Lecturas


Hijos míos, es el momento final.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La
Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Palabra del Señor.

San Silvestre I, Papa

San Silvestre, con ese aire de despedida del año viejo, tiene una significación especial en la historia de la Iglesia, no ya sólo por sus virtudes, sino también por la época difícil y maravillosa, a su vez, que le tocó vivir.

Debido a esta circunstancia, no es extraño que su venerable figura haya ido recogiendo a través de los siglos una multitud de leyendas piadosas, haciendo difícil distinguir entre ellas lo que pueda haber de falso o de verdadero. De San Silvestre nos hablan, casi por encima, los primeros historiadores cristianos: Eusebio de Cesarea, Sócrates y Sozomeno. Más noticias encontramos en la relación de los papas que trae el Catalogo Liberiano y, sobre todo, en la multitud de detalles con que adorna su vida el famoso Pontifical Romano. Fue compuesta esta obra en diversos tiempos y por diversos autores, y en lo que toca a San Silvestre, recoge de lleno sus célebres actas, elaboradas durante el siglo v, y que, a pesar de ser admitidas por algunos Padres antiguos, fueron siempre consideradas como espúreas por la Iglesia de Roma.

El hecho de mezclar lo verídico con lo fabuloso, dieron a las actas de San Silvestre un gran predicamento durante toda la Edad Media, aunque pronto fueron cayendo en desuso, teniendo en cuenta, sobre todo, los dos hechos principales que en ellas se mencionan: la curación y conversión de Constantino y la donación que el emperador hace al papa Silvestre, no ya sólo de Roma, sino también de Italia y, como algunos llegaron a suponer, de todo ei Imperio de Occidente. Baronio, el autor de los Anales eclesiásticos, supone la autenticidad de las mismas y recurre al testimonio del papa Adriano I, que en el siglo Vlll las tiene como tales en una carta a los emperadores Constantino e Irene, cuando la lucha por las imágenes. Son citadas a su vez en la primera decretal del concilio II de Nicea, y autores no muy lejanos de la época, como San Gregorio de Tours y el obispo Hincmaro, traen a colación el bautismo de Constantino cuando narran el no menos famoso de Clodoveo.

La leyenda del bautismo parece estar tomada de una vida romanceado de San Silvestre, cuya fecha y patria se desconocen, pero que bien pudieran ser de la segunda mitad del siglo v. Duchesne la hace venir de Oriente, por el camino que trajeron todas las que se referían a la invención de la santa cruz, a Santa Elena y al mismo Constantino. Para otros, sin embargo, toda la leyenda tiene un carácter netamente romano.

Eusebio, el nada escrupuloso panegirista del emperador, nos dice con toda sencillez que Constantino fue bautizado al fin de su vida en Helenópolis de Bitinia, y nada menos que por un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia. De ser cierto lo de las actas, no lo hubiera pasado por alto de ninguna de las maneras, pues vendría muy bien para exaltar la figura de aquel emperador, a quien hace lo posible por presentar como un príncipe simpatizante en todos sus hechos con el cristianismo. La costumbre, sin embargo, de aquellos tiempos, y, sobre todo, las disposiciones en que se encontraba el mismo Constantino, parecen convencer en seguida de lo contrario. Es verdad que manifiesta una verdadera simpatía por la nueva religión, pero no por eso deja de vivir en su juventud el paganismo depurado de su padre, Constancio Cloro. Cuando se proclama emperador en el año 306, adopta con la diadema el culto a la tetrarquía romana, y especialmente el de Júpiter y Hércules. Su contacto con los cristianos le lleva a un monoteísmo especial, que se concreta en el culto del sol invictus. Mas tarde, cuando vence a su rival Majencio en el 312, Constantino aparece identificado del todo con el cristianismo; pero este es supersticioso y con gran reminiscencia pagana. De hecho, nunca abandona las atribuciones de pontífice máximo, concibe el cristianismo como una religión imperial, semejante a la anterior, y en su misma vida no ofrece nunca las características de un auténtico convencido.

Algo semejante ocurre en lo que se refiere a la "Donación Constantiniana". Ya el emperador Otón III, por el siglo Xl, afirmaba que, a pesar de ser tan popular, habia de tenerse el documento como falso. Esto lo demuestra con buenas razones el humanista del siglo xv Lorenzo Valla, y hoy aparece claro cómo la noticia se inventó entre los siglos Vlll y IX con el fin de justificar en Roma la donación que de las tierras conquistadas a los lombardos hacen a diversos papas Pipino el Breve y Carlomagno.

Sólo teniendo en cuenta estas apreciaciones podemos conocer lo que de verdad hay sobre San Silvestre, sin temor a desvirtuar por ello su recia personalidad.

Nace San Silvestre alrededor del año 270, en época de relativa paz para la Iglesia. Su padre, Rufino, le pone desde niño bajo la dirección del prudente y piadoso presbitero romano Cirino, y en seguida se empieza a distinguir por una abnegada caridad, ofreciendo su casa a todos los peregrinos que acudían a visitar la tumba de los apostoles. En una ocasión llama a su puerta Timoteo de Antioquía, gran apóstol de la palabra y de santa vida. Pronto se dan cuenta de ello los paganos, y una noche, cuando vuelve cansado a la casa de Silvestre. es apresado por las turbas y condenado a morir entre los más horribles tormentos. Silvestre no se atemoriza ante el peligro, y poco después, aprovechando las sombras de la noche, se apodera de las reliquias y les da honrosa sepultura.

