miércoles, 31 de agosto de 2016
Lecturas
Hermanos, no pude hablaros como espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Por eso, en vez de alimento sólido, os di a beber leche, pues todavía no estabais para más. Aunque tampoco lo estáis ahora, pues seguís siendo carnales. En efecto, mientras haya entre vosotros envidias y contiendas, ¿no es que seguís siendo carnales y que os comportáis al modo humano? Pues si uno dice «yo soy de Pablo» y otro, «yo de Apolo», ¿no os comportáis al modo humano?
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón.
Palabra del Señor.
En definitiva, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Servidores a través de los cuales accedisteis a la fe, y cada uno de ellos el Señor le dio a entender. Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer; de modo que, ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada uno recibirá el salario según lo que haya trabajado.
Nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros campo de Dios, edificio de Dios.
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón.
La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella.
Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían:
-«Tú eres el Hijo de Dios».
Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto.
La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos.
Pero él les dijo:
-«Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de Judea.
Palabra del Señor.
San Ramón Nonato
Por obra de Pedro Nolasco, el espíritu mercantil de Cataluña había florecido en una institución admirable, en la Orden de la Merced, exportadora de misericordia. Su divisa era como la de Cristo: redimir, caminar de pueblo en pueblo con la alforja del mendigo, llamar en la choza del pastor y en el palacio del rey, implorar la caridad de los corazones cristianos en favor de los más desgraciados de todos los hombres, los que gemían y laceraban en las prisiones de los musulmanes, expuestos a todas las miserias del cautiverio y a todos los peligros de la apostasía.
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
martes, 30 de agosto de 2016
Lecturas
Hermanos:
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba.
Palabra del Señor.
El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues, ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios.
Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos.
Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu. Pues el hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, mientras que él no está sujeto al juicio de nadie. «¿Quién ha conocido la mente del Señor para poder instruirlo? ». Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo.
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba.
Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad.
Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo y se puso a gritar con fuerte voz:
-«¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús le increpó diciendo:
-«¡Cállate y y sal! de él».
Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño.
Quedaron todos asombrados y comentaban entre sí:
-« ¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen».
Y su fama se difundía por todos los lugares de la comarca.
Palabra del Señor.
Beato Tomás de Kempis
La fama mundial de Tomás de Kempis se debe a que él escribió La Imitación de Cristo: el libro que más ediciones ha tenido, después de la Biblia. Este precioso librito es llamado "el consentido de los libros" porque se ha sacado en las ediciones de bolsillo más hermosas y lujosas, ha tenido ya más de 3,100 ediciones en los más diversos idiomas del mundo. Su primera edición salió en 1472, 20 años antes del descubrimiento de América (un año después de la muerte del autor), y durante más de 500 años ha tenido unas 6 ediciones cada año. Caso raro y excepcional.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
Empezar por uno mismo.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dió cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Una asociación muy útil.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión. Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería.
Un ascenso difícil.
Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la tranquilidad de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado sacerdote en el año 1414. Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad.
Oficios delicados.
Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad. Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
El libro que lo hizo famoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte). No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos. Entre la redacción de un libro y la siguiente pasaron unos cuantos años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quiénes desean ser santos, entre los cuales está como principal: ser "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gusto al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imaginado le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de la ayuda de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
¿Un iluminado?
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Otro secreto de su triunfo
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está hecho para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros? La mejor traducción actual es la que hizo el Apostolado Bíblico Católico, muy actualizada, toda con frases de la Santa Biblia. No dejemos de conseguirla y leerla.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
Empezar por uno mismo.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dió cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Una asociación muy útil.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión. Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería.
Un ascenso difícil.
Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la tranquilidad de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado sacerdote en el año 1414. Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad.
Oficios delicados.
Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad. Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
El libro que lo hizo famoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte). No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos. Entre la redacción de un libro y la siguiente pasaron unos cuantos años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quiénes desean ser santos, entre los cuales está como principal: ser "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gusto al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imaginado le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de la ayuda de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
¿Un iluminado?
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Otro secreto de su triunfo
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está hecho para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros? La mejor traducción actual es la que hizo el Apostolado Bíblico Católico, muy actualizada, toda con frases de la Santa Biblia. No dejemos de conseguirla y leerla.
lunes, 29 de agosto de 2016
Lecturas
Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
Palabra del Señor.
También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
-«Pídeme lo que quieras, que te lo doy».
Y le juró:
-«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino».
Ella salió a preguntarle a su madre:
-«¿Qué le pido?»
La madre le contestó:
-«La cabeza de Juan, el Bautista».
Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
-«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista».
