miércoles, 31 de mayo de 2017
Lecturas
Hermanos:
Que vuestra caridad no sea una fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno.
Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor.
Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad.
Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis.
Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran.
Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde.
En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del
Espíritu Santo y levantando la voz, exclamo:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
“su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como lo había prometido a nuestros padres - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Palabra del Señor.
La Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel
Entonces, dice San Lucas, es decir, después de haber — recibido la visita del ángel, levantóse María, y fue apresuradamente, a través de las montañas, a una aldea de Judá. Fue a saludar y felicitar a Isabel, la mujer de Zacarías, sacerdote y profeta. Largo viaje: varios días de marcha, desde Galilea hasta Judea, más allá de Jerusalén, más allá de Belén, algo más allá de Hebrón. Allí, entre la aspereza de la montaña, en un valle pedregoso y gris, está Juttah, villa sacerdotal, y en Juttah la casa de aquel descendente de Leví, que unos meses antes se había quedado mudo en el templo; la casa de la santa mujer cuyo nombre había pronunciado el celeste mensajero en aquella entrevista memorable: «Y he aquí que Isabel, tu prima, a pesar de su vejez, ha concebido también un hijo, y éste es el sexto mes para aquella a quien las gentes llamaban estéril.» Y María corre; ella, la virgen escondida, la enamorada del silencio la que parece vivir sumergida en un océano de paz infinita, quisiera ahora tenerlas para atravesar sin tocar el suelo aquellos campos de Samaría, aquellos montes de Efraim, aquellos caminos perfumados por los grandes recuerdos bíblicos. ¡Oh, el placer de alegrarse con su prima, de cantar juntamente con ella las misericordias de Yahvé, de ayudarla en el trance de su alumbramiento, de dejar en aquella casa de santos las primicias de aquel tesoro infinito que ya llevaba en su seno!
«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel «¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?
Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»
María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.
Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: «¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: «¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día: Unde hoc mihi?
Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.
Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.
Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.
martes, 30 de mayo de 2017
Lecturas
En aquellos días, Pablo, desde Mileto, envió recado a Éfeso para que vivieran los presbíteros de la Iglesia.
Cuando se presentaron, les dijo:
-«Vosotros habéis comprobado cómo he procedido con vosotros todo el tiempo que he estado aquí, desde el día en que puse pie en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con lagrimas y en medio de las pruebas que me sobrevinieron por las maquinaciones de los judíos; como no he omitido por miedo nada de cuanto os pudiera aprovechar predicando y enseñando en público y en privado, dando solemne testimonio a judíos como a griegos, para que se conviertan a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesús. Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios.
Y ahora, mirad: sé que ninguno de vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por eso testifico en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos: pues no tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios».
En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, dijo Jesús:
- «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le dado sobre todo carne, dé la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti».
Palabra del Señor.
San Fernando III Rey de Castilla y de León
La tarde agoniza. El regio cortejo avanza a través de las tierras salmantinas: picas y arcos, caballeros y peones, sabios, dueñas y doncellas en cuyas mejillas sonríe la juventud. Se oyen de pronto los cuernos guerreros, y la caravana se detiene. Es entre Salamanca y Zamora, en un bosque de hayas y quejigos. Los pajes se agitan, las hogueras levantan sus lenguas rojas, y bajo el alpende tupido de la fronda surge el real. Una tienda campa en el centro por su arte y su riqueza, y también por la concurrencia de damas y caballeros. Allí, una reina yace en su lecho, un rey vela nervioso, y una servidumbre vestida de sedas brillantes y mallas de guerra va y viene, llena de inquietud y expectación. Alguien dice súbitamente: « ¡Un principe! ¡Nos ha nacido un príncipe! » La voz se extiende por el campamento, el regocijo estalla en gritos y aplausos, los clérigos y los magnates se agolpan en torno a la tienda real, y el rey aparece levantando en sus grazos al recién nacido, al heredero de la corona. Aquel rey era Alfonso IX de León; aquella reina se llamaba Berenguela de Castilla, y aquel príncipe seria Fernando III el Santo, uno de los más grandes reyes de España. El niño creció entre los esplendores de la corte leonesa y entre las caricias y cuidados de su santa madre, «ca esta muy noble reina endereszó e crió a su fijo en buenas costumbres, y los sus buenos enseñamientos, dulces como miel, non cesaron de correr siempre a su tierno corazón, e con tetas de virtudes le dio su leche, enseñándole acuciosamente las cosas que placen a Dios e a los hommes, e mostrándole, non las cosas que pertenescían a mujeres, más lo que facie a grandeza de corazón e a grandes fechos». Pero un día, cuando apenas tenía quince años, advierte el niño algo extraño en torno suyo: su madre llora; su padre, siempre violento, estalla en terribles cóleras; los magnates y los obispos discuten. Al poco tiempo, Berenguela viene a despedirse de su hijo, le abraza, le besa largamente y desaparece de León. ¿Por qué? El pequeño príncipe no acierta a comprenderlo. Le dicen que es preciso obedecer a la ley de Dios, pero él llora también. Lo que había sucedido era esto: en Roma acababan de descubrir que Alfonso y Berenguela eran parientes cercanos, y no tardó en llegar la sentencia canónica: «O separación o entredicho.» Berenguela sintió que algo se desgarraba en lo más profundo de su alma, pero prefirió obedecer.
