sábado, 30 de septiembre de 2017
Lecturas
Levanté los ojos y vi un hombre que tenía en su mano un cordón de medir. Le pregunté:
«¿Adónde vas?». Me respondió:
«A medir Jerusalén para ver cuál es su anchura y cuál su longitud».
El mensajero que me hablaba salió y vino otro mensajero a su encuentro. Me dijo:
«Vete corriendo y dile al oficial aquel:
“Jerusalén será una ciudad abierta a causa de los muchos hombres y animales que habrá en ella; yo la serviré de muralla de fuego alrededor y en ella seré mi gloria”.
«Alégrate y goza, Sión, pues voy a habitar en medio de ti - oráculo del Señor -. Aquel día se asociarán al Señor pueblos, sin número; y ellos serán mi pueblo mío».
En aquel tiempo, entre la admiración general por lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos:
«Meteos bien en los oídos estas palabras: al Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».
Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido.
Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.
Palabra del Señor.
San Jerónimo
El hombre más apasionado de los libros, fue en su infancia un estudiante mediano, que buscaba cualquier pretexto para huir de la compañía del pedagogo y esconderse en el regazo de su abuela. Más de una vez, cuando tenía que estudiar la lección, tiraba los libros y se pasaba el rato jugando al escondite en los zaquizamíes de los esclavos. Porque en la casa de sus padres había esclavos, riquezas, jardines y numerosas dependencias para la servidumbre y para los ganados. Era la casa de un propietario generoso y opulento de Stridón—Grahovo—, una ciudad de Dalmacia, en la Bosnia actual, que medio siglo más tarde iba a ser destruida por los bárbaros. Además de bienestar, allí había fe, y las verdades religiosas fueron el primer alimento del espíritu del muchacho, aunque, según la costumbre de entonces, no se apresuraron a administrarle el bautismo.
A los quince años, Jerónimo era un adolescente pálido, de pequeña estatura y de salud delicada. El espíritu se desarrollaba en él a costa del cuerpo, y poco a poco la curiosidad de saber empezaba a dominarle. Viéndole extraordinariamente dotado, su padre le envió a Roma, donde se conservaba todavía floreciente la tradición escolar. Allí enseñaban dos profesores famosos: Elio Donato, el conocido comentarista de Virgilio, y el africano Mario Victorino, cuya ruidosa conversión al cristianismo era entonces la comidilla de la sociedad romana. En estos dos maestros halló el joven escolar la doble enseñanza literaria que buscaba: en el uno, el gusto puro de la poesía profana; en el otro, las tradiciones de la elocuencia antigua, unidas al entusiasmo religioso. Largos análisis gramaticales, profundos estudios de los poetas, poco griego, mucho latín, tal fue el cuadro de la formación que recibió Jerónimo en aquellas aulas famosas. Leyó a Virgilio, le comentó y se le aprendió de memoria; analizó uno a uno los discursos de Cicerón, y empezó a reunir una biblioteca, donde figuraban como dioses mayores Plauto, Salustio, Tito Livio y Quintiliano. El dinero que le enviaban de Stridón lo empleaba en libros, y él mismo se pasaba largas horas copiando sus autores favoritos. Más tarde se acordará con deleite de estos años de trabajo ardiente y oscuro, en que puso todo el fuego de su naturaleza apasionada, así como de las declamaciones y alegatos ficticios pronunciados ante el auditorio malévolo y socarrón de sus camaradas. En su edad madura se despertaba todavía tembloroso, creyendo encontrarse en uno de estos ejercicios estudiantiles.
Para perfeccionar el gusto, asistía asiduamente a los discursos de los abogados famosos, se ejercitaba en la dialéctica y leía los filósofos. Sin embargo, la filosofía no debió ejercer sobre él una influencia muy profunda. Le interesaba como erudito más que como pensador. Leyó a Séneca, como había leído a Tito Livio o a Lucano. La especulación no fue nunca su fuerte, y entonces lo que le preocupaba, sobre todo, era la gloria literaria. Hay que reconocer que en este aspecto aquellos años fueron muy fecundos, pues al fin de ellos Jerónimo era ya un escritor en el mejor sentido de la palabra. Ninguno de sus contemporáneos escribirá con tanta corrección como él, ninguno se acercará más al estilo de los clásicos, ninguno se servirá de un latín más rico, más fuerte y más elegante. No siempre será el buen gusto su guía, pero había conseguido, como nadie, el dominio de la palabra. Él lo sabe, y hasta el fin de su vida permanecerá sensible a una crítica o a un elogio que se dirija a su literatura.
Por este tiempo, Jerónimo no pensaba todavía en ser santo. A la vez que los libros, amaba las alegrías de la juventud, las fiestas ruidosas, los amores fáciles y aquellas gratas compañías que más tarde le llenarán de inquietud. Sin embargo, las emociones religiosas de la infancia seguían vivas en su corazón, y con los recuerdos clásicos sabía juntar la admiración hacia los héroes del cristianismo. Gustábale visitar las tumbas de los mártires y rezar ante los nichos de las catacumbas. Esta era su ocupación favorita los domingos: en compañía de algunos amigos, a quienes había conocido en los bancos de la escuela, cruzaba aquellos corredores sombríos, contemplaba aquellas capillas y se esforzaba por descifrar los epitafios de aquellos sepulcros. La muerte de Juliano el Apóstata, por el aspecto de castigo que vieron en ella sus contemporáneos, le impresionó fuertemente, poniéndole en ese estado de ánimo que del hecho más insignificante, de cualquier palabra, por vulgar que sea, toma ocasión para cambiar el curso de la vida. A Jerónimo le conmovió esta frase de un pagano, que había puesto su confianza en el emperador apóstata: «¿Cómo dicen los cristianos que su Dios es paciente y misericordioso? Nada más terrible, nada más rápido que esta venganza.»
A los veinte años, el estudiante dálmata había llegado a la fe integral; y una vez que recibió el bautismo, consideró que debía cambiar completamente de vida. Sin embargo, no renunció a sus clásicos, ni renunciará nunca, ni pierde tampoco su curiosidad de saber. Saber, en su sentir, era ver, tanto como leer. No le bastan las bibliotecas, necesita recoger la emoción directa y auténtica de las cosas. Sin abandonar nunca sus libros, empieza a viajar de Roma a Tréveris, buscando tal vez algún empleo en la corte imperial. Allí descubre dos cosas que hasta entonces le habían tenido indiferente: la vida monástica y la literatura cristiana. Empieza a leer los autores eclesiásticos, que hasta entonces le habían repugnado por los defectos de su lenguaje, y empieza copiando las obras de San Hilario. De Tréveris, a Aquilea; donde se une a un cenáculo de ascetas que imitan a los solitarios egipcios y cuentan historias edificantes y discuten acerca de la Sagrada Escritura. Entre ellos estaba Rufino, amigo del alma desde el primer momento, enemigo cordial de la última hora. Aquilea le place más que Stridón, donde no hay más que lujo, barbarie y sensualismo. «Mi patria—dirá más tarde—tiene por Dios al vientre y es la morada de la rusticidad. Allí se vive al día, y el más santo es el más rico. La olla tiene una digna cobertera: el sacerdote Lupicino.» Cosas como éstas debió decirlas Jerónimo en un viaje que hizo a Stridón. El hecho es que sus paisanos le trataron como a un enemigo, y con burlas y palabras soeces le obligaron a dejar la ciudad, alejándose, como él mismo dice, de los silbidos de la víbora de Iberia.
Se embarca sin rumbo fijo, y la nave le lleva a las costas de Grecia; visita los monumentos de Atenas, pasa a Tracia, recorre todo el Asia Menor, se interna en el Ponto, atraviesa los caminos de Galacia y llega a Capadocia y a Cilicia. Viaja como turista y como asceta. Habla con los maestros famosos, se postra ante los santuarios de los mártires, admira las obras de la antigüedad, busca los consejos de los solitarios ilustres y visita los monasterios que se alzan junto al camino. Al empezar el otoño de 374 cae, finalmente, en Antioquía. Es la primera fecha cierta que conocemos de aquella existencia agitada. Sabemos sólo que entonces el infatigable viajero tenía alrededor de treinta años, y con ellos una amplia, profunda y selecta formación científica y espiritual. Es el momento en que empieza a descubrirse a sí mismo, cuando aparecen el monje y el escritor, hasta ahora sólo presentidos. Unos egipcios le cuentan la vida de Pablo de Tebas, el amigo de San Antonio el Grande y su precursor en la vida eremítica. Jerónimo se entusiasma, recoge el relato prodigioso, le poetiza, le dora con las luces de su imaginación y compone un libro delicioso, una especie de novela histórica, que arrancará lágrimas y renunciamientos durante muchos siglos. Había encontrado la vena y no tenía más que explotarla, y lo hará más tarde; y así formará su admirable trilogía hagiográfica de Pablo, Maleo e Hilarión, donde encontramos algunas de sus páginas más bellas. Al mismo tiempo se ensaya en un campo nuevo: el de la Sagrada Escritura. Su cerebro está lleno de interpretaciones alegóricas; lee a Orígenes; se olvida de su temperamento positivo y occidental con el estudio de los Padres orientales. Asiste con interés a las lecciones de Apolinar de Laodicea, el sofista cristiano que había consagrado a aclimatar en su nueva fe los esplendores de la elocuencia antigua y de la antigua poesía; se empapa de lengua griega y de espíritu griego, y, envuelto en este ambiente, publica su comentario místico de Abdías, que luego le inquietará tanto como sus extravíos de Roma.
Lo que le desagradaba en esta primera producción escriturística no era solamente la sutileza pueril de las interpretaciones o la falta de ciencia y serenidad, sino también el convencimiento de que aún no se había ejercitado bastante en la vida evangélica para tratar de las cosas de Dios. «Creía que mis conocimientos profanos me capacitaban para leer un libro cerrado.» Necesitaba la educación austera de la penitencia, y se sometió a ella con la fogosidad propia de su carácter. En el año 375 sale de Antioquía, y quince leguas al sudeste de la ciudad encuentra el desierto de Calcis, cuyos monjes rivalizaban en austeridades con los de la Tebaida. Jerónimo iba en busca de paz, pero llevaba la guerra consigo. Tal vez en aquellas circunstancias le hubiera sido más provechosa cierta gitación exterior. El hecho es que en aquella existencia agotadora de ayunos, vigilias y maceraciones, flotando entre la oración y la imaginación, experimentó más que nunca el tormento terrible de las tentaciones, que él mismo nos ha descrito con una elocuencia apasionada, pero tan casta, que el realismo del cuadro no llega a alterar su inocencia. «¡Cuántas veces, en aquella vasta soledad, que, calcinada por los fuegos del sol, no ofrece a los monjes más que una habitación desolada, creía yo encontrarme todavía en medio de las delicias romanas! Estaba solo, sentado y entregado a mis tristezas. Bajo aquel saco que deformaba mis miembros, era yo entonces un objeto de horror; mi exterior inculto daba a mi carne el aspecto de la raza etiópica. Y a todas horas, lágrimas y sollozos. Cuando, a pesar de mis esfuerzos, el sueño me dominaba, mis huesos mal unidos se rompían sobre la tierra desnuda. Pues bien: yo, por temor al infierno, me había condenado a una prisión semejante; yo, que no tenía por compañeros más que a los escorpiones y a las fieras, me veía con frecuencia entre las danzas de las jóvenes de Roma. El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba de deseos; mi carne era como un presagio de mi muerte, y, sin embargo, el incendio de las pasiones culpables estallaba en ella. En medio de aquel abandono, me arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas, los enjugaba con mis cabellos, y con semanas de ayuno trataba de domar la carne rebelde. No me avergüenzo de mi desgracia; lloro más bien por no ser lo que entonces era. Recuerdo que muchas veces yo continuaba exhalando gritos lastimeros cuando el día sucedía a la noche, y no cesaba de golpearme el pecho hasta que la palabra del Señor restablecía la calma. Mi celda misma me era odiosa, como cómplice de mis pensamientos. Eternamente irritado contra mí mismo, me internaba solo en el desierto. La profundidad de los valles, la aspereza de las montañas, las rocas abruptas, eran los lugares de mi oración y el calabozo de mi carne miserable. Pero el Señor me es testigo; después de haber llorado mucho y contemplado el Cielo, me sucedía a veces que me introducían entre los coros de los ángeles. Loco de alegría, cantaba entonces: «Corramos tras el olor de tus perfumes.»
El estudio era el gran sedante de aquellos combates interiores. Jerónimo formaba ya los planes de sus futuros trabajos bíblicos, y con ese fin se había entregado con paciencia ejemplar al estudio de la lengua hebrea, bajo la dirección de un monje judío que había llegado hasta aquella soledad. «Dejando—dice él mismo—las salidas ingeniosas de Quintiliano, los torrentes de la elocuencia de Cicerón; la dulzura de Plinio y la gravedad de Frontón, me di a estudiar una lengua de sonidos guturales. ¡Cuántas veces, desesperado, interrumpí aquel estudio para emprenderlo de nuevo aguijoneado por un afán incoercible de saber!» De Antioquía, de Italia y de las playas del Adriático le llegaban sin cesar libros, epístolas y saludos, que le obligaban a mantener una asidua correspondencia con sus antiguos amigos. De esta época es la carta famosa en que invita a Heliodoro a hacerle compañía en el desierto, testimonio magnífico de su celo ardiente, de su viva imaginación y de su retórica vibrante y apasionada: «¿Qué haces, soldado degenerado, en la casa paterna?—decía a su amigo—. ¿Dónde está la trinchera, el foso, la noche pasada bajo la tienda? Ya ha sonado el clarín en lo más alto de los Cielos.» Y en su furia religiosa, añade: «Si tu padre, para detenerte, se tiende en el umbral de la puerta, pasa por encima de tu padre.» El desierto, aquel desierto de sus luchas y de sus penitencias, le exalta hasta el lirismo: « ¡Oh soledad—exclama—, soledad embellecida por las flores de Cristo! ¡Oh soledad, que gozas más familiarmente de Dios! ¿Qué haces en el mundo, hermano mío, con un alma superior al mundo? Créeme, aquí veo más claro. ¿Hasta cuándo te detienes a la sombra de los techos, en la prisión ahumada de las ciudades?»
Sin embargo, poco a poco se iba convenciendo de que la soledad no estaba hecha para él. En vano aguardaba la paz con que soñó en otro tiempo. A las molestias de los demonios se juntaban las de los monjes, eternamente envueltos, a pesar de sus penitencias heroicas, en enconadas discusiones dogmáticas. De todos los partidos venían a pedir la aprobación del solitario, y ¡ay de él si se atrevía a negarla! Al fin, Jerónimo, que no pecaba por exceso de paciencia, estalló en una de aquellas sus terribles invectivas, que le obligaron a salir de Calcis. «Tengo vergüenza de decirlo—exclamaba—: desde el fondo de nuestras míseras chozas condenamos a todo el Universo; protegidos por el saco y la ceniza, nos declaramos contra los obispos. ¿Qué significa este regio orgullo bajo el hábito del penitente? Las cadenas, la mugre, los largos cabellos son las señales del remordimiento que gime, no los emblemas de la dominación.»
En 378 le vemos de nuevo en Antioquía. Allí le obligan a aceptar la dignidad sacerdotal, pero con la condición expresa de que no se le obligue a ejercer sus funciones. El estudio sigue siendo su pasión, pero una pasión dirigida por la voluntad; es, ante todo, el estudio de la Escritura y de los escrituristas, aunque no ha abandonado por completo sus aficiones literarias de otros tiempos. Sin poder abandonarlas, se le presentan ahora como un peligro nuevo, como una tentación del espíritu, no menos terrible que la de lo-sentidos. «Hombre miserable y débil—dice, aludiendo a estos años de su vida—, yo ayunaba antes de leer a Cicerón. Después de muchas noches pasadas en vela, después de muchas lágrimas, que me hacía derramar el recuerdo de mis pecados, corría en busca de los diálogos platónicos. Y luego, cuando, al volver en mí, me dirigía a los profetas, sus palabras me parecían groseras y descuidadas. Como estaba ciego, acusaba a la luz.» A esta ansiedad sucedió una fiebre violenta, que dejó al pobre monje postrado en el lecho. «Y entonces—añade—me creía transportado en espíritu ante el tribunal supremo. «¿Quién eres?», me preguntó una voz, y yo respondí: «Soy un cristiano.» «Mientes—me dijo el juez—, no eres un cristiano, eres un ciceroniano; donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Y en el mismo instante se sintió cogido por unas manos terribles y golpeado y azotado y zarandeado. Este sueño, visión, alegoría o delirio—el mismo San Jerónimo le consideró al fin de su vida como una de las muchas cosas que cruzan por nuestra imaginación mientras dormimos—, es el eco de una lucha porfiada contra aquella poesía, contra aquella mitología que en el siglo IV se presentaba aún cargada de peligros y reminiscencias paganas.
A fines del año 378, el eremita fracasado reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo, llega a Constantinopla y se convierte en discípulo del patriarca. Eran dos caracteres hechos para entenderse: sensibles, impresionables, irascibles, accesibles a la ternura, prontos a la ironía y al sarcasmo, apasionados por la amistad y tan aficionados a la retórica y a la literatura, que una bella frase era para ellos el más sabroso de los deleites. Tal vez fue el Nacianceno quien inspiró a Jerónimo la idea de dar a conocer a los occidentales las obras de los Padres griegos. Fue en esta estancia constantinopolitana (378-381) cuando dio comienzo a sus tareas de traductor, comenzando con la crónica de Eusebio y las homilías de Orígenes. La traducción no es para él un oficio, sino un arte, el arte difícil de ser exacto sin dejar de ser correcto, de ser elegante sin sacrificar la fidelidad.