Sospechando el prefecto de Roma, Tarquinio Perpena de aquel celoso muchacho, y creyendo que acaso guardaba las riquezas que suponia tener Timoteo le manda llamar a su presencia, y entre ambos se entabla este diálogo, que nos han conservado las actas:

—Adora al instante a nuestros dioses—le dice el prefecto—-y deposita en sus altares los tesoros de Timoteo, si es que quieres salvar tu vida.

Silvestre no titubea, y más sabiendo la pobreza en que había vivido el mártir de Cristo.

—¡Insensato!—le dice—, yerras si piensas ejecutar tus amenazas, porque esta misma noche te será arrancada el alma, y así reconocerás que el único verdadero Dios es el que tú persigues; el mismo que adoramos los cristianos.

Tarquinio se enfurece y manda encerrar al joven; pero en la misma noche una espina que se le atraviesa en la garganta pone fin a su vida, y con ello Silvestre es puesto en libertad.

Sea lo que fuere del hecho, la verdad es que Silvestre era apreciado en la Roma de entonces por su humildad y apostolado, y muy pronto, a los treinta años, es ordenado sacerdote por el papa San Marcelino. Horas difíciles eran aquellas para la Iglesia. Desde el año 286, el emperador Diocleciano había asociado al Imperio al nada escrupuloso Maximiano Hercúleo, y poco más tarde ambos augustos adoptan como césares a Constancio Cloro para las Galias y Bretaña y al cruel Galerio para el Oriente. A qué obedeció la nueva postura de Diocleciano, se desconoce en parte; pero pronto se iba a organizar en su reinado una terrible persecución, que llevaba el intento de deshacer desde sus cimientos toda la Iglesia.

Por otra parte, no faltaban disensiones entre los mismos fieles, y sobre todo se hacia más acuciante el peligro de una nueva secta, el donatismo, que iba teniendo grandes prosélitos entre los cristianos de Africa. Silvestre toma parte por la ortodoxia, creándose pronto enemigos, pero esto no impide para que la Iglesia de Roma tenga puestos sus ojos en aquel varón de Dios, "puro, de piedad ferviente, mortificado y humilde", como le retratan las actas, y a quien había de designar para suceder al papa San Melquiades en la silla de San Pedro.

San Silvestre es elegido papa el 31 de enero del año 314, siendo cónsules Constantino y Volusiano y en el año noveno del imperio de Constantino. Largo va a ser su pontificado—veintitrés años, diez meses y once días—y lleno de grandes acontecimientos. Un año antes, en febrero del 313, había sido decretada la libertad de la Iglesia por el edicto de Milán, y desde entonces cuenta con el apoyo decidido del emperador y con la simpatía de los numerosos prosélitos que se presentan cada día.

El paganismo, sin embargo, no podía acomodarse al nuevo sesgo que tomaban las cosas. Y de ser cierto lo del bautismo de Constantino que nos cuentan las actas, habríamos de encajarlo precisamente en estos primeros años del nuevo papa. Parece ser que, en una de las ausencias del emperador, los magistrados de Roma se aprovecharon para iniciar de nuevo la persecución. Silvestre mismo tiene que salir de la ciudad, y se refugia con sus sacerdotes en el monte Soracte o Syraptim, llamado después de San Silvestre, y que dista unas siete leguas de Roma. Cuando vuelve Constantino, se encuentra de manos con una tragedia dentro de su misma familia, pues nada menos que a Crispo, su hijo y heredero, se le acusaba de haber cometido adulterio con su segunda mujer, Fausta. Llevado de la cólera, el emperador manda darle muerte: pero es castigado de improviso con una repugnante lepra, que le cubre todo el cuerpo. En seguida acuden a palacio los médicos más renombrados, que se ven impotentes en procurarle remedio, y como última solución, y para aplacar la ira de los dioses, le proponen bañe su cuerpo en la sangre todavía caliente de una multitud de niños sacrificados con este fin. Cuando se van a hacer los preparativos y ya el cortejo imperial iba a subir las gradas del Capitolio, Constantino se conmueve ante los gemidos de las madres de los inocentes, que piden misericordia, y ordena se retire inmediatamente el sacrificio. Aquella misma noche se le aparecen en sueños dos venerables ancianos, Pedro y Pablo, que le recomiendan busque al obispo Silvestre, que está escondido, el cual les mostrará el verdadero baño de salvación que le curaría.

A la mañana siguiente aparece por las calles de Roma, y conducido con toda pompa por la guardia pretoriana, Silvestre, el perseguido. El encuentro con el emperador es benévolo. Entablan un diálogo de pura formación cristiana, y al fin el Pontífice le increpa con toda solemnidad: "Si así es, ¡oh príncipe!, humillaos en la ceniza y en las lágrimas, y durante ocho días deponed la corona imperial, y en el retiro de vuestro palacio confesad vuestros pecados, mandad que cesen los sacrificios de los ídolos, devolved la libertad a los cristianos que gimen en los calaboros y en las minas, repartid abundantes limosnas, y veréis cumplidos vuestros deseos".

Constantino lo promete todo, se fija el día para el bautismo, y, llegados por fin ante el baptisterio de San Juan de Letrán, se despoja el emperador de todas sus vestiduras, entra en la piscina, es bautizado por San Silvestre, y cuando sale, ante la expectación de todos, aparece completamente curado. De ahora en adelante, dicen las actas, Constantino será el gran favorecedor de los cristianos, y, no contento con eso, va a dejar al Papa su sede de Roma, retirándose con toda su corte a Constantinopla.

Toda esta historia nos indica, al menos, la gran preponderancia que iba tomando la Iglesia frente al Estado. De ello se ha de aprovechar San Silvestre para reconstruir iglesias devastadas y enmendar las corrompidas costumbres. Entre las nuevas leyes que bajo la égida del Pontífice iba a dar el emperador, sobresalen: la validez de la emancipación de esclavos realizada ante la Iglesia, el descanso dominical, contra los sodomitas; la educación de los hijos, revocación del destierro a que estaban condenados los cristianos, restitución de sus bienes, revocación de las leyes Julia y Popea contra el celibato, reconociendo de este modo la posibilidad de un celibato santo dentro del cristianismo: varios decretos asegurando el foro judicial de los clérigos, prohibición de los agoreros, de los juegos en que iban mezclada la inmoralidad y el engaño, etc., etc. Roma iba, de este modo, muriendo a su tradición pagana, para renacer poco a poco a la nueva Roma cristiana.

La gran labor pastoral en que se ve encuadrado el pontificado de San Silvestre ofrece unas facetas características, primicias todas ellas de la Iglesia, que se abre a nuevos horizontes, libre ya de trabas y de postergaciones.

Es su tiempo, la era de los grandes concilios, donde se fijan en detalle los cánones de la fe, el culto divino adquiere una grandeza insospechada, se establece una disciplina eclesiástica cuna de nuestro Derecho, y se extiende cada vez más la supremacía de la Iglesia de Roma. En el mismo año en que es elegido Papa, manda San Silvestre sus legados al concilio de Arlés, donde se resuelve la cuestión de los donatistas, que habían apelado otra vez en la causa de Ceciliano. Este concilio, juntamente con el primero ecumenico de Nicea (a. 325), son los dos puntales del esfuerzo dogmático de tiempos de San Silvestre. Mucho se ha discutido sobre la participación que en ellos tuvo el Pontífice de Roma, ya que tanto uno como otro fueron convocados a instancias del emperador Constantino: pero, a través de lo que en ellos se determina, no ofrece duda la presencia moral del Papa en las decisiones consulares. En Nicea, junto al presidente del concilio, Osio de Córdoba, se sientan los legados pontificios Vito y Vicente, y, de ser cierto el documento que recoge el Líber Pontiticalis, todos los obispos, al final de la asamblea, escriben una carta a Silvestre, donde le dan cuenta de las decisiones adoptadas.

Más claro y conmovedor es el testimonio de los Padres del concilio de Arlés. En esta asamblea, como en todas las que celebra Constantino, se ve, es cierto, una sumisión del episcopado al poder civil; pero al mismo tiempo un afecto y una gran sumisión al Papa. Es éste el que ha de dar su última palabra sobre los donatistas, quien ha de comunicar a las iglesias lo establecido en el concilio, y el que, en fin, ha de hacer poner en práctica sus acuerdos, sobre todo el que se refiere a la celebración de la Pascua. Dicen así en la segunda carta que le envían: "Al amadisimo papa Silvestre, Marino, Agnecio... Unidos en el común vínculo de caridad y de unidad de la madre Iglesia católica y reunídos en la ciudad de Arlés por la voluntad del piisimo emperador, te saludamos a ti, gloriosisimo Papa, con toda nuestra reverencia",

Y añaden: "Ojalá, hermano dilectísimo, hubierais estado presente a este gran espectáculo, pues creemos que contra ellos (los donatistas ) se hubiera dado una sentencia más severa, y de ese modo, uniéndote tú mismo a nuestro juicio, nuestra asamblea hubiera exultado con mayor alegria. Pero, como no pudiste separarte de aquellas tierras en las cuales se asientan también los apóstoles, y cuya sangre testifica sin intermisión la gloria de Dios, por eso te mandamos..."

Esta presencia del Papa se extendió a su vez en la serie de concilios y sínodos que se fueron celebrando en su tiempo: sínodo de Roma (a. 315), concilios de Alejandría, Palestina, segundo de Alejandría, de Laodicea, Ancira, Nicomedia, Cartago, Cesarea de Palestina, etc.

En todos ellos y en otros decretos del mismo Papa se fue creando una liturgia nueva, que, unida a los cánones disciplinares, sirvieron de base a la reorganización interior de la Iglesia. Acaso se pueda rechazar como inventada posteriormente la famosa Constitución de San Siluestre, donde se encuentran una serie de prescripciones sobre los clérigos; pero no podemos dar de lado otras muchas, que sin duda se debieron al celo pastoral de nuestro santo. Citemos algunas:

Solamente el obispo puede preparar el santo crisma y servirse de él para confirmar a los bautizados.

Los diáconos usen dalmática y manipulo en el servicio del altar.

Queda prohibido el uso de la seda o paño de color para el santo sacrificio de la misa. Deben emplearse telas de lino, o sea corporales, que representen la sindone en que fue envuelto el cuerpo de Cristo.

Ningún laico tenga la osadía de presentarse como acusador contra un clérigo.

Ningun clérigo puede ser citado ante un tribunal laico para ser juzgado.

Los días de semana, menos el sábado y el domingo, se llaman 'ferias". En cuanto a la recepción de las órdenes sagradas, determina el tiempo que ha de transcurrir entre una y otra: veinte años para el lectorado, treinta días para el exorcistado, cinco años para el acolitado, otros cinco para el subdiaconado, diez para el de custodio de los mártires, siete para el diaconado y tres, por fin, para el sacerdocio. Normas precisas da también respecto a la vida de los clérigos. Deben ser castos y han de procurar el grado sin ambición y sin ansia de lucro, y solamente pueden ser nombrados aquellos que sean elegidos en unanimidad por el pueblo y la clerecía. Los presbíteros han de tener una reputación bien probada, de modo que, aun los que están fuera de la Iglesia, puedan dar fiel testimonio de ellos. Otras prescripciones abundan; v. gr., sobre el ayuno, los réditos de la Iglesia, que han de dividirse en cuatro apartados; el culto divino, etc.

Y como detalle, esta nota disciplinar en el trato con los pecadores, que nos dice mucho de la delicadeza y caridad de San Silvestre: 'En primer lugar—dice—se les ha de llamar paternalmente y se les ha de esperar siete dias, sin que se les prohiba nada de las cosas de la Iglesia. A este compás de espera se le deben añadir otros siete días, vedándoseles ya todo acceso a los divinos oficios. Siguen otros dos días, en los cuales, si no se arrepintieran, se les separa de la paz y comunión de la santa Iglesia. Otros dos días más, y, por fin, añadiendo todavía uno, y viendo que ya su caso es desesperado, se le debe condenar con el anatema".

En cuanto se refiere al culto divino, nunca conoció Roma, podemos decir, fuera del tiempo del Renacimiento, otra época de tanto esplendor y grandeza. El Pontifical Romano nombra en primer lugar una iglesia del título de Equitio, que mandó construir San Silvestre junto a las termas de Trajano, hoy llamada de los Santos Silvestre y Martín, y que fue como su primera sede y el sitio donde hacía las ordenaciones. Seis veces ordenó en el mes de diciembre, y de aquí salieron 40 presbíteros, 26 diáconos y 65 obispos, que se fueron repartiendo por diversas tierras.

En seguida empiezan las famosas fundaciones constantinianas de San Juan de Letrán, en el monte Cello—in aedibus Laterani—, de San Pedro, en el Vaticano, San Pablo, en la vía Ostiense, y Santa Cruz de Jerusalén, situada en el atrio Sessoriano, muy cerca del templo de Venus y Cupido, como réplica, dice Baronio, a la estatua de Venus que mandó poner Adriano en la cumbre del Calvario. En la misma Roma se levantan a su vez la basílica de Santa Inés, a instancias de la hija de Constantino: la de San Lorenzo, en el campo Verano; la de San Pedro y Marcelino, en la vía Labicana, y otras más en otras ciudades de Italia, como Ostia, Capua y Nápoles.

El papa San Dámaso, cuando termina de dar sus noticias sobre San Silvestre, acaba con esta sencilla frase: Qui catholicus et confessor quievit.

Católico, porque supo mantener la luz de su fe en un tiempo de fuertes herejías. Ecuménico, porque lleva su acción de Arlés a Nicea, de Cartago a Viena del Delfinado. Y, a la vez, confesor, es decir, santo, tomando la palabra en el sentido que se le daba entonces.

Y esta gran confesión o santidad la supo llevar, sobre todo, con una caridad y mansedumbre que fue puesta a prueba muchas veces por aquel que se decía favorecedor del cristianismo. Es sabido cómo a Constantino le aquejaba el prurito de quererse inmiscuir en todos los problemas interiores y exteriores de la Iglesia. Por su mandato se reúnen los obispos en Arlés, convoca el concilio de Nicea, reíne sínodos, lleva a su tribunal la causa de los donatistas e interviene con toda su autoridad en la condena de los arrianos. Alguien ha querido ver cierta timidez en San Silvestre frente al emperador; pero creemos que es desconocer todo lo delicado de aquellos primeros años del cristianismo libre cuando se le atribuye tal especie. San Siivestre asiste a un renacer de la Iglesia, demasiado frágil todavía en lo que a efectos civiles se refiere, y, por otra parte, Constantino sigue siendo el hombre de carácter fogoso, con muchos matices paganos, que a veces le llevan hasta el crimen. La persecución no se habia superado del todo, ya que hasta el 324, con la muerte de Licinio, aún se sigue martirizando en el Oriente y aún en las tierras de Constantino brotan de vez en cuando gritos de rebeldía pagana.

Por otra parte, la solución de aquellos primeros conflictos politico-religiosos de las primeras herejías dependía casi siempre del emperador, pues solían convertirse en verdaderas luchas intestinas, con gran peligro para la tranquilidad del Imperio. No es extraño, por tanto, que San Silvestre, aun consciente de su autoridad, tuviera que ceder muchas veces para no convertir en desfavorables unas posiciones que eran en gran manera ventajosas para la Iglesia. En eso precisamente estuvo su santidad: en saber sufrir los excesos del despotismo por bien de la comunidad, pasando muchas veces al segundo lugar, aunque en lo que tocaba a su ministerio siempre se mantuviera decisivo.