No obstante, el niño fue legitimado por Inocencio III, y preconizado por las Cortes heredero del reino leonés. Un valle de Galicia protegió su infancia. De cuando en cuando le llevaban a Burgos, reclamado por su madre. Gracias a la solicitud materna, atravesó incólume las dolencias de la niñez. A los diez años, la muerte acechaba en torno a su cuna; los médicos judíos habían perdido la cabeza y se desesperaba de su vida.
En aquel trance la madre coge al pequeño en sus brazos, cabalga hasta el monasterio de Oña, reza, llora durante una noche entera ante la imagen de la Virgen, «y el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedía». Castilla recibió dos veces de aquella gran mujer al más grande de sus reyes. Desde este momento, la fortuna se hace inseparable compañera del amable príncipe: ella le pondrá en posesión de dos tronos, le abrirá los corazones de los hombres, y, sin traicionarle jamás, le pondrá en posesión de la victoria.
Una teja que hiere casualmente a su tío Enrique I mientras jugaba en el palacio episcopal de Palencia le hace rey de Castilla. La verdadera heredera es su madre, pero entonces aparece el genio político de la reina, el desinterés de la madre. Se apodera de su hijo, congrega Cortes en Valladolid, se hace proclamar reina de Castilla, y tomando luego la corona que fulgía en su frente, la coloca sobre la frente del mancebo; todo con una clarividencia, con una rapidez, con una decisión, que desconcierta a los magnates revoltosos, y quita al rey de León toda esperanza a la corona castellana. Algo más tarde, otra ceremonia memorable en Santa María de las Huelgas, junto a Burgos. Pontificaba el obispo don Mauricio: sobre el altar brillaban un escudo, una espada, una loriga y un yelmo. El obispo acaba de bendecirlos, haciendo sobre ellos la señal de la cruz; el rey se acerca, los toma él mismo del altar y se los viste; su madre le ciñe la espada, la espada que en las manos de Fernán González había creado a Castilla. Así fue armado caballero el joven rey don Fernando. Dieciocho años acababa de cumplir.
Desde este momento ha comprendido que su destino es ser caballero de Cristo. Aquella espada vencedora sólo podía desenvainarse contra los enemigos de la fe. No faltan magnates sediciosos; pero con ellos tiene un arma infalibre: la bondad; y las revueltas cesan desde el momento en que su sonrisa indulgente brilla sobre el suelo castellano. Sin embargo, él, que ha renunciado a derramar sangre cristiana, tiene que armarse contra su mismo padre. Alfonso IX pasa el Pisuerga con su ejército. Era un corazón valiente y un espíritu mezquino. Fernando se prepara a la defensa, pero antes escribe aquella carta admirable en que decía: «Señor padre, rey de León, don Alfonso, mi señor: ¿Adonde vos viene esa saña? ¿Por qué me facedes mal e guerra? Yo non vos lo he merecido. Bien semeja que vos pesa el mío bien, y mucho os habría de placer por haber un fijo rey de Castilla y que siempre será a vuestra honra; ca de Castilla non vos vendrá daño ni guerra en los míos días; aunque lo que vos facedes, uedarlo podría muy crudamente a todo rey del mundo, mas non puedo a vos, porque sodes mío padre e mío señor, y conviéneme de vos sufrir hasta que vos entendades lo que facedes.» Alfonso IX renunció a llamarse rey de Castilla; pero un escozor extraño le mordió el alma mientras vivió, una especie de tristeza por la gloria del astro que se alzaba, mezclada con un presentimiento de la preponderancia definitiva de Castilla. Al morir (1230) desheredó a su hijo; pero Fernando entró pacíficamente en posesión de su nuevo reino, sin derramar una sola gota de sangre. Su sola presencia conquistó al pueblo, a los obispos y a los magnates.
