sábado, 31 de enero de 2015
Lecturas
Hermanos:
La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve.
Por su fe, son recordados los antiguos.
Por fe, obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba.
Por fe, vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas -y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa-, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.
Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía.
Y así, de uno solo y, en este aspecto, ya extinguido, nacieron hijos numerosos como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas.
Con fe murieron todos éstos, sin haber recibido lo prometido; pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra.
Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues, si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver.
Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.
Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad.
Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac; y era su hijo único lo que ofrecía, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «lsaac continuará tu descendencia.»
Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para hacer resucitar muertos.
Y así, recobró a Isaac como figura del futuro.
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: -«Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron, diciéndole: -«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: -«¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: -«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros: -« ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! »
Palabra del Señor.
Beata Madre Candelaria de San José
Susana Paz Castillo Ramírez, tercera hija del matrimonio de Francisco de Paula Paz Castillo y María del Rosario Ramírez, nació en Altagracia de Orituco (Estado Guárico, Venezuela), el 11 de agosto de 1863.
Su padre era un hombre recto y honrado, de gran corazón y profundamente cristiano; gozaba del aprecio y estima de todos los habitantes; poseía conocimientos de medicina naturista y los empleaba para ayudar a mucha gente que solicitaba sus servicios. Su madre era una persona piadosa, trabajadora y honrada.
Tanto ella como don Francisco brindaron a sus hijos una educación tan esmerada como lo permitían las circunstancias de su tiempo. En el aspecto cristiano fue óptima: les infundieron el ejemplo y la palabra, la solidaridad y la responsabilidad en las prácticas de la fe cristiana y valores humanos.
Su instrucción académica, aunque escasa y deficiente, propia de la época que le tocó vivir, no fue un impedimento para su formación integral: frecuentó una escuela particular donde dio sus primeros pasos en la escritura y el cultivo de su apasionamiento por la lectura. Además, aprendió corte y confección y toda clase de labores, especialmente bordados. Este aprendizaje fue un valioso recurso para su posterior servicio a los más necesitados.
Su padre murió el 23 de noviembre de 1870, cuando Susana contaba con 7 años de edad. Cuando murió su madre, el 24 de diciembre de 1887, Susana, que tenía 24 años, asumió las responsabilidades de diligente ama de casa. A la vez, se encargaba de practicar la caridad con los enfermos y heridos que recogía y cuidaba en una casa semi-abandonada, adjunta a la iglesia parroquial.
Junto con otras jóvenes de su pueblo y con el apoyo de un grupo de médicos y del padre Sixto Sosa, párroco de Altagracia de Orituco, fundó un hospital para atender a todos los necesitados. Allí, en hamacas y catres de lona, que ella misma confeccionaba, los atendía.
Con la fundación de este centro de salud, en 1903, se dio inicio a la familia religiosa de las Hermanitas de los Pobres de Altagracia, actualmente denominada Hermanas Carmelitas de la Madre Candelaria. El 13 de septiembre de 1906, con autorización del obispo diocesano, la madre Susana hizo su profesión religiosa tomando el nombre de Candelaria de San José.
El 31 de diciembre de 1910 nació oficialmente la congregación de las Hermanitas de los Pobres de Altagracia con la profesión de las primeras seis hermanas, en manos de mons. Felipe Neri Sendrea, quien confirmó a la madre Candelaria como superiora general. En diciembre de 1916 emitió sus votos perpetuos en Ciudad Bolívar.
Su vida transcurrió entre los pobres; se distinguió por una profunda humildad, una inagotable caridad con ellos, y una profunda vida de fe, oración y amor a la Iglesia. Además de su esmerada atención por los enfermos, se preocupó por la educación de los niños, tarea que dejó como legado a sus hijas carmelitas.
La madre Candelaria era una religiosa de carácter afable, recogida, de baja y modesta mirada; siempre dejaba suavidad en cuantos la escuchaban cuando departía su cordial y amena conversación.
Dos cosas llamaban poderosamente la atención en ella: su profunda humildad y su inagotable caridad. Tenía una gran sensibilidad ante las desgracias ajenas; nunca decía "no" a nadie, sobre todo cuando se trataba de enfermos pobres y abandonados.
Otra característica de su entrega era la alegría; todo lo hacía con amor y una confianza sin límites en la divina Providencia. Sus grandes amores fueron Jesús crucificado y la santísima Virgen. Recorrió muchos kilómetros en busca de recursos para el sostenimiento de sus obras y fundando nuevas comunidades que respondieran a las necesidades del momento.
Gobernó la congregación durante 35 años, desde su fundación hasta el capítulo general de 1937, en el que le sucedió en el cargo la madre Luisa Teresa Morao.
Los últimos años de la madre Candelaria estuvieron marcados por el dolor y la enfermedad. No obstante, después de dejar el cargo de superiora general, aceptó seguir prestando sus servicios a la congregación como maestra de novicias.
Tenía plena conciencia de su enfermedad, pero con increíble paciencia soportaba los dolores y daba pruebas de conformidad con la voluntad de Dios. Pedía al Señor poder morir con el nombre de Jesús en los labios, y así fue.
En la madrugada del 31 de enero de 1940 tuvo un vómito de sangre. Tras pronunciar tres veces el nombre de Jesús, entregó su alma al Creador.
El 22 de marzo de 1969 se inició en la ciudad de Caracas su proceso de beatificación y canonización. Benedicto XVI firmó el decreto de beatificación el 6 de julio de 2007.
Su padre era un hombre recto y honrado, de gran corazón y profundamente cristiano; gozaba del aprecio y estima de todos los habitantes; poseía conocimientos de medicina naturista y los empleaba para ayudar a mucha gente que solicitaba sus servicios. Su madre era una persona piadosa, trabajadora y honrada.