Cuando Gregorio, hastiado de las intrigas y ambiciones de los altos dignatarios eclesiásticos, se vuelve de nuevo a la soledad, Jerónimo reaparece en Roma, aureolado con el brillo de una virtud bien probada, precedido por la fama de sus trabajos literarios, respetado por la madurez de la edad y admirado por el prestigio del genio (382). Se le consulta como doctor de la fe, y sus decisiones son respetadas hasta en el palacio de Letrán. El Papa San Dámaso ve en el sacerdote extranjero un instrumento útil de su política eclesiástica, recurre a él en cuestiones de filosofía, de Historia y de Sagrada Escritura, y, aprovechando su conocimiento del griego, le hace su secretario para las cosas orientales. Una confianza familiar une a los dos grandes hombres; el asceta ayuda al Pontífice, y el Pontífice otorga al asceta su protección inteligente, le lanza a sus primeros trabajos de traducción bíblica y le alienta en las horas de la inacción. «Veo que duermes—le escribía una vez—. No escribes, te contentas con leer, y eso no es trabajar. Para despertarte, te envío aquí unas cuantas cuestiones que deseo me resuelvas cuanto antes.» Esta segunda estancia de Jerónimo en Roma (382-385) tuvo en el corazón de Jerónimo una influencia semejante a la que había tenido la primera en su inteligencia. Sin debilitar su carácter, le suavizó, le armonizó un poco, le hizo más confiado, más accesible, menos áspero. En medio del camino de su vida, Dios le colocó entre un grupo de mujeres piadosas, para las cuales fue un sincero amigo, un consejero experimentado, un guía vigilante, aunque rudo y autoritario. Eran hijas de los Escipiones y los Camilos, y descendientes de los Césares a quienes el monje dálmata acostumbró a sacrificar sus tesoros, a estudiar la Biblia, a cantar salmos, a servir a los pobres y los enfermos, a practicar todas las obras de la caridad evangélica. Él las conducía con imperio casi despótico, las animaba a las virtudes más austeras, les explicaba los Libros Santos en un palacio del Aventino y componía para ellas largas epístolas, que son verdaderos tratados de la más pura y rígida moral.
Este ascendiente, ejercido por un sacerdote que ni siquiera era italiano, acabó por despertar envidias y suspicacias en el clero de la ciudad; y, por otra parte, Jerónimo las aumentaba con las punzantes ironías de su lenguaje. Sus pinturas satíricas irritaron los ánimos de sus enemigos, se le acusó en sus amistades, se interpretó como debilidad culpable lo que en él era efecto de su entusiasmo elocuente y religioso, y hasta los más moderados le llamaban indiscreto y exagerado en su espiritualidad. Uno de los acusadores tuvo que retractar sus infames calumnias, pero Jerónimo comprendió que su situación se hacía insostenible en Roma, sobre todo después de perder el apoyo del Papa San Dámaso. Con el corazón destrozado abandonó para siempre aquella ciudad, que para él será en adelante como una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje. Su pulso temblaba, y de sus ojos saltaban chispas de indignación cuando, a punto de embarcarse, escribía estas palabras: «¿Yo criminal, yo hipócrita y solapado, yo mentiroso y engañador? Antes toda la ciudad me quería y me admiraba; la opinión general me juzgaba digno del soberano pontificado. Dámaso, de bienaventurada memoria, me tenía constantemente en sus labios: yo era humilde y diserto... Más he aquí que de repente todas las virtudes me han abandonado. Pero doy gracias a Dios—añadía—, porque me ha juzgado digno de que el mundo me odie.»
Otra vez en el Oriente: de Roma a Chipre, de Chipre a Palestina, de Palestina a Egipto. Un año de peregrinaciones científicas y piadosas a través de los lugares bíblicos y de las lauras de los anacoretas; nuevas lecciones de rabinos, y, como consecuencia de todo ello, una resolución firme de emprender la gran obra de su vida: la revisión textual de las Sagradas Escrituras. En 386, Jerónimo ha terminado sus viajes, se ha establecido en Belén y ha reunido los materiales de su obra. Su monasterio se alza junto a la santa gruta, y a un centenar de pasos está el de su santa amiga, la patricia Paula, que no ha podido prescindir de su dirección. Estos primeros años de Belén van a ser los más felices, los más pacíficos de su vida. Paula le provee de libros y le exime de preocupaciones materiales. El reza, ayuna, lee y dicta; dicta a veces más de mil líneas en un solo día. En el monasterio ha abierto una escuela de jóvenes, a quienes enseña la gramática y explica los clásicos, y ha organizado un escritorio, donde sus monjes copian y corrigen los libros antiguos y los que salen de su pluma. Desde su rincón vive atento a cuanto sucede en la cristiandad oriental y occidental. No aparece un hereje sin que sienta la fuerza de su brazo terrible. Sus libros son como una maza, que no dejan siquiera el recuerdo del adversario. Ya en Roma, aniquiló a Helvidio; el que negaba la perpetua virginidad de María, ahora sabe que Joviniano combate en Italia el instituto monástico, e inmediatamente lanza contra él los proyectiles formidables de sus diatribas y sus argumentos; más tarde se enfrentará con Vigilancio, el enemigo del culto de los santos, y luego vendrá la más apasionada, la más ruidosa, la menos lógica de sus polémicas, la polémica origenísta, que le pone frente al que antaño fue su autor favorito, el gran sabio de Alejandría, y frente al más tierno y dulce de los amigos de su juventud; el erudito y virtuoso Rufino de Aquilea. Casi octogenario, sigue abatiendo herejes y defendiendo a la Iglesia. Su ardor combativo no se debilita nunca. Cuando en 415 Pelagio aparece en Palestina, Jerónimo sale al campo con la misma furia que en los días de su juventud. «Hay que trabajar—escribía a San Agustín—para que la herejía sea arrojada de las iglesias. Simula el arrepentimiento para enseñar más fácilmente, pero no tardará en morir si logramos sacarla a la luz del día.» Y un año antes de su muerte, dirigiéndose al Papa Bonifacio, la pluma del viejo león trazaba estas líneas: «Que los herejes vean que eres hostil a su perfidia. Que te aborrezcan. Los católicos te amarán más aún. No sufras que guarden el nombre de obispos los que acarician a los herejes.»
Entre tanto, el sabio seguía su obra escriturística, una obra de crítica, de erudición, de compulsación paciente de manuscritos. Ya en Roma, Jerónimo había hecho una primera revisión de los Evangelios a base de antiguas versiones griegas y latinas, y el texto del Salterio romano se remonta también a esta época. Ahora le pareció que había sido excesivamente tímido, que se había dejado llevar demasiado de la preocupación de no inquietar a los enemigos de novedades; y empezó la revisión parcial del Antiguo Testamento, sirviéndose del aparato crítico que Orígenes había amontonado en sus Hexaplas. De esta corrección procede el Salterio galicano. Su espíritu, siempre inquieto, se dirigió después a las primeras fuentes, a los originales hebreos. Pensaba que era necesario poner al alcance de los apologistas y los controversistas la verdad hebraica y quitar así a los judíos una superioridad de que tanto se ufanaban. Cualquiera que no hubiera sido San Jerónimo, se habría acobardado ante semejante empresa; él la acometió con su fogosidad habitual, y en ella trabajó durante quince años (390-405). Fue un trabajo gigantesco, pero que los contemporáneos del autor apenas supieron comprender. Unos le recibieron con desconfianza; otros, con escándalo; otros, con irritación. Jerónimo fue considerado como un falsario, como un impostor, como un sacrílego. El mismo San Agustín se asustó. Parecíale muy bien la primera revisión que el solitario de Belén había hecho con ayuda de los textos griegos, pero la idea de una traducción directa del hebreo le repugnaba, y así se lo escribió a Jerónimo con su sinceridad habitual. Jerónimo se contentaba con decir melancólicamente: «Si mi trabajo disgusta, nadie está obligado a leerle. Dejo a todo el mundo en libertad completa para deleitarse en el vino viejo y despreciar el nuevo que yo les sirvo.» Sosteníale, sin embargo, la convicción profunda de que el tiempo estaba con él. Y no se engañaba; su versión se introdujo poco a poco en las iglesias. San Agustín mismo la utilizó, se hizo la más corriente, la más conocida, la Vulgata, y mereció que el Concilio de Trento la consagrase con su autoridad infalible.
Pero San Jerónimo no se contentó con traducir los textos sagrados. Hubiera sido dejar una obra incompleta, y esto no se compadecía con su temperamento apasionadamente científico, ni tampoco con su entusiasmo religioso, pues las dos cosas llegaron a fundirse dentro de él en una armonía perfecta. Si al principio los choques entre el erudito y el cristiano le atormentan, llega un momento en que la erudición se convierte para él en devoción y aun en ascetismo. «Ama la ciencia de las Escrituras—escribía a un amigo—, y no amarás los vicios de la carne.» Pero esto no quita nada a la grandeza de sus empresas científicas. Sin duda, hay en ella deficiencias y errores, pero nada le falta de lo que hace al verdadero sabio. Tiene, ante todo, el anhelo de llegar hasta el fin en el campo que se propone explorar. El trabajo engendra un nuevo trabajo. Quiere aprender la Biblia; pero se le presenta la interrogación inevitable: ¿Es que se encuentra la Biblia en las traducciones latinas que corrían entonces? Y empieza a corregirlas valiéndose de la versión griega de los Setenta. Pero esta versión, ¿qué autoridad tiene? Es preciso ir al original, es preciso aprender la lengua hebrea «con sus sonidos roncos y silbantes». Y viene la traducción directa. Esto no basta: quedan muchos pasajes oscuros, dudosos, difíciles para un espíritu occidental. Jerónimo los iluminará con voluminosos comentarios, donde se enumeran y discuten todas las soluciones. Así nace, se desarrolla y se multiplica su gigantesca biblioteca sagrada; versiones, revisiones, explicaciones, discusiones lingüísticas, estudios filológicos, etnológicos, geográficos e históricos. Su trabajo es siempre rigurosamente objetivo. No se propone estudiar la Escritura para encontrar en ella argumentos que ha de usar en las controversias dogmáticas, como habían hecho hasta él los Padres occidentales. En la Biblia no ve otra cosa que la Biblia; lo que le importa es fijar su texto, aclarar el sentido, buscar la interpretación. La estudia, no como teólogo y predicador, sino como crítico, pero siempre con un espíritu de respeto y adoración. Su anhelo de verdad pasa por encima de todas las diferencias de raza y de religión: no le importa ponerse bajo el magisterio de un hebreo, ni tiene inconveniente en consultar a los rabinos, ni cree mancharse leyendo los antiguos comentarios de los grandes doctores israelitas.
Advertiremos, sin embargo, una cosa, y es que hoy nos deleitan más los libros del moralista y del polemista que los del sabio. El sabio ha sido superado, en parte, por las investigaciones modernas; el polemista conserva siempre toda su fuerza, todo su interés y su juventud perenne. Sus diatribas contra Vigilancio, contra Joviniano, contra Rufino y contra Pelagio no serán modelos de discusión serena, pero nos encantan por el verbo inagotable y por la elegancia, por la brillante imaginación y por el vigor de la doctrina. El volumen de las cartas es una joya única; en la literatura cristiana no se encuentra nada semejante. Las cartas de San Agustín son más profundas, más doctrinales, pero no interesan ni cautivan tanto. La doctrina de San Jerónimo es práctica más que dogmática. Dirige a sus discípulos, llora la muerte de sus amigos, combate a sus enemigos, cuenta, discute, se expansiona y se entusiasma; unas veces fogoso y apasionado, otras satírico y mordaz, otras vibrante de sensibilidad y ternura, siempre elegante, lleno de elocuencia, inagotable en su ardiente, abundante e ingeniosa espontaneidad. Esas cartas son un vivo retrato, son él mismo, amable, admirable y magnífico, aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida, por la ciclópea grandeza de aquella obra en que se revela el escritor de talento, el erudito sin par, el trabajador infatigable, el implacable defensor de la ortodoxia, «el doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras».
A los quince años, Jerónimo era un adolescente pálido, de pequeña estatura y de salud delicada. El espíritu se desarrollaba en él a costa del cuerpo, y poco a poco la curiosidad de saber empezaba a dominarle. Viéndole extraordinariamente dotado, su padre le envió a Roma, donde se conservaba todavía floreciente la tradición escolar. Allí enseñaban dos profesores famosos: Elio Donato, el conocido comentarista de Virgilio, y el africano Mario Victorino, cuya ruidosa conversión al cristianismo era entonces la comidilla de la sociedad romana. En estos dos maestros halló el joven escolar la doble enseñanza literaria que buscaba: en el uno, el gusto puro de la poesía profana; en el otro, las tradiciones de la elocuencia antigua, unidas al entusiasmo religioso. Largos análisis gramaticales, profundos estudios de los poetas, poco griego, mucho latín, tal fue el cuadro de la formación que recibió Jerónimo en aquellas aulas famosas. Leyó a Virgilio, le comentó y se le aprendió de memoria; analizó uno a uno los discursos de Cicerón, y empezó a reunir una biblioteca, donde figuraban como dioses mayores Plauto, Salustio, Tito Livio y Quintiliano. El dinero que le enviaban de Stridón lo empleaba en libros, y él mismo se pasaba largas horas copiando sus autores favoritos. Más tarde se acordará con deleite de estos años de trabajo ardiente y oscuro, en que puso todo el fuego de su naturaleza apasionada, así como de las declamaciones y alegatos ficticios pronunciados ante el auditorio malévolo y socarrón de sus camaradas. En su edad madura se despertaba todavía tembloroso, creyendo encontrarse en uno de estos ejercicios estudiantiles.
Para perfeccionar el gusto, asistía asiduamente a los discursos de los abogados famosos, se ejercitaba en la dialéctica y leía los filósofos. Sin embargo, la filosofía no debió ejercer sobre él una influencia muy profunda. Le interesaba como erudito más que como pensador. Leyó a Séneca, como había leído a Tito Livio o a Lucano. La especulación no fue nunca su fuerte, y entonces lo que le preocupaba, sobre todo, era la gloria literaria. Hay que reconocer que en este aspecto aquellos años fueron muy fecundos, pues al fin de ellos Jerónimo era ya un escritor en el mejor sentido de la palabra. Ninguno de sus contemporáneos escribirá con tanta corrección como él, ninguno se acercará más al estilo de los clásicos, ninguno se servirá de un latín más rico, más fuerte y más elegante. No siempre será el buen gusto su guía, pero había conseguido, como nadie, el dominio de la palabra. Él lo sabe, y hasta el fin de su vida permanecerá sensible a una crítica o a un elogio que se dirija a su literatura.
Por este tiempo, Jerónimo no pensaba todavía en ser santo. A la vez que los libros, amaba las alegrías de la juventud, las fiestas ruidosas, los amores fáciles y aquellas gratas compañías que más tarde le llenarán de inquietud. Sin embargo, las emociones religiosas de la infancia seguían vivas en su corazón, y con los recuerdos clásicos sabía juntar la admiración hacia los héroes del cristianismo. Gustábale visitar las tumbas de los mártires y rezar ante los nichos de las catacumbas. Esta era su ocupación favorita los domingos: en compañía de algunos amigos, a quienes había conocido en los bancos de la escuela, cruzaba aquellos corredores sombríos, contemplaba aquellas capillas y se esforzaba por descifrar los epitafios de aquellos sepulcros. La muerte de Juliano el Apóstata, por el aspecto de castigo que vieron en ella sus contemporáneos, le impresionó fuertemente, poniéndole en ese estado de ánimo que del hecho más insignificante, de cualquier palabra, por vulgar que sea, toma ocasión para cambiar el curso de la vida. A Jerónimo le conmovió esta frase de un pagano, que había puesto su confianza en el emperador apóstata: «¿Cómo dicen los cristianos que su Dios es paciente y misericordioso? Nada más terrible, nada más rápido que esta venganza.»
A los veinte años, el estudiante dálmata había llegado a la fe integral; y una vez que recibió el bautismo, consideró que debía cambiar completamente de vida. Sin embargo, no renunció a sus clásicos, ni renunciará nunca, ni pierde tampoco su curiosidad de saber. Saber, en su sentir, era ver, tanto como leer. No le bastan las bibliotecas, necesita recoger la emoción directa y auténtica de las cosas. Sin abandonar nunca sus libros, empieza a viajar de Roma a Tréveris, buscando tal vez algún empleo en la corte imperial. Allí descubre dos cosas que hasta entonces le habían tenido indiferente: la vida monástica y la literatura cristiana. Empieza a leer los autores eclesiásticos, que hasta entonces le habían repugnado por los defectos de su lenguaje, y empieza copiando las obras de San Hilario. De Tréveris, a Aquilea; donde se une a un cenáculo de ascetas que imitan a los solitarios egipcios y cuentan historias edificantes y discuten acerca de la Sagrada Escritura. Entre ellos estaba Rufino, amigo del alma desde el primer momento, enemigo cordial de la última hora. Aquilea le place más que Stridón, donde no hay más que lujo, barbarie y sensualismo. «Mi patria—dirá más tarde—tiene por Dios al vientre y es la morada de la rusticidad. Allí se vive al día, y el más santo es el más rico. La olla tiene una digna cobertera: el sacerdote Lupicino.» Cosas como éstas debió decirlas Jerónimo en un viaje que hizo a Stridón. El hecho es que sus paisanos le trataron como a un enemigo, y con burlas y palabras soeces le obligaron a dejar la ciudad, alejándose, como él mismo dice, de los silbidos de la víbora de Iberia.