Ni las actas ni la leyenda nos dicen más de su vida. Pero bastante dice ya aquella floración de vida cristiana en que empieza a vivir Roma; el culto divino, que se engrandece con las basílicas; la nueva disciplina eclesiástica y el ejemplo de aquel varón venerable, que iba señalando a todos el nuevo sendero que se abria.

San Silvestre muere el 31 de diciembre del año 337. Fue sepultado en el cementerio de Priscila, en la vía Salaria, en una basílica donde estaba enterrado el papa San Marcelo, y que desde entonces se llamó de San Silvestre. Por el año 1890 se creyó identificar sus ruinas en el transcurso de unas excavaciones, y por fin lo logra en 1907 el arqueólogo Marucchi. Reconstruida una iglesia sobre los primitivos cimientos, fue inaugurada el 31 de diciembre del mismo año, reinando en la Iglesia el santo Pio X.

La Iglesia, por su parte, le ha venerado ya desde antiguo, incluyendo su nombre, juntamente con el de San Gregorio Magno, en la letanía de los Santos, y desde tiempos de San Pío V se ha venido celebrando su fiesta con rito doble aun dentro de la octava de Navidad.

Lecturas


Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre.
Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno.
Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre.
Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo.
Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo - las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero -, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo.
Y el mundo pasa, con sus pasiones.
Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Palabra del Señor.

Santa Judith

Judit es una palabra israelita que significa: "alabado sea Dios".

Esta es una heroína famosa que expuso valientemente su vida con tal de obtener la libertad para su patria, Israel, y la libertad para su santa religión.

Uno de los libros más emocionantes de la S. Biblia es el de Judit. Allí se narra lo siguiente.

El general Holofernes, enviado por el rey Nabucodonosor rodeó la ciudad israelita de Betulia con un ejército de 120,000 hombres. Toda la gente de Israel se dedicó a orar a Dios con gran fervor. Los sacerdotes ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén. El pueblo sabía muy bien que sólo un favor especial de Dios podía librarlos de aquel gran peligro.

Holofernes preguntó a sus consejeros qué debía hacer para poder apoderarse de la nación de Israel. Y Ajior, jefe de los amonitas le dijo: "Este pueblo de Israel es muy favorecido por Dios. Cuando se dedican a comportarse mal los abandona y los deja en poder del enemigo; pero cuando cumplen bien sus santos mandamientos, Dios hace prodigios para defenderlos. Así que yo aconsejo: averigüese bien, pues si se están portando mal o han olvidado a Dios, los podemos atacar y los derrotaremos. Pero si están observando buena conducta y obedecen a Dios, no los ataquemos, porque Dios luchará por ellos y nos derrotará a nosotros". A Holofernes y a sus seguidores no les agradó nada esto que dijo Ajior y lo desterraron de allí.

Holofernes se propuso sitiar a Betulia y vencer a sus gentes por hambre y sed. Tapo todos los caminos y cortó las fuentes de agua que la abastecían. Después de 33 días de asedio en Betulia se acabó totalmente el agua, y las gentes caían desmayadas de hambre y de sed. El pueblo se reunió junto a su sacerdote y a sus jefes y les pidieron que se rindieran ante los ejércitos de Holofernes para no perecer de hambre y de sed. El sacerdote Ozías les dijo: "Esperen cinco días y en ese plazo decidiremos qué debemos hacer".

Entonces se presentó ante Ozías y los jefes una mujer llamada Judit. Se había quedado viuda hacía tres años y medio y estaba dedicada a orar, y a ayudar a los necesitados y hacía muchos sacrificios. Era muy hermosa y simpática y nadie podía criticar nada contra ella, porque su vida era la de una persona que tiene mucho temor de ofender a Dios.

Judit les dijo: -"Dios nos está probando pero no nos ha abandonado. Yo voy a hacer en estos días algo cuyo recuerdo se prolongará por muchos siglos. Esta noche saldré de la ciudad y luego Dios hará por mi mano algo que ahora no les puedo contar". Luego se postró ante Dios y le rogó que bendijera su plan y la ayudara. El sacerdote y los demás jefes le dijeron: "Vete en paz y que el Señor te proteja y te guíe".

Judit se adornó con sus mejores joyas y se puso sus más hermosos vestidos y acompañada de su criada salió de Betulia y se dirigió hacia el campo de los enemigos. Estaba hermosísima.

Un grupo de centinelas la vio y le preguntó a dónde iba. Ella les dijo que estaba huyendo de Betulia y quería entrevistarse con el general Holofernes. Ellos la llevaron hacia el cuartel del jefe. Cuando Holofernes y sus generales la vieron se quedaron admirados de su gran hermosura.

Judit le pidió a Holofernes que le permitiera quedarse unos días allí en el campamento y que diera órdenes a sus guardias para que la dejaran salir cada madrugada a un campo vecino a orar a Dios. El general aceptó su petición y ordenó que le ofrecieran los mejores alimentos, pero ella dijo que su criada había llevado provisiones para varios días y que esto les bastaba. Le fue señalada una habitación.

