay un hombre que tiene fama de vidente y que mora en la ciudad próxima hacia donde nos dirigimos”. Este hombre no era otro que Samuel. No es que fuera vidente, en el sentido de “adivino”, es que sabía las cosas porque Dios le hablaba. Ya Dios había advertido a Samuel, el día anterior, que le visitaría un muchacho y que habría de ungirle como el primer rey de Israel. Samuel vio venir hacia él a Saúl que era muy alto y fuerte, y convocando un banquete con unos treinta hombres ungió la cabeza de Saúl con óleo delante de todos y le nombró rey de Israel de parte de Yahvé. Le dijo además donde podía encontrar las asnas que había perdido como prueba de que lo hecho era voluntad de Dios.
Saúl fue aceptado como rey por los israelitas y logró algunas hazañas combatiendo a los filisteos que era el principal pueblo enemigo; pero su comportamiento, a lo largo de su reinado, no agradaba a Yahvé, y dijo Yahvé a Samuel: “He rechazado a Saúl para que no reine más sobre Israel, llena tu cuerno de óleo y dirígete a Belén, a casa de un hombre llamado Jesé, pues he visto un rey para mí entre sus hijos”
Llegó Samuel a casa de Jesé y le invitó a celebrar un sacrificio a Yahvé con todos sus hijos. Le fueron presentando uno a uno, y cuando hubieron pasado los siete hijos varones dijo Samuel: “A ninguno de estos ha elegido el Señor ¿son todos tus hijos, no hay ningún otro?” Y él le respondió: “Queda el más pequeño, que está apacentando las ovejas” Samuel le dijo: “Manda a buscarle pues no nos sentaremos a comer hasta que no haya venido él” Jesé envió a buscarle. Era rubio, de hermosos ojos y bella presencia. Yahvé dijo a Samuel: “Levántate y úngele porque éste es” Samuel, tomando el cuerno del óleo lo derramó sobre su cabeza, ungiéndole a la vista de sus hermanos. Y desde aquel momento, y en lo sucesivo, el Espíritu de Dios vino sobre David, pues así se llamaba el chico, y se retiró de Saúl.
El Señor fue disponiendo las cosas para que David reinase en Israel y, como hace tantas veces, se va sirviendo de circunstancias ordinarias: así, Saúl se encontraba enfermo, triste y sin consuelo. Uno de sus sirvientes había oído hablar del hijo menor de Jesé, de Belén de Judá, -ya sabemos de quién se trata-, un chico valiente y que, además, tocaba muy bien el arpa. Propuso que se trajera al muchacho para que, en los ratos de tristeza del rey, le alegrase con canciones. De esta manera Saúl conoció al joven David quien, con frecuencia, tocaba el arpa ante el rey para alegrarle el corazón.
Mientras tanto, los filisteos habían formado un gran ejército que amenazaba a Israel, y Saúl tuvo que organizar sus tropas para defenderse de ellos. Ambos ejércitos se situaron en sendas colinas, una enfrente de la otra, entre las cuales mediaba un valle.
De las filas del ejército filisteo se destacó un hombre llamado Goliat, tan grande y poderoso que parecía un gigante comparado con el resto de los soldados. Llevaba un casco de bronce, una coraza con escamas de bronce y unas botas de bronce; a su espalda llevaba un escudo también de bronce y en la mano una lanza enorme con una gran punta de hierro; una imponente espada colgaba de su cinturón dentro de su vaina. Delante de él iba su escudero.
Goliat se paró y, dirigiéndose a las tropas de Israel puestas en orden de batalla, les gritó desafiante: “¡Yo reto al ejército de Israel! Elegid de entre vosotros un hombre que baje y se atreva a pelear conmigo; si en la lucha me vence, quedaremos sujetos a vosotros y os serviremos; pero si le venzo yo y le mato, entonces vosotros seréis nuestros servidores”
Los israelitas se amedrentaron y nadie se atrevía a luchar contra Goliat, el cual se envalentonaba más y más, saliendo cada mañana y cada tarde a repetir su desafío.