Tanto ella como don Francisco brindaron a sus hijos una educación tan esmerada como lo permitían las circunstancias de su tiempo. En el aspecto cristiano fue óptima: les infundieron el ejemplo y la palabra, la solidaridad y la responsabilidad en las prácticas de la fe cristiana y valores humanos.
Su instrucción académica, aunque escasa y deficiente, propia de la época que le tocó vivir, no fue un impedimento para su formación integral: frecuentó una escuela particular donde dio sus primeros pasos en la escritura y el cultivo de su apasionamiento por la lectura. Además, aprendió corte y confección y toda clase de labores, especialmente bordados. Este aprendizaje fue un valioso recurso para su posterior servicio a los más necesitados.
Su padre murió el 23 de noviembre de 1870, cuando Susana contaba con 7 años de edad. Cuando murió su madre, el 24 de diciembre de 1887, Susana, que tenía 24 años, asumió las responsabilidades de diligente ama de casa. A la vez, se encargaba de practicar la caridad con los enfermos y heridos que recogía y cuidaba en una casa semi-abandonada, adjunta a la iglesia parroquial.
Junto con otras jóvenes de su pueblo y con el apoyo de un grupo de médicos y del padre Sixto Sosa, párroco de Altagracia de Orituco, fundó un hospital para atender a todos los necesitados. Allí, en hamacas y catres de lona, que ella misma confeccionaba, los atendía.
Con la fundación de este centro de salud, en 1903, se dio inicio a la familia religiosa de las Hermanitas de los Pobres de Altagracia, actualmente denominada Hermanas Carmelitas de la Madre Candelaria. El 13 de septiembre de 1906, con autorización del obispo diocesano, la madre Susana hizo su profesión religiosa tomando el nombre de Candelaria de San José.
El 31 de diciembre de 1910 nació oficialmente la congregación de las Hermanitas de los Pobres de Altagracia con la profesión de las primeras seis hermanas, en manos de mons. Felipe Neri Sendrea, quien confirmó a la madre Candelaria como superiora general. En diciembre de 1916 emitió sus votos perpetuos en Ciudad Bolívar.
Su vida transcurrió entre los pobres; se distinguió por una profunda humildad, una inagotable caridad con ellos, y una profunda vida de fe, oración y amor a la Iglesia. Además de su esmerada atención por los enfermos, se preocupó por la educación de los niños, tarea que dejó como legado a sus hijas carmelitas.
La madre Candelaria era una religiosa de carácter afable, recogida, de baja y modesta mirada; siempre dejaba suavidad en cuantos la escuchaban cuando departía su cordial y amena conversación.
Dos cosas llamaban poderosamente la atención en ella: su profunda humildad y su inagotable caridad. Tenía una gran sensibilidad ante las desgracias ajenas; nunca decía "no" a nadie, sobre todo cuando se trataba de enfermos pobres y abandonados.
Otra característica de su entrega era la alegría; todo lo hacía con amor y una confianza sin límites en la divina Providencia. Sus grandes amores fueron Jesús crucificado y la santísima Virgen. Recorrió muchos kilómetros en busca de recursos para el sostenimiento de sus obras y fundando nuevas comunidades que respondieran a las necesidades del momento.
Gobernó la congregación durante 35 años, desde su fundación hasta el capítulo general de 1937, en el que le sucedió en el cargo la madre Luisa Teresa Morao.
Los últimos años de la madre Candelaria estuvieron marcados por el dolor y la enfermedad. No obstante, después de dejar el cargo de superiora general, aceptó seguir prestando sus servicios a la congregación como maestra de novicias.
Tenía plena conciencia de su enfermedad, pero con increíble paciencia soportaba los dolores y daba pruebas de conformidad con la voluntad de Dios. Pedía al Señor poder morir con el nombre de Jesús en los labios, y así fue.
En la madrugada del 31 de enero de 1940 tuvo un vómito de sangre. Tras pronunciar tres veces el nombre de Jesús, entregó su alma al Creador.
El 22 de marzo de 1969 se inició en la ciudad de Caracas su proceso de beatificación y canonización. Benedicto XVI firmó el decreto de beatificación el 6 de julio de 2007.
viernes, 30 de enero de 2015
Lecturas
Hermanos:
Recordad aquellos días primeros, cuando, recién iluminados, soportasteis múltiples combates y sufrimientos: ya sea cuando os exponían públicamente a insultos y tormentos, ya cuando os hacíais solidarios de los que así eran tratados. Pues compartisteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que teníais bienes mejores, y permanentes.
No renunciéis, pues, a vuestra valentía, que tendrá una gran recompensa.
Os falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la promesa.
Un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará sin retraso; mi justo vivirá de fe, pero, si se arredra, le retiraré mi favor.
Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra.
Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también:
-« ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza:
al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.»
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Palabra del Señor.
Beato Columba Marmión – Abad
Dom Columba Marmión fue desde la primera mitad del siglo XX hasta nuestros días un gran maestro de la vida espiritual. Nació en Dublín (Irlanda), el 1 de abril de 1858. Su padre era irlandés y su madre francesa. En primer lugar estudió en un colegio de padres agustinos y más tarde con los jesuitas. Ingresó en el seminario diocesano para seguir los estudios que culminarían con su ordenación sacerdotal. Esto ocurrió en 1881, pero fue en Roma, adonde sus superiores lo enviaron para que continuase allí los estudios eclesiásticos en el centro de estudios de Propaganda Fide, donde tuvo de profesor al futuro cardenal Salotti, de cuyas lecciones de teología salió alumno aventajadísimo.