En León, lo mismo que en Castilla, las gentes le aman y bendicen. Todos gozan contemplando la figura del joven rey, rebosante de gracia y de bondad, «ca era—dice su hijo—muy fermoso ome de color en todo el cuerpo, et apuesto et muy bien faccionado». Elevada estatura, agilidad de movimientos, distinción y majestad en los ademanes, dulce y fuerte a la vez, amable con firmeza, reúne en una maravillosa armonía las cualidades del guerrero y las del hombre de Estado. Tiene la obsesión de la justicia, una piedad profunda informa todos sus actos, y si tiene el don de dominar a los hombres, es que antes ha logrado dominarse a sí mismo. Sin embargo, no es la suya una virtud triste ni arisca, ni su corte tiene el aspecto de un convento. Tiene el gusto de la magnificencia, ama las procesiones espléndidas, los desfiles guerreros, las largas teorías de clérigos que se agrupan en torno al altar cubiertos de dalmáticas deslumbrantes. Busca las ricas armaduras, arroja la lanza con destreza, cabalga con garbo, canta bellas trovas en loor de Santa María, viste con gentileza y es el primero de sus magnates, lo mismo en la iglesia que en el campo, lo mismo en la guerra que en los torneos. «Sabía bien bofordar; et alancear, et tomar armas, et armarse muy bien. Era muy sabidor de cazar toda caza, de jugar tablas, escaques y otros juegos buenos de buenas maneras; pagábase de omes cantadores e sabíalo él facer; et de omes de corte que sabían bien de trovar el cantar, et de joglares que sopiesen bien tocar estrumentos, et entendía quien lo facía bien e quien no.»
Pero la poesía, la guitarra y el ajedrez eran sólo una distracción en medio de las fatigas del campamento. Lo permanente en aquella vida heroica, la idea fija, la obsesión de todos los momentos, era la restauración de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Veinticinco años tenía cuando se acercó por vez primera a las orillas del Guadalquivir, seguido del cortejo brillante de sus caballeros, inaugurando aquella gesta gloriosa de treinta años, que sólo la muerte pudo interrumpir. La victoria vuela sobre su yelmo de oro. Ni un tropiezo en su camino, ni una tentativa inútil, ni un solo descalabro. Batallas campales, asaltos de plazas, largos asedios, castillos arrasados. Castilla se ensancha sin cesar; los pequeños reinos andaluces desaparecen; caen Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla, toda la Botica meridional hasta el Mediterráneo, hasta el océano. Granada queda en pie, como un gran señorío que debe pagar tributo y rendir vasallaje. Fernando de Castilla no es solamente un gran guerrero, como Jaime de Aragón; es, sobre todo, un jefe. Desdeña la aventura y evita la temeridad. Cuando alguno de sus magnates se expone a perder la vida en hazañas inútiles, le arresta. Tiene, sobre todo, tres grandes virtudes bélicas: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando los enemigos le creen a las orillas del Duero, aparece ante los muros de Córdoba. Sabe prolongar los asedios para economizar la sangre. Cerca de un año acampa delante de Jaén.
El sitio de Sevilla fue una de las más notables empresas militares de aquel tiempo. Durante veinte meses, los moros resistieron con bravura; el calor y la enfermedad parecían luchar en favor suyo, y ya eran muchos los que hablaban de retirarse. Nada puede quebrantar el ánimo del rey. Organiza su hueste, levanta el campo y provee a todas las necesidades como si hubiera de permanecer allí toda la vida. El real tenía aspecto de una gran ciudad. Lo mismo el rey que sus guerreros, habían venido con sus mujeres y con sus hijos. Allí estaban también los futuros pobladores, hombres de todas las regiones de España, conocedores de toda clase de oficios. «Calles et plazas avía departidas de todos mesteres, cada uno sobre sí; una calle avía de los traperos e de los camiadores; otra de los especieros et de los alquimes de los melecinamientos, que avían los feridos menester; otra de los armeros; otra de los freneros; otra de los carniceros et los pecadores, e así de cada mester, de quantos en el mundo son; todas bien apuestas et ordenadas.»