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla.
En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre.
Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron.
Palabra del Señor.
Martirio de San Juan Bautista
Montes rotos de Moab, paisaje de rocas desnudas, desierto de Judá, poblado por grupos de esenios escuálidos. Al Oriente, el Mar Muerto, sepulcro viscoso de ciudades malditas; en la cima, asomándose a unos precipicios que turban la vista, la fortaleza; y en el centro de la fortaleza, el palacio. Tal se nos presenta Mackeronte en la descripción famosa de Josefo: un castillo inexpugnable dominando una tierra abrupta, desolada y candente. Pero el refugio de cohortes se había convertido ahora en morada del placer. La locura del amor se reía de todos los terrores y desafiaba todas las miserias. Fuera; las aguas densas y amargas de la maldición, los pavorosos barrancos, la inmensidad metálica y requemada de los clamores litúrgicos de los penitentes, los alaridos de los chacales y el crascitar de los cuervos oteando la presa; dentro, la embriaguez de los deleites y la miel de las caricias, más gustosa entre la aridez circundante, como la miel en la roca. Allí pasa sus días el hijo de Herodes el Grande, Antipas, tetrarca de Galilea; detrás de aquellas murallas esconde sus vergonzosas pasiones. Como Roma lo hace casi todo en su pequeño principado, a él apenas le queda otra cosa que llevar la púrpura y gozar. Le acompañaba Herodías, y la hija de Herodías, Salomé. Herodías, nieta de Herodes el Grande, era otro vastago de su misma familia. Antipas se la había arrancado a su hermano Felipe, no Felipe el tetrarca, de quien hablan los evangelistas, sino el humilde Felipe Boeto, que vivía en Roma sin ambiciones. Pero su mujer las tenía. Bella, arrogante, imperiosa, llevaba en las venas la espuma de la sangre, los audaces designios, las perversiones magníficas de los Asmoneos (Macabeos). Aquella condición inferior la humillamaba; quería reinar a toda costa, y bastó que Antipas la ofreciese un trono para abandonar a su primer marido.
Aquel nidal de guerra defendía ahora los secretos de los dos amantes. Era dulce vivir allí, en medio de pompas cortesanas, de incienso de adulaciones y magnificencias orientales. Tal vez el pueblo empezaba ya a murmurar escandalizado; pero en el alcázar todo eran sonrisas y pronósticos de ventura. De repente, rígido, airado, centelleante de indignación, apareció un hombre en el umbral. Era el Bautista, el profeta del fuego, magnífico y terrible con su larga cabellera, con su rostro tostado del sol, con su barba torrencial, con su piel de camello y su cinturón de cuero. Juan comprendía que se acercaba el fin de su misión. Cerca de él, otro profeta empezaba también a predicar y a bautizar, agrupando en torno suyo a todos los que aguardaban el reino de Dios. «Maestro—decíanle al Bautista los discípulos que aún le quedaban—, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, aquel a quien tú diste testimonio, empieza a bautizar y todo el mundo se va con él.» Él escucha sereno estas quejas amargas, y se esfuerza por calmar el ánimo de sus admiradores, recordándoles que en todas las cosas hay que ver la voluntad de Dios. «Nada hay en el hombre—dice— que no le sea dado del Cielo. Vosotros sabéis que yo he dicho: No soy el esposo, sino el amigo del esposo; no soy el Cristo, sino el precursor.» Y remontando el curso del Jordán, se acercó a los límites de Galilea.
No tardaron en llegar a sus oídos los rumores de lo que pasaba en Maqueronte, y el celo de Dios le arrebató. Su corazón no temblaba en presencia de los tiranos: al principio de su ministerio había amenazado a los grandes de Israel; los saduceos acechaban con inquietud los ecos que venían del desierto; ninguna grandeza le detenía; ningún poder estaba libre de sus reproches. Ahora su voz cayó como un trueno en medio de las fiestas cortesanas. Subió del Jordán como un león de su madriguera, trepó a los peñascos de Mackeronte, y el roquedal pareció como la peana de su figura indomable. Y cuando Antipas se asomaba al mirador, o paseaba entre las columnatas del peristilo, el profeta se acercaba bramando: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Nadie le detuvo; secos, iluminados, torturados, sus discípulos le defendían, y Antipas tuvo miedo. Pero la nieta de Herodes rugía a su lado, y clamaba: «¿Qué importa que tus siervos se humillen ante mí y tus huestes me defiendan, si se abre libremente esa boca para escupirme?» Y un día la guardia del tetrarca se apoderó de Juan y le arrojó a un calabozo.