Jesé, que tenía a sus tres hijos mayores en el ejército de Israel, encargó a David que llevara alimentos a sus hermanos y se enterase de si se encontraban bien. David llegó al campamento y se acercó a la fila de soldados donde estaban sus hermanos. En aquel momento salió de nuevo Goliat, el gigante filisteo, y gritó lo de todos los días: “¿Quién se atreve a luchar conmigo?” Pero David, que lo oyó, preguntó a los que tenía cerca: “¿Quién es ese filisteo para insultar así al ejército del Dios vivo?” El rey Saúl vio a David y, extrañado, le mandó venir. Cuando David llegó a la presencia del rey dijo: “¡Que no desfallezca el corazón de mi señor por culpa de ese filisteo! Yo iré a luchar contra él” Pero Saúl le dijo: “Tú eres todavía un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud” David replicó: “Cuando yo cuidaba los rebaños de mi padre y venía un león o un oso y se llevaba una oveja, yo le perseguía y le golpeaba hasta quitársela de la boca; he matado leones y osos, y ese filisteo será como uno de ellos. Yahvé, que me protegió antes, me protegerá también ahora” Hoy día ya no se ven leones ni osos por aquellas tierras, pero en tiempos de David no eran raros. Saúl le dijo: “vete y que Yahvé te acompañe”.
Vistieron a David con una coraza de bronce, casco y espada, pero cuando probó a moverse dijo: “No puedo ni andar con estas armas, no estoy acostumbrado” Y deshaciéndose de ellas tomó su cayado, eligió cinco chinarros del torrente que discurría cerca de allí, los metió en su zurrón de pastor y, con la honda en la mano, avanzó hacia el filisteo. La honda es un arma muy sencilla que frecuentemente llevan los pastores para ahuyentar a las alimañas o para obligar a las ovejas o al ganado a no abandonar el rebaño. Con la honda se lanzan las piedras mucho más lejos que con la mano. David confiaba más en su destreza con la honda que en las armas que le ofrecían para luchar.
Goliat se acercó poco a poco, y habló a David con desprecio: “¡Ven a mí, que voy a dar tu carne a los buitres y a las bestias del campo!” Dijo. Pero David le respondió: “Tú vienes a mí con lanza y espada, pero yo vengo contra ti en el nombre de Yahvé, Dios de los ejércitos, a quien has insultado. Te heriré y te cortaré la cabeza, y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios”
El filisteo avanzó enfurecido hacia David, este se movió con rapidez, metió la mano en su zurrón, sacó un chinarro y lo lanzó con la honda. La piedra voló, y clavándose en la frente del filisteo lo derribó de bruces en tierra. Corrió David, se paró ante Goliat y, no teniendo espada a la mano, tomó la de él, sacándola de su vaina; lo mató y le cortó la cabeza.
Al ver los filisteos a su campeón muerto, se llenaron de pánico y desorganizados huyeron; pero el ejército de Israel salió tras ellos y los derrotaron fácilmente.
A partir de aquel día David entró plenamente al servicio del rey Saúl. Su fama de valiente se acrecentó durante las numerosas campañas de guerra que el rey le encomendaba. Siempre procedía con acierto y se le puso al mando de hombres de guerra mayores y con más experiencia que le respetaban y se sentían contentos de tenerlo por jefe.
Como salía siempre triunfante en las batallas contra los filisteos porque Yahvé estaba con él, las mujeres cantaban a coro en los pueblos: “Saúl mató a mil, pero David mató a diez mil” El rey Saúl, al ver la fama que iba alcanzando, le tomó envidia y un día en que estaba David tocando el arpa, le arrojó su lanza, pero David la esquivó y se clavó en la pared.
David comprendió que tenía que alejarse y se marchó a casa de Samuel, que ya era anciano, con quien estuvo un tiempo. Pero Saúl se había empeñado en atraparlo y matarlo, y enviaba hombres en su busca.
Un día se encontraba David escondido dentro de una cueva con algunos de sus partidarios, pues tenía muchos porque su reputación de hombre valiente y favorecido de Yahvé seguía acompañándole, y, casualmente, entró Saúl sin saberlo a hacer una necesidad. Los que estaban con David le decían: “¡Aprovecha ahora y mata al rey!” pero David respondió: “Líbreme Dios de hacer tal cosa; no pondré mi mano sobre el ungido de Yahvé” Y no se sirvió de su ventaja; pero, en un descuido, cortó a Saúl un trozo de su manto y se escondió para que no le viera.
Cuando el rey abandonó la cueva sin haberse percatado de nada, salió también David y se postró en tierra gritándole: “¡Oh rey, mi señor! Yo no pretendo hacerte daño ¡Mira, padre mío, mira! —Le decía padre mío porque, como ya sabes, lo conocía desde muy joven— En mi mano tengo la orla de tu manto; yo la he cortado, y si no te he querido hacer daño debes comprender que no hay en mí maldad ni rebeldía contra ti. Tú, por el contrario, quieres quitarme la vida. Deja que sea Yahvé quien nos elija a ti o a mí porque, por mi parte, no pondré mi mano sobre ti”
Saúl se conmovió al oír las palabras de David y se echó a llorar diciendo: “¿Eres tú, hijo mío, David?, veo que tú eres mejor que yo porque me has hecho el bien y yo te pago con el mal. Hoy has probado que eres bueno conmigo porque, habiéndome puesto Yahvé en tus manos, no me has matado. Que Yahvé te pague lo que has hecho hoy conmigo. Bien sé que tú serás quien reine sobre Israel, pero júrame que cuando llegue ese momento no te vengarás de mí ni de los míos”
Y David se lo juró para que se quedara tranquilo.
El primer rey se llamó Saúl, pero su comportamiento no agradó por completo a Dios y fue sustituido por David, el más importante de todos; un rey muy valiente, que tenía además un notable talento artístico, pues le gustaba la música, la danza y la poesía; capaz de realizar las hazañas más heroicas y también de ofender gravemente a Dios. Pero el rey David supo reconocer sus errores y arrepentirse sinceramente de sus pecados confiando en la misericordia infinita de Yahvé. De su descendencia nacería Jesucristo, el Mesías prometido y el salvador del mundo.
Estamos en el año 1000 antes de Jesucristo al final de la época de los jueces de Israel. El santuario de Yahvé estaba instalado en una ciudad llamada Silo, en el centro de la tierra de Canaán. Allí, junto al Arca de La Alianza, vivía y dormía un muchacho a quien su madre, agradecida, había consagrado a Yahvé. El chico se llamaba Samuel y estaba bajo la tutela del sacerdote Helí, que era juez de Israel.
Samuel servía a Dios con alegría y sencillez de corazón.
Una noche, Samuel oyó la voz de Dios que le llamaba: “¡Samuel!” Él contestó: “Heme aquí” que significa “aquí estoy” y corrió a Helí para decirle: “Me has llamado y aquí estoy” Helí le dijo: “Yo no te he llamado, vuelve a acostarte” Pero, al momento, de nuevo le llamó Yahvé: “¡Samuel!” Y otra vez corrió hasta Helí para decirle: “Aquí estoy porque me has llamado” Y Helí le volvió a decir que se acostara, que no había sido él. Lo mismo ocurrió una tercera vez y Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven así que le dijo: “Anda, acuéstate y si vuelves a oír esa voz, contéstale: Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Samuel se fue y se acostó. Vino Yahvé y nuevamente le llamó: “¡Samuel, Samuel!” Él contestó: “Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Entonces Dios le habló por primera vez.
Este breve episodio nos sirve para conocer a Samuel, un chico sencillo, piadoso y estudioso que, cuando fue mayor, Llegó a ser muy afamado en Israel. Todos le tuvieron por un verdadero profeta y por un santo, y Dios le continuó hablando a lo largo de su vida.
Fue Samuel profeta y Juez de Israel durante muchos años y gozaba de gran autoridad, pero sus hijos se mostraron indignos de seguir el importante oficio de su padre. Un día, vinieron a él los ancianos y le propusieron: “Como tú eres ya viejo, queremos tener un rey como tienen otros pueblos; danos un rey que nos juzgue y que pueda salir al frente de nuestro ejército en los combates” Samuel rezó a Dios y Éste le comunicó que estaba conforme, que buscaría un rey para Israel.
Por aquel tiempo, un muchacho llamado Saúl había salido con un mozo de la casa de su padre a buscar unas asnas que se habían extraviado. Como se alejaron bastante de su casa y no las encontraban, el mozo le dijo: “Sé que hay un hombre que tiene fama de vidente y que mora en la ciudad próxima hacia donde nos dirigimos”. Este hombre no era otro que Samuel. No es que fuera vidente, en el sentido de “adivino”, es que sabía las cosas porque Dios le hablaba. Ya Dios había advertido a Samuel, el día anterior, que le visitaría un muchacho y que habría de ungirle como el primer rey de Israel. Samuel vio venir hacia él a Saúl que era muy alto y fuerte, y convocando un banquete con unos treinta hombres ungió la cabeza de Saúl con óleo delante de todos y le nombró rey de Israel de parte de Yahvé. Le dijo además donde podía encontrar las asnas que había perdido como prueba de que lo hecho era voluntad de Dios.