VOCACIÓN BENEDICTINA
Con un compañero suyo, que sentía cierta vocación a la vida monástica, visitó algunos monasterios benedictinos, entre ellos el de Maredsous (Bélgica). Allí llamó la atención por su piedad y descubrieron que el que tenía verdadera vocación benedictina era José Marmión, que ése fue el nombre que recibió en el bautismo. Después de unos años de ministerio sacerdotal y de profesorado en el seminario de su diócesis, ingresó en la abadía de Maredsous, fundada por el monasterio de Beuron (Alemania) y cuyo abad, dom Plácido Wolter, hermano del abad de Beuron y cofundador con su hermano de esa congregación monástica benedictina, la dirigía con los principios más estrictamente monásticos de la mejor tradición benedictina, muy semejante a la de Solesmes, fundada por dom Próspero Guéranger, del que eran grandes amigos y admiradores.
En Maredsous, al tomar el hábito benedictino recibió el nombre de Columba, en honor de San Columbano (-23 de noviembre), monje irlandés y gran apóstol de Europa. Tuvo por maestro de novicios a un monje muy austero y exigente, llamado Benito. Tuvo que sufrir. Pero lo soportó todo con gran espíritu de generosidad y de amor a Jesucristo, del que hablaría más tarde con gran entusiasmo y muchísimo fruto espiritual. El Señor lo recompensó con grandes gracias interiores que lo hicieron en poco tiempo un gran contemplativo. Ocupó diversos cargos en el monasterio, después de hacer su profesión monástica, sobre todo la enseñanza de la teología.
Cuando se fundó Mont César, cerca de Lovaina, el año 1899, dom Columba fue uno de los que formaron la primera comunidad, bajo la dirección de dom Robert de Kerchove, su primer abad. Dom Columba fue nombrado prior claustral, maestro de estudiantes y profesor. En los tres cargos hizo una labor excelentísima. Sus alumnos estaban encantados. Era normal que los alumnos terminasen las clases orando en la capilla o en el reclinatorio de la celda monacal. Uno de ellos, dom Pío de Hemptinne, fue el que más se distinguió en captar toda la excelente doctrina espiritual y teológica de dom Columba Marmión. Pertenecía a una familia noble de Bélgica y emparentado con insignes benedictinos, como dom Hildebrando de Hemptinne, abad de Maredsous y luego el primer abad primado de la Confederación Benedictina. Su hermano, dom Juan, fue arzobispo en el Congo. Dom Pío murió a los 27 años en Maredsous, dejando una gran fama de santidad. Se ha publicado su precioso diario espiritual. Con razón se dijo que se debería iniciar el proceso de beatificación y canonización de dom Pío.
La fama de dom Columba Marmión sobrepasó los límites de la abadía, sobre todo en Lovaina y muy principalmente en su famosa Universidad. Fueron muchos los que se dirigían y confesaban con dom Marmión, entre ellos el futuro cardenal Mercier, con quien tuvo una gran amistad hasta su muerte. Fueron muchos los que se aprovecharon de la doctrina y celo apostólico de dom Marmión, sobre todo sacerdotes, religiosos y religiosas de varios países, además de Bélgica, como Inglaterra, Irlanda y Francia.
ABAD DE MAREDSOUS, MAESTRO ESPIRITUAL
En 1909 fue elegido abad de Maredsous. Escogió como lema: «Más aprovechar que presidir» (Regla de San Benito, 64, 8) y lo cumplió con toda exactitud. Una de las cargas del abad en todo monasterio benedictino es exponer la doctrina espiritual y monástica a sus monjes. Dom Columba lo hizo maravillosamente. Un monje suyo, dom Ramón Thibaut, tuvo el cuidado de recoger en notas esas conferencias y luego fueron la trilogía marmoniana de Jesucristo, vida del alma; Jesucristo en sus misterios y Jesucristo, ideal del monje, que han tenido multitud de ediciones en Bélgica y se han traducido a las principales lenguas, entre ellas el español, con muchas ediciones también.
El papa Benedicto XV utilizaba las obras de dom Marmión para su vida espiritual. Un día dijo al metropolitano de Lwon, Andrés Szeptickij, mientras le mostraba un ejemplar de jesucristo, vida del alma: «Lea esto; es la doctrina de la Iglesia". Y cuando apareció Jesucristo en sus misterios felicitó al autor por haber mostrado en ambos libros «una singular aptitud para infundir y mantener la llama de la divina caridad».
Los monjes admiraban en su abad su estado de actual benevolencia, de bondad acogedora, no menos que su temperamento cariñoso, expansivo y generoso; una vida exuberante dispuesta siempre a prodigarse, con gran pureza de intención, servicialidad y entrega. Era una delicia en los recreos por su alto sentido del humor, su gran inteligencia, su extremada caridad. Se ha dicho de él que «su imaginación y su charla jovial contagiaba a todo el mundo. El recreo se había convertido en el mejor de los medios para promover la unidad de la comunidad monástica». Tenía un gran corazón. Pero, sobre todo dom Marión fue teólogo, un teólogo de la liturgia y de la vida espiritual, que él vivía antes plenamente. Un teólogo de fe ardiente, que poseía la virtud de convertir la teología en vida sobrenatural, que a todos cuantos le escuchaban encantaba y les hacía un bien inmenso.
CRISTO, CENTRO DE SU VIDA DE ORACIÓN
Toda la teología monástica de dom Marmión, como toda su teología espiritual de la que forma parte, está centrada en Cristo. Cristo es el ejemplar soberano de nuestra filiación adoptiva, el fundamento de todo mérito, la causa eficiente de la plenitud de las gracias. Todo nos viene del Padre por él, y todo vuelve al Padre por él: el culto divino y el esfuerzo ascético del monje, su oración, su trabajo, su caridad.
Tenía una gran devoción por el vía crucis que practicaba todos los días, incluso el Domingo de Pascua de Resurrección. Un monje puritano le dijo que cómo lo hacía en ese día en que todo debía estar polarizado por la Resurrección del Señor. Él le contestó que también el Domingo de Pascua celebraba la misa y ésta es la reactualización sacramental del sacrificio redentor del Calvario.
Solía decir que a Dios hay que buscarlo, tema importante en toda la espiritualidad benedictina, como lo buscaron los santos: infatigablemente, por encima de las arideces del camino, del aparente abandono del cielo, de las luchas incesantes. Con fidelidad, con perseverancia. Ahora bien, se pregunta dom Marmión, ¿cuál es la íntima razón de esta estabilidad en el bien y de dónde la sacaron los santos? ¿Cuál fue su secreto?» La respuesta es tajante: «La vida de oración. El alma que de ella vive, permanece unida a Dios; se adhiere a Dios participando de la inmutabilidad y eternidad divinas».
La oración, según dom Marmión, se reduce esencialmente a un coloquio del Hijo de Dios con su Padre del cielo para adorarle, alabarle, expresarle su amor, aprender a conocer su voluntad. En la oración nos presentamos delante de Dios en nuestra calidad de hijos. En otras palabras, la gracia de adopción anima toda nuestra relación con Dios.
El gran trabajo que siempre había tenido y, ahora, aumentado con su misión de abad de un gran monasterio, iba minando su vida. Después del jubileo de Maredsous en 1922, pensó dimitir de su cargo. La muerte se le adelantó el 30 de enero de 1923. Todos pensaban que había muerto un santo. De todas partes llegaron peticiones para que se iniciase su proceso de beatificación y canonización. Esto sólo pudo hacerse en 1957, en la diócesis de Namur (Bélgica), y concluyó en 1961. En aquella época los procesos de beatificación y canonización eran largos y complicados. Con el Concilio Vaticano II se han simplificado. Dom Columba Marmión fue beatificado el 3 de septiembre del año santo 2000, juntamente con Pío IX y Juan XXIII y otros dos siervos de Dios.
VOCACIÓN BENEDICTINA
Con un compañero suyo, que sentía cierta vocación a la vida monástica, visitó algunos monasterios benedictinos, entre ellos el de Maredsous (Bélgica). Allí llamó la atención por su piedad y descubrieron que el que tenía verdadera vocación benedictina era José Marmión, que ése fue el nombre que recibió en el bautismo. Después de unos años de ministerio sacerdotal y de profesorado en el seminario de su diócesis, ingresó en la abadía de Maredsous, fundada por el monasterio de Beuron (Alemania) y cuyo abad, dom Plácido Wolter, hermano del abad de Beuron y cofundador con su hermano de esa congregación monástica benedictina, la dirigía con los principios más estrictamente monásticos de la mejor tradición benedictina, muy semejante a la de Solesmes, fundada por dom Próspero Guéranger, del que eran grandes amigos y admiradores.
En Maredsous, al tomar el hábito benedictino recibió el nombre de Columba, en honor de San Columbano (-23 de noviembre), monje irlandés y gran apóstol de Europa. Tuvo por maestro de novicios a un monje muy austero y exigente, llamado Benito. Tuvo que sufrir. Pero lo soportó todo con gran espíritu de generosidad y de amor a Jesucristo, del que hablaría más tarde con gran entusiasmo y muchísimo fruto espiritual. El Señor lo recompensó con grandes gracias interiores que lo hicieron en poco tiempo un gran contemplativo. Ocupó diversos cargos en el monasterio, después de hacer su profesión monástica, sobre todo la enseñanza de la teología.
Cuando se fundó Mont César, cerca de Lovaina, el año 1899, dom Columba fue uno de los que formaron la primera comunidad, bajo la dirección de dom Robert de Kerchove, su primer abad. Dom Columba fue nombrado prior claustral, maestro de estudiantes y profesor. En los tres cargos hizo una labor excelentísima. Sus alumnos estaban encantados. Era normal que los alumnos terminasen las clases orando en la capilla o en el reclinatorio de la celda monacal. Uno de ellos, dom Pío de Hemptinne, fue el que más se distinguió en captar toda la excelente doctrina espiritual y teológica de dom Columba Marmión. Pertenecía a una familia noble de Bélgica y emparentado con insignes benedictinos, como dom Hildebrando de Hemptinne, abad de Maredsous y luego el primer abad primado de la Confederación Benedictina. Su hermano, dom Juan, fue arzobispo en el Congo. Dom Pío murió a los 27 años en Maredsous, dejando una gran fama de santidad. Se ha publicado su precioso diario espiritual. Con razón se dijo que se debería iniciar el proceso de beatificación y canonización de dom Pío.
La fama de dom Columba Marmión sobrepasó los límites de la abadía, sobre todo en Lovaina y muy principalmente en su famosa Universidad. Fueron muchos los que se dirigían y confesaban con dom Marmión, entre ellos el futuro cardenal Mercier, con quien tuvo una gran amistad hasta su muerte. Fueron muchos los que se aprovecharon de la doctrina y celo apostólico de dom Marmión, sobre todo sacerdotes, religiosos y religiosas de varios países, además de Bélgica, como Inglaterra, Irlanda y Francia.
ABAD DE MAREDSOUS, MAESTRO ESPIRITUAL
En 1909 fue elegido abad de Maredsous. Escogió como lema: «Más aprovechar que presidir» (Regla de San Benito, 64, 8) y lo cumplió con toda exactitud. Una de las cargas del abad en todo monasterio benedictino es exponer la doctrina espiritual y monástica a sus monjes. Dom Columba lo hizo maravillosamente. Un monje suyo, dom Ramón Thibaut, tuvo el cuidado de recoger en notas esas conferencias y luego fueron la trilogía marmoniana de Jesucristo, vida del alma; Jesucristo en sus misterios y Jesucristo, ideal del monje, que han tenido multitud de ediciones en Bélgica y se han traducido a las principales lenguas, entre ellas el español, con muchas ediciones también.
El papa Benedicto XV utilizaba las obras de dom Marmión para su vida espiritual. Un día dijo al metropolitano de Lwon, Andrés Szeptickij, mientras le mostraba un ejemplar de jesucristo, vida del alma: «Lea esto; es la doctrina de la Iglesia". Y cuando apareció Jesucristo en sus misterios felicitó al autor por haber mostrado en ambos libros «una singular aptitud para infundir y mantener la llama de la divina caridad».
Los monjes admiraban en su abad su estado de actual benevolencia, de bondad acogedora, no menos que su temperamento cariñoso, expansivo y generoso; una vida exuberante dispuesta siempre a prodigarse, con gran pureza de intención, servicialidad y entrega. Era una delicia en los recreos por su alto sentido del humor, su gran inteligencia, su extremada caridad. Se ha dicho de él que «su imaginación y su charla jovial contagiaba a todo el mundo. El recreo se había convertido en el mejor de los medios para promover la unidad de la comunidad monástica». Tenía un gran corazón. Pero, sobre todo dom Marión fue teólogo, un teólogo de la liturgia y de la vida espiritual, que él vivía antes plenamente. Un teólogo de fe ardiente, que poseía la virtud de convertir la teología en vida sobrenatural, que a todos cuantos le escuchaban encantaba y les hacía un bien inmenso.
CRISTO, CENTRO DE SU VIDA DE ORACIÓN
Toda la teología monástica de dom Marmión, como toda su teología espiritual de la que forma parte, está centrada en Cristo. Cristo es el ejemplar soberano de nuestra filiación adoptiva, el fundamento de todo mérito, la causa eficiente de la plenitud de las gracias. Todo nos viene del Padre por él, y todo vuelve al Padre por él: el culto divino y el esfuerzo ascético del monje, su oración, su trabajo, su caridad.
Tenía una gran devoción por el vía crucis que practicaba todos los días, incluso el Domingo de Pascua de Resurrección. Un monje puritano le dijo que cómo lo hacía en ese día en que todo debía estar polarizado por la Resurrección del Señor. Él le contestó que también el Domingo de Pascua celebraba la misa y ésta es la reactualización sacramental del sacrificio redentor del Calvario.
Solía decir que a Dios hay que buscarlo, tema importante en toda la espiritualidad benedictina, como lo buscaron los santos: infatigablemente, por encima de las arideces del camino, del aparente abandono del cielo, de las luchas incesantes. Con fidelidad, con perseverancia. Ahora bien, se pregunta dom Marmión, ¿cuál es la íntima razón de esta estabilidad en el bien y de dónde la sacaron los santos? ¿Cuál fue su secreto?» La respuesta es tajante: «La vida de oración. El alma que de ella vive, permanece unida a Dios; se adhiere a Dios participando de la inmutabilidad y eternidad divinas».
La oración, según dom Marmión, se reduce esencialmente a un coloquio del Hijo de Dios con su Padre del cielo para adorarle, alabarle, expresarle su amor, aprender a conocer su voluntad. En la oración nos presentamos delante de Dios en nuestra calidad de hijos. En otras palabras, la gracia de adopción anima toda nuestra relación con Dios.
El gran trabajo que siempre había tenido y, ahora, aumentado con su misión de abad de un gran monasterio, iba minando su vida. Después del jubileo de Maredsous en 1922, pensó dimitir de su cargo. La muerte se le adelantó el 30 de enero de 1923. Todos pensaban que había muerto un santo. De todas partes llegaron peticiones para que se iniciase su proceso de beatificación y canonización. Esto sólo pudo hacerse en 1957, en la diócesis de Namur (Bélgica), y concluyó en 1961. En aquella época los procesos de beatificación y canonización eran largos y complicados. Con el Concilio Vaticano II se han simplificado. Dom Columba Marmión fue beatificado el 3 de septiembre del año santo 2000, juntamente con Pío IX y Juan XXIII y otros dos siervos de Dios.
jueves, 29 de enero de 2015
Lecturas
Hermanos, teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.
Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa; fijémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad y a las buenas obras.
No desertéis de las asambleas, como algunos tienen por costumbre, sino animaos tanto más cuanto más cercano veis el Día.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre:
-«¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero?
Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a la luz.
El que tenga oídos para oír, que oiga.»
Les dijo también:
-«Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces.
Porque al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.”
Palabra del Señor.
San Gildas de Ruis - Abad
Uno de los proverbios que Gildas repetirá más tarde a sus discípulos era éste: «La verdad brilla para el sabio, cualquiera que sea la boca de donde saliere.» Todo su afán desde los días de su infancia fue espiar cualquier vislumbre de esa luz y caminar en pos de ella. Era bretón, celta de pura raza, hijo de uno de aquellos reyezuelos que en tiempo de la invasión sajona se repartían la isla de Inglaterra, «esa isla—son sus palabras—arrojada por la mano de la Providencia a la parte de Occidente para mantener el equilibrio del mundo y servir de necesario contrapeso». No obstante, al patio del castillo prefiere los bancos de la escuela. A los siete años aprende a leer en Nant-Garvan, un monasterio que se levanta en una isla desierta, al oeste de la región. Estudia latín, retórica, griego, y a la vez empieza a ser un pequeño asceta. Quiere imitar a su maestro Illtud, que un buen día abandonó a su mujer, a sus hijos y a sus compañeros de armas para venirse a la soledad, donde se ha hecho un asceta y un sabio. Ahora Illtud ayuna, pasa la noche rezando, comenta La Eneida y La Farsalia, y forma a sus discípulos con una paciencia infinita. Los discípulos le rodean cariñosos, le impacientan de vez en cuando, aprenden las cosas que él les enseña, arrojan la red en la playa, guiados por él; cultivan el campo del monasterio, y espantan a los pájaros que vienen a comerse las frutas maduras. «El que no trabaja, que no coma», solía decir el viejo asceta.
Un día, Gildas y otros dos compañeros recorrían el campo alejando a las aves que venían a robar la mies de su maestro. Gritaban, corrían, gesticulaban: todo inútil. Las bandadas de tordos, pardillos y gorriones, levantándose de un sitio, caían en otro, devorando las espigas doradas. «Malvados, pajarracos perversos—gritó Gildas, cansado ya de tanto luchar—; vais a ver lo que puede el sabio Illtud; ahora mismo vais a ir delante de nosotros a pedirle perdón de vuestros latrocinios.» Y a estas palabras, la nube de los alados animalitos, lanzando gritos desesperados, se dejó conducir por los tres estudiantes hasta el claustro del monasterio.
—¿Qué es esto?—preguntó el anciano, que salía del oratorio, asustado por aquel ruido confuso de píos y batir de alas.
—Nada, Padre—respondieron los chiquillos—; que estos bichos indóciles no querían obedecernos, y te los traemos para que los castigues.
Lleno de compasión hacia las avecillas y admirado de tanta fe, Illtud dijo a sus discípulos:
—Devolvedles la libertad. El susto de esta cautividad momentánea ha sido bastante castigo. Pero, en nombre de Cristo, les mando que no vuelvan a saquear nuestras mieses. La sencillez de aquellos estudiantes consideraba los milagros como la cosa más natural del mundo. Un amigo de Gildas, viendo a un compañero suyo mordido por una víbora, dijo al abad:
—Mi padre me ha enseñado un medio excelente y fácil, unas cuantas palabras, para curar a nuestro compañero.
—¿Es que tu padre es brujo?—preguntó Illtud.
—Mi padre sois vos—respondió el muchacho—. ¿No os acordáis que hace poco nos hablasteis de un encantamiento que se hace en virtud del poder de Jesucristo?
—Vete, en nombre del Señor—dijo Illtud—, y que el Padre celestial se digne curar al herido.
En otra ocasión, viendo los muchachos que la isla de Nant-Carvan era pequeña y árida, y que el número de sus habitantes crecía sin cesar, se dirigieron al abad en corporación, y Gildas, que era el más elocuente de todos, habló así en nombre de los demás: «Sabio maestro, ayer nos decías que debemos pedir con toda confianza al Señor las cosas útiles, con la certidumbre de conseguirlas. Así, pues, venimos a rogarte que pidas a Cristo, poderoso para escuchar el grito de nuestra fe, que extienda los límites de esta isla y haga fértil su suelo.» Conmovido por estas palabras, Illtud entró en el oratorio, seguido de aquella bulliciosa multitud, y después de orar largo rato, les anunció el prodigio: el mar acababa de retirarse a una gran distancia del monasterio.
Al recoger estos deliciosos relatos, se me viene sin querer a los puntos de la pluma aquella comparación que he leído en alguna parte y no sé dónde: La historia cristiana se parece, en cierto modo, a un viejo castillo cubierto de hiedra. La hiedra es la poesía que cubre, acá y allá, las piedras sólidas de la tradición real. Hay gente perversa que imagina un edificio en ruinas, porque sólo ve la hiedra del exterior; otros, con exceso de ingenuidad, creen que la hiedra es piedra firme; y no faltan, desgraciadamente, hombres bárbaros que quisieran desarraigar las graciosas ramificaciones de la planta. Despreciar una leyenda es tan vandálico como destruir el viejo castillo. Hay que guardar la muralla con toda su decoración. A lo más, está permitido retirar las hojas mientras se estudia la bella disposición de las piedras, para dejarlas de nuevo en su lugar. Tal es el espíritu con que debemos leer la vida de algunos santos, y en especial de estos santos celtas, cuyas figuras han llegado hasta nosotros aureoladas con todos los encantos de la poesía y de la leyenda.
Diez años permaneció el hijo del reyezuelo bretón en la escuela de Nant-Carvan recogiendo todos tos aspectos de la ciencia de Illtud. Es latinista y helenista, sabe leer la Biblia en el texto de los Setenta, ha saludado los grandes problemas de la filosofía, tiene extraordinaria habilidad para las artes manuales y decorativas, copia manuscritos y los ilumina, funde cruces y campanas y posee los primeros rudimentos de la arquitectura. Es grande su erudición eclesiástica y profana: ha leído a Juvenal, Perseo, Marcial, Claudiano y Esopo; conoce las obras de los Padres de la Iglesia, y se ha formado un estilo; un estilo que no se parece nada al de Cicerón o Quintiliano, pero que, a pesar de su oscuridad, de su construcción enrevesada, de su artificioso vocabulario, le coloca en un puesto de honor entre los escritores de aquel siglo de decadencia.
No obstante, el joven estudiante quiere saber más todavía. Cuando ha agotado la ciencia de Illtud, sale de Nant-Carvan, recorre su patria, se embarca en dirección al Continente, y va de monasterio en monasterio preguntando por los hombres que guardan aún encendida la antorcha de la cultura romana. Son siete años de viajes, en que, juntamente con la ciencia; busca la dirección de los espíritus experimentados en los caminos de la perfección. Ama la virtud tanto como el saber. Es paciente, dulce, afable; come pan de cebada cocido en el rescoldo, odia la carne, se abstiene de miel, leche y vino; de aquí el mote de Aquarius que le dan por donde pasa; duerme reclinado sobre una piedra, y con frecuencia, durante la noche, permanece en un estanque de agua helada mientras reza tres veces la oración dominical.
A los veinticinco años, ordenado sacerdote, el estudiante se convierte en predicador, en apóstol, en misionero andariego e infatigable. Una inquietud febril le lleva desde el Támesis al Clyde, desde Gales a Irlanda. Camina con su báculo de espino, y, como todos los santos celtas, lleva a la cintura la esquila de plata, símbolo de su autoridad. Destruye entre sus compatriotas los últimos retoños del pelagianismo, confunde a los paganos, anatematiza los vicios, enseña el trivium y el quatrivium en los monasterios, y pasa de valle en valle derramando sus palabras de fuego y conteniendo la ola de la barbarie, que parecía llamada a destruir en la Gran Bretaña los últimos baluartes del Cristianismo. Si los pueblos le bendicen y los monjes buscan su enseñanza, los clérigos le miran recelosamente y los magnates le temen. El rey Arturo, el Arturo famoso de la Tabla Redonda, pierde en su presencia los ímpetus de su bravía fiereza. Un día, con las manos teñidas en sangre, se arroja a los pies del misionero pidiendo perdón y penitencia. Aquella sangre es la del rey de Aicluyth, el propio hermano de Gildes. Era el único que se resistía a formar la gran confederación bretona para combatir a los sajones del sur; pero su resistencia ha sido castigada con la muerte. Con el asesino a sus pies, Gildas tiembla agitado por el huracán de la venganza. Si un demonio hubiera puesto entonces el puñal en su diestra, tal vez su brazo no hubiera podido contenerse; late aceleradamente su corazón, la ira enrojece su rostro, pero de sus labios salen palabras de bondad y de dulzura. Llora, perdona y huye, se apresura a salir de aquella tierra, cuya hermosura comparaba él a la de una esposa en el día de su felicidad. En el naufragio, decía con frecuencia, el que puede, nada. Navi fracta, qui potest natare natat.
La segunda patria de bretón era entonces la Armórica, la lengua de tierra que se mete en el mar al otro lado del estrecho. Allí hay monasterios bretones, misioneros bretones y principados formados por caballeros venidos de la Bretaña insular. Allí dirige ahora Gildas sus ojos. Otros condiscípulos suyos le han precedido. Todos son fundadores de monasterios, Padres de monjes, legisladores y organizadores de trabajo. En un promontorio frente al mar, rodeado de tierras fértiles y tupidas selvas, nace el monasterio de Ruis. El desterrado dirige, organiza, congrega y legisla. Aún quedan los escritos reveladores del concepto austero que tenía de la vida religiosa. El penitencial que regulaba los castigos de los monjes es severo y disparatado: el que robaba un vestido, debía hacer dos años de penitencia; el que quebrantaba el voto de castidad, tres; el que no hacia lo que se le mandaba, era castigado a ayunar un día entero. La pereza recibía un castigo aún más duro que la embriaguez. El espíritu de Ruis es el mismo que el que San Columbano establecerá en Luxeuil un siglo más tarde. «No obstante—dice el fundador—, la abstinencia es inútil sin la caridad. Los hombres que sin ayunar ruidosamente, sin privarse inmoderadamente de las criaturas del Señor, se preocupan sobre todo en conservar delante de Dios, en el hogar de su alma, un corazón puro, son mejores que aquellos que no comen carne, ni asisten a los festines del siglo, ni usan carros y caballos, pero se creen superiores a los demás; porque la muerte ha entrado en ellos por la ventana del orgullo.»
El maestro ambulante empieza ya a enamorarse del retiro. La experiencia de los hombres tiene su alma lacerada, y ahora necesita soledad. No le basta la del monasterio, sino que ansia la de los anacoretas; y no lejos de Ruis, entre bosques de encinas y castaños, encuentra una gruta profunda y apartada, que va a ser el refugio de su vejez. Él mismo se construye el oratorio, se muele el grano machacándolo en una piedra y se cuece el pan de cebada que le alimenta cada día. Allí reza, medita y lee. El estruendo de las olas le trae de cuando en cuando ecos del otro lado del mar. Piensa en su tierra, en sus divisiones, en sus desgracias. El rey Artus ha muerto ya, su confederación se ha deshecho; los sajones empujan por el Mediodía; los cinco reyes celtas irritan al Cielo con sus lujurias y sus querellas; los clérigos se hacen participantes de sus vicios y sus maldiciones.
Ante este espectáculo, el solitario se siente movido por la inspiración, y escribe un libro magnífico, De la ruina de Bretaña, que es una historia y una filípica, una sátira virulenta y un sermón terrible, una elegía empapada en llanto y una diatriba hiperbólica, en que, a través de las reminiscencias bíblicas, vibra el grito de la elocuencia, arde la llama del apostolado, palpita el ardor del patriotismo y relampaguea a la vez la indignación del profeta y la exaltación del tribuno. Primero, el historiador cuenta; cuenta lo que fue su tierra en tiempos pasados; después, el patriota gime profetizando el diluvio de sangre que se avecina. Su pluma pinta con colores sombríos: «Mi patria—dice—tiene sus reyes y sus jueces; pero sus jueces son impíos y sus reyes son tiranos. Tiene muchas mujeres, mujeres cortesanas y adúlteras; juran para caer en el perjurio; hacen promesas, y las violan inmediatamente; toman las armas, pero contra sus conciudadanos; persiguen a los ladrones, y luego los sientan a su mesa... Así el tiranuelo Constantino, leoncillo de la leona inmunda de Domnonea. En su corazón, estéril para toda otra semilla, ha plantado la viña de Sodoma, fertilizada por el rocío emponzoñado de sus desórdenes; la planta ha crecido y ha terminado por dar sus dos frutos nefandos: el homicidio y el sacrilegio. ¿Por qué le extrañas de mi lenguaje, verdugo de tu alma? Vuelve a Cristo, arroja la carga inmensa de tus crímenes, si no quieres arder eternamente en los torrentes del fuego.»
Así hablaba el anacoreta en el frenesí de su indignación sagrada. Su libro se leyó en los castillos y en los monasterios. Algunos de los que en él eran atacados nominalmente, se convirtieron e hicieron penitencia; otros continuaron en su impiedad, persiguiendo con su odio al violento anacoreta, que había osado sacarlos a pública vergüenza. La vida del abad de Ruis se encuentra desde este momento expuesto a las asechanzas de los jefes bretones y del clero relajado de su tierra. Un día llegan cuatro asesinos que quieren arrojarle al mar. La leyenda ha hecho de ellos cuatro demonios vestidos de monjes. Venían para invitarle a ir a las exequias de un santo abad que había muerto en una isla cercana. Gildas accedió y subió al navío que le presentaron los falsos hermanos. Ya en alta mar, invitóles a rezar las Horas; a lo cual respondieron ellos: «No es posible entretenerse en esas cosas, porque llegaríamos tarde al monasterio.» Pero, como insistiese el abad, uno de los cuatro gritó lleno de sana: «Vamos, necio, ya nos estás corrompiendo con tus Horas.» Gildas entonó el Deus in adjutorium, y en el mismo instante barca y monjes desaparecieron en medio de una gran llamarada, quedando sólo el abad apoyado en las olas del mar.
A pesar de todas las persecuciones, este hombre grande murió tranquilamente, rodeado de sus discípulos y admirado por los santos de su raza, que, como Finian, el apóstol de los pictos; Brendano, el famoso descubridor de islas, y Cadoc, el que lloraba por temor de que Virgilio estuviese en el infierno, se honraban con su trato y su amistad.
Un día, Gildas y otros dos compañeros recorrían el campo alejando a las aves que venían a robar la mies de su maestro. Gritaban, corrían, gesticulaban: todo inútil. Las bandadas de tordos, pardillos y gorriones, levantándose de un sitio, caían en otro, devorando las espigas doradas. «Malvados, pajarracos perversos—gritó Gildas, cansado ya de tanto luchar—; vais a ver lo que puede el sabio Illtud; ahora mismo vais a ir delante de nosotros a pedirle perdón de vuestros latrocinios.» Y a estas palabras, la nube de los alados animalitos, lanzando gritos desesperados, se dejó conducir por los tres estudiantes hasta el claustro del monasterio.
—¿Qué es esto?—preguntó el anciano, que salía del oratorio, asustado por aquel ruido confuso de píos y batir de alas.
—Nada, Padre—respondieron los chiquillos—; que estos bichos indóciles no querían obedecernos, y te los traemos para que los castigues.
Lleno de compasión hacia las avecillas y admirado de tanta fe, Illtud dijo a sus discípulos:
—Devolvedles la libertad. El susto de esta cautividad momentánea ha sido bastante castigo. Pero, en nombre de Cristo, les mando que no vuelvan a saquear nuestras mieses. La sencillez de aquellos estudiantes consideraba los milagros como la cosa más natural del mundo. Un amigo de Gildas, viendo a un compañero suyo mordido por una víbora, dijo al abad:
—Mi padre me ha enseñado un medio excelente y fácil, unas cuantas palabras, para curar a nuestro compañero.
—¿Es que tu padre es brujo?—preguntó Illtud.
—Mi padre sois vos—respondió el muchacho—. ¿No os acordáis que hace poco nos hablasteis de un encantamiento que se hace en virtud del poder de Jesucristo?
—Vete, en nombre del Señor—dijo Illtud—, y que el Padre celestial se digne curar al herido.
En otra ocasión, viendo los muchachos que la isla de Nant-Carvan era pequeña y árida, y que el número de sus habitantes crecía sin cesar, se dirigieron al abad en corporación, y Gildas, que era el más elocuente de todos, habló así en nombre de los demás: «Sabio maestro, ayer nos decías que debemos pedir con toda confianza al Señor las cosas útiles, con la certidumbre de conseguirlas. Así, pues, venimos a rogarte que pidas a Cristo, poderoso para escuchar el grito de nuestra fe, que extienda los límites de esta isla y haga fértil su suelo.» Conmovido por estas palabras, Illtud entró en el oratorio, seguido de aquella bulliciosa multitud, y después de orar largo rato, les anunció el prodigio: el mar acababa de retirarse a una gran distancia del monasterio.
Al recoger estos deliciosos relatos, se me viene sin querer a los puntos de la pluma aquella comparación que he leído en alguna parte y no sé dónde: La historia cristiana se parece, en cierto modo, a un viejo castillo cubierto de hiedra. La hiedra es la poesía que cubre, acá y allá, las piedras sólidas de la tradición real. Hay gente perversa que imagina un edificio en ruinas, porque sólo ve la hiedra del exterior; otros, con exceso de ingenuidad, creen que la hiedra es piedra firme; y no faltan, desgraciadamente, hombres bárbaros que quisieran desarraigar las graciosas ramificaciones de la planta. Despreciar una leyenda es tan vandálico como destruir el viejo castillo. Hay que guardar la muralla con toda su decoración. A lo más, está permitido retirar las hojas mientras se estudia la bella disposición de las piedras, para dejarlas de nuevo en su lugar. Tal es el espíritu con que debemos leer la vida de algunos santos, y en especial de estos santos celtas, cuyas figuras han llegado hasta nosotros aureoladas con todos los encantos de la poesía y de la leyenda.
Diez años permaneció el hijo del reyezuelo bretón en la escuela de Nant-Carvan recogiendo todos tos aspectos de la ciencia de Illtud. Es latinista y helenista, sabe leer la Biblia en el texto de los Setenta, ha saludado los grandes problemas de la filosofía, tiene extraordinaria habilidad para las artes manuales y decorativas, copia manuscritos y los ilumina, funde cruces y campanas y posee los primeros rudimentos de la arquitectura. Es grande su erudición eclesiástica y profana: ha leído a Juvenal, Perseo, Marcial, