martes, 31 de mayo de 2016
Lecturas
Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos.
El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás. Aquel día dirán a Jerusalén: «No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva.
Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta». Apartaré de ti la amenaza, el oprobio que pesa sobre ti.
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: -« ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». María dijo: -«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre». María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Palabra del Señor.
Visitación de la Virgen
Entonces, dice San Lucas, es decir, después de haber — recibido la visita del ángel, levantóse María, y fue apresuradamente, a través de las montañas, a una aldea de Judá. Fue a saludar y felicitar a Isabel, la mujer de Zacarías, sacerdote y profeta. Largo viaje: varios días de marcha, desde Galilea hasta Judea, más allá de Jerusalén, más allá de Belén, algo más allá de Hebrón. Allí, entre la aspereza de la montaña, en un valle pedregoso y gris, está Juttah, villa sacerdotal, y en Juttah la casa de aquel descendente de Leví, que unos meses antes se había quedado mudo en el templo; la casa de la santa mujer cuyo nombre había pronunciado el celeste mensajero en aquella entrevista memorable: «Y he aquí que Isabel, tu prima, a pesar de su vejez, ha concebido también un hijo, y éste es el sexto mes para aquella a quien las gentes llamaban estéril.» Y María corre; ella, la virgen escondida, la enamorada del silencio la que parece vivir sumergida en un océano de paz infinita, quisiera ahora tenerlas para atravesar sin tocar el suelo aquellos campos de Samaría, aquellos montes de Efraim, aquellos caminos perfumados por los grandes recuerdos bíblicos. ¡Oh, el placer de alegrarse con su prima, de cantar juntamente con ella las misericordias de Yahvé, de ayudarla en el trance de su alumbramiento, de dejar en aquella casa de santos las primicias de aquel tesoro infinito que ya llevaba en su seno!
«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel «¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?
Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»
María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.
Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: «¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: «¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día:Unde hoc mihi?
Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.
Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.
Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.
«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel «¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?
Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»
María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.
Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: «¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: «¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día:Unde hoc mihi?
Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.
Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.
Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.
lunes, 30 de mayo de 2016
Lecturas
Queridos hermanos:
A vosotros gracia y paz abundantes por el conocimiento de Dios y de Jesús nuestro Señor.
Pues su poder divino nos ha concedido todo lo que conduce a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento del que nos ha llamado con su propia gloria y potencia, con las cuales se nos han concedido las preciosas y sublimes promesas, para que, por medio de ellas, seáis partícipes de la naturaleza divina, escapando de la corrupción que reina en el mundo por la ambición, en vista de ello, poned todo empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la paciencia, a la paciencia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, y al cariño fraterno el amor.
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes, a los escribas y a los ancianos:
-«Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó un torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. A su tiempo, envió un criado a los labradores, para percibir su tanto del fruto de la viña. Ellos lo agarraron, lo azotaron y lo despidieron con las manos vacías. Les envió de nuevo otro criado; a éste lo descalabraron e insultaron.
Envió a otro y lo mataron; y a otros muchos, a los que azotaron o los mataron. Le quedaba uno, su hijo amado. Y lo envió el último, pensando “Respetarán a mi hijo”. Pero los labradores se dijeron: “Éste es el heredero. Venga, lo matamos, y será nuestra la herencia”. Y, agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá, hará perecer a los labradores y arrendará la viña a otros. ¿No habéis leído aquel texto de la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”?». Intentaron echarle mano, porque comprendieron que había dicho la parábola por ellos; pero temieron a la gente, y, dejándolo allí, se marcharon.
Palabra del Señor.
San Humberto de Lieja
Humberto significa: el que tiene pensamientos luminosos (Hum, en su idioma = pensamientos, Bert = luminoso).
Es Patrono de los cazadores y de los obispos que tienen que gobernar regiones muy problemáticas.
Las antiguas tradiciones cuentan de él lo siguiente:
Humberto era hijo del rey Bertrand de Aquitania. De joven era muy aficionado a la cacería y valientísimo para luchar contra las fieras. Un día en un bosque su padre fue atacado por un oso furioso que lo iba a matar, pero el joven Humberto llegó a tiempo y arremetió tan fuertemente a la fiera feroz que ésta tuvo que soltar a Bertrand y así el rey salvó su vida.
Fue enviado a estudiar al palacio del rey de Neustria (Bélgica) pero allá había malas costumbres y salió huyendo para no volverse vicioso. Fue entonces al palacio del rey de Austrasia, donde recibió una buena educación, y se casó con una hija del rey y tuvo un hijo a quien llamó Floriberto.
Humberto olvidó los sabios consejos de su santa madre y se dedicó únicamente a fiestas y deportes y dejó de asistir al templo. Y un Viernes Santo en vez de ir a las ceremonias religiosas se fue de cacería. Peor sucedió que yendo en pleno bosque persiguiendo un venado, éste se detuvo repentinamente y los perros y los caballos saltaron asustados hacia atrás. Entre los cuernos del venado apareció una cruz luminosa y Humberto oyó una voz que le decía: "Si no vuelves hacia Dios, caerás en el infierno".