No era el amor de la gloria lo que armaba aquel brazo victorioso, sino sólo el pensamiento de la patria y la preocupación del reinado de Cristo. Combatía por deber, y la voz de la conciencia satisfecha le daba la seguridad de la victoria. «Señor—dijo un día delante de su consejo—, Tú sabes que no busco una gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre.» Considerábase como el caballero de Dios, llamábase el siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de alférez de Santiago. Aún se conserva una pequeña estatua de marfil que llevaba siempre consigo en el arzón de su caballo, que colocaba a la cabecera de su cama mientras dormía y delante de la cual pasaba largas horas arrodillado en los momentos difíciles de aquella existencia llena de azares y peligros. La entrada en Sevilla no fue el triunfo del conquistador, sino el de Santa María. Cientos de miles de hombres formaban la comitiva; gritos de júbilo atronaban el aire; las naves de Ramón Bonifaz cubrían el río, engalanadas y empavesadas; brillaban las armaduras heridas por el sol; resonaban los himnos sagrados en el grupo de los clérigos; y cerrando la marcha, caminaba la Virgen victoriosa, sobre su carro triunfal, adornado de joyas, tapices y brillantes. El rey seguía a su compañera en los campamentos y las batallas, rodeado de la reina, de los infantes y de los príncipes moros, entre constelaciones de joyas, bosques de picas y espirales de incienso. «Grandes mercedes e honras e bienandanzas—decía luego el rey—nos fizo et mostró aquel que es comienzo e fuente de todos los bienes, y esto non por los nuestros merecimientos, mas por la su gran bondad, e por la su gran misericordia, e por los ruegos e merecimientos de Cristo, cuyo caballero nos somos, e por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos, e por los merecimientos de Santiago, cuyo alférez nos somos, e cuya enseña traemos, e que nos ayudó siempre a vencer.»
Entre tanto, su madre velaba más allá de los puertos, manteniendo la paz en los pueblos y enviando víveres a las tropas. Conocedora de los hombres, inteligente y compasiva, abnegada y generosa, Berenguela administraba el reino con energía, sujetaba a los levantiscos, negociaba con los demás Estados de la Península, y entregaba sus joyas para mantener la guerra. «Espejo era de Castilla, e de León e de toda España—dice su nieto Alfonso el Sabio—; et fue muy llorada, cuando murió, de todos los conceios et de todas las gentes de todas las leyes, et de los fidalgos pobres a quienes ella mucho bien facía.» San Fernando tenía en ella una confianza ciega; buscaba su consejo, lo mismo en las cosas de la paz como en las de la guerra; le abandonaba el cuidado de muchos negocios, y, según dice un contemporáneo, aparecía delante de ella «como un humilde mozo so la palmatoria del maestro». No obstante, de cuando en cuando solía cruzar el Guadarrama para visitar personalmente a sus vasallos, y entonces el hombre de la guerra se convertía en el padre de su pueblo. «Oía a todos—nos dice un escritor que le conoció—; la puerta de su tienda estaba abierta de día y de noche, amaba la justicia, recibía con singular agrado a los pobres y los sentaba a su mesa, los servía y los lavaba los pies.» «Más temo—solía decir— la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos de los moros.» Todo lo que podía contribuir a la grandeza y prosperidad de su tierra tenía cabida en su alma generosa.
Con la misma esplendidez que a los trovadores provenzales, recibía a los artistas y a los sabios. Creó la Universidad de Salamanca, buscó profesores dentro y fuera de España, concedió grandes privilegios a los estudiantes, amplió las libertades de los consejos, ordenó la traducción del Fuero Juzgo en lengua castellana y abrió una nueva era de esplendor artístico para su patria. Bajo su protección, al abrigo de la paz y con ayuda del botín de tantas conquistas, España se cubrió con el manto espléndido de sus catedrales góticas:
Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia... El mismo rey inauguraba las obras, alentaba a los artistas y volcaba liberalmente sus tesoros. Bajo su mirada paternal, el agricultor trabajaba en paz, el comerciante se enriquecía, el guerrero se cubría de gloria y el genio del artista se desenvolvía en producciones maravillosas. Fue el más afortunado de los hombres. Mientras su primo San Luis caminaba al Cielo por la adversidad, Dios quiso llevarle a él por el camino de las venturas. Tuvo cuanto puede apetecer un rey: riquezas en abundancia, una corte magnífica, una espada invencible, la dirección experimentada de una madre santa, el consejo de un hombre genial, el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada; la ayuda de un gran almirante, la colaboración de excelentes capitanes, la adoración de un ejército aguerrido y el amor inalterable de su pueblo. Dios le bendecía, y la misma Naturaleza parecía ser su esclava, «ca en el su tiempo anno malo nin fuerte en toda Espanna non vivo, et sennaladamente en la su tierra».