El calabozo era un sótano húmedo y oscuro de aquella fortaleza de Mackeronte. Arriba se gozaba de la luz y del amor; abajo yacía él cargado de cadenas. La larga sombra del Bautista austero no cortaría ya las aguas del Jordán; pero la boca que clamaba en el desierto no estaba aún amordazada. A veces la prisión se abre para dar paso a sus discípulos. Los exhorta, los instruye y sigue confirmando su esperanza en el reino del Mesías. Transmite mensajes y los recibe. Tiene la mirada fija en el profeta a quien un día sumergió en las aguas, y desde la cárcel le envía su último testimonio. Es una embajada concebida en estos términos:
«¿Eres tú el que va a venir o debemos esperar a otro?» Juan no duda, ni se siente debilitado por las angustias de la prisión, ni piensa que tal vez ha equivocado su camino. Su único intento es provocar una manifestación explícita de Jesús, y transmitirla a sus discípulos. Y entonces sale de la boca de Cristo el mayor elogio que puede decirse de un hombre: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una cana agitada por el aire? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido muellemente? No; los que usan finos vestidos habitan en los palacios reales. ¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, un profeta, y mucho más que un profeta. Porque él es de quien se ha dicho: He aquí que os envío a mi ángel para que prepare los caminos delante de vosotros. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, ninguno más grande que Juan el Bautista.»
De cuando en cuando el prisionero es llevado a presencia del rey. Antipas es un supersticioso; tiene el miedo de los cobardes; sus pensamientos le roen el alma, y la imagen de su cautivo turba sus sueños de felicidad. «Le teme, porque sabe que es un hombre justo y santo; le escucha de buena gana», y tal vez confía que a fuerza de obsequios logrará encontrarle menos severo. Pero el profeta no tiene más que una palabra. «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Antipas tiembla al oírla zarandeado por el remordimiento y la pasión. Demasiado débil para libertarse por el crimen de un censor importuno, demasiado corrompido para seguir resueltamente la voz del deber, se contenta con proteger al preso de las venganzas de Herodías. Entre tanto, el odio se envenena en el corazón de la adúltera, dispuesta a buscar el momento oportuno. Y supo aprovecharle con sagacidad verdaderamente femenina. Casi un año llevaba Juan Bautista en la prisión, cuando llegó el día del natalicio de Herodes. Hubo fiestas solemnes para celebrar el grande acontecimiento, hubo epinicios y canciones en griego y en hebreo, y para terminar los festejos, un espléndido festín en que brilló aquella magnificencia deslumbrante de Herodes, que se había hecho proverbial hasta entre los poetas y los patricios opulentos de Roma. Sobre triclinios de bronce de Iberia y de cidro de Numidia se recostaban los más altos personajes de Galilea, rabinos, banqueros, oficiales y cortesanos. Delante, mesas de mármol sobre caimanes y ciervos de plata, y en los muros, colgando de los frisos de cerámicas y mosaicos, alcatifas de Persia, pieles de Dugongo, almagradas, tejidos de Sussa, adornados de toros y gacelas, de amenos paisajes y escenas de caza y de guerra. Esclavas nubias y sirias pasaban ligeras bajo los artesones de pupilas de granate y esmeralda llevando los manjares en bandejas de plata y de cristal, pavos reales lardeados, carnes de jabalí, rostrizos coronados de morcillas, pasteles de setas y especias, faisanes rellenos de salchichas y mollejas, de uvas tostadas y altramuces, moscateles de Chipre, tarros de licor de almezas, agua de azafrán, infusión de miel con vino de España, mostos como almíbares, traídos en odres de nieve.
Herodías miraba satisfecha al tetrarca. Las piedras de sus collares resplandecían como pupilas de tigre, y sus ojos brillaban como sus brillantes. Estaba más acariciadora, más zalamera que nunca. Muchas sorpresas había preparado para aquella noche, pero la mayor estaba reservada para el fin; la mayor, la más regocijante, la más embriagadora; más embriagadora que los vapores ardientes del falerno. Antipas había pasado su juventud en Roma; conocía los movimientos jónicos de que habla Horacio, las evoluciones de las bailarinas gaditanas, las danzas lascivas de Capua y de Nápoles, la seducción de los coros de las doncellas representando las escenas más audaces con sus gestos y actitudes. Ahora bien: en el palacio había una joven que, educada en Roma, conocía los secretos más sutiles de aquella ciencia terrible. Era Salomé, la hija de Herodías. Herodías quiso que Salomé bailase. Y bailó. Y de tal manera subyugó el corazón del príncipe con el donaire de su danza, que, entre los aplausos de los comensales, Herodes prometió darle cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Y lo juró solemnemente. Ella permaneció indecisa mirando a uno y otro lado. Se le ocurrían tantas cosas, que no sabía qué pedir. Al fin, pensó que su madre podía darla un consejo. «¿Qué pediré?», le dijo, jadeante todavía. La adúltera tenía preparada la respuesta. «La cabeza de Juan el Bautista», respondió con aire de triunfo. La joven no se estremeció: era hija de tal madre. La intriga y la belleza la harán también a ella esposa y madre de reyes. Ahora se acercó al rey, y sin el menor temblor en la voz, sin el menor rubor en el rostro, le dijo; «Quiero que me des ahora mismo, en un plato, la cabeza de Juan el Bautista.» Y, al mismo tiempo, su mano de sierpe señalaba una de las bandejas argénteas que aún quedaban en la mesa.