El joven príncipe se fue en busca del obispo San Lamberto, ante el cual pidió de rodillas perdón por sus pecados. El santo obispo le concedió el perdón y se dedicó a instruirlo muy esmeradamente en la religión. Poco después murió la esposa y entonces Humberto quedó libre para dedicarse totalmente a la vida espiritual. Renunció al derecho que tenía de ser heredero del trono, repartió sus bienes a los pobres y fue ordenado de sacerdote. Entró de monje en el convento de los Padres Benedictinos y se dedicó a la oración, a la lectura y meditación y a humildes trabajos en el conventos, como hortelano, y pastor de ovejas.
Deseaba ir a Roma a visitar la tumba de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y a escuchar al Sumo Pontífice. Y se fue a pie escalando montañas cubiertas de hielo y atravesando en barcas pequeñas ríos crecidísimos, hasta que logró llegar, después de mil peligros, a la Ciudad Eterna.
Estando un día en un templo de Roma orando muy devotamente fue mandado llamar por el Sumo Pontífice Sergio, el cual le contó que a su santo obispo Lamberto lo habían asesinado los enemigos de la religión y que al Papa le parecía que el mejor para reemplazar al obispo muerto era él, el monje Humberto. Aunque tenía miedo de aceptar tan alto cargo, una visión sobrenatural lo convenció de que debía aceptar, y fue consagrado obispo de la Iglesia Católica.
El territorio que le correspondió gobernar a San Humberto estaba poblado por gentes que adoraban ídolos y eran muy crueles. El fue recorriendo todas las regiones enseñando la verdadera religión y alejando a la gente de las falsas creencias y dañosas supersticiones. Dios le concedió el don de hacer milagros. Los que tenían malos espíritus, al encontrarse con el santo recobraban la paz, y el mal espíritu se les alejaba. Los que antes adoraban ídolos y dioses falsos, al oírlo predicar tan hermosamente acerca del Dios del cielo que hizo la tierra, y todo cuanto existe, exclamaban: "Nunca nos habían hablado así", y se convertían y se hacían bautizar.
Por ríos tormentosos y cruzando selvas tenebrosas y haciendo viajes muy agotadores, y recorriendo los campos en procesión cantando y rezando, visitó todo el territorio de su diócesis, ofreciendo, los sacrificios de sus viajes, por la conversión de los pecadores, y Dios le respondió concediéndole que miles y miles se convirtieran a la verdadera fe.
Un día vio que ardía en llamas la casita de una pobre mujer. Se puso a rezar con toda fe y el incendio se apagó milagrosamente.
Le construyó un templo al santo obispo asesinado, San Lamberto, y llevó allá las reliquias del mártir (el cuerpo de Lamberto, al abrir su sepulcro después de varios años de enterrado, estaba incorrupto, como recién sepultado). Al paso de los restos del santo obispo varios paralíticos quedaron sanados y empezaron a andar, y varios ciegos recobraron la vista.
Un día mientras Humberto celebraba la misa entró al templo un hombre loco porque lo había mordido un perro con hidrofobia (o enfermedad de la rabia). Toda la gente salió corriendo a la plaza, pero el santo le dio una bendición al loco enfermo y éste quedó instantáneamente sano y salió a la plaza gritando: "Vuelvan tranquilos al templo que el santo obispo me ha curado con su bendición". Por esto las gentes han invocado a San Humberto contra las mordeduras de perros rabiosos.
Otro día se acercó a la orilla del mar y vio que una terrible tempestad hundía una barca llena de gente y que todos los pasajeros caían entre las embravecidas olas. El santo se arrodilló a orar por ellos y milagrosamente los náufragos salieron a la orilla sanos y salvos. Por eso los marineros le han tenido mucha fe a San Humberto.
En el año 727 Dios le anunció que pronto iba a morir, y al terminar una misa les dijo a los fieles: "Ya no volveré a beber este cáliz entre vosotros". Poco después se enfermó y murió santamente, dejando entre las gentes el recuerdo de una vida dedicada totalmente al bien de los demás.
Señor Jesús: envíanos muchos pastores santos y generosos como San Humberto, que consagren totalmente su existencia a la salvación de las almas y a hacerte amar más y más.
Si Dios está con nosotros ¿Quién podrá contra nosotros? (S. Pablo).
Es Patrono de los cazadores y de los obispos que tienen que gobernar regiones muy problemáticas.
Las antiguas tradiciones cuentan de él lo siguiente:
Humberto era hijo del rey Bertrand de Aquitania. De joven era muy aficionado a la cacería y valientísimo para luchar contra las fieras. Un día en un bosque su padre fue atacado por un oso furioso que lo iba a matar, pero el joven Humberto llegó a tiempo y arremetió tan fuertemente a la fiera feroz que ésta tuvo que soltar a Bertrand y así el rey salvó su vida.
Fue enviado a estudiar al palacio del rey de Neustria (Bélgica) pero allá había malas costumbres y salió huyendo para no volverse vicioso. Fue entonces al palacio del rey de Austrasia, donde recibió una buena educación, y se casó con una hija del rey y tuvo un hijo a quien llamó Floriberto.
Humberto olvidó los sabios consejos de su santa madre y se dedicó únicamente a fiestas y deportes y dejó de asistir al templo. Y un Viernes Santo en vez de ir a las ceremonias religiosas se fue de cacería. Peor sucedió que yendo en pleno bosque persiguiendo un venado, éste se detuvo repentinamente y los perros y los caballos saltaron asustados hacia atrás. Entre los cuernos del venado apareció una cruz luminosa y Humberto oyó una voz que le decía: "Si no vuelves hacia Dios, caerás en el infierno".
El joven príncipe se fue en busca del obispo San Lamberto, ante el cual pidió de rodillas perdón por sus pecados. El santo obispo le concedió el perdón y se dedicó a instruirlo muy esmeradamente en la religión. Poco después murió la esposa y entonces Humberto quedó libre para dedicarse totalmente a la vida espiritual. Renunció al derecho que tenía de ser heredero del trono, repartió sus bienes a los pobres y fue ordenado de sacerdote. Entró de monje en el convento de los Padres Benedictinos y se dedicó a la oración, a la lectura y meditación y a humildes trabajos en el conventos, como hortelano, y pastor de ovejas.
Deseaba ir a Roma a visitar la tumba de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y a escuchar al Sumo Pontífice. Y se fue a pie escalando montañas cubiertas de hielo y atravesando en barcas pequeñas ríos crecidísimos, hasta que logró llegar, después de mil peligros, a la Ciudad Eterna.
Estando un día en un templo de Roma orando muy devotamente fue mandado llamar por el Sumo Pontífice Sergio, el cual le contó que a su santo obispo Lamberto lo habían asesinado los enemigos de la religión y que al Papa le parecía que el mejor para reemplazar al obispo muerto era él, el monje Humberto. Aunque tenía miedo de aceptar tan alto cargo, una visión sobrenatural lo convenció de que debía aceptar, y fue consagrado obispo de la Iglesia Católica.
El territorio que le correspondió gobernar a San Humberto estaba poblado por gentes que adoraban ídolos y eran muy crueles. El fue recorriendo todas las regiones enseñando la verdadera religión y alejando a la gente de las falsas creencias y dañosas supersticiones. Dios le concedió el don de hacer milagros. Los que tenían malos espíritus, al encontrarse con el santo recobraban la paz, y el mal espíritu se les alejaba. Los que antes adoraban ídolos y dioses falsos, al oírlo predicar tan hermosamente acerca del Dios del cielo que hizo la tierra, y todo cuanto existe, exclamaban: "Nunca nos habían hablado así", y se convertían y se hacían bautizar.
Por ríos tormentosos y cruzando selvas tenebrosas y haciendo viajes muy agotadores, y recorriendo los campos en procesión cantando y rezando, visitó todo el territorio de su diócesis, ofreciendo, los sacrificios de sus viajes, por la conversión de los pecadores, y Dios le respondió concediéndole que miles y miles se convirtieran a la verdadera fe.
Un día vio que ardía en llamas la casita de una pobre mujer. Se puso a rezar con toda fe y el incendio se apagó milagrosamente.
Le construyó un templo al santo obispo asesinado, San Lamberto, y llevó allá las reliquias del mártir (el cuerpo de Lamberto, al abrir su sepulcro después de varios años de enterrado, estaba incorrupto, como recién sepultado). Al paso de los restos del santo obispo varios paralíticos quedaron sanados y empezaron a andar, y varios ciegos recobraron la vista.
Un día mientras Humberto celebraba la misa entró al templo un hombre loco porque lo había mordido un perro con hidrofobia (o enfermedad de la rabia). Toda la gente salió corriendo a la plaza, pero el santo le dio una bendición al loco enfermo y éste quedó instantáneamente sano y salió a la plaza gritando: "Vuelvan tranquilos al templo que el santo obispo me ha curado con su bendición". Por esto las gentes han invocado a San Humberto contra las mordeduras de perros rabiosos.
Otro día se acercó a la orilla del mar y vio que una terrible tempestad hundía una barca llena de gente y que todos los pasajeros caían entre las embravecidas olas. El santo se arrodilló a orar por ellos y milagrosamente los náufragos salieron a la orilla sanos y salvos. Por eso los marineros le han tenido mucha fe a San Humberto.
En el año 727 Dios le anunció que pronto iba a morir, y al terminar una misa les dijo a los fieles: "Ya no volveré a beber este cáliz entre vosotros". Poco después se enfermó y murió santamente, dejando entre las gentes el recuerdo de una vida dedicada totalmente al bien de los demás.
Señor Jesús: envíanos muchos pastores santos y generosos como San Humberto, que consagren totalmente su existencia a la salvación de las almas y a hacerte amar más y más.
Si Dios está con nosotros ¿Quién podrá contra nosotros? (S. Pablo).