Esta protección visible del Ciclo sólo le sirvió para acrecentar su fe. En el entusiasmo de su fervor religioso, derramaba lágrimas de agradecimiento, y en la exaltación de su amor a Cristo hubiera deseado llevar triunfalmente por todo el mundo la enseña de la Cruz. No teniendo ya nada que conquistar en la Península, pensó llevar sus armas al suelo africano. Era joven todavía: cincuenta y dos años. Cien mil hombres aguardaban el momento de la partida en las riberas del Guadalquivir; una flota numerosa evolucionaba en el Estrecho; en las armerías toledanas y en los arsenales del Cantábrico se trabajaba con febril actividad, y ya los príncipes marroquíes enviaban embajadas suplicantes. Pero la muerte viene a detener los pasos del conquistador; aquella muerte admirable, que Alfonso el Sabio nos ha contado en uno de los capítulos más conmovedores de su Historia general de España. El que lo ha leído una vez no podrá olvidar la escena del fraile que entra con el sagrado Viático, y los caballeros que lloran, y el rey que salta de su lecho, se postra en tierra, coge una soga y se la echa al cuello. Después, la oración inflamada y los besos apasionados a la Santa Cruz, «feriendo en los sus pechos muy grandes feridas, llorando muy fuerte de los ojos et culpándose mucho de los sus pecados»; y las últimas recomendaciones al heredero, y la despedida de los obispos y los compañeros de armas, y las palabras postreras, que revelaban una vez más la grandeza de aquel corazón. «Fijo—decía el moribundo a su hijo Alfonso el Sabio—, rico en fincas de tierra e de muchos buenos vasallos, más que rey alguno de la cristiandad; trabaja por ser bueno y facer el bien, ca bien has con qué.» Y al fin, aquel postrer consejo, en que el amor de la patria se viste de un amable humorismo: «Sennor te dexo de toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar ovieron del rey Rodrigo. Si en este estado en que yo te la dexo la sopieres guardar, eres tan buen rey como yo: et si ganares por ti más, eres meior que yo: et si desto menguas, non eres tan bueno como yo.» Pero los últimos latidos debían ser para Dios. El moribundo ya no lloraba. Un resplandor celeste iluminaba su rostro. Sereno y alegre, pidió la candela «que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento, y alzando los oíos contra el su Criador dixo: Sennor, dísteme reyno que non avía et onrra et poder más que yo non merescí; dísteme vida, et non durable, cuanto fue tu placer, Sennor, gracias te do, et entrégote el reyno que me diste, con aquel aprovechamiento que yo en él pude facer, et ofréscote la mi alma para que la recibas entre companna de los tus siervos». Después bajó las manos, adoró el cirio como símbolo del Espíritu Santo, y mientras los clérigos cantaban el Te Deum, él «muy simplemiente et muy paso endino los oios et dió el espíritu a Dios».
Así murió el gran rey, «rey mucho mesurado et cumprido en toda cortesía, muy sabidor et de buen entendimiento, muy fuerte et muy leal muy bravo et muy verdadero; et ensalzador del cristianismo y abaxador del paganismo, mucho homildoso contra Dios, mucho obrador de sus obras, muy católico, muy eclesiástico y mucho amador de la Iglesia ca en Dios tuvo su tiempo, sus oios y su corazón». Día de llanto fue aquél para toda España. Los mismos moros lloraban la muerte del más piadoso de los conquistadores, «ca era dellos mucho amado, por la gran lealtad que siempre les guardaba. ¿Qui podrie decir—pregunta el rey Sabio—la maravilla de los grandes llantos que por este santo et noble et bienaventurado rey fueron fechos por todos los reinos de Castilla et de León? ¿Et quién vio tanta duenna de tanta guisa et tanta doncella andar descabennadas et roscadas, rompiendo las faces et tornándolas en sangre et en la carne viva? ¿Quién vio tanto ome andando baladrando, dando voces, mesando sus cabellos et rompiendo las frentes et faciendo en sí fuertes cruezas?» Era el homenaje debido a la grandeza de alma, al brillo de la gloria, a la más alta santidad. Los moros agradecían en él la lealtad caballeresca, la generosidad, el respeto a la fe jurada; la nobleza lloraba al hombre de la más alta cortesanía, del corazón abierto al desinterés, a la gratitud, a la munificencia; el pueblo echaba de menos al héroe que le defendía y le enriquecía, al príncipe que garantizaba su trabajo en la paz y la justicia; los Concejos y las ciudades se entristecían por la desaparición del legislador que había ampliado sus fueros y mantenido las libertades públicas y trabajado infatigablemente por el bienestar general. Todos sabían que un rey como aquél, «rey de todos los fechos granados», sólo alguna que otra vez aparece en la tierra.