A pesar de su ciega brutalidad, Herodes Antipas valía más que las dos mujeres. Súbitamente se dio cuenta del lazo infame que se le había tendido, y se puso triste. Pálido de horror, miraba en torno por ver si sorprendía alguna mirada de piedad; pero advirtió que los ojos de los comensales se fijaban en él exigentes y regocijados. Era débil, y al mismo tiempo, vanidoso; no tenía grandeza de alma para afrontar las censuras de los magnates, ni entereza para desafiar la ira de aquellas mujeres perversas: excusando su crimen con la religión del juramento, dio la orden fatal. A una señal suya, el verdugo, que estaba siempre a su lado, según la costumbre del Oriente, tomó el plato que le tendía la bailarina y salió.
Unos instantes después Juan dejaba de existir. Al testimonio de la palabra había juntado el testimonio de la sangre. Su cabeza, caliente todavía, apareció en la sala chorreando sangre. Salomé dio un salto para arrebatársela al verdugo, y se la presentó a su madre. Según la tradición, Herodías se ensañó en su víctima, atravesando con un alfiler de oro, que tomó de su peplo, aquella lengua que no había podido encadenar en vida, y arrojando el cuerpo mutilado en los barrancos de los alrededores. Los discípulos del mártir le recogieron, salvándole de los buitres y dándole honrosa sepultura. La voz del amigo del esposo se calló aquella noche de primavera, un año antes que la voz del esposo. Pero el tetrarca seguía oyéndola todavía. Aguijoneado por el remordimiento, día y noche veía la mesa ensangrentada, la frente del profeta, más grave con la palidez de la muerte, y sus labios, que se abrían para pronunciar el anatema. Se hizo miedoso; suspicaz; cruel. La figura de Juan se le presentaba en todos los peñascos de Mackeronte, en todas las galerías del alcázar. Cuando en torno suyo se hablaba de los prodigios de Jesús, decía tembloroso: «Es Juan, el que bautizaba, y vuelve de entre loa muertos.» En vano se esforzaban sus domésticos por tranquizarle. Él decía siempre: «Es Juan, es Juan... el que subió del río.»
Aquel nidal de guerra defendía ahora los secretos de los dos amantes. Era dulce vivir allí, en medio de pompas cortesanas, de incienso de adulaciones y magnificencias orientales. Tal vez el pueblo empezaba ya a murmurar escandalizado; pero en el alcázar todo eran sonrisas y pronósticos de ventura. De repente, rígido, airado, centelleante de indignación, apareció un hombre en el umbral. Era el Bautista, el profeta del fuego, magnífico y terrible con su larga cabellera, con su rostro tostado del sol, con su barba torrencial, con su piel de camello y su cinturón de cuero. Juan comprendía que se acercaba el fin de su misión. Cerca de él, otro profeta empezaba también a predicar y a bautizar, agrupando en torno suyo a todos los que aguardaban el reino de Dios. «Maestro—decíanle al Bautista los discípulos que aún le quedaban—, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, aquel a quien tú diste testimonio, empieza a bautizar y todo el mundo se va con él.» Él escucha sereno estas quejas amargas, y se esfuerza por calmar el ánimo de sus admiradores, recordándoles que en todas las cosas hay que ver la voluntad de Dios. «Nada hay en el hombre—dice— que no le sea dado del Cielo. Vosotros sabéis que yo he dicho: No soy el esposo, sino el amigo del esposo; no soy el Cristo, sino el precursor.» Y remontando el curso del Jordán, se acercó a los límites de Galilea.