Holofernes se enamoró de la belleza extraordinaria de Judit y organizó un gran banquete en su honor; e invitó a sus mejores generales. Judit llegó al banquete adornada con sus mejores joyas y supremamente hermosa. El general encantado ante su presencia bebió esa noche más que nunca, y cuando los generales lo vieron totalmente borracho lo dejaron allí solo, frente a Judit que estaba a la mesa cenando también.

Cuando Judit vio que todos se habían ido y que ella había quedado completamente sola frente a Holofernes que estaba totalmente borracho y dormido a causa de su borrachera, pidió fortaleza a Dios y tomando la espada del general le cortó la cabeza y la echó entre un costal, y la pasó a su criada. Y como los guardias tenían orden de dejarla salir al campo durante la noche a rezar, la dejaron pasar sin decirle nada. Nadie sospechaba lo que había sucedido. Ella había preferido entre dos males el menor. Un mal era que moriría todo el pueblo de Israel a manos de los soldados de Holofernes, el otro era que muriera Holofernes, pero que el pueblo se salvara. Y Judit escogió este segundo medio.

Judit llegó a Betulia y anunció a Ozías y a los demás jefes lo que había hecho y los mostró la cabeza de Holofernes. La gente se llenó de entusiasmo y empezó a gritar de alegría.

Al amanecer los ayudantes de Holofernes fueron a su habitación y lo encontraron muerto. Y esta noticia causó una alarma tan espantosa que sus soldados se lanzaron a la dispersión, huyendo cada uno por su lado y dejaron libre la ciudad de Betulia y no la destruyeron, y en cambio le dejaron en sus alrededores grandes riquezas que no tuvieron tiempo de llevarse al salir huyendo.

El Sumo Sacerdote de Jerusalén y el senado de la nación fueron hacia Betulia a felicitar a Judit y le dijeron: "Tú eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel. Bendita seas por el Señor Omnipotente por todos los siglos". Y el pueblo respondió: "Amén".

Y Judit entonó un canto de acción de gracias a Dios diciendo: "Alabad a mi Dios con instrumentos musicales. Elevad al Señor cantos de acción de gracias. Porque el Señor es el único que es capaz de evitar las guerras. Bendito sea por siempre. Amén".

Judit vivió en Betulia hasta la edad de cien años. Nunca quiso volverse a casar, y era estimadísima por toda la población. Las riquezas que su marido le había dejado las repartió entre los que lo necesitaban, y después de haber libertado tan valientemente a su pueblo, adquirió un nombre famoso para siempre aquí en la tierra y un puesto en el cielo por sus buenas obras y su gran virtud.

Lecturas


Queridos hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo - lo cual es verdadero en él y en vosotros -, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas.
Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a
Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, corno dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
- «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Palabra del Señor.

San David Rey y Profeta

Recién llegados a la tierra prometida, los israelitas estuvieron, durante cierto tiempo, gobernados por jueces, como Gedeón o Sansón, que Dios les ponía para resolver las disputas que surgían entre ellos. Esto fue bueno, pero en el aspecto político estaban muy disgregados, no era una verdadera nación organizada, lo cual les hacía más vulnerables ante las acometidas de los pueblos enemigos. Así que comprendieron que deberían renunciar cada una de las tribus a una parte de su libertad en pro del bien común y, con la ayuda de Dios, se unieron bajo la autoridad de un solo rey para todo Israel.

El primer rey se llamó Saúl, pero su comportamiento no agradó por completo a Dios y fue sustituido por David, el más importante de todos; un rey muy valiente, que tenía además un notable talento artístico, pues le gustaba la música, la danza y la poesía; capaz de realizar las hazañas más heroicas y también de ofender gravemente a Dios. Pero el rey David supo reconocer sus errores y arrepentirse sinceramente de sus pecados confiando en la misericordia infinita de Yahvé. De su descendencia nacería Jesucristo, el Mesías prometido y el salvador del mundo.

Estamos en el año 1000 antes de Jesucristo al final de la época de los jueces de Israel. El santuario de Yahvé estaba instalado en una ciudad llamada Silo, en el centro de la tierra de Canaán. Allí, junto al Arca de La Alianza, vivía y dormía un muchacho a quien su madre, agradecida, había consagrado a Yahvé. El chico se llamaba Samuel y estaba bajo la tutela del sacerdote Helí, que era juez de Israel.

Samuel servía a Dios con alegría y sencillez de corazón.

Una noche, Samuel oyó la voz de Dios que le llamaba: “¡Samuel!” Él contestó: “Heme aquí” que significa “aquí estoy” y corrió a Helí para decirle: “Me has llamado y aquí estoy” Helí le dijo: “Yo no te he llamado, vuelve a acostarte” Pero, al momento, de nuevo le llamó Yahvé: “¡Samuel!” Y otra vez corrió hasta Helí para decirle: “Aquí estoy porque me has llamado” Y Helí le volvió a decir que se acostara, que no había sido él. Lo mismo ocurrió una tercera vez y Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven así que le dijo: “Anda, acuéstate y si vuelves a oír esa voz, contéstale: Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Samuel se fue y se acostó. Vino Yahvé y nuevamente le llamó: “¡Samuel, Samuel!” Él contestó: “Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Entonces Dios le habló por primera vez.