Saúl fue aceptado como rey por los israelitas y logró algunas hazañas combatiendo a los filisteos que era el principal pueblo enemigo; pero su comportamiento, a lo largo de su reinado, no agradaba a Yahvé, y dijo Yahvé a Samuel: “He rechazado a Saúl para que no reine más sobre Israel, llena tu cuerno de óleo y dirígete a Belén, a casa de un hombre llamado Jesé, pues he visto un rey para mí entre sus hijos”
Llegó Samuel a casa de Jesé y le invitó a celebrar un sacrificio a Yahvé con todos sus hijos. Le fueron presentando uno a uno, y cuando hubieron pasado los siete hijos varones dijo Samuel: “A ninguno de estos ha elegido el Señor ¿son todos tus hijos, no hay ningún otro?” Y él le respondió: “Queda el más pequeño, que está apacentando las ovejas” Samuel le dijo: “Manda a buscarle pues no nos sentaremos a comer hasta que no haya venido él” Jesé envió a buscarle. Era rubio, de hermosos ojos y bella presencia. Yahvé dijo a Samuel: “Levántate y úngele porque éste es” Samuel, tomando el cuerno del óleo lo derramó sobre su cabeza, ungiéndole a la vista de sus hermanos. Y desde aquel momento, y en lo sucesivo, el Espíritu de Dios vino sobre David, pues así se llamaba el chico, y se retiró de Saúl.
El Señor fue disponiendo las cosas para que David reinase en Israel y, como hace tantas veces, se va sirviendo de circunstancias ordinarias: así, Saúl se encontraba enfermo, triste y sin consuelo. Uno de sus sirvientes había oído hablar del hijo menor de Jesé, de Belén de Judá, -ya sabemos de quién se trata-, un chico valiente y que, además, tocaba muy bien el arpa. Propuso que se trajera al muchacho para que, en los ratos de tristeza del rey, le alegrase con canciones. De esta manera Saúl conoció al joven David quien, con frecuencia, tocaba el arpa ante el rey para alegrarle el corazón.
Mientras tanto, los filisteos habían formado un gran ejército que amenazaba a Israel, y Saúl tuvo que organizar sus tropas para defenderse de ellos. Ambos ejércitos se situaron en sendas colinas, una enfrente de la otra, entre las cuales mediaba un valle.
De las filas del ejército filisteo se destacó un hombre llamado Goliat, tan grande y poderoso que parecía un gigante comparado con el resto de los soldados. Llevaba un casco de bronce, una coraza con escamas de bronce y unas botas de bronce; a su espalda llevaba un escudo también de bronce y en la mano una lanza enorme con una gran punta de hierro; una imponente espada colgaba de su cinturón dentro de su vaina. Delante de él iba su escudero.
Goliat se paró y, dirigiéndose a las tropas de Israel puestas en orden de batalla, les gritó desafiante: “¡Yo reto al ejército de Israel! Elegid de entre vosotros un hombre que baje y se atreva a pelear conmigo; si en la lucha me vence, quedaremos sujetos a vosotros y os serviremos; pero si le venzo yo y le mato, entonces vosotros seréis nuestros servidores”
Los israelitas se amedrentaron y nadie se atrevía a luchar contra Goliat, el cual se envalentonaba más y más, saliendo cada mañana y cada tarde a repetir su desafío.
Jesé, que tenía a sus tres hijos mayores en el ejército de Israel, encargó a David que llevara alimentos a sus hermanos y se enterase de si se encontraban bien. David llegó al campamento y se acercó a la fila de soldados donde estaban sus hermanos. En aquel momento salió de nuevo Goliat, el gigante filisteo, y gritó lo de todos los días: “¿Quién se atreve a luchar conmigo?” Pero David, que lo oyó, preguntó a los que tenía cerca: “¿Quién es ese filisteo para insultar así al ejército del Dios vivo?” El rey Saúl vio a David y, extrañado, le mandó venir. Cuando David llegó a la presencia del rey dijo: “¡Que no desfallezca el corazón de mi señor por culpa de ese filisteo! Yo iré a luchar contra él” Pero Saúl le dijo: “Tú eres todavía un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud” David replicó: “Cuando yo cuidaba los rebaños de mi padre y venía un león o un oso y se llevaba una oveja, yo le perseguía y le golpeaba hasta quitársela de la boca; he matado leones y osos, y ese filisteo será como uno de ellos. Yahvé, que me protegió antes, me protegerá también ahora” Hoy día ya no se ven leones ni osos por aquellas tierras, pero en tiempos de David no eran raros. Saúl le dijo: “vete y que Yahvé te acompañe”.