No tardaron en llegar a sus oídos los rumores de lo que pasaba en Maqueronte, y el celo de Dios le arrebató. Su corazón no temblaba en presencia de los tiranos: al principio de su ministerio había amenazado a los grandes de Israel; los saduceos acechaban con inquietud los ecos que venían del desierto; ninguna grandeza le detenía; ningún poder estaba libre de sus reproches. Ahora su voz cayó como un trueno en medio de las fiestas cortesanas. Subió del Jordán como un león de su madriguera, trepó a los peñascos de Mackeronte, y el roquedal pareció como la peana de su figura indomable. Y cuando Antipas se asomaba al mirador, o paseaba entre las columnatas del peristilo, el profeta se acercaba bramando: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Nadie le detuvo; secos, iluminados, torturados, sus discípulos le defendían, y Antipas tuvo miedo. Pero la nieta de Herodes rugía a su lado, y clamaba: «¿Qué importa que tus siervos se humillen ante mí y tus huestes me defiendan, si se abre libremente esa boca para escupirme?» Y un día la guardia del tetrarca se apoderó de Juan y le arrojó a un calabozo.
El calabozo era un sótano húmedo y oscuro de aquella fortaleza de Mackeronte. Arriba se gozaba de la luz y del amor; abajo yacía él cargado de cadenas. La larga sombra del Bautista austero no cortaría ya las aguas del Jordán; pero la boca que clamaba en el desierto no estaba aún amordazada. A veces la prisión se abre para dar paso a sus discípulos. Los exhorta, los instruye y sigue confirmando su esperanza en el reino del Mesías. Transmite mensajes y los recibe. Tiene la mirada fija en el profeta a quien un día sumergió en las aguas, y desde la cárcel le envía su último testimonio. Es una embajada concebida en estos términos:
«¿Eres tú el que va a venir o debemos esperar a otro?» Juan no duda, ni se siente debilitado por las angustias de la prisión, ni piensa que tal vez ha equivocado su camino. Su único intento es provocar una manifestación explícita de Jesús, y transmitirla a sus discípulos. Y entonces sale de la boca de Cristo el mayor elogio que puede decirse de un hombre: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una cana agitada por el aire? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido muellemente? No; los que usan finos vestidos habitan en los palacios reales. ¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, un profeta, y mucho más que un profeta. Porque él es de quien se ha dicho: He aquí que os envío a mi ángel para que prepare los caminos delante de vosotros. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, ninguno más grande que Juan el Bautista.»
De cuando en cuando el prisionero es llevado a presencia del rey. Antipas es un supersticioso; tiene el miedo de los cobardes; sus pensamientos le roen el alma, y la imagen de su cautivo turba sus sueños de felicidad. «Le teme, porque sabe que es un hombre justo y santo; le escucha de buena gana», y tal vez confía que a fuerza de obsequios logrará encontrarle menos severo. Pero el profeta no tiene más que una palabra. «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Antipas tiembla al oírla zarandeado por el remordimiento y la pasión. Demasiado débil para libertarse por el crimen de un censor importuno, demasiado corrompido para seguir resueltamente la voz del deber, se contenta con proteger al preso de las venganzas de Herodías. Entre tanto, el odio se envenena en el corazón de la adúltera, dispuesta a buscar el momento oportuno. Y supo aprovecharle con sagacidad verdaderamente femenina. Casi un año llevaba Juan Bautista en la prisión, cuando llegó el día del natalicio de Herodes. Hubo fiestas solemnes para celebrar el grande acontecimiento, hubo epinicios y canciones en griego y en hebreo, y para terminar los festejos, un espléndido festín en que brilló aquella magnificencia deslumbrante de Herodes, que se había hecho proverbial hasta entre los poetas y los patricios opulentos de Roma. Sobre triclinios de bronce de Iberia y de cidro de Numidia se recostaban los más altos personajes de Galilea, rabinos, banqueros, oficiales y cortesanos. Delante, mesas de mármol sobre caimanes y ciervos de plata, y en los muros, colgando de los frisos de cerámicas y mosaicos, alcatifas de Persia, pieles de Dugongo, almagradas, tejidos de Sussa, adornados de toros y gacelas, de amenos paisajes y escenas de caza y de guerra. Esclavas nubias y sirias pasaban ligeras bajo los artesones de pupilas de granate y esmeralda llevando los manjares en bandejas de plata y de cristal, pavos reales lardeados, carnes de jabalí, rostrizos coronados de morcillas, pasteles de setas y especias, faisanes rellenos de salchichas y mollejas, de uvas tostadas y altramuces, moscateles de Chipre, tarros de licor de almezas, agua de azafrán, infusión de miel con vino de España, mostos como almíbares, traídos en odres de nieve.