Se embarca sin rumbo fijo, y la nave le lleva a las costas de Grecia; visita los monumentos de Atenas, pasa a Tracia, recorre todo el Asia Menor, se interna en el Ponto, atraviesa los caminos de Galacia y llega a Capadocia y a Cilicia. Viaja como turista y como asceta. Habla con los maestros famosos, se postra ante los santuarios de los mártires, admira las obras de la antigüedad, busca los consejos de los solitarios ilustres y visita los monasterios que se alzan junto al camino. Al empezar el otoño de 374 cae, finalmente, en Antioquía. Es la primera fecha cierta que conocemos de aquella existencia agitada. Sabemos sólo que entonces el infatigable viajero tenía alrededor de treinta años, y con ellos una amplia, profunda y selecta formación científica y espiritual. Es el momento en que empieza a descubrirse a sí mismo, cuando aparecen el monje y el escritor, hasta ahora sólo presentidos. Unos egipcios le cuentan la vida de Pablo de Tebas, el amigo de San Antonio el Grande y su precursor en la vida eremítica. Jerónimo se entusiasma, recoge el relato prodigioso, le poetiza, le dora con las luces de su imaginación y compone un libro delicioso, una especie de novela histórica, que arrancará lágrimas y renunciamientos durante muchos siglos. Había encontrado la vena y no tenía más que explotarla, y lo hará más tarde; y así formará su admirable trilogía hagiográfica de Pablo, Maleo e Hilarión, donde encontramos algunas de sus páginas más bellas. Al mismo tiempo se ensaya en un campo nuevo: el de la Sagrada Escritura. Su cerebro está lleno de interpretaciones alegóricas; lee a Orígenes; se olvida de su temperamento positivo y occidental con el estudio de los Padres orientales. Asiste con interés a las lecciones de Apolinar de Laodicea, el sofista cristiano que había consagrado a aclimatar en su nueva fe los esplendores de la elocuencia antigua y de la antigua poesía; se empapa de lengua griega y de espíritu griego, y, envuelto en este ambiente, publica su comentario místico de Abdías, que luego le inquietará tanto como sus extravíos de Roma.
Lo que le desagradaba en esta primera producción escriturística no era solamente la sutileza pueril de las interpretaciones o la falta de ciencia y serenidad, sino también el convencimiento de que aún no se había ejercitado bastante en la vida evangélica para tratar de las cosas de Dios. «Creía que mis conocimientos profanos me capacitaban para leer un libro cerrado.» Necesitaba la educación austera de la penitencia, y se sometió a ella con la fogosidad propia de su carácter. En el año 375 sale de Antioquía, y quince leguas al sudeste de la ciudad encuentra el desierto de Calcis, cuyos monjes rivalizaban en austeridades con los de la Tebaida. Jerónimo iba en busca de paz, pero llevaba la guerra consigo. Tal vez en aquellas circunstancias le hubiera sido más provechosa cierta gitación exterior. El hecho es que en aquella existencia agotadora de ayunos, vigilias y maceraciones, flotando entre la oración y la imaginación, experimentó más que nunca el tormento terrible de las tentaciones, que él mismo nos ha descrito con una elocuencia apasionada, pero tan casta, que el realismo del cuadro no llega a alterar su inocencia. «¡Cuántas veces, en aquella vasta soledad, que, calcinada por los fuegos del sol, no ofrece a los monjes más que una habitación desolada, creía yo encontrarme todavía en medio de las delicias romanas! Estaba solo, sentado y entregado a mis tristezas. Bajo aquel saco que deformaba mis miembros, era yo entonces un objeto de horror; mi exterior inculto daba a mi carne el aspecto de la raza etiópica. Y a todas horas, lágrimas y sollozos. Cuando, a pesar de mis esfuerzos, el sueño me dominaba, mis huesos mal unidos se rompían sobre la tierra desnuda. Pues bien: yo, por temor al infierno, me había condenado a una prisión semejante; yo, que no tenía por compañeros más que a los escorpiones y a las fieras, me veía con frecuencia entre las danzas de las jóvenes de Roma. El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba de deseos; mi carne era como un presagio de mi muerte, y, sin embargo, el incendio de las pasiones culpables estallaba en ella. En medio de aquel abandono, me arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas, los enjugaba con mis cabellos, y con semanas de ayuno trataba de domar la carne rebelde. No me avergüenzo de mi desgracia; lloro más bien por no ser lo que entonces era. Recuerdo que muchas veces yo continuaba exhalando gritos lastimeros cuando el día sucedía a la noche, y no cesaba de golpearme el pecho hasta que la palabra del Señor restablecía la calma. Mi celda misma me era odiosa, como cómplice de mis pensamientos. Eternamente irritado contra mí mismo, me internaba solo en el desierto. La profundidad de los valles, la aspereza de las montañas, las rocas abruptas, eran los lugares de mi oración y el calabozo de mi carne miserable. Pero el Señor me es testigo; después de haber llorado mucho y contemplado el Cielo, me sucedía a veces que me introducían entre los coros de los ángeles. Loco de alegría, cantaba entonces: «Corramos tras el olor de tus perfumes.»
El estudio era el gran sedante de aquellos combates interiores. Jerónimo formaba ya los planes de sus futuros trabajos bíblicos, y con ese fin se había entregado con paciencia ejemplar al estudio de la lengua hebrea, bajo la dirección de un monje judío que había llegado hasta aquella soledad. «Dejando—dice él mismo—las salidas ingeniosas de Quintiliano, los torrentes de la elocuencia de Cicerón; la dulzura de Plinio y la gravedad de Frontón, me di a estudiar una lengua de sonidos guturales. ¡Cuántas veces, desesperado, interrumpí aquel estudio para emprenderlo de nuevo aguijoneado por un afán incoercible de saber!» De Antioquía, de Italia y de las playas del Adriático le llegaban sin cesar libros, epístolas y saludos, que le obligaban a mantener una asidua correspondencia con sus antiguos amigos. De esta época es la carta famosa en que invita a Heliodoro a hacerle compañía en el desierto, testimonio magnífico de su celo ardiente, de su viva imaginación y de su retórica vibrante y apasionada: «¿Qué haces, soldado degenerado, en la casa paterna?—decía a su amigo—. ¿Dónde está la trinchera, el foso, la noche pasada bajo la tienda? Ya ha sonado el clarín en lo más alto de los Cielos.» Y en su furia religiosa, añade: «Si tu padre, para detenerte, se tiende en el umbral de la puerta, pasa por encima de tu padre.» El desierto, aquel desierto de sus luchas y de sus penitencias, le exalta hasta el lirismo: « ¡Oh soledad—exclama—, soledad embellecida por las flores de Cristo! ¡Oh soledad, que gozas más familiarmente de Dios! ¿Qué haces en el mundo, hermano mío, con un alma superior al mundo? Créeme, aquí veo más claro. ¿Hasta cuándo te detienes a la sombra de los techos, en la prisión ahumada de las ciudades?»
Sin embargo, poco a poco se iba convenciendo de que la soledad no estaba hecha para él. En vano aguardaba la paz con que soñó en otro tiempo. A las molestias de los demonios se juntaban las de los monjes, eternamente envueltos, a pesar de sus penitencias heroicas, en enconadas discusiones dogmáticas. De todos los partidos venían a pedir la aprobación del solitario, y ¡ay de él si se atrevía a negarla! Al fin, Jerónimo, que no pecaba por exceso de paciencia, estalló en una de aquellas sus terribles invectivas, que le obligaron a salir de Calcis. «Tengo vergüenza de decirlo—exclamaba—: desde el fondo de nuestras míseras chozas condenamos a todo el Universo; protegidos por el saco y la ceniza, nos declaramos contra los obispos. ¿Qué significa este regio orgullo bajo el hábito del penitente? Las cadenas, la mugre, los largos cabellos son las señales del remordimiento que gime, no los emblemas de la dominación.»
En 378 le vemos de nuevo en Antioquía. Allí le obligan a aceptar la dignidad sacerdotal, pero con la condición expresa de que no se le obligue a ejercer sus funciones. El estudio sigue siendo su pasión, pero una pasión dirigida por la voluntad; es, ante todo, el estudio de la Escritura y de los escrituristas, aunque no ha abandonado por completo sus aficiones literarias de otros tiempos. Sin poder abandonarlas, se le presentan ahora como un peligro nuevo, como una tentación del espíritu, no menos terrible que la de lo-sentidos. «Hombre miserable y débil—dice, aludiendo a estos años de su vida—, yo ayunaba antes de leer a Cicerón. Después de muchas noches pasadas en vela, después de muchas lágrimas, que me hacía derramar el recuerdo de mis pecados, corría en busca de los diálogos platónicos. Y luego, cuando, al volver en mí, me dirigía a los profetas, sus palabras me parecían groseras y descuidadas. Como estaba ciego, acusaba a la luz.» A esta ansiedad sucedió una fiebre violenta, que dejó al pobre monje postrado en el lecho. «Y entonces—añade—me creía transportado en espíritu ante el tribunal supremo. «¿Quién eres?», me preguntó una voz, y yo respondí: «Soy un cristiano.» «Mientes—me dijo el juez—, no eres un cristiano, eres un ciceroniano; donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Y en el mismo instante se sintió cogido por unas manos terribles y golpeado y azotado y zarandeado. Este sueño, visión, alegoría o delirio—el mismo San Jerónimo le consideró al fin de su vida como una de las muchas cosas que cruzan por nuestra imaginación mientras dormimos—, es el eco de una lucha porfiada contra aquella poesía, contra aquella mitología que en el siglo IV se presentaba aún cargada de peligros y reminiscencias paganas.
A fines del año 378, el eremita fracasado reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo, llega a Constantinopla y se convierte en discípulo del patriarca. Eran dos caracteres hechos para entenderse: sensibles, impresionables, irascibles, accesibles a la ternura, prontos a la ironía y al sarcasmo, apasionados por la amistad y tan aficionados a la retórica y a la literatura, que una bella frase era para ellos el más sabroso de los deleites. Tal vez fue el Nacianceno quien inspiró a Jerónimo la idea de dar a conocer a los occidentales las obras de los Padres griegos. Fue en esta estancia constantinopolitana (378-381) cuando dio comienzo a sus tareas de traductor, comenzando con la crónica de Eusebio y las homilías de Orígenes. La traducción no es para él un oficio, sino un arte, el arte difícil de ser exacto sin dejar de ser correcto, de ser elegante sin sacrificar la fidelidad.
Cuando Gregorio, hastiado de las intrigas y ambiciones de los altos dignatarios eclesiásticos, se vuelve de nuevo a la soledad, Jerónimo reaparece en Roma, aureolado con el brillo de una virtud bien probada, precedido por la fama de sus trabajos literarios, respetado por la madurez de la edad y admirado por el prestigio del genio (382). Se le consulta como doctor de la fe, y sus decisiones son respetadas hasta en el palacio de Letrán. El Papa San Dámaso ve en el sacerdote extranjero un instrumento útil de su política eclesiástica, recurre a él en cuestiones de filosofía, de Historia y de Sagrada Escritura, y, aprovechando su conocimiento del griego, le hace su secretario para las cosas orientales. Una confianza familiar une a los dos grandes hombres; el asceta ayuda al Pontífice, y el Pontífice otorga al asceta su protección inteligente, le lanza a sus primeros trabajos de traducción bíblica y le alienta en las horas de la inacción. «Veo que duermes—le escribía una vez—. No escribes, te contentas con leer, y eso no es trabajar. Para despertarte, te envío aquí unas cuantas cuestiones que deseo me resuelvas cuanto antes.» Esta segunda estancia de Jerónimo en Roma (382-385) tuvo en el corazón de Jerónimo una influencia semejante a la que había tenido la primera en su inteligencia. Sin debilitar su carácter, le suavizó, le armonizó un poco, le hizo más confiado, más accesible, menos áspero. En medio del camino de su vida, Dios le colocó entre un grupo de mujeres piadosas, para las cuales fue un sincero amigo, un consejero experimentado, un guía vigilante, aunque rudo y autoritario. Eran hijas de los Escipiones y los Camilos, y descendientes de los Césares a quienes el monje dálmata acostumbró a sacrificar sus tesoros, a estudiar la Biblia, a cantar salmos, a servir a los pobres y los enfermos, a practicar todas las obras de la caridad evangélica. Él las conducía con imperio casi despótico, las animaba a las virtudes más austeras, les explicaba los Libros Santos en un palacio del Aventino y componía para ellas largas epístolas, que son verdaderos tratados de la más pura y rígida moral.
Este ascendiente, ejercido por un sacerdote que ni siquiera era italiano, acabó por despertar envidias y suspicacias en el clero de la ciudad; y, por otra parte, Jerónimo las aumentaba con las punzantes ironías de su lenguaje. Sus pinturas satíricas irritaron los ánimos de sus enemigos, se le acusó en sus amistades, se interpretó como debilidad culpable lo que en él era efecto de su entusiasmo elocuente y religioso, y hasta los más moderados le llamaban indiscreto y exagerado en su espiritualidad. Uno de los acusadores tuvo que retractar sus infames calumnias, pero Jerónimo comprendió que su situación se hacía insostenible en Roma, sobre todo después de perder el apoyo del Papa San Dámaso. Con el corazón destrozado abandonó para siempre aquella ciudad, que para él será en adelante como una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje. Su pulso temblaba, y de sus ojos saltaban chispas de indignación cuando, a punto de embarcarse, escribía estas palabras: «¿Yo criminal, yo hipócrita y solapado, yo mentiroso y engañador? Antes toda la ciudad me quería y me admiraba; la opinión general me juzgaba digno del soberano pontificado. Dámaso, de bienaventurada memoria, me tenía constantemente en sus labios: yo era humilde y diserto... Más he aquí que de repente todas las virtudes me han abandonado. Pero doy gracias a Dios—añadía—, porque me ha juzgado digno de que el mundo me odie.»
Otra vez en el Oriente: de Roma a Chipre, de Chipre a Palestina, de Palestina a Egipto. Un año de peregrinaciones científicas y piadosas a través de los lugares bíblicos y de las lauras de los anacoretas; nuevas lecciones de rabinos, y, como consecuencia de todo ello, una resolución firme de emprender la gran obra de su vida: la revisión textual de las Sagradas Escrituras. En 386, Jerónimo ha terminado sus viajes, se ha establecido en Belén y ha reunido los materiales de su obra. Su monasterio se alza junto a la santa gruta, y a un centenar de pasos está el de su santa amiga, la patricia Paula, que no ha podido prescindir de su dirección. Estos primeros años de Belén van a ser los más felices, los más pacíficos de su vida. Paula le provee de libros y le exime de preocupaciones materiales. El reza, ayuna, lee y dicta; dicta a veces más de mil líneas en un solo día. En el monasterio ha abierto una escuela de jóvenes, a quienes enseña la gramática y explica los clásicos, y ha organizado un escritorio, donde sus monjes copian y corrigen los libros antiguos y los que salen de su pluma. Desde su rincón vive atento a cuanto sucede en la cristiandad oriental y occidental. No aparece un hereje sin que sienta la fuerza de su brazo terrible. Sus libros son como una maza, que no dejan siquiera el recuerdo del adversario. Ya en Roma, aniquiló a Helvidio; el que negaba la perpetua virginidad de María, ahora sabe que Joviniano combate en Italia el instituto monástico, e inmediatamente lanza contra él los proyectiles formidables de sus diatribas y sus argumentos; más tarde se enfrentará con Vigilancio, el enemigo del culto de los santos, y luego vendrá la más apasionada, la más ruidosa, la menos lógica de sus polémicas, la polémica origenísta, que le pone frente al que antaño fue su autor favorito, el gran sabio de Alejandría, y frente al más tierno y dulce de los amigos de su juventud; el erudito y virtuoso Rufino de Aquilea. Casi octogenario, sigue abatiendo herejes y defendiendo a la Iglesia. Su ardor combativo no se debilita nunca. Cuando en 415 Pelagio aparece en Palestina, Jerónimo sale al campo con la misma furia que en los días de su juventud. «Hay que trabajar—escribía a San Agustín—para que la herejía sea arrojada de las iglesias. Simula el arrepentimiento para enseñar más fácilmente, pero no tardará en morir si logramos sacarla a la luz del día.» Y un año antes de su muerte, dirigiéndose al Papa Bonifacio, la pluma del viejo león trazaba estas líneas: «Que los herejes vean que eres hostil a su perfidia. Que te aborrezcan. Los católicos te amarán más aún. No sufras que guarden el nombre de obispos los que acarician a los herejes.»