Este breve episodio nos sirve para conocer a Samuel, un chico sencillo, piadoso y estudioso que, cuando fue mayor, Llegó a ser muy afamado en Israel. Todos le tuvieron por un verdadero profeta y por un santo, y Dios le continuó hablando a lo largo de su vida.

Fue Samuel profeta y Juez de Israel durante muchos años y gozaba de gran autoridad, pero sus hijos se mostraron indignos de seguir el importante oficio de su padre. Un día, vinieron a él los ancianos y le propusieron: “Como tú eres ya viejo, queremos tener un rey como tienen otros pueblos; danos un rey que nos juzgue y que pueda salir al frente de nuestro ejército en los combates” Samuel rezó a Dios y Éste le comunicó que estaba conforme, que buscaría un rey para Israel.

Por aquel tiempo, un muchacho llamado Saúl había salido con un mozo de la casa de su padre a buscar unas asnas que se habían extraviado. Como se alejaron bastante de su casa y no las encontraban, el mozo le dijo: “Sé que hay un hombre que tiene fama de vidente y que mora en la ciudad próxima hacia donde nos dirigimos”. Este hombre no era otro que Samuel. No es que fuera vidente, en el sentido de “adivino”, es que sabía las cosas porque Dios le hablaba. Ya Dios había advertido a Samuel, el día anterior, que le visitaría un muchacho y que habría de ungirle como el primer rey de Israel. Samuel vio venir hacia él a Saúl que era muy alto y fuerte, y convocando un banquete con unos treinta hombres ungió la cabeza de Saúl con óleo delante de todos y le nombró rey de Israel de parte de Yahvé. Le dijo además donde podía encontrar las asnas que había perdido como prueba de que lo hecho era voluntad de Dios.

Saúl fue aceptado como rey por los israelitas y logró algunas hazañas combatiendo a los filisteos que era el principal pueblo enemigo; pero su comportamiento, a lo largo de su reinado, no agradaba a Yahvé, y dijo Yahvé a Samuel: “He rechazado a Saúl para que no reine más sobre Israel, llena tu cuerno de óleo y dirígete a Belén, a casa de un hombre llamado Jesé, pues he visto un rey para mí entre sus hijos”

Llegó Samuel a casa de Jesé y le invitó a celebrar un sacrificio a Yahvé con todos sus hijos. Le fueron presentando uno a uno, y cuando hubieron pasado los siete hijos varones dijo Samuel: “A ninguno de estos ha elegido el Señor ¿son todos tus hijos, no hay ningún otro?” Y él le respondió: “Queda el más pequeño, que está apacentando las ovejas” Samuel le dijo: “Manda a buscarle pues no nos sentaremos a comer hasta que no haya venido él” Jesé envió a buscarle. Era rubio, de hermosos ojos y bella presencia. Yahvé dijo a Samuel: “Levántate y úngele porque éste es” Samuel, tomando el cuerno del óleo lo derramó sobre su cabeza, ungiéndole a la vista de sus hermanos. Y desde aquel momento, y en lo sucesivo, el Espíritu de Dios vino sobre David, pues así se llamaba el chico, y se retiró de Saúl.

El Señor fue disponiendo las cosas para que David reinase en Israel y, como hace tantas veces, se va sirviendo de circunstancias ordinarias: así, Saúl se encontraba enfermo, triste y sin consuelo. Uno de sus sirvientes había oído hablar del hijo menor de Jesé, de Belén de Judá, -ya sabemos de quién se trata-, un chico valiente y que, además, tocaba muy bien el arpa. Propuso que se trajera al muchacho para que, en los ratos de tristeza del rey, le alegrase con canciones. De esta manera Saúl conoció al joven David quien, con frecuencia, tocaba el arpa ante el rey para alegrarle el corazón.

Mientras tanto, los filisteos habían formado un gran ejército que amenazaba a Israel, y Saúl tuvo que organizar sus tropas para defenderse de ellos. Ambos ejércitos se situaron en sendas colinas, una enfrente de la otra, entre las cuales mediaba un valle.

De las filas del ejército filisteo se destacó un hombre llamado Goliat, tan grande y poderoso que parecía un gigante comparado con el resto de los soldados. Llevaba un casco de bronce, una coraza con escamas de bronce y unas botas de bronce; a su espalda llevaba un escudo también de bronce y en la mano una lanza enorme con una gran punta de hierro; una imponente espada colgaba de su cinturón dentro de su vaina. Delante de él iba su escudero.

Goliat se paró y, dirigiéndose a las tropas de Israel puestas en orden de batalla, les gritó desafiante: “¡Yo reto al ejército de Israel! Elegid de entre vosotros un hombre que baje y se atreva a pelear conmigo; si en la lucha me vence, quedaremos sujetos a vosotros y os serviremos; pero si le venzo yo y le mato, entonces vosotros seréis nuestros servidores”

Los israelitas se amedrentaron y nadie se atrevía a luchar contra Goliat, el cual se envalentonaba más y más, saliendo cada mañana y cada tarde a repetir su desafío.

Jesé, que tenía a sus tres hijos mayores en el ejército de Israel, encargó a David que llevara alimentos a sus hermanos y se enterase de si se encontraban bien. David llegó al campamento y se acercó a la fila de soldados donde estaban sus hermanos. En aquel momento salió de nuevo Goliat, el gigante filisteo, y gritó lo de todos los días: “¿Quién se atreve a luchar conmigo?” Pero David, que lo oyó, preguntó a los que tenía cerca: “¿Quién es ese filisteo para insultar así al ejército del Dios vivo?” El rey Saúl vio a David y, extrañado, le mandó venir. Cuando David llegó a la presencia del rey dijo: “¡Que no desfallezca el corazón de mi señor por culpa de ese filisteo! Yo iré a luchar contra él” Pero Saúl le dijo: “Tú eres todavía un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud” David replicó: “Cuando yo cuidaba los rebaños de mi padre y venía un león o un oso y se llevaba una oveja, yo le perseguía y le golpeaba hasta quitársela de la boca; he matado leones y osos, y ese filisteo será como uno de ellos. Yahvé, que me protegió antes, me protegerá también ahora” Hoy día ya no se ven leones ni osos por aquellas tierras, pero en tiempos de David no eran raros. Saúl le dijo: “vete y que Yahvé te acompañe”.

Vistieron a David con una coraza de bronce, casco y espada, pero cuando probó a moverse dijo: “No puedo ni andar con estas armas, no estoy acostumbrado” Y deshaciéndose de ellas tomó su cayado, eligió cinco chinarros del torrente que discurría cerca de allí, los metió en su zurrón de pastor y, con la honda en la mano, avanzó hacia el filisteo. La honda es un arma muy sencilla que frecuentemente llevan los pastores para ahuyentar a las alimañas o para obligar a las ovejas o al ganado a no abandonar el rebaño. Con la honda se lanzan las piedras mucho más lejos que con la mano. David confiaba más en su destreza con la honda que en las armas que le ofrecían para luchar.

Goliat se acercó poco a poco, y habló a David con desprecio: “¡Ven a mí, que voy a dar tu carne a los buitres y a las bestias del campo!” Dijo. Pero David le respondió: “Tú vienes a mí con lanza y espada, pero yo vengo contra ti en el nombre de Yahvé, Dios de los ejércitos, a quien has insultado. Te heriré y te cortaré la cabeza, y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios”

El filisteo avanzó enfurecido hacia David, este se movió con rapidez, metió la mano en su zurrón, sacó un chinarro y lo lanzó con la honda. La piedra voló, y clavándose en la frente del filisteo lo derribó de bruces en tierra. Corrió David, se paró ante Goliat y, no teniendo espada a la mano, tomó la de él, sacándola de su vaina; lo mató y le cortó la cabeza.

Al ver los filisteos a su campeón muerto, se llenaron de pánico y desorganizados huyeron; pero el ejército de Israel salió tras ellos y los derrotaron fácilmente.

A partir de aquel día David entró plenamente al servicio del rey Saúl. Su fama de valiente se acrecentó durante las numerosas campañas de guerra que el rey le encomendaba. Siempre procedía con acierto y se le puso al mando de hombres de guerra mayores y con más experiencia que le respetaban y se sentían contentos de tenerlo por jefe.

Como salía siempre triunfante en las batallas contra los filisteos porque Yahvé estaba con él, las mujeres cantaban a coro en los pueblos: “Saúl mató a mil, pero David mató a diez mil” El rey Saúl, al ver la fama que iba alcanzando, le tomó envidia y un día en que estaba David tocando el arpa, le arrojó su lanza, pero David la esquivó y se clavó en la pared.

David comprendió que tenía que alejarse y se marchó a casa de Samuel, que ya era anciano, con quien estuvo un tiempo. Pero Saúl se había empeñado en atraparlo y matarlo, y enviaba hombres en su busca.

Un día se encontraba David escondido dentro de una cueva con algunos de sus partidarios, pues tenía muchos porque su reputación de hombre valiente y favorecido de Yahvé seguía acompañándole, y, casualmente, entró Saúl sin saberlo a hacer una necesidad. Los que estaban con David le decían: “¡Aprovecha ahora y mata al rey!” pero David respondió: “Líbreme Dios de hacer tal cosa; no pondré mi mano sobre el ungido de Yahvé” Y no se sirvió de su ventaja; pero, en un descuido, cortó a Saúl un trozo de su manto y se escondió para que no le viera.

Cuando el rey abandonó la cueva sin haberse percatado de nada, salió también David y se postró en tierra gritándole: “¡Oh rey, mi señor! Yo no pretendo hacerte daño ¡Mira, padre mío, mira! —Le decía padre mío porque, como ya sabes, lo conocía desde muy joven— En mi mano tengo la orla de tu manto; yo la he cortado, y si no te he querido hacer daño debes comprender que no hay en mí maldad ni rebeldía contra ti. Tú, por el contrario, quieres quitarme la vida. Deja que sea Yahvé quien nos elija a ti o a mí porque, por mi parte, no pondré mi mano sobre ti”

Saúl se conmovió al oír las palabras de David y se echó a llorar diciendo: “¿Eres tú, hijo mío, David?, veo que tú eres mejor que yo porque me has hecho el bien y yo te pago con el mal. Hoy has probado que eres bueno conmigo porque, habiéndome puesto Yahvé en tus manos, no me has matado. Que Yahvé te pague lo que has hecho hoy conmigo. Bien sé que tú serás quien reine sobre Israel, pero júrame que cuando llegue ese momento no te vengarás de mí ni de los míos”

Y David se lo juró para que se quedara tranquilo.