Herodías miraba satisfecha al tetrarca. Las piedras de sus collares resplandecían como pupilas de tigre, y sus ojos brillaban como sus brillantes. Estaba más acariciadora, más zalamera que nunca. Muchas sorpresas había preparado para aquella noche, pero la mayor estaba reservada para el fin; la mayor, la más regocijante, la más embriagadora; más embriagadora que los vapores ardientes del falerno. Antipas había pasado su juventud en Roma; conocía los movimientos jónicos de que habla Horacio, las evoluciones de las bailarinas gaditanas, las danzas lascivas de Capua y de Nápoles, la seducción de los coros de las doncellas representando las escenas más audaces con sus gestos y actitudes. Ahora bien: en el palacio había una joven que, educada en Roma, conocía los secretos más sutiles de aquella ciencia terrible. Era Salomé, la hija de Herodías. Herodías quiso que Salomé bailase. Y bailó. Y de tal manera subyugó el corazón del príncipe con el donaire de su danza, que, entre los aplausos de los comensales, Herodes prometió darle cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Y lo juró solemnemente. Ella permaneció indecisa mirando a uno y otro lado. Se le ocurrían tantas cosas, que no sabía qué pedir. Al fin, pensó que su madre podía darla un consejo. «¿Qué pediré?», le dijo, jadeante todavía. La adúltera tenía preparada la respuesta. «La cabeza de Juan el Bautista», respondió con aire de triunfo. La joven no se estremeció: era hija de tal madre. La intriga y la belleza la harán también a ella esposa y madre de reyes. Ahora se acercó al rey, y sin el menor temblor en la voz, sin el menor rubor en el rostro, le dijo; «Quiero que me des ahora mismo, en un plato, la cabeza de Juan el Bautista.» Y, al mismo tiempo, su mano de sierpe señalaba una de las bandejas argénteas que aún quedaban en la mesa.
A pesar de su ciega brutalidad, Herodes Antipas valía más que las dos mujeres. Súbitamente se dio cuenta del lazo infame que se le había tendido, y se puso triste. Pálido de horror, miraba en torno por ver si sorprendía alguna mirada de piedad; pero advirtió que los ojos de los comensales se fijaban en él exigentes y regocijados. Era débil, y al mismo tiempo, vanidoso; no tenía grandeza de alma para afrontar las censuras de los magnates, ni entereza para desafiar la ira de aquellas mujeres perversas: excusando su crimen con la religión del juramento, dio la orden fatal. A una señal suya, el verdugo, que estaba siempre a su lado, según la costumbre del Oriente, tomó el plato que le tendía la bailarina y salió.
Unos instantes después Juan dejaba de existir. Al testimonio de la palabra había juntado el testimonio de la sangre. Su cabeza, caliente todavía, apareció en la sala chorreando sangre. Salomé dio un salto para arrebatársela al verdugo, y se la presentó a su madre. Según la tradición, Herodías se ensañó en su víctima, atravesando con un alfiler de oro, que tomó de su peplo, aquella lengua que no había podido encadenar en vida, y arrojando el cuerpo mutilado en los barrancos de los alrededores. Los discípulos del mártir le recogieron, salvándole de los buitres y dándole honrosa sepultura. La voz del amigo del esposo se calló aquella noche de primavera, un año antes que la voz del esposo. Pero el tetrarca seguía oyéndola todavía. Aguijoneado por el remordimiento, día y noche veía la mesa ensangrentada, la frente del profeta, más grave con la palidez de la muerte, y sus labios, que se abrían para pronunciar el anatema. Se hizo miedoso; suspicaz; cruel. La figura de Juan se le presentaba en todos los peñascos de Mackeronte, en todas las galerías del alcázar. Cuando en torno suyo se hablaba de los prodigios de Jesús, decía tembloroso: «Es Juan, el que bautizaba, y vuelve de entre loa muertos.» En vano se esforzaban sus domésticos por tranquizarle. Él decía siempre: «Es Juan, es Juan... el que subió del río.»
domingo, 28 de agosto de 2016
Lecturas
Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso.
Hermanos:
Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor.
«Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos»
Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes.
La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces.
Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio.
Hermanos:
No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando.
Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro y te diga:
“Cédele el puesto a éste”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
El libro del Eclesiástico, último libro del Antiguo Testamento, atribuido a Ben-Sira y escrito en torno al año 50 a.C. tiene hermosas reflexiones sobre la humildad, que recogen el sentir de la época:
“Hijo mío, procede con humildad en tus asuntos” (Eclesiástico 3,17),
“hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios” (Eclesiástico 3,18),
“Dios revela sus secretos a los humildes” (Eclesiástico 3,20).