Vistieron a David con una coraza de bronce, casco y espada, pero cuando probó a moverse dijo: “No puedo ni andar con estas armas, no estoy acostumbrado” Y deshaciéndose de ellas tomó su cayado, eligió cinco chinarros del torrente que discurría cerca de allí, los metió en su zurrón de pastor y, con la honda en la mano, avanzó hacia el filisteo. La honda es un arma muy sencilla que frecuentemente llevan los pastores para ahuyentar a las alimañas o para obligar a las ovejas o al ganado a no abandonar el rebaño. Con la honda se lanzan las piedras mucho más lejos que con la mano. David confiaba más en su destreza con la honda que en las armas que le ofrecían para luchar.
Goliat se acercó poco a poco, y habló a David con desprecio: “¡Ven a mí, que voy a dar tu carne a los buitres y a las bestias del campo!” Dijo. Pero David le respondió: “Tú vienes a mí con lanza y espada, pero yo vengo contra ti en el nombre de Yahvé, Dios de los ejércitos, a quien has insultado. Te heriré y te cortaré la cabeza, y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios”
El filisteo avanzó enfurecido hacia David, este se movió con rapidez, metió la mano en su zurrón, sacó un chinarro y lo lanzó con la honda. La piedra voló, y clavándose en la frente del filisteo lo derribó de bruces en tierra. Corrió David, se paró ante Goliat y, no teniendo espada a la mano, tomó la de él, sacándola de su vaina; lo mató y le cortó la cabeza.
Al ver los filisteos a su campeón muerto, se llenaron de pánico y desorganizados huyeron; pero el ejército de Israel salió tras ellos y los derrotaron fácilmente.
A partir de aquel día David entró plenamente al servicio del rey Saúl. Su fama de valiente se acrecentó durante las numerosas campañas de guerra que el rey le encomendaba. Siempre procedía con acierto y se le puso al mando de hombres de guerra mayores y con más experiencia que le respetaban y se sentían contentos de tenerlo por jefe.
Como salía siempre triunfante en las batallas contra los filisteos porque Yahvé estaba con él, las mujeres cantaban a coro en los pueblos: “Saúl mató a mil, pero David mató a diez mil” El rey Saúl, al ver la fama que iba alcanzando, le tomó envidia y un día en que estaba David tocando el arpa, le arrojó su lanza, pero David la esquivó y se clavó en la pared.
David comprendió que tenía que alejarse y se marchó a casa de Samuel, que ya era anciano, con quien estuvo un tiempo. Pero Saúl se había empeñado en atraparlo y matarlo, y enviaba hombres en su busca.
Un día se encontraba David escondido dentro de una cueva con algunos de sus partidarios, pues tenía muchos porque su reputación de hombre valiente y favorecido de Yahvé seguía acompañándole, y, casualmente, entró Saúl sin saberlo a hacer una necesidad. Los que estaban con David le decían: “¡Aprovecha ahora y mata al rey!” pero David respondió: “Líbreme Dios de hacer tal cosa; no pondré mi mano sobre el ungido de Yahvé” Y no se sirvió de su ventaja; pero, en un descuido, cortó a Saúl un trozo de su manto y se escondió para que no le viera.
Cuando el rey abandonó la cueva sin haberse percatado de nada, salió también David y se postró en tierra gritándole: “¡Oh rey, mi señor! Yo no pretendo hacerte daño ¡Mira, padre mío, mira! —Le decía padre mío porque, como ya sabes, lo conocía desde muy joven— En mi mano tengo la orla de tu manto; yo la he cortado, y si no te he querido hacer daño debes comprender que no hay en mí maldad ni rebeldía contra ti. Tú, por el contrario, quieres quitarme la vida. Deja que sea Yahvé quien nos elija a ti o a mí porque, por mi parte, no pondré mi mano sobre ti”
Saúl se conmovió al oír las palabras de David y se echó a llorar diciendo: “¿Eres tú, hijo mío, David?, veo que tú eres mejor que yo porque me has hecho el bien y yo te pago con el mal. Hoy has probado que eres bueno conmigo porque, habiéndome puesto Yahvé en tus manos, no me has matado. Que Yahvé te pague lo que has hecho hoy conmigo. Bien sé que tú serás quien reine sobre Israel, pero júrame que cuando llegue ese momento no te vengarás de mí ni de los míos”
Y David se lo juró para que se quedara tranquilo.
viernes, 28 de diciembre de 2018
Lecturas
Queridos hermanos:
Este es el mensaje que hemos oído a Jesucristo y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros.
Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia.
Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Cuando se retiraron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
«Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise; porque Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta:
«De Egipto llamé a mi hijo».
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías:
«Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».
Palabra del Señor.