Entre tanto, el sabio seguía su obra escriturística, una obra de crítica, de erudición, de compulsación paciente de manuscritos. Ya en Roma, Jerónimo había hecho una primera revisión de los Evangelios a base de antiguas versiones griegas y latinas, y el texto del Salterio romano se remonta también a esta época. Ahora le pareció que había sido excesivamente tímido, que se había dejado llevar demasiado de la preocupación de no inquietar a los enemigos de novedades; y empezó la revisión parcial del Antiguo Testamento, sirviéndose del aparato crítico que Orígenes había amontonado en sus Hexaplas. De esta corrección procede el Salterio galicano. Su espíritu, siempre inquieto, se dirigió después a las primeras fuentes, a los originales hebreos. Pensaba que era necesario poner al alcance de los apologistas y los controversistas la verdad hebraica y quitar así a los judíos una superioridad de que tanto se ufanaban. Cualquiera que no hubiera sido San Jerónimo, se habría acobardado ante semejante empresa; él la acometió con su fogosidad habitual, y en ella trabajó durante quince años (390-405). Fue un trabajo gigantesco, pero que los contemporáneos del autor apenas supieron comprender. Unos le recibieron con desconfianza; otros, con escándalo; otros, con irritación. Jerónimo fue considerado como un falsario, como un impostor, como un sacrílego. El mismo San Agustín se asustó. Parecíale muy bien la primera revisión que el solitario de Belén había hecho con ayuda de los textos griegos, pero la idea de una traducción directa del hebreo le repugnaba, y así se lo escribió a Jerónimo con su sinceridad habitual. Jerónimo se contentaba con decir melancólicamente: «Si mi trabajo disgusta, nadie está obligado a leerle. Dejo a todo el mundo en libertad completa para deleitarse en el vino viejo y despreciar el nuevo que yo les sirvo.» Sosteníale, sin embargo, la convicción profunda de que el tiempo estaba con él. Y no se engañaba; su versión se introdujo poco a poco en las iglesias. San Agustín mismo la utilizó, se hizo la más corriente, la más conocida, la Vulgata, y mereció que el Concilio de Trento la consagrase con su autoridad infalible.
Pero San Jerónimo no se contentó con traducir los textos sagrados. Hubiera sido dejar una obra incompleta, y esto no se compadecía con su temperamento apasionadamente científico, ni tampoco con su entusiasmo religioso, pues las dos cosas llegaron a fundirse dentro de él en una armonía perfecta. Si al principio los choques entre el erudito y el cristiano le atormentan, llega un momento en que la erudición se convierte para él en devoción y aun en ascetismo. «Ama la ciencia de las Escrituras—escribía a un amigo—, y no amarás los vicios de la carne.» Pero esto no quita nada a la grandeza de sus empresas científicas. Sin duda, hay en ella deficiencias y errores, pero nada le falta de lo que hace al verdadero sabio. Tiene, ante todo, el anhelo de llegar hasta el fin en el campo que se propone explorar. El trabajo engendra un nuevo trabajo. Quiere aprender la Biblia; pero se le presenta la interrogación inevitable: ¿Es que se encuentra la Biblia en las traducciones latinas que corrían entonces? Y empieza a corregirlas valiéndose de la versión griega de los Setenta. Pero esta versión, ¿qué autoridad tiene? Es preciso ir al original, es preciso aprender la lengua hebrea «con sus sonidos roncos y silbantes». Y viene la traducción directa. Esto no basta: quedan muchos pasajes oscuros, dudosos, difíciles para un espíritu occidental. Jerónimo los iluminará con voluminosos comentarios, donde se enumeran y discuten todas las soluciones. Así nace, se desarrolla y se multiplica su gigantesca biblioteca sagrada; versiones, revisiones, explicaciones, discusiones lingüísticas, estudios filológicos, etnológicos, geográficos e históricos. Su trabajo es siempre rigurosamente objetivo. No se propone estudiar la Escritura para encontrar en ella argumentos que ha de usar en las controversias dogmáticas, como habían hecho hasta él los Padres occidentales. En la Biblia no ve otra cosa que la Biblia; lo que le importa es fijar su texto, aclarar el sentido, buscar la interpretación. La estudia, no como teólogo y predicador, sino como crítico, pero siempre con un espíritu de respeto y adoración. Su anhelo de verdad pasa por encima de todas las diferencias de raza y de religión: no le importa ponerse bajo el magisterio de un hebreo, ni tiene inconveniente en consultar a los rabinos, ni cree mancharse leyendo los antiguos comentarios de los grandes doctores israelitas.
Advertiremos, sin embargo, una cosa, y es que hoy nos deleitan más los libros del moralista y del polemista que los del sabio. El sabio ha sido superado, en parte, por las investigaciones modernas; el polemista conserva siempre toda su fuerza, todo su interés y su juventud perenne. Sus diatribas contra Vigilancio, contra Joviniano, contra Rufino y contra Pelagio no serán modelos de discusión serena, pero nos encantan por el verbo inagotable y por la elegancia, por la brillante imaginación y por el vigor de la doctrina. El volumen de las cartas es una joya única; en la literatura cristiana no se encuentra nada semejante. Las cartas de San Agustín son más profundas, más doctrinales, pero no interesan ni cautivan tanto. La doctrina de San Jerónimo es práctica más que dogmática. Dirige a sus discípulos, llora la muerte de sus amigos, combate a sus enemigos, cuenta, discute, se expansiona y se entusiasma; unas veces fogoso y apasionado, otras satírico y mordaz, otras vibrante de sensibilidad y ternura, siempre elegante, lleno de elocuencia, inagotable en su ardiente, abundante e ingeniosa espontaneidad. Esas cartas son un vivo retrato, son él mismo, amable, admirable y magnífico, aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida, por la ciclópea grandeza de aquella obra en que se revela el escritor de talento, el erudito sin par, el trabajador infatigable, el implacable defensor de la ortodoxia, «el doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras».
viernes, 29 de septiembre de 2017
Lecturas
Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó.
Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo.
Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia A él se le dio poder, honor y reino.
Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará.
Su reino no acabará.
En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él:
«Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».
Natanael le contesta:
«¿De qué me conoces?».
Jesús le responde:
«Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.»
Natanael respondió:
«Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».
Jesús le contestó:
«¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores».
Y le añadió:
«En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».
Palabra del Señor.
San Miguel, San Gabriel y San Rafael Arcángeles
29 de Septiembre 2017 San Miguel, San Gabriel y San Rafael Arcángeles
Fueron creados de la nada, puros espíritus —inteligentes, amorosos, libres—, domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía —querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles—, componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo. San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las doce puertas, con doce ángeles, que son las doce tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?
San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz. "Lucifer: El-Que-Lleva-la-Luz". Hijo y oriente de la aurora. (Os aviso que esta criatura extraordinaria puede perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros.) Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. "Subiré a los cielos —grita— y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir." Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.
Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.
Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses". Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas dos "economías" de que nos habla San Pablo la de Jesucristo y la de Satanás. Los dos nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,
Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la santa Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones". La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y San Miguel se lo impide velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.
Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.
El Sacramentario Leoniano y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel, con una basílica, perfectamente localizada en el séptimo miliario de la vía Salaria, y con la consagración de cinco misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. Es muy suyo este ministerio de medicinal tutela. Ana Catalina Emmerich ha visto al demonio soplar vientos huracanados, ensoberbecer las aguas de los océanos, perturbar el buen aire inocente con pestilencias y cóleras. Se entrega a tan malignas extravagancias porque tiene el triste y deslucido empeño de destruir toda la hermosura creada, como adversario de Dios, enemigo del hombre y dragón.
Por ser dragón el demonio, habita espeluncas enmarañadas, montes áridos y solitarios, donde urde sus sorpresas y sus trapacerías. Y así el arcángel no tiene más remedio que descender a esas moradas infernales para abatirle y vencerle. Os quiero referir dos estupendas apariciones en esos escenarios rurales, que además nos perfilan datos muy luminosos de su augusta persona.
El templo de su nombre, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 de mayo del 663. Pero las lecciones históricas del Breviario unen el triunfo castrense con un suceso de gusto medieval, muy conectado con estas espeluncas del demonio de que os hablaba. Y fue que un toro se desmanda de su manada, y se le busca día y noche por los pastores. Le encuentran, al fin, en una escondida gruta, pero inmóvil, como poseído por el maligno. Un arquero, más audaz, le dispara su flecha para removerlo del embrujo. Y entonces el prodigio de retornar la flecha al que la disparó, malhiriéndole. Lo sobrenatural del caso acongoja de miedo a estas sencillas gentes montañesas. Ayunos, plegarias, procesiones penitenciales. Y al tercer día, San Miguel se aparece al obispo, declarándole que se edifique, en la cueva, un templo al Señor y en memoria de sus ángeles. Cuando los sipontinos alcanzan la espelunca, crece el asombro, pues encuentran allí dispuesto ya un edículo como oratorio, donde el prelado inicia el culto a San Miguel, que luego corre por todo el mundo creyente y fervoroso de la Edad Media.
Pero en la serranía navarra de Aralar encontraremos al arcángel, definido en toda su dimensión militante, a la defensa del hombre. No precisan los historiadores por qué bajó a la guerra de Pamplona el muy esforzado y noble caballero don Teodosio de Goñi. Pudo coincidir con el asedio de los judíos, aliados con los árabes; las incursiones de la morería o acaso las luchas contra los godos, porque el suceso acontece en los días del rey Witiza, a los principios del siglo VIII. Por su casamiento con doña Constanza de Butrón, acreció el caballero riquezas y pergaminos. Era mujer de muy cuidada honestidad y hermosura, al punto que hizo venir a los padres de don Teodosio al palacio de Goñí para velar amorosamente la ausencia, concediéndoles, incluso, la propia cámara nupcial. Cuando retorna de su campaña el caballero, dando al amor sus triunfos y a los odios de la guerra olvido, se le cruza, en la noche, un piadoso ermitaño, que es el mismísimo demonio, con máscara de "ángel de luz". En aquel paraje fluvial de "Errota-bidea" le detiene y le habla una trifulca por su honra: que su mujer ha holgado con un mozo de servicio mientras él se partía el pecho en las duras batallas. "Este mismo plenilunio lo puedes comprobar, si te aceleras", le dice.
Y encendida su sangre hasta cegarle los ojos, pica a su caballo, que trota jadeante por la val de Goñí hasta el palacio, hasta la cámara. Tienta su mano fuerte dos personas en el lecho. El corazón se le rompe en una locura de latidos. Secamente gime don Teodosio, sin amor y sin lágrimas, por la limpieza de su nombre nada más. Y con furor de loco descarga golpes febriles de su espada sobre los adúlteros, hasta que los resplandores de la sangre caliente le hacen volver en sí. La amanecida cuelga de los tejados del caserío una brazada de rosas, que picotean alegres las golondrinas; y lloran los ángeles, asomados a las nubes, la perdición del caballero. Don Tedosio huye delatado por la luz. Pero allí, en la pradería, se topa con doña Constanza, que se le echa a los brazos, sobre el corazón, gritándole el gozo de su regreso. ¡Qué dramático instante, que le revela, de un golpe, toda la magnitud de su parricidio! Porque es navarro el caballero, creyente y piadoso, se hace camino de Roma, con larga contrición de leguas, de hambre y sed, de limosneo penitencial y humillante, para alcanzar indulgencia del Pontífice. Tres papas pudieron oír la confesión de don Teodosio —Juan VII, Sisinio y Constancio I—, porque no están de acuerdo las cronologías. Como penitencia pública de su pecado, se le impuso portar una grande cruz, ceñida la cintura de una cadena de argollas de hierro, que, al quebrarse, señalarían, al fin, los perdones del Altísimo.
La serranía de Aralar fue el escenario que eligió el penitente entre las nevascas que silban, por el invierno, espantables sinfonías, ciudadano de las águilas, de los buitres y de los lobos, en una soledad alucinante. Y, a los siete años, otra vez el demonio. Ahora tal como es. Como dragón que, desde su madriguera, salta rabioso para devorar al penitente. Ya tenía el caballero la carne domada y llagada por el cilicio, el alma pura, el corazón endiosado. Y en aquella suprema angustia, se vuelve al arcángel, con un grito de su fe, que rompe la cúpula del cielo: "¡San Miguel me valga!" Y Miguel desciende con su espada infinita para vencer al dragón y romper las argollas de su cintura, regalándole, con su celeste presencia, una curiosa imagen para recuerdo del prodigio y para su culto. El santuario de "San Miguel in Excelsis" es, desde entonces, alma militante de Navarra, que de ahí le viene guerrear las batallas del Señor, con su "ángel" de oro revestido de armadura, pero que no lleva espada, sino que sostiene, con sus manos sobre la frente, la cruz redentora de Cristo.
Nos guarda y nos defiende en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont-Saint-Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte. Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a San Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de San Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.
El cardenal Schuster pensó que el arcángel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de Padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las siete cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.
Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero San Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! Amén".
Dios es el único ser que no tiene historia. Todos los seres creados son, en mayor o menor medida, seres históricos: nacen, evolucionan, mueren. Sólo que la historia de cada uno tiene un signo diferente, según el lugar que ocupe en la jerarquía ontológica. A medida que se asciende de lo inerte a lo sensitivo y de lo irracional al mundo del espíritu, la historia va enriqueciéndose y entrañándose en la esencia misma del ser. Por eso el hombre es el ser más histórico de todos los que pueblan la tierra. Sobre el cimiento de unas pocas tendencias universales y permanentes de su naturaleza, cada hombre participa en la historia general de la humanidad desde un ángulo propio e irrenunciable. Del hombre, y sólo del hombre, cabe hacer biografía. Una piedra, como tal, no tiene biografía, aunque las piedras, en su conjunto, tengan también historia.
Pero ¿y los ángeles? Hay, ciertamente, una historia universal de los ángeles, criaturas de Dios; una historia que ha quedado escrita en los Libros Sagrados, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Los ángeles nacieron de una palabra de Dios. Pronto, rebeldes unos, fieles otros, se bifurcó para siempre su historia colectiva en dos inmensos bloques, de luz y de sombras, de odio y de amor. La inmensa mayoría de los ángeles, espíritus puros, han quedado sin nombre y sin hazañas extremas. Sólo Dios sabe sus nombres y sus papeles en el gran teatro del mundo. Para nosotros son como anónimas estrellas fugaces, que de vez en cuando cruzan el firmamento del espíritu. Así los que se aparecieron a los pastores de Belén, anunciando la paz a los hombres de buena voluntad; el ángel de Getsemaní, que confortó a Cristo en su agonía, el que traspasó de una lanzada el corazón de Santa Teresa; tantos otros, que pusieron un momento de luz en la vida de algunos elegidos de Dios y se desvanecieron para siempre.
Mas hay unos ángeles, muy pocos, que tienen, además de esa historia anónima y colectiva, algo así como una biografía personal. Entre esos pocos, San Miguel, el capitán de las huestes angélicas contra Luzbel; San Rafael, el compañero de peregrinación de Tobías, ocupa puesto preeminente el arcángel San Gabriel.
Por de pronto, San Gabriel tiene uno de los nombres más bellos que ha podido troquelar el lenguaje humano: "hombre de Dios, hombre en que Dios confía"; o también, como San Gregorio glosa, "el fuerte de Dios".
Cuando Dios va a hacer uso de su poder sobre el mundo, en su manifestación más excelsa, la de la Redención, elige como mensaje, como su embajador y plenipotenciario, a este soberano arcángel. Tres veces le vemos surgir corpóreamente en la historia de la humanidad. Se aparece en primer lugar, a Daniel —allá en el año tercero del reinado del rey Baltasar— para revelarle el sentido de la visión del combate entre el carnero y el macho cabrío. Lo hace en figura de varón y sobrecoge al profeta, que, de bruces y espantado, le contempla con un estremecedor anuncio para días lejanos: "Entiende, ¡oh hijo del hombre!, esta visión, que es para el tiempo final" (Dan. 8,15ss.). Pero aún recibirá Daniel una nueva visita del celestial mensajero, al iniciarse el imperio de Darío; y en ese encuentro se traslucirá la inmensa profundidad de la misión que Dios confía al arcángel. Mientras el profeta está postrado ante Yahveh, en ayuno, saco y cenizas, al caer la tarde, rogando y confesando sus pecados y los pecados de su pueblo y presentando su oración al Señor "grande y terrible", irrumpe Gabriel en raudo vuelo y silueta de hombre, y le anuncia las setenta semanas decretadas por Dios sobre el pueblo y su ciudad santa para expiar la iniquidad, traer la justicia eterna y ungir al Santo de los santos: "siete semanas y setenta y dos semanas hasta la llegada del Mesías príncipe" (Dan. 9,1ss.).
Cuando ese plazo de Dios se cumple, el arcángel San Gabriel vuelve a la tierra con perfil de mancebo, penetra en el gran templo de Jerusalén y llega a Zacarías, el sacerdote del turno de Abías, desposado con Isabel, la hija de Aarón. El temor sobrecoge y turba al venerable sacerdote mas el arcángel le tranquiliza y anuncia que su oración ha sido escuchada: su mujer le dará un hijo, a quien pondrán por nombre Juan, y será gozo y alegría para él y para muchos, grande a los ojos del Señor y lleno del Espíritu
Santo desde el seno de su madre. Un hijo precursor del Señor de Israel que volverá a los rebeldes a la prudencia e los justos y preparará al Señor un pueblo debidamente dispuesto. Zacarías no acierta a comprender cómo le llegará ese regalo, en que se cifra la ilusión de toda su vida. El ya es viejo y su mujer estéril y avanzada en sus días. Pero el ángel le abre la inmensa perspectiva del misterio: "Yo soy Gabriel, que asisto ante Dios y he sido enviado para hablarte y darte estas buenas nuevas." Desde ahora Zacarías permanecerá mudo hasta el día en, que se verifique el prodigio, por no haber dado fe a las palabras del enviado, que se cumplirán a su tiempo. Escasos meses tendrán que transcurrir para que la familia de Zacarías se alegre con la realización de la promesa y para que un más extraordinario acontecimiento conmueva al pueblo de Israel (Lc. 1,5ss.).
Va a sonar la hora que el arcángel anunció al profeta Daniel. Y en esa hora retornará por tercera vez Gabriel a Palestina para consumar la más alta embajada que jamás conocieron los siglos: el anuncio de la encarnación del Verbo a la Virgen María.
Tres rastros de luz nos permiten vislumbrar la suprema hermosura de ese momento; uno, en los lienzos de Fra Angélico; otro, en las páginas evangélicas de San Lucas; un tercero, en el pensamiento teológico de Santo Tomás.
Estos tres rastros son palabra hecha luz; luz que es calor y perfil de amanecer, Verbo encarnado y verdad de salvación. Porque el arcángel Gabriel es el portador de la palabra omnipotente, el gran mensajero, el primer embajador de Dios a los hombres.
Contemplemos la escena de su mensaje con nuestros ojos del cuerpo, poniéndolos sobre la tabla del Angélico. A la izquierda, entre el verde follaje del paraíso perdido, Adán y Eva, la primera pareja humana, que se aleja bajo la pesadumbre de su culpa. Arriba, sobre una ráfaga de oro, el Espíritu divino, y a la derecha, bajo una tenue y transparente luz de amanecer, el inefable espectáculo de la reconciliación entre Dios y la naturaleza humana, que se anuncia en el saludo del ángel, bajo la bóveda azul, tachonada de estrellas de oro, sin más testigo que la golondrina silenciosa sobre la barra de hierro entre las esbeltas columnas. El arcángel se inclina reverente ante la Virgen con sus brazos cruzados. Hay en él una armonía de amapolas y de trigo maduro; hay en Ella un juego de rosas y azul. La ráfaga luminosa del Espíritu toca apenas las alas y la aureola del arcángel y besa el pecho inmaculado de la doncella, que acepta el mensaje. Todo es elegancia, suprema elegancia de cuerpo y de espíritu, que es el signo de lo angélico.
Para poner sonido de este mudo cuadro de colores divinos, se nos acerca San Lucas y nos repite con sobrecogedora sencillez las palabras del arcángel.
Gabriel, enviado por Dios a Nazaret de Galilea, está ante María, la Virgen desposada con José, el varón justo de la casa de David. Y entrando a ella le dice: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo." Se turba la Doncella al oír estas palabras y busca el significado de la desconcertante salutación. Y el ángel la serena: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin."
María, suavemente, pregunta: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" Y el ángel descorre el velo del inmenso enigma: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios." María, rendida y humildemente, acepta: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra." El ángel parte. La Redención ha comenzado. La misión, del embajador ha quedado soberanamente cumplida (Lc. 1,26ss.).
Pero a los hombres —a estos pobres seres que somos los hombres— nos quedan, atenazantes, unas cuantas preguntas. Para que Dios viniera al mundo a redimirnos, ¿era necesario este insólito anuncio a la Santísima Virgen, a través de un arcángel? ¿No había sido ya objeto de una profecía de predestinación el misterio de la Encarnación del Mesías en el seno de una Virgen? Y si la Virgen María tenía esa fe en la Encarnación y creía en ella con invencible certeza, como indiscutiblemente creía, ¿para qué el anuncio a través de un ángel? Aún más: si concebir en el espíritu es algo superior a concebir en el cuerpo, y son muchas las almas santas que conciben espiritualmente, ¿para qué era necesario y cómo fue posible que la Virgen de las vírgenes recibiera esa noticia de boca de una criatura, aunque fuera arcángel? La mente, a la vez poderosa y angélica de Santo Tomás de Aquino, se hace problema de estos misterios y nos abre perspectivas de luz (Summa Theologica 3 q.30). La anunciación a María era necesaria, no con necesidad absoluta, pero sí con necesidad relativa, de conveniencia, porque la unión del Hijo de Dios a María debía hacerse gradualmente y porque antes que concibiera a su Hijo en la carne, el espíritu de la Virgen tenía que estar advertido de la insondable maravilla. Con razón San Agustín ha podido decir que María fue más feliz al abrazarse a la fe en el Cristo que se le anunciaba, que al concebirlo en su carne. Pero, además, al ser instruida por Dios del gran misterio a través del ángel, se transformaba la Virgen Madre en el testigo más seguro y podía ofrecer a Dios, sin demora, el don voluntario de su ofrenda, de su entrega y servicio, que dejaba sellado, externa y solemnemente, el matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana entera.
Pero por qué ese anuncio tenía que hacerse a través de un ángel? Si Dios se revela directamente, sin intermediario, a los ángeles supremos y si María está por encima de todos los ángeles, ¿por qué no le haría Dios directamente a Ella la revelación del misterio? De otro lado, si en el orden humano establecido por Dios, las mujeres, como enseña San Pablo, deben ser instruidas de las realidades divinas por sus esposos, ¿por qué el misterio de la Encarnación no fue anunciado a la Virgen bienaventurada a través de San José, en vez de serlo por mediación del arcángel? Y aún más: Si Dios eligió a un ángel para transmitir su palabra, ¿no debía haber sido uno de los ángeles de la jerarquía suprema, la de los serafines? Sin embargo, el texto revelado de San Lucas es inequívoco: Dios eligió precisamente a un arcángel, al arcángel Gabriel, para ser su mensajero en la Anunciación a María. Y convenía que así fuese por tres razones principales, que desgrana el genio teológico de Santo Tomás.
Dios, en su plan, de gobierno del universo, reveló los misterios a los hombres por medio de los ángeles. El arcángel Gabriel dio a conocer a Zacarías el próximo nacimiento de su hijo, el profeta Juan, y el mismo arcángel completaría el anuncio revelando a María el misterio por excelencia de la Encarnación del Verbo.
En segundo lugar, la humanidad debía ser regenerada por Cristo. Si un ángel de obscuridad, bajo forma de serpiente, causó la perdición de la primera mujer, convenía que un ángel de luz restaurara la paz entre la humanidad y Dios a través de otra mujer: la Virgen María.
Por último, esa virginidad misma de la Madre de Dios requería que fuese un ángel el que le anunciara la Encarnación porque la vida de las vírgenes es como una vida de ángeles sobre la tierra y aunque la que había de ser Madre de Dios era ya superior a los ángeles por la dignidad a la que había sido divinamente elegida, sin embargo, su estado de vida presente, de vida corpórea, la hacía inferior a ellos y entraba dentro de la armonía de los planes divinos que fuese un ángel quien se acercase a ella para anunciarle la Buena Nueva. Y ese ángel no tenía por qué pertenecer a la jerarquía suprema de los serafines, sino ser el primero del orden de los arcángeles, porque a los arcángeles les corresponde la misión de intermediarios, de mensajeros entre Dios y los hombres. Y Gabriel —recordemos— es, por su nombre mismo, "el fuerte de Dios". ¿Quién mejor que él para anunciar a una criatura humana Que llegaba a la tierra el Señor de todo poder y de toda verdad?
Todavía puede asaltarnos una duda o reproche: ¿por qué Gabriel, el ángel anunciador, tomó forma corpórea para aparecerse a la Virgen? ¿No hubiera sido más alta una visión espiritual o, a lo más, una visión imaginativa, como la de San José durante su sueño? ¿No se hubiera evitado así la turbación que, según el Evangelio mismo de San Lucas, produjo a la Virgen la aparición corporal del ángel? Sin embargo, la revelación no nos permite dudar de que el arcángel Gabriel se apareció en forma corpórea a la Virgen María, con rostro rutilante, vestido resplandeciente, en, actitud admirable, según le describe San Agustín: "Facie rutilans, veste coruscans, incessu mirabilis."
Podía, en verdad, haberse dado una visión espiritual o imaginativa, pero había, según el Doctor Angélico, poderosas razones de conveniencia para que la aparición fuese bajo forma corpórea. Primero, por el mensaje mismo, Ya que lo que en ángel venía a anunciar era la encarnación de un Dios invisible y esta idea se hacía más clara y rotunda si una criatura invisible, como un arcángel, tomaba forma visible al acercarse a la mujer elegida entre todas las mujeres para ser Madre de Dios.
Segundo, por la dignidad misma de la Virgen Madre que había de recibir al Hijo de Dios no sólo en su seno corporal, sino también en su espíritu; y para ello importaba que sus sentidos exteriores fuesen reconfortados, al mismo tiempo que su espíritu, por una aparición angélica.
Finalmente, para que el extraordinario mensaje lograra el necesario grado de certeza, era conveniente que llegara al espíritu por vía de los sentidos, ya que el ser humano capta con mayor seguridad lo que ven sus ojos que lo que forja su imaginación.
Y no importa que esa aparición corpórea produjera turbación en la Virgen. Siempre que una fuerza superior del espíritu actúa sobre nuestras vidas, sea a través de visiones imaginativas o de apariciones sensibles, experimentamos turbación. Pero eso es motivo de honor y no de humillación, porque ese estremecimiento en las potencias inferiores tiene precisamente por causa el hecho de la elevación del espíritu a un plano más alto. Y, además, en el caso de la Virgen María, la turbación no fue de duda —como la de Zacarías frente al mismo arcángel Gabriel—, sino de humildad y pudor, y mereció la inmediata palabra tranquilizadora del mensajero: "Ne timeas", "No temas", y la plena revelación del misterio. Santo Tomás subraya agudamente —glosando a San Lucas— que lo que turbó a la Virgen no fue la vista del ángel corpóreo, sino el insondable mensaje que brotaba de sus labios; un mensaje que el arcángel cumplió en un orden perfecto, consecuente con la triple finalidad de su misión. Gabriel tenía que poner al espíritu de la Virgen en actitud de expectativa ante una gran realidad; y por ello la saluda con un saludo nuevo e insólito, al llamarla "llena de gracia", y al decir que el Señor está con Ella y que es bendita entre todas las mujeres. Además, el ángel debía instruir a la Virgen en el misterio de la Encarnación que iba a tener lugar en Ella, y lo hace con las delicadas palabras de que "concebirá en su seno" y de que "el Espíritu Santo vendrá sobre Ella". Y, por último, el ángel debía obtener del corazón de la Virgen una palabra de consentimiento, y para lograrla, evoca el ejemplo de su prima Isabel, grávida en su ancianidad, y, sobre todo, descorre el velo del misterio de la omnipotencia divina.
Esta es la breve y divina historia del arcángel Gabriel. Su palabra vence al tiempo y nos llega viva a nosotros cada vez que releemos el relato evangélico o que rememoramos la figura del enviado del Señor. Una palabra que nos abre los oídos del espíritu al ser último de todas las cosas; palabra de fe en el Dios Omnipotente. Una noticia que nos abre, como a la Virgen María, los ojos del alma a la belleza de la patria que no vemos; palabra de esperanza en la promesa, que garantiza con su sacrificio y con su redención el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho Hombre en las entrañas de María. Un mensaje, por último, que nos abre el corazón, nuestro duro corazón de piedra, al latido del amor; palabra de caridad enardecida por el Espíritu, que liga al cielo y la tierra, al hombre con Dios.
¡Oh tú, arcángel San Gabriel, embajador de Dios, patrono de todos los embajadores y mensajeros de la tierra, de todos los que tienen que cumplir misiones cerca de los hombres; tú a quien contemplamos amorosamente en silencio, empújanos a ser incansables heraldos de la pureza y de la humildad de María y de la realeza y la magnanimidad de Dios!
Divisar desde las sombras del destierro las cimas celestes, coronadas de luz, y hallar allí quien interceda por nosotros ante el Altísimo y quien descienda para llevarnos de la mano hacia las alturas, será siempre entre los cristianos una fuente de consuelos y esperanza. Venimos de Dios y a Dios caminamos: pero no solos, sino en compañía de ángeles que nos guardan e iluminan. El Apocalipsis los describe incensando el trono de Dios y poniendo sobre el altar de oro las oraciones de todos los santos (Apoc. 8,3). Las cuales, en olor de suavidad y de incienso suben entremezcladas con las oraciones de Aquel que, según la frase de San Pablo, vive siempre para rogar por nosotros (Hebr. 7,25).
¿Quiénes son estos ángeles? Uno de ellos, San Rafael nos lo va a revelar, al mismo tiempo que contemplamos su paso visible y su paso invisible por la tierra. Situemos estas páginas mirando a la remota lejanía. Setecientos veinte años antes de Jesucristo. Reinan en Nínive Salmanasar V y después Sargón II. San Rafael acompaña a Tobías en el viaje: nosotros le acompañaremos a él muy de cerca, porque las huellas de sus pies y los pliegues de su manto han quedado prendidos en uno de los libros sagrados más deliciosos que han leído los hombres.
En el libro de Tobit pensaría, sin duda, San Pablo cuando escribió: "¿No son todos los ángeles espíritus ministrantes, enviados para el servicio en favor de aquellos que han de alcanzar la herencia de la salud?" (Hbr. 1,14).
¡Cuán maravillosamente realiza el arcángel San Rafael este ministerio del espiritu! Sobre todo en lo referente a la piedad, a la caridad, a la pureza del matrimonio y a la santificación de la familia.
Al despedirse San Rafael revelará en casa de Tobit el misterio de su misión. Y el joven Tobías traza este resumen del ministerio angélico: Porque él me llevó y me trajo sano, él cobró el dinero de Gabaelo, él hizo que yo tuviera mujer, y él alejó de ella el demonio, ocasionó gozo a sus padres, y a mí mismo me liberó de ser devorado por el pez; a ti, además, hizo ver la luz del cielo y por él hemos sido colmados de todos los bienes. En correspondencia a esto, ¿qué le podemos dar que sea digno? (Tob. 12,3).
Los "bienes' derramados sobre los dos Tobías corren paralelos y tienen un fundamento común: premiar una familia santificada, preparar un matrimonio santificador. San Rafael desciende del cielo para premiar la virtud del anciano Tobías, sobre todo su heroica caridad, para aliviarle en su tribulación y curarle su ceguera. Él es la "medicina de Dios". A Tobit le descubre el secreto de la muerte de los siete maridos de Sara, le enseña la pureza y fecundidad del matrimonio, y tapa una fosa preparada para enterrar las rosas de la cuna la misma noche de las bodas (Tob. 8, 1 1-1 5 ).
Tobit pertenece a la tribu de Neftalí, vive los días aciagos de la ruina de Israel, sufre la invasión de los enemigos de su pueblo y marcha cautivo a Nínive bajo el vasallaje de los asirios. Pierde la anchura de la libertad, pero día a día recorre los caminos de la verdad y de la justicia (1,3).
Era niño, y ninguna niñería se descubría en sus obras; sonreiale ante Dios la vigorosa y lozana juventud. Mientras vive en su patria sube a Jerusalén, visita el Templo, adora al Señor Dios de Israel y le ofrece sus décimas con entera fidelidad. Ya casado, tiene un hijo y le impone también el nombre de Tobías, y le enseña desde la infancia el santo temor de Dios (1,4-10).
Las virtudes de Tobit se abrillantan entre las inclemencias del destierro. No se contamina con la impiedad de los ninivitas. Mientras soplan vientos favorables en tiempo del rey Sargón favorece a sus hermanos de cautiverio, los visita, los socorre y les presta dinero, como a Gabaelo, según veremos pronto. De sus manos brotan continuamente los alimentos, los vestidos, las medicinas y el dinero en favor de los necesitados. Entierra a los muertos, incluso jugándose la vida, porque, muerto Sargón, Senaquerib le persigue a muerte (1,11-23). Mas, si arrecia el ciclón, arrecia también su caridad; y Tobit, temiendo más a Dios que al rey, recoge cadáveres de sus hermanos de patria y de destierro, los oculta en su casa y durante la noche los entierra (2,9).
No tardó en llegar de nuevo la hora de la "tentación", permitida por Dios para dejar a la posteridad admirables ejemplos de paciencia. Tobit se queda completamente ciego de una manera inesperada. En pos de la ceguera vienen los insultos, la incomprensión, las burlas. Mas ni se queja de la ceguera ni se enoja con la fea conducta de parientes y de amigos (2,11-23).
Acude al Señor, ora con lágrimas en su acatamiento y exclama: "Justo eres, Señor, y justos son tus juicios: hágase conmigo tu voluntad, porque más me conviene morir que vivir" (3,1-6).
¡Cerrados estaban los ojos de la cara de Tobit, pero muy abiertos los de su espíritu! En éstos se estaba mirando desde el cielo el arcángel San Rafael, y muy pronto, como médico enviado por Dios, se miraría también en la luz de aquellos!
Pero ¿moriría Tobit? Ante la posibilidad de un desenlace inminente llama Tobit a su hijo Tobías, encargándole que vaya a Ecbatana —la Ragés de la Vulgata—. Vivia allí su pariente Gabaelo, a quien hacia tiempo habia prestado Tobit diez talentos de plata. Habia llegado, pues, el momento de cobrar la suma prestada, antes que se echasen encima las sombras de la noche.
Al recibir Tobías el encargo replica: "Haré, padre mio, cuanto me mandas. Mas no conozco a Gabaelo ni tengo idea del camino" (4,1; 5,1,4).
No lo recorrería él solo fácilmente. Ecbatana distaba de Nínive 700 kilómetros. ¿No se prestaria algún "varón fiel" a acompañarle mediante la merecida recompensa?
Apenas ha dado los primeros pasos Tobías le sale al encuentro un joven "espléndido", ceñido de su manto y en actitud de caminante. No cae en la cuenta Tobías de hallarse ante un ángel de Dios—San Rafael en persona—, como lo revelará más tarde. Desde el primer momento roba todas las simpatías del joven. Es el compañero ideal de viaje.