La humildad nace del reconocimiento de sentirse pequeño y desvalido a los ojos de Dios.
Dice San Agustín: “Lo que haces de malo es obra tuya; lo que haces de bueno es mérito de la misericordia de Dios. Por tanto, cuando hagas el bien no te lo atribuyas, y además de no atribuírtelo, da gracias a Dios como un don suyo”.
El humilde muestra su sabiduría aceptando la corrección y considerando positivamente las opiniones de los demás.
Su actitud contrasta con la del soberbio, que considera mérito propio todo lo que hace, impone sus opiniones, no se rebaja ante nadie y muestra una conducta arrogante y autosuficiente.
Estas personas suelen triunfar en los negocios y en la política, porque la gente considera sus actos como muestra de seguridad en sí mismos y dueños de una fuerte y atrayente personalidad. Es una estrategia triunfadora en amplios sectores de influencia social.
Ser humilde no equivale a tener un carácter débil, pusilánime y acobardado.
Al contrario, a diferencia del arrogante, que trata de imponer, el humilde presenta sus propuestas como un acto de servicio, sin enfadarse ante el rechazo ni echar la culpa a los demás de los fracasos.
El humilde sabe hacer autocrítica y mira al otro como superior.
El mejor ejemplo lo tenemos en Juan el Bautista.
Reconoce el don de Dios, se rebaja ante Jesús y ensalza públicamente su éxito.
La gente siente rechazo hacia el “trepa”, que pretende ascender en el escalafón social mediante la adulación y todo tipo de triquiñuelas, así como a los que exhiben sus títulos a bombo y platillos para reafirmar su dominio y el reconocimiento de todos.
Cuando obramos de esta manera terminamos siendo esclavos del cultivo de la imagen y de la búsqueda de prestigio, careciendo de tiempo para crecer por dentro.
Todos los santos destacaron por su humildad.
Algunos, como San Francisco de Sales, supieron modelar de tal forma su fuerte temperamento a la luz del evangelio, que al final de su vida era de una dulzura y exquisitez en el trato, que asombraba a cuantos le habían conocido antes.
En consecuencia, el humilde suele encontrar muchos amigos, se granjea el respeto de los demás y termina desarmando al soberbio o poniendo en evidencia su doble conducta.
Y, del mismo modo que nos causa hastío y rechazo el comportamiento de grandeza de los nuevos ricos, nos produce admiración el proceder humilde y servicial de los más poderosos.
Así empieza el relato evangélico de hoy.
El recurso a esponsales y banquetes es frecuente en el Antiguo Testamento y una constante en la predicación de Jesús, pues la boda era un paréntesis de sana alegría en la mediocridad de una vida anodina y escasa de alicientes.
Porque los aldeanos del tiempo de Jesús apenas probaban la carne y, de vez en cuando, algún que otro pez…
Por eso, una boda era la ocasión propicia para vestirse con las mejores galas y disfrutar de manjares vedados habitualmente.
Jesús se presenta en las bodas de Caná como el esposo que regala el vino de la alegría a los invitados y se ofrece a sí mismo (banquete de la Última Cena) como el Cordero que sacia el hambre de los invitados.
Pero pide el traje de fiesta de la reconciliación, y reconocer la primacía de Dios sobre nuestra vida.
La fiesta de bodas en la actualidad es una fuente de preocupaciones y problemas para la mayoría de los novios que, a menudo, deben hacer auténticos malabarismos para no poner juntas en el banquete a personas enemistadas o que no se hablan.
También lo es para numerosos invitados, que ven menguados sus ahorros por “quedar bien”.
La sucesión de viandas y bebidas constituye un auténtico despilfarro, que hiere la sensibilidad de la gente honesta y con sólidos criterios morales, consciente de las enormes bolsas de pobreza que proliferan en los alrededores de todas las grandes ciudades.
Normalmente invitan a familiares, amigos y allegados y, aunque el menú sea caro, las donaciones suelen ser mayores, por lo que les queda dinero para el viaje de recién casados.
Poco ha cambiado en esto desde los tiempos de Jesús.
Pero no siempre ocurre así.
Hay parejas que siguen la propuesta de Jesús, ofrecen todo lo recaudado en la boda para ayudar a los pobres y empiezan su matrimonio de cero, con la fuerza del amor, que es capaz de asumir de cero y asumir en comunión los retos de la vida.
Creo que ésta es una alternativa válida a la “sociedad del bienestar”, cada vez más en entredicho.
“Hijo mío, procede con humildad en tus asuntos” (Eclesiástico 3,17),
“hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios” (Eclesiástico 3,18),
“Dios revela sus secretos a los humildes” (Eclesiástico 3,20).
La humildad nace del reconocimiento de sentirse pequeño y desvalido a los ojos de Dios.
Dice San Agustín: “Lo que haces de malo es obra tuya; lo que haces de bueno es mérito de la misericordia de Dios. Por tanto, cuando hagas el bien no te lo atribuyas, y además de no atribuírtelo, da gracias a Dios como un don suyo”.
El humilde muestra su sabiduría aceptando la corrección y considerando positivamente las opiniones de los demás.
Su actitud contrasta con la del soberbio, que considera mérito propio todo lo que hace, impone sus opiniones, no se rebaja ante nadie y muestra una conducta arrogante y autosuficiente.
Estas personas suelen triunfar en los negocios y en la política, porque la gente considera sus actos como muestra de seguridad en sí mismos y dueños de una fuerte y atrayente personalidad. Es una estrategia triunfadora en amplios sectores de influencia social.
Ser humilde no equivale a tener un carácter débil, pusilánime y acobardado.
Al contrario, a diferencia del arrogante, que trata de imponer, el humilde presenta sus propuestas como un acto de servicio, sin enfadarse ante el rechazo ni echar la culpa a los demás de los fracasos.
El humilde sabe hacer autocrítica y mira al otro como superior.
El mejor ejemplo lo tenemos en Juan el Bautista.
Reconoce el don de Dios, se rebaja ante Jesús y ensalza públicamente su éxito.
La gente siente rechazo hacia el “trepa”, que pretende ascender en el escalafón social mediante la adulación y todo tipo de triquiñuelas, así como a los que exhiben sus títulos a bombo y platillos para reafirmar su dominio y el reconocimiento de todos.
Cuando obramos de esta manera terminamos siendo esclavos del cultivo de la imagen y de la búsqueda de prestigio, careciendo de tiempo para crecer por dentro.
Todos los santos destacaron por su humildad.
Algunos, como San Francisco de Sales, supieron modelar de tal forma su fuerte temperamento a la luz del evangelio, que al final de su vida era de una dulzura y exquisitez en el trato, que asombraba a cuantos le habían conocido antes.
En consecuencia, el humilde suele encontrar muchos amigos, se granjea el respeto de los demás y termina desarmando al soberbio o poniendo en evidencia su doble conducta.
Y, del mismo modo que nos causa hastío y rechazo el comportamiento de grandeza de los nuevos ricos, nos produce admiración el proceder humilde y servicial de los más poderosos.
Así empieza el relato evangélico de hoy.
El recurso a esponsales y banquetes es frecuente en el Antiguo Testamento y una constante en la predicación de Jesús, pues la boda era un paréntesis de sana alegría en la mediocridad de una vida anodina y escasa de alicientes.
Porque los aldeanos del tiempo de Jesús apenas probaban la carne y, de vez en cuando, algún que otro pez…
Por eso, una boda era la ocasión propicia para vestirse con las mejores galas y disfrutar de manjares vedados habitualmente.
Jesús se presenta en las bodas de Caná como el esposo que regala el vino de la alegría a los invitados y se ofrece a sí mismo (banquete de la Última Cena) como el Cordero que sacia el hambre de los invitados.
Pero pide el traje de fiesta de la reconciliación, y reconocer la primacía de Dios sobre nuestra vida.
La fiesta de bodas en la actualidad es una fuente de preocupaciones y problemas para la mayoría de los novios que, a menudo, deben hacer auténticos malabarismos para no poner juntas en el banquete a personas enemistadas o que no se hablan.
También lo es para numerosos invitados, que ven menguados sus ahorros por “quedar bien”.
La sucesión de viandas y bebidas constituye un auténtico despilfarro, que hiere la sensibilidad de la gente honesta y con sólidos criterios morales, consciente de las enormes bolsas de pobreza que proliferan en los alrededores de todas las grandes ciudades.
Normalmente invitan a familiares, amigos y allegados y, aunque el menú sea caro, las donaciones suelen ser mayores, por lo que les queda dinero para el viaje de recién casados.
Poco ha cambiado en esto desde los tiempos de Jesús.
Pero no siempre ocurre así.
Hay parejas que siguen la propuesta de Jesús, ofrecen todo lo recaudado en la boda para ayudar a los pobres y empiezan su matrimonio de cero, con la fuerza del amor, que es capaz de asumir de cero y asumir en comunión los retos de la vida.
Creo que ésta es una alternativa válida a la “sociedad del bienestar”, cada vez más en entredicho.