—¿De dónde procedes, simpático joven?—pregunta Tobías. —De los hijos de Israel. —¿Conoces el camino de Media? —Lo conozco, lo he recorrido muchas veces, y he vivido con Gabaelo, "nuestro hermano".
Salta de júbilo Tobías, y sin poderse contener le dice a San Rafael: —Aguarda un momento; voy a,comunicárselo a mi padre.
El cual, no menos gozoso que el hijo, llama al ángel, que le saluda así: —Alegría siempre para ti. —¿Qué alegría puede haber para mi, si vivo en tinieblas y no veo la luz del cielo?—replica el ciego Tobit.
Anúnciale entonces el ángel que curará, que cobrará la deuda a Gabaelo, que acampañará a su hijo, y se lo devolverá sano y salvo. A las preguntas de Tobit sobre su persona y su linaje, San Rafael responde con piadosas evasivas, hasta terminar este diálogo con la frase, tan inocentemente expresiva, de Tobit: —Buen viaje, Dios os guíe en vuestro camino, y su angel os acompañe (5,5-21).
Avanzaba bordeando las orillas del Tigris. Bañándose cierto día en sus aguas, un enorme pez se abalanza sobre Tobías para devorarle. Asustóse, y entonces San Rafael le indica que, sin miedo ninguno, agarre al pez (6,4-6): —Desentráñalo, y guarda su corazón, la hiel y el hígado, pues son cosas muy útiles para medicinas (6,5).
¿Cuál seria su aplicación? San Rafael responde: —Si pusieres sobre las brasas un pedacito del corazón del pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, con tal eficacia que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos que tuvieren alguna mancha o nube, con lo que sanarán.
Los acontecimientos sellarán más tarde el acierto de estas observaciones.
Era necesario hacer un alto en el camino. ¿En donde? Todo lo tiene previsto el ángel, y, al contestar, entra de lleno en el asunto que más había de interesar a Tobías. Oigamos sus palabras: —Aquí hay. un hombre, llamado Raquel, pariente tuyo, de tu misma tribu, el cual tiene una hija llamada Sara; ni tiene otro varón ni hembra fuera de ésta, —Pero he oído—replica Tobías—que se ha desposado con siete maridos, y que han fallecido todos; y aun he oído decir que un demonio los ha ido matando. Temo, pues, no sea que también me suceda a mi lo mismo, y que, siendo yo hijo único de mis padres, precipite su vejez al sepulcro con la aflicción que les ocasione.
—Oyeme—añade el ángel Rafael—, escúchame, que yo te enseñaré cuáles son aquellos sobre los que tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio, que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión, como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, ésos son sobre los que tiene poder el demonio. Mas tú, cuando la hubieres tomado por esposa, entrando en el aposento no te llegarás a ella en tres días; y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma noche, quemado el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la segunda noche serás admitido en la unción de los santos patriarcas. En la tercera alcanzarás la bendición, para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la tercera noche te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia, a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abraham.
En casa de Ragüel reciben a los viajeros con alborozo; corren lágrimas de alegría y se les prepara el banquete. Antes de comenzarlo indica Tobías su firme propósito de casarse con Sara. Hay estupor general en los asistentes, y el padre de Sara no acierta con la respuesta. Interviene entonces el ángel y le dice: —No temas dar a tu hija por esposa de Tobías, puesto que con este joven temeroso de Dios es con quien debe casarse, y no hay otro que la merezca.
Convencido Ragüel con estas palabras, accede gustoso a las bodas. Juntan, pues, los jóvenes sus diestras, firman el acta matrimonial, celebran un banquete y se piden para ellos las bendiciones del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (7,1-17).
Correspondía ahora a Ana preparar la habitación de los nuevos esposos. Cuando entró en ella su hija Sara la madre rompió a llorar. ¿Qué suerte correría aquella noche su hija? ¿Cómo terminará Tobías, después del desastrado fin de los siete maridos anteriores? Afortunadamente no se había olvidado de los consejos de Rafael, y, sacando de su alforjilla el pedazo de hígado y corazón, púsolo sobre unos carbones encendidos. Entonces el ángel Rafael cogió al demonio y le confinó en el desierto del Egipto superior.
Con esta protección tan visible de la divina Providencia, por ministerio de San Rafael, quedan aseguradas la felicidad y santidad de los nuevos esposos. Tres noches pasan en oración. Tobías dice: —Tú sabes, Señor, que no me he casado con Sara por lujuria, sino por amor de una posteridad en la cual será bendito tu nombre por los siglos de los siglos.
Y Sara oraba así: —Compadécete, Señor; compadécete de nosotros, y haz que lleguemos sanos a la ancianidad (8,4-10).
Hay una escena encantadora y de un patético realismo. Cerca del canto de los gallos, Ragüel y sus criados preparan, no lejos del lecho de bodas, la tumba. Una muchacha se encarga de asomarse y ver si ha muerto ya el octavo marido. Comprobado que duermen tranquilamente, el suegro ordena que se tape la tumba antes que amanezca (8,1 1-16).
Ragüel y Ana entonan un himno de acción de gracias al Señor Dios de Israel. No ha muerto el esposo, como se temían, y ante tanta misericordia todas las gentes confesarán que el Dios de Israel es el solo Dios en toda la tierra,
Siguen los convites para la familia y los amigos; en pos del convite los espléndidos donativos de los padres y las cariñosas porfías para que permanez,can con ellos los esposos dos semanas. Mas el viaje no ha terminado. ¿Cómo llegar hasta Ecbatana y cobrar la deuda de Gabaelo?
Para el ángel del Señor no existen dificultades. Rafael, acompañado de cuatro criados, se encarga de ir a Ecbatana; y no sólo realiza cumplidamente el encargo y cobra la suma prestada, sino que, además, convida a Gabaelo, por encargo de Tobías, a regresar con él y acompañar a los nuevos esposos en la felicidad de sus bodas (c.9).
Entretanto pasan días y los nuevos esposos no regresan. Ana y Tobit se ponen en lo peor y llegan a sospechar si Gabaelo habrá muerto y tal vez el mismo Tobías. ¿A qué obedece tanta tardanza? Ambos lloran con lágrimas irremediables. La madre no se consuela con nada, sino que a diario corre los caminos por donde algún día había de regresar su hijo. Sus ayes los escuchan todos los vecinos: —¡Ay, ay de mí, hijo mío!; ¿para qué te dejamos marchar, oh lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra ancianidad, consuelo de nuestra vida y esperanza de nuestra prosperidad?
Esta amargura e impaciencia ya la preveía Tobías. Por eso no accede a la proposición de su suegro, que insistía en el retraso de la vuelta. Por tanto, se concierta el viaje y se entregan a los recién casados cuantiosos bienes como dote de matrimonio. A Sara le recomiendan sus padres, entre ósculos de despedida, que honre a sus suegros, ame a su marido, cuide de la familia, gobierne la casa y permanerca en todo irreprensible.
—Que el ángel santo del Señor—dice Ragüel—os acompañe en el camino y os conserve incólumes (c.10). Caminan delante San Rafael y Tobías; éste, por consejo del ángel, lleva consigo la hiel del pez. La necesitarán muy pronto. Oigamos ahora a Rafael hablando con Tobías en el camino.
—Apenas entres en tu casa adora al Señor tu Dios, y, dándole gracias, acércate a tu padre y dale un ósculo. E inmediatamente unge sus ojos con la hiel del pez; y sábete que entonces se abrirán sus ojos y verá tu padre la luz del cielo y se gozará contemplándote con sus ojos.
Realizóse todo esto al pie de la letra. Al ciego Tobit se le enredan los pies y tropieza al salir al encuentro de su hijo. Se abrazan, se besan, lloran y bendicen al Señor. Tobías unge en seguida con la hiel del pez los ojos de su padre y poco después recobra Tobit la vista, exclamando lleno de alegría: —Te bendigo, Señor Dios de Israel, porque Tú me has probado y Tú me has salvado; y he aquí que ya veo a Tobías, mi hijo (c.11).
No es para descrito el júbilo de toda la familia a lo largo de siete días de fiestas familiares, en las que participaron padres e hijos por tan venturosos acontecimientos. ¿Qué parte tomó en las alegrías de la familia el providencial acompañante de Tobías en el camino? ¿Quién era el misterioso personaje?
Cuantos le han tratado estímanle por un santo varón e insuperable amigo. No pasan de ahí. Habrá, pues, que preparar una recompensa digna de su persona y de sus servicios. Pero ¿cuál? Se lo preguntan mutuamente padre e hijo y no dan con la solución. Toda recompensa les parece pequeña. Al fin insinúa Tobías a su padre la necesidad de rogar a San Rafael que acepte la mitad de los bienes que ha traído.
Y diciendo y haciendo, llaman aparte al gentil acompañante y le proponen la idea. He aquí la deliciosa respuesta:
—Bendecid al Dios del cielo y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno, y el dar limosna mucho mejor que tener guardados los tesoros de oro; porque la limosna libra de la muerte y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad son enemigos de su propia alma. Por tanto, voy a manifestaros la verdad, y no quiero encubriros más lo que ha estado oculto. Cuando tú orabas con lágrimas y enterrabas a los muertos y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, yo presentaba al Señor tus oraciones. Y, por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación o aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte a ti y a libertar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy el ángel Rafael, uno de los siete espíritus principales que asistimos delante del Señor (12,6.15).
Caen trémulos de emoción los dos Tobías a los pies del ángel, que se despide de ellos con las siguientes palabras:
—La paz sea con vosotros; no temáis, Pues que, mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado; bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros: mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros, empero, bendecid a Dios y anunciad todas sus maravillas (12,17-20).
Y pronunciando estas frases desapareció de su presencia... Mas para continuar siendo la medicina de Dios en la historia de las almas de una manera eficacísima, aun cuando invisible. Las cofradías se honran con su patronato, Córdoba le recuerda en cada una de sus páginas cristianas, muchos fieles emprenden los viajes bajo su protección, San Juan de Dios apoya su caridad en la caridad del arcángel.
En el cántico de cisne de Tobit, en su visión de la ruina de Niinive y restauración de Jerusalén, en su pía ancianidad de ciento dos años, en su testamento espiritual, exaltando la justicia del Señor y las excelencias de la limosna, y en la última mirada de sus ojos se reflejó con arreboles de gloria la figura angélica de San Rafael.
SAN MIGUEL ARCÁNGEL
Nunca podríamos imaginar un ángel guerrero, con su rodela al brazo, la cota bien ajustada, abierta la espada en orden de combate. Pero tampoco ciertos ángeles de una estatuaria dulzona, con muchas cintas y bucles mujeriles, en un porte impropio de criaturas tan excelsas. Eugenio d'Ors, en sus Glosas que se escriben los lunes, concebía muy varonil al ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido. Pero, al mismo tiempo, leve y sutil, asomada a sus ojos de luz toda la sabiduría de un espíritu celeste. No son apetecibles los ángeles de Denís, ni siquiera los de Beuron, y mucho menos los que Rohault inscribe sombríamente en feos dramas humanos. Sólo en las ventanas de algunas abadías y catedrales hay ángeles vivos, que al trasluz del sol arden en un fuego de oro y se hacen llama encendida y adorante al Altísimo. Y, sobre todos, aquel ángel que hay en la Toscana anunciando la encarnación a María. Pues, a pesar de los lujos que le pintó Fra Angélico en la túnica, y en la pedrería que le transfigura las alas, está allí, digno y sereno, delante de la Señora, angelizando su embajada, la turbación de la Doncella y los nardos que crecen entre la ternura del paisaje. Pero un ángel guerrero, ¿cómo?
Fueron creados de la nada, puros espíritus —inteligentes, amorosos, libres—, domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía —querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles—, componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo. San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las doce puertas, con doce ángeles, que son las doce tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?
San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz. "Lucifer: El-Que-Lleva-la-Luz". Hijo y oriente de la aurora. (Os aviso que esta criatura extraordinaria puede perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros.) Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. "Subiré a los cielos —grita— y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir." Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.
Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.
Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses". Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas dos "economías" de que nos habla San Pablo la de Jesucristo y la de Satanás. Los dos nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,
Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la santa Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones". La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y San Miguel se lo impide velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.
Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.
El Sacramentario Leoniano y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel, con una basílica, perfectamente localizada en el séptimo miliario de la vía Salaria, y con la consagración de cinco misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. Es muy suyo este ministerio de medicinal tutela. Ana Catalina Emmerich ha visto al demonio soplar vientos huracanados, ensoberbecer las aguas de los océanos, perturbar el buen aire inocente con pestilencias y cóleras. Se entrega a tan malignas extravagancias porque tiene el triste y deslucido empeño de destruir toda la hermosura creada, como adversario de Dios, enemigo del hombre y dragón.
Por ser dragón el demonio, habita espeluncas enmarañadas, montes áridos y solitarios, donde urde sus sorpresas y sus trapacerías. Y así el arcángel no tiene más remedio que descender a esas moradas infernales para abatirle y vencerle. Os quiero referir dos estupendas apariciones en esos escenarios rurales, que además nos perfilan datos muy luminosos de su augusta persona.
El templo de su nombre, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 de mayo del 663. Pero las lecciones históricas del Breviario unen el triunfo castrense con un suceso de gusto medieval, muy conectado con estas espeluncas del demonio de que os hablaba. Y fue que un toro se desmanda de su manada, y se le busca día y noche por los pastores. Le encuentran, al fin, en una escondida gruta, pero inmóvil, como poseído por el maligno. Un arquero, más audaz, le dispara su flecha para removerlo del embrujo. Y entonces el prodigio de retornar la flecha al que la disparó, malhiriéndole. Lo sobrenatural del caso acongoja de miedo a estas sencillas gentes montañesas. Ayunos, plegarias, procesiones penitenciales. Y al tercer día, San Miguel se aparece al obispo, declarándole que se edifique, en la cueva, un templo al Señor y en memoria de sus ángeles. Cuando los sipontinos alcanzan la espelunca, crece el asombro, pues encuentran allí dispuesto ya un edículo como oratorio, donde el prelado inicia el culto a San Miguel, que luego corre por todo el mundo creyente y fervoroso de la Edad Media.
Pero en la serranía navarra de Aralar encontraremos al arcángel, definido en toda su dimensión militante, a la defensa del hombre. No precisan los historiadores por qué bajó a la guerra de Pamplona el muy esforzado y noble caballero don Teodosio de Goñi. Pudo coincidir con el asedio de los judíos, aliados con los árabes; las incursiones de la morería o acaso las luchas contra los godos, porque el suceso acontece en los días del rey Witiza, a los principios del siglo VIII. Por su casamiento con doña Constanza de Butrón, acreció el caballero riquezas y pergaminos. Era mujer de muy cuidada honestidad y hermosura, al punto que hizo venir a los padres de don Teodosio al palacio de Goñí para velar amorosamente la ausencia, concediéndoles, incluso, la propia cámara nupcial. Cuando retorna de su campaña el caballero, dando al amor sus triunfos y a los odios de la guerra olvido, se le cruza, en la noche, un piadoso ermitaño, que es el mismísimo demonio, con máscara de "ángel de luz". En aquel paraje fluvial de "Errota-bidea" le detiene y le habla una trifulca por su honra: que su mujer ha holgado con un mozo de servicio mientras él se partía el pecho en las duras batallas. "Este mismo plenilunio lo puedes comprobar, si te aceleras", le dice.
Y encendida su sangre hasta cegarle los ojos, pica a su caballo, que trota jadeante por la val de Goñí hasta el palacio, hasta la cámara. Tienta su mano fuerte dos personas en el lecho. El corazón se le rompe en una locura de latidos. Secamente gime don Teodosio, sin amor y sin lágrimas, por la limpieza de su nombre nada más. Y con furor de loco descarga golpes febriles de su espada sobre los adúlteros, hasta que los resplandores de la sangre caliente le hacen volver en sí. La amanecida cuelga de los tejados del caserío una brazada de rosas, que picotean alegres las golondrinas; y lloran los ángeles, asomados a las nubes, la perdición del caballero. Don Tedosio huye delatado por la luz. Pero allí, en la pradería, se topa con doña Constanza, que se le echa a los brazos, sobre el corazón, gritándole el gozo de su regreso. ¡Qué dramático instante, que le revela, de un golpe, toda la magnitud de su parricidio! Porque es navarro el caballero, creyente y piadoso, se hace camino de Roma, con larga contrición de leguas, de hambre y sed, de limosneo penitencial y humillante, para alcanzar indulgencia del Pontífice. Tres papas pudieron oír la confesión de don Teodosio —Juan VII, Sisinio y Constancio I—, porque no están de acuerdo las cronologías. Como penitencia pública de su pecado, se le impuso portar una grande cruz, ceñida la cintura de una cadena de argollas de hierro, que, al quebrarse, señalarían, al fin, los perdones del Altísimo.
La serranía de Aralar fue el escenario que eligió el penitente entre las nevascas que silban, por el invierno, espantables sinfonías, ciudadano de las águilas, de los buitres y de los lobos, en una soledad alucinante. Y, a los siete años, otra vez el demonio. Ahora tal como es. Como dragón que, desde su madriguera, salta rabioso para devorar al penitente. Ya tenía el caballero la carne domada y llagada por el cilicio, el alma pura, el corazón endiosado. Y en aquella suprema angustia, se vuelve al arcángel, con un grito de su fe, que rompe la cúpula del cielo: "¡San Miguel me valga!" Y Miguel desciende con su espada infinita para vencer al dragón y romper las argollas de su cintura, regalándole, con su celeste presencia, una curiosa imagen para recuerdo del prodigio y para su culto. El santuario de "San Miguel in Excelsis" es, desde entonces, alma militante de Navarra, que de ahí le viene guerrear las batallas del Señor, con su "ángel" de oro revestido de armadura, pero que no lleva espada, sino que sostiene, con sus manos sobre la frente, la cruz redentora de Cristo.
Nos guarda y nos defiende en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont-Saint-Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte. Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a San Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de San Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.
El cardenal Schuster pensó que el arcángel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de Padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las siete cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.
Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero San Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! Amén".
SAN GABRIEL ARCÁNGEL
Dios es el único ser que no tiene historia. Todos los seres creados son, en mayor o menor medida, seres históricos: nacen, evolucionan, mueren. Sólo que la historia de cada uno tiene un signo diferente, según el lugar que ocupe en la jerarquía ontológica. A medida que se asciende de lo inerte a lo sensitivo y de lo irracional al mundo del espíritu, la historia va enriqueciéndose y entrañándose en la esencia misma del ser. Por eso el hombre es el ser más histórico de todos los que pueblan la tierra. Sobre el cimiento de unas pocas tendencias universales y permanentes de su naturaleza, cada hombre participa en la historia general de la humanidad desde un ángulo propio e irrenunciable. Del hombre, y sólo del hombre, cabe hacer biografía. Una piedra, como tal, no tiene biografía, aunque las piedras, en su conjunto, tengan también historia.
Pero ¿y los ángeles? Hay, ciertamente, una historia universal de los ángeles, criaturas de Dios; una historia que ha quedado escrita en los Libros Sagrados, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Los ángeles nacieron de una palabra de Dios. Pronto, rebeldes unos, fieles otros, se bifurcó para siempre su historia colectiva en dos inmensos bloques, de luz y de sombras, de odio y de amor. La inmensa mayoría de los ángeles, espíritus puros, han quedado sin nombre y sin hazañas extremas. Sólo Dios sabe sus nombres y sus papeles en el gran teatro del mundo. Para nosotros son como anónimas estrellas fugaces, que de vez en cuando cruzan el firmamento del espíritu. Así los que se aparecieron a los pastores de Belén, anunciando la paz a los hombres de buena voluntad; el ángel de Getsemaní, que confortó a Cristo en su agonía, el que traspasó de una lanzada el corazón de Santa Teresa; tantos otros, que pusieron un momento de luz en la vida de algunos elegidos de Dios y se desvanecieron para siempre.
Mas hay unos ángeles, muy pocos, que tienen, además de esa historia anónima y colectiva, algo así como una biografía personal. Entre esos pocos, San Miguel, el capitán de las huestes angélicas contra Luzbel; San Rafael, el compañero de peregrinación de Tobías, ocupa puesto preeminente el arcángel San Gabriel.
Por de pronto, San Gabriel tiene uno de los nombres más bellos que ha podido troquelar el lenguaje humano: "hombre de Dios, hombre en que Dios confía"; o también, como San Gregorio glosa, "el fuerte de Dios".
Cuando Dios va a hacer uso de su poder sobre el mundo, en su manifestación más excelsa, la de la Redención, elige como mensaje, como su embajador y plenipotenciario, a este soberano arcángel. Tres veces le vemos surgir corpóreamente en la historia de la humanidad. Se aparece en primer lugar, a Daniel —allá en el año tercero del reinado del rey Baltasar— para revelarle el sentido de la visión del combate entre el carnero y el macho cabrío. Lo hace en figura de varón y sobrecoge al profeta, que, de bruces y espantado, le contempla con un estremecedor anuncio para días lejanos: "Entiende, ¡oh hijo del hombre!, esta visión, que es para el tiempo final" (Dan. 8,15ss.). Pero aún recibirá Daniel una nueva visita del celestial mensajero, al iniciarse el imperio de Darío; y en ese encuentro se traslucirá la inmensa profundidad de la misión que Dios confía al arcángel. Mientras el profeta está postrado ante Yahveh, en ayuno, saco y cenizas, al caer la tarde, rogando y confesando sus pecados y los pecados de su pueblo y presentando su oración al Señor "grande y terrible", irrumpe Gabriel en raudo vuelo y silueta de hombre, y le anuncia las setenta semanas decretadas por Dios sobre el pueblo y su ciudad santa para expiar la iniquidad, traer la justicia eterna y ungir al Santo de los santos: "siete semanas y setenta y dos semanas hasta la llegada del Mesías príncipe" (Dan. 9,1ss.).
Cuando ese plazo de Dios se cumple, el arcángel San Gabriel vuelve a la tierra con perfil de mancebo, penetra en el gran templo de Jerusalén y llega a Zacarías, el sacerdote del turno de Abías, desposado con Isabel, la hija de Aarón. El temor sobrecoge y turba al venerable sacerdote mas el arcángel le tranquiliza y anuncia que su oración ha sido escuchada: su mujer le dará un hijo, a quien pondrán por nombre Juan, y será gozo y alegría para él y para muchos, grande a los ojos del Señor y lleno del Espíritu
Santo desde el seno de su madre. Un hijo precursor del Señor de Israel que volverá a los rebeldes a la prudencia e los justos y preparará al Señor un pueblo debidamente dispuesto. Zacarías no acierta a comprender cómo le llegará ese regalo, en que se cifra la ilusión de toda su vida. El ya es viejo y su mujer estéril y avanzada en sus días. Pero el ángel le abre la inmensa perspectiva del misterio: "Yo soy Gabriel, que asisto ante Dios y he sido enviado para hablarte y darte estas buenas nuevas." Desde ahora Zacarías permanecerá mudo hasta el día en, que se verifique el prodigio, por no haber dado fe a las palabras del enviado, que se cumplirán a su tiempo. Escasos meses tendrán que transcurrir para que la familia de Zacarías se alegre con la realización de la promesa y para que un más extraordinario acontecimiento conmueva al pueblo de Israel (Lc. 1,5ss.).
Va a sonar la hora que el arcángel anunció al profeta Daniel. Y en esa hora retornará por tercera vez Gabriel a Palestina para consumar la más alta embajada que jamás conocieron los siglos: el anuncio de la encarnación del Verbo a la Virgen María.
Tres rastros de luz nos permiten vislumbrar la suprema hermosura de ese momento; uno, en los lienzos de Fra Angélico; otro, en las páginas evangélicas de San Lucas; un tercero, en el pensamiento teológico de Santo Tomás.
Estos tres rastros son palabra hecha luz; luz que es calor y perfil de amanecer, Verbo encarnado y verdad de salvación. Porque el arcángel Gabriel es el portador de la palabra omnipotente, el gran mensajero, el primer embajador de Dios a los hombres.
Contemplemos la escena de su mensaje con nuestros ojos del cuerpo, poniéndolos sobre la tabla del Angélico. A la izquierda, entre el verde follaje del paraíso perdido, Adán y Eva, la primera pareja humana, que se aleja bajo la pesadumbre de su culpa. Arriba, sobre una ráfaga de oro, el Espíritu divino, y a la derecha, bajo una tenue y transparente luz de amanecer, el inefable espectáculo de la reconciliación entre Dios y la naturaleza humana, que se anuncia en el saludo del ángel, bajo la bóveda azul, tachonada de estrellas de oro, sin más testigo que la golondrina silenciosa sobre la barra de hierro entre las esbeltas columnas. El arcángel se inclina reverente ante la Virgen con sus brazos cruzados. Hay en él una armonía de amapolas y de trigo maduro; hay en Ella un juego de rosas y azul. La ráfaga luminosa del Espíritu toca apenas las alas y la aureola del arcángel y besa el pecho inmaculado de la doncella, que acepta el mensaje. Todo es elegancia, suprema elegancia de cuerpo y de espíritu, que es el signo de lo angélico.
Para poner sonido de este mudo cuadro de colores divinos, se nos acerca San Lucas y nos repite con sobrecogedora sencillez las palabras del arcángel.
Gabriel, enviado por Dios a Nazaret de Galilea, está ante María, la Virgen desposada con José, el varón justo de la casa de David. Y entrando a ella le dice: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo." Se turba la Doncella al oír estas palabras y busca el significado de la desconcertante salutación. Y el ángel la serena: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin."
María, suavemente, pregunta: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" Y el ángel descorre el velo del inmenso enigma: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios." María, rendida y humildemente, acepta: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra." El ángel parte. La Redención ha comenzado. La misión, del embajador ha quedado soberanamente cumplida (Lc. 1,26ss.).
Pero a los hombres —a estos pobres seres que somos los hombres— nos quedan, atenazantes, unas cuantas preguntas. Para que Dios viniera al mundo a redimirnos, ¿era necesario este insólito anuncio a la Santísima Virgen, a través de un arcángel? ¿No había sido ya objeto de una profecía de predestinación el misterio de la Encarnación del Mesías en el seno de una Virgen? Y si la Virgen María tenía esa fe en la Encarnación y creía en ella con invencible certeza, como indiscutiblemente creía, ¿para qué el anuncio a través de un ángel? Aún más: si concebir en el espíritu es algo superior a concebir en el cuerpo, y son muchas las almas santas que conciben espiritualmente, ¿para qué era necesario y cómo fue posible que la Virgen de las vírgenes recibiera esa noticia de boca de una criatura, aunque fuera arcángel? La mente, a la vez poderosa y angélica de Santo Tomás de Aquino, se hace problema de estos misterios y nos abre perspectivas de luz (Summa Theologica 3 q.30). La anunciación a María era necesaria, no con necesidad absoluta, pero sí con necesidad relativa, de conveniencia, porque la unión del Hijo de Dios a María debía hacerse gradualmente y porque antes que concibiera a su Hijo en la carne, el espíritu de la Virgen tenía que estar advertido de la insondable maravilla. Con razón San Agustín ha podido decir que María fue más feliz al abrazarse a la fe en el Cristo que se le anunciaba, que al concebirlo en su carne. Pero, además, al ser instruida por Dios del gran misterio a través del ángel, se transformaba la Virgen Madre en el testigo más seguro y podía ofrecer a Dios, sin demora, el don voluntario de su ofrenda, de su entrega y servicio, que dejaba sellado, externa y solemnemente, el matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana entera.
Pero por qué ese anuncio tenía que hacerse a través de un ángel? Si Dios se revela directamente, sin intermediario, a los ángeles supremos y si María está por encima de todos los ángeles, ¿por qué no le haría Dios directamente a Ella la revelación del misterio? De otro lado, si en el orden humano establecido por Dios, las mujeres, como enseña San Pablo, deben ser instruidas de las realidades divinas por sus esposos, ¿por qué el misterio de la Encarnación no fue anunciado a la Virgen bienaventurada a través de San José, en vez de serlo por mediación del arcángel? Y aún más: Si Dios eligió a un ángel para transmitir su palabra, ¿no debía haber sido uno de los ángeles de la jerarquía suprema, la de los serafines? Sin embargo, el texto revelado de San Lucas es inequívoco: Dios eligió precisamente a un arcángel, al arcángel Gabriel, para ser su mensajero en la Anunciación a María. Y convenía que así fuese por tres razones principales, que desgrana el genio teológico de Santo Tomás.
Dios, en su plan, de gobierno del universo, reveló los misterios a los hombres por medio de los ángeles. El arcángel Gabriel dio a conocer a Zacarías el próximo nacimiento de su hijo, el profeta Juan, y el mismo arcángel completaría el anuncio revelando a María el misterio por excelencia de la Encarnación del Verbo.
En segundo lugar, la humanidad debía ser regenerada por Cristo. Si un ángel de obscuridad, bajo forma de serpiente, causó la perdición de la primera mujer, convenía que un ángel de luz restaurara la paz entre la humanidad y Dios a través de otra mujer: la Virgen María.
Por último, esa virginidad misma de la Madre de Dios requería que fuese un ángel el que le anunciara la Encarnación porque la vida de las vírgenes es como una vida de ángeles sobre la tierra y aunque la que había de ser Madre de Dios era ya superior a los ángeles por la dignidad a la que había sido divinamente elegida, sin embargo, su estado de vida presente, de vida corpórea, la hacía inferior a ellos y entraba dentro de la armonía de los planes divinos que fuese un ángel quien se acercase a ella para anunciarle la Buena Nueva. Y ese ángel no tenía por qué pertenecer a la jerarquía suprema de los serafines, sino ser el primero del orden de los arcángeles, porque a los arcángeles les corresponde la misión de intermediarios, de mensajeros entre Dios y los hombres. Y Gabriel —recordemos— es, por su nombre mismo, "el fuerte de Dios". ¿Quién mejor que él para anunciar a una criatura humana Que llegaba a la tierra el Señor de todo poder y de toda verdad?
Todavía puede asaltarnos una duda o reproche: ¿por qué Gabriel, el ángel anunciador, tomó forma corpórea para aparecerse a la Virgen? ¿No hubiera sido más alta una visión espiritual o, a lo más, una visión imaginativa, como la de San José durante su sueño? ¿No se hubiera evitado así la turbación que, según el Evangelio mismo de San Lucas, produjo a la Virgen la aparición corporal del ángel? Sin embargo, la revelación no nos permite dudar de que el arcángel Gabriel se apareció en forma corpórea a la Virgen María, con rostro rutilante, vestido resplandeciente, en, actitud admirable, según le describe San Agustín: "Facie rutilans, veste coruscans, incessu mirabilis."
Podía, en verdad, haberse dado una visión espiritual o imaginativa, pero había, según el Doctor Angélico, poderosas razones de conveniencia para que la aparición fuese bajo forma corpórea. Primero, por el mensaje mismo, Ya que lo que en ángel venía a anunciar era la encarnación de un Dios invisible y esta idea se hacía más clara y rotunda si una criatura invisible, como un arcángel, tomaba forma visible al acercarse a la mujer elegida entre todas las mujeres para ser Madre de Dios.
Segundo, por la dignidad misma de la Virgen Madre que había de recibir al Hijo de Dios no sólo en su seno corporal, sino también en su espíritu; y para ello importaba que sus sentidos exteriores fuesen reconfortados, al mismo tiempo que su espíritu, por una aparición angélica.
Finalmente, para que el extraordinario mensaje lograra el necesario grado de certeza, era conveniente que llegara al espíritu por vía de los sentidos, ya que el ser humano capta con mayor seguridad lo que ven sus ojos que lo que forja su imaginación.
Y no importa que esa aparición corpórea produjera turbación en la Virgen. Siempre que una fuerza superior del espíritu actúa sobre nuestras vidas, sea a través de visiones imaginativas o de apariciones sensibles, experimentamos turbación. Pero eso es motivo de honor y no de humillación, porque ese estremecimiento en las potencias inferiores tiene precisamente por causa el hecho de la elevación del espíritu a un plano más alto. Y, además, en el caso de la Virgen María, la turbación no fue de duda —como la de Zacarías frente al mismo arcángel Gabriel—, sino de humildad y pudor, y mereció la inmediata palabra tranquilizadora del mensajero: "Ne timeas", "No temas", y la plena revelación del misterio. Santo Tomás subraya agudamente —glosando a San Lucas— que lo que turbó a la Virgen no fue la vista del ángel corpóreo, sino el insondable mensaje que brotaba de sus labios; un mensaje que el arcángel cumplió en un orden perfecto, consecuente con la triple finalidad de su misión. Gabriel tenía que poner al espíritu de la Virgen en actitud de expectativa ante una gran realidad; y por ello la saluda con un saludo nuevo e insólito, al llamarla "llena de gracia", y al decir que el Señor está con Ella y que es bendita entre todas las mujeres. Además, el ángel debía instruir a la Virgen en el misterio de la Encarnación que iba a tener lugar en Ella, y lo hace con las delicadas palabras de que "concebirá en su seno" y de que "el Espíritu Santo vendrá sobre Ella". Y, por último, el ángel debía obtener del corazón de la Virgen una palabra de consentimiento, y para lograrla, evoca el ejemplo de su prima Isabel, grávida en su ancianidad, y, sobre todo, descorre el velo del misterio de la omnipotencia divina.
Esta es la breve y divina historia del arcángel Gabriel. Su palabra vence al tiempo y nos llega viva a nosotros cada vez que releemos el relato evangélico o que rememoramos la figura del enviado del Señor. Una palabra que nos abre los oídos del espíritu al ser último de todas las cosas; palabra de fe en el Dios Omnipotente. Una noticia que nos abre, como a la Virgen María, los ojos del alma a la belleza de la patria que no vemos; palabra de esperanza en la promesa, que garantiza con su sacrificio y con su redención el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho Hombre en las entrañas de María. Un mensaje, por último, que nos abre el corazón, nuestro duro corazón de piedra, al latido del amor; palabra de caridad enardecida por el Espíritu, que liga al cielo y la tierra, al hombre con Dios.
¡Oh tú, arcángel San Gabriel, embajador de Dios, patrono de todos los embajadores y mensajeros de la tierra, de todos los que tienen que cumplir misiones cerca de los hombres; tú a quien contemplamos amorosamente en silencio, empújanos a ser incansables heraldos de la pureza y de la humildad de María y de la realeza y la magnanimidad de Dios!
SAN RAFAEL, ARCÁNGEL
Divisar desde las sombras del destierro las cimas celestes, coronadas de luz, y hallar allí quien interceda por nosotros ante el Altísimo y quien descienda para llevarnos de la mano hacia las alturas, será siempre entre los cristianos una fuente de consuelos y esperanza. Venimos de Dios y a Dios caminamos: pero no solos, sino en compañía de ángeles que nos guardan e iluminan. El Apocalipsis los describe incensando el trono de Dios y poniendo sobre el altar de oro las oraciones de todos los santos (Apoc. 8,3). Las cuales, en olor de suavidad y de incienso suben entremezcladas con las oraciones de Aquel que, según la frase de San Pablo, vive siempre para rogar por nosotros (Hebr. 7,25).
¿Quiénes son estos ángeles? Uno de ellos, San Rafael nos lo va a revelar, al mismo tiempo que contemplamos su paso visible y su paso invisible por la tierra. Situemos estas páginas mirando a la remota lejanía. Setecientos veinte años antes de Jesucristo. Reinan en Nínive Salmanasar V y después Sargón II. San Rafael acompaña a Tobías en el viaje: nosotros le acompañaremos a él muy de cerca, porque las huellas de sus pies y los pliegues de su manto han quedado prendidos en uno de los libros sagrados más deliciosos que han leído los hombres.
En el libro de Tobit pensaría, sin duda, San Pablo cuando escribió: "¿No son todos los ángeles espíritus ministrantes, enviados para el servicio en favor de aquellos que han de alcanzar la herencia de la salud?" (Hbr. 1,14).
¡Cuán maravillosamente realiza el arcángel San Rafael este ministerio del espiritu! Sobre todo en lo referente a la piedad, a la caridad, a la pureza del matrimonio y a la santificación de la familia.
Al despedirse San Rafael revelará en casa de Tobit el misterio de su misión. Y el joven Tobías traza este resumen del ministerio angélico: Porque él me llevó y me trajo sano, él cobró el dinero de Gabaelo, él hizo que yo tuviera mujer, y él alejó de ella el demonio, ocasionó gozo a sus padres, y a mí mismo me liberó de ser devorado por el pez; a ti, además, hizo ver la luz del cielo y por él hemos sido colmados de todos los bienes. En correspondencia a esto, ¿qué le podemos dar que sea digno? (Tob. 12,3).
Los "bienes' derramados sobre los dos Tobías corren paralelos y tienen un fundamento común: premiar una familia santificada, preparar un matrimonio santificador. San Rafael desciende del cielo para premiar la virtud del anciano Tobías, sobre todo su heroica caridad, para aliviarle en su tribulación y curarle su ceguera. Él es la "medicina de Dios". A Tobit le descubre el secreto de la muerte de los siete maridos de Sara, le enseña la pureza y fecundidad del matrimonio, y tapa una fosa preparada para enterrar las rosas de la cuna la misma noche de las bodas (Tob. 8, 1 1-1 5 ).
Tobit pertenece a la tribu de Neftalí, vive los días aciagos de la ruina de Israel, sufre la invasión de los enemigos de su pueblo y marcha cautivo a Nínive bajo el vasallaje de los asirios. Pierde la anchura de la libertad, pero día a día recorre los caminos de la verdad y de la justicia (1,3).
Era niño, y ninguna niñería se descubría en sus obras; sonreiale ante Dios la vigorosa y lozana juventud. Mientras vive en su patria sube a Jerusalén, visita el Templo, adora al Señor Dios de Israel y le ofrece sus décimas con entera fidelidad. Ya casado, tiene un hijo y le impone también el nombre de Tobías, y le enseña desde la infancia el santo temor de Dios (1,4-10).
Las virtudes de Tobit se abrillantan entre las inclemencias del destierro. No se contamina con la impiedad de los ninivitas. Mientras soplan vientos favorables en tiempo del rey Sargón favorece a sus hermanos de cautiverio, los visita, los socorre y les presta dinero, como a Gabaelo, según veremos pronto. De sus manos brotan continuamente los alimentos, los vestidos, las medicinas y el dinero en favor de los necesitados. Entierra a los muertos, incluso jugándose la vida, porque, muerto Sargón, Senaquerib le persigue a muerte (1,11-23). Mas, si arrecia el ciclón, arrecia también su caridad; y Tobit, temiendo más a Dios que al rey, recoge cadáveres de sus hermanos de patria y de destierro, los oculta en su casa y durante la noche los entierra (2,9).
No tardó en llegar de nuevo la hora de la "tentación", permitida por Dios para dejar a la posteridad admirables ejemplos de paciencia. Tobit se queda completamente ciego de una manera inesperada. En pos de la ceguera vienen los insultos, la incomprensión, las burlas. Mas ni se queja de la ceguera ni se enoja con la fea conducta de parientes y de amigos (2,11-23).
Acude al Señor, ora con lágrimas en su acatamiento y exclama: "Justo eres, Señor, y justos son tus juicios: hágase conmigo tu voluntad, porque más me conviene morir que vivir" (3,1-6).
¡Cerrados estaban los ojos de la cara de Tobit, pero muy abiertos los de su espíritu! En éstos se estaba mirando desde el cielo el arcángel San Rafael, y muy pronto, como médico enviado por Dios, se miraría también en la luz de aquellos!
Pero ¿moriría Tobit? Ante la posibilidad de un desenlace inminente llama Tobit a su hijo Tobías, encargándole que vaya a Ecbatana —la Ragés de la Vulgata—. Vivia allí su pariente Gabaelo, a quien hacia tiempo habia prestado Tobit diez talentos de plata. Habia llegado, pues, el momento de cobrar la suma prestada, antes que se echasen encima las sombras de la noche.
Al recibir Tobías el encargo replica: "Haré, padre mio, cuanto me mandas. Mas no conozco a Gabaelo ni tengo idea del camino" (4,1; 5,1,4).
No lo recorrería él solo fácilmente. Ecbatana distaba de Nínive 700 kilómetros. ¿No se prestaria algún "varón fiel" a acompañarle mediante la merecida recompensa?
Apenas ha dado los primeros pasos Tobías le sale al encuentro un joven "espléndido", ceñido de su manto y en actitud de caminante. No cae en la cuenta Tobías de hallarse ante un ángel de Dios—San Rafael en persona—, como lo revelará más tarde. Desde el primer momento roba todas las simpatías del joven. Es el compañero ideal de viaje.
—¿De dónde procedes, simpático joven?—pregunta Tobías. —De los hijos de Israel. —¿Conoces el camino de Media? —Lo conozco, lo he recorrido muchas veces, y he vivido con Gabaelo, "nuestro hermano".
Salta de júbilo Tobías, y sin poderse contener le dice a San Rafael: —Aguarda un momento; voy a,comunicárselo a mi padre.
El cual, no menos gozoso que el hijo, llama al ángel, que le saluda así: —Alegría siempre para ti. —¿Qué alegría puede haber para mi, si vivo en tinieblas y no veo la luz del cielo?—replica el ciego Tobit.
Anúnciale entonces el ángel que curará, que cobrará la deuda a Gabaelo, que acampañará a su hijo, y se lo devolverá sano y salvo. A las preguntas de Tobit sobre su persona y su linaje, San Rafael responde con piadosas evasivas, hasta terminar este diálogo con la frase, tan inocentemente expresiva, de Tobit: —Buen viaje, Dios os guíe en vuestro camino, y su angel os acompañe (5,5-21).
Avanzaba bordeando las orillas del Tigris. Bañándose cierto día en sus aguas, un enorme pez se abalanza sobre Tobías para devorarle. Asustóse, y entonces San Rafael le indica que, sin miedo ninguno, agarre al pez (6,4-6): —Desentráñalo, y guarda su corazón, la hiel y el hígado, pues son cosas muy útiles para medicinas (6,5).
¿Cuál seria su aplicación? San Rafael responde: —Si pusieres sobre las brasas un pedacito del corazón del pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, con tal eficacia que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos que tuvieren alguna mancha o nube, con lo que sanarán.
Los acontecimientos sellarán más tarde el acierto de estas observaciones.
Era necesario hacer un alto en el camino. ¿En donde? Todo lo tiene previsto el ángel, y, al contestar, entra de lleno en el asunto que más había de interesar a Tobías. Oigamos sus palabras: —Aquí hay. un hombre, llamado Raquel, pariente tuyo, de tu misma tribu, el cual tiene una hija llamada Sara; ni tiene otro varón ni hembra fuera de ésta, —Pero he oído—replica Tobías—que se ha desposado con siete maridos, y que han fallecido todos; y aun he oído decir que un demonio los ha ido matando. Temo, pues, no sea que también me suceda a mi lo mismo, y que, siendo yo hijo único de mis padres, precipite su vejez al sepulcro con la aflicción que les ocasione.
—Oyeme—añade el ángel Rafael—, escúchame, que yo te enseñaré cuáles son aquellos sobre los que tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio, que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión, como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, ésos son sobre los que tiene poder el demonio. Mas tú, cuando la hubieres tomado por esposa, entrando en el aposento no te llegarás a ella en tres días; y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma noche, quemado el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la segunda noche serás admitido en la unción de los santos patriarcas. En la tercera alcanzarás la bendición, para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la tercera noche te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia, a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abraham.
En casa de Ragüel reciben a los viajeros con alborozo; corren lágrimas de alegría y se les prepara el banquete. Antes de comenzarlo indica Tobías su firme propósito de casarse con Sara. Hay estupor general en los asistentes, y el padre de Sara no acierta con la respuesta. Interviene entonces el ángel y le dice: —No temas dar a tu hija por esposa de Tobías, puesto que con este joven temeroso de Dios es con quien debe casarse, y no hay otro que la merezca.
Convencido Ragüel con estas palabras, accede gustoso a las bodas. Juntan, pues, los jóvenes sus diestras, firman el acta matrimonial, celebran un banquete y se piden para ellos las bendiciones del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (7,1-17).
Correspondía ahora a Ana preparar la habitación de los nuevos esposos. Cuando entró en ella su hija Sara la madre rompió a llorar. ¿Qué suerte correría aquella noche su hija? ¿Cómo terminará Tobías, después del desastrado fin de los siete maridos anteriores? Afortunadamente no se había olvidado de los consejos de Rafael, y, sacando de su alforjilla el pedazo de hígado y corazón, púsolo sobre unos carbones encendidos. Entonces el ángel Rafael cogió al demonio y le confinó en el desierto del Egipto superior.
Con esta protección tan visible de la divina Providencia, por ministerio de San Rafael, quedan aseguradas la felicidad y santidad de los nuevos esposos. Tres noches pasan en oración. Tobías dice: —Tú sabes, Señor, que no me he casado con Sara por lujuria, sino por amor de una posteridad en la cual será bendito tu nombre por los siglos de los siglos.
Y Sara oraba así: —Compadécete, Señor; compadécete de nosotros, y haz que lleguemos sanos a la ancianidad (8,4-10).
Hay una escena encantadora y de un patético realismo. Cerca del canto de los gallos, Ragüel y sus criados preparan, no lejos del lecho de bodas, la tumba. Una muchacha se encarga de asomarse y ver si ha muerto ya el octavo marido. Comprobado que duermen tranquilamente, el suegro ordena que se tape la tumba antes que amanezca (8,1 1-16).
Ragüel y Ana entonan un himno de acción de gracias al Señor Dios de Israel. No ha muerto el esposo, como se temían, y ante tanta misericordia todas las gentes confesarán que el Dios de Israel es el solo Dios en toda la tierra,
Siguen los convites para la familia y los amigos; en pos del convite los espléndidos donativos de los padres y las cariñosas porfías para que permanez,can con ellos los esposos dos semanas. Mas el viaje no ha terminado. ¿Cómo llegar hasta Ecbatana y cobrar la deuda de Gabaelo?
Para el ángel del Señor no existen dificultades. Rafael, acompañado de cuatro criados, se encarga de ir a Ecbatana; y no sólo realiza cumplidamente el encargo y cobra la suma prestada, sino que, además, convida a Gabaelo, por encargo de Tobías, a regresar con él y acompañar a los nuevos esposos en la felicidad de sus bodas (c.9).
Entretanto pasan días y los nuevos esposos no regresan. Ana y Tobit se ponen en lo peor y llegan a sospechar si Gabaelo habrá muerto y tal vez el mismo Tobías. ¿A qué obedece tanta tardanza? Ambos lloran con lágrimas irremediables. La madre no se consuela con nada, sino que a diario corre los caminos por donde algún día había de regresar su hijo. Sus ayes los escuchan todos los vecinos: —¡Ay, ay de mí, hijo mío!; ¿para qué te dejamos marchar, oh lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra ancianidad, consuelo de nuestra vida y esperanza de nuestra prosperidad?
Esta amargura e impaciencia ya la preveía Tobías. Por eso no accede a la proposición de su suegro, que insistía en el retraso de la vuelta. Por tanto, se concierta el viaje y se entregan a los recién casados cuantiosos bienes como dote de matrimonio. A Sara le recomiendan sus padres, entre ósculos de despedida, que honre a sus suegros, ame a su marido, cuide de la familia, gobierne la casa y permanerca en todo irreprensible.
—Que el ángel santo del Señor—dice Ragüel—os acompañe en el camino y os conserve incólumes (c.10). Caminan delante San Rafael y Tobías; éste, por consejo del ángel, lleva consigo la hiel del pez. La necesitarán muy pronto. Oigamos ahora a Rafael hablando con Tobías en el camino.
—Apenas entres en tu casa adora al Señor tu Dios, y, dándole gracias, acércate a tu padre y dale un ósculo. E inmediatamente unge sus ojos con la hiel del pez; y sábete que entonces se abrirán sus ojos y verá tu padre la luz del cielo y se gozará contemplándote con sus ojos.
Realizóse todo esto al pie de la letra. Al ciego Tobit se le enredan los pies y tropieza al salir al encuentro de su hijo. Se abrazan, se besan, lloran y bendicen al Señor. Tobías unge en seguida con la hiel del pez los ojos de su padre y poco después recobra Tobit la vista, exclamando lleno de alegría: —Te bendigo, Señor Dios de Israel, porque Tú me has probado y Tú me has salvado; y he aquí que ya veo a Tobías, mi hijo (c.11).
No es para descrito el júbilo de toda la familia a lo largo de siete días de fiestas familiares, en las que participaron padres e hijos por tan venturosos acontecimientos. ¿Qué parte tomó en las alegrías de la familia el providencial acompañante de Tobías en el camino? ¿Quién era el misterioso personaje?
Cuantos le han tratado estímanle por un santo varón e insuperable amigo. No pasan de ahí. Habrá, pues, que preparar una recompensa digna de su persona y de sus servicios. Pero ¿cuál? Se lo preguntan mutuamente padre e hijo y no dan con la solución. Toda recompensa les parece pequeña. Al fin insinúa Tobías a su padre la necesidad de rogar a San Rafael que acepte la mitad de los bienes que ha traído.
Y diciendo y haciendo, llaman aparte al gentil acompañante y le proponen la idea. He aquí la deliciosa respuesta:
—Bendecid al Dios del cielo y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno, y el dar limosna mucho mejor que tener guardados los tesoros de oro; porque la limosna libra de la muerte y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad son enemigos de su propia alma. Por tanto, voy a manifestaros la verdad, y no quiero encubriros más lo que ha estado oculto. Cuando tú orabas con lágrimas y enterrabas a los muertos y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, yo presentaba al Señor tus oraciones. Y, por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación o aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte a ti y a libertar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy el ángel Rafael, uno de los siete espíritus principales que asistimos delante del Señor (12,6.15).
Caen trémulos de emoción los dos Tobías a los pies del ángel, que se despide de ellos con las siguientes palabras:
—La paz sea con vosotros; no temáis, Pues que, mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado; bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros: mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros, empero, bendecid a Dios y anunciad todas sus maravillas (12,17-20).
Y pronunciando estas frases desapareció de su presencia... Mas para continuar siendo la medicina de Dios en la historia de las almas de una manera eficacísima, aun cuando invisible. Las cofradías se honran con su patronato, Córdoba le recuerda en cada una de sus páginas cristianas, muchos fieles emprenden los viajes bajo su protección, San Juan de Dios apoya su caridad en la caridad del arcángel.
En el cántico de cisne de Tobit, en su visión de la ruina de Niinive y restauración de Jerusalén, en su pía ancianidad de ciento dos años, en su testamento espiritual, exaltando la justicia del Señor y las excelencias de la limosna, y en la última mirada de sus ojos se reflejó con arreboles de gloria la figura angélica de San Rafael.
jueves, 28 de septiembre de 2017
Lecturas
El año segundo del rey Darío, el día primero del mes sexto, la palabra del Señor fue dirigida a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, y a Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote, por medio del profeta Ageo:
«Esto dice el Señor del universo: Este pueblo anda diciendo: “No es momento de ponerse a construir la casa del Señor”». La palabra del Señor vino por medio del profeta Ageo:
«¿Y es momento de vivir en casas lujosas mientras el templo es una ruina? Ahora pues, esto dice el Señor del universo:
Pensad bien en vuestra situación. Sembrasteis mucho, y recogisteis poco, coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no entráis en calor; el trabajador guarda su salario en saco roto.
Esto dice el Señor del universo: Pensad bien en vuestra situación. Subid al monte, traed madera, construid el templo. Me complaceré en él y seré glorificado, dice el Señor».
En aquel tiempo, el tetrarca Herodes se enteró de lo que pasaba sobre Jesús y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, en cambio, que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Herodes se decía:
«A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?».
Y tenía ganas de verlo.
Palabra del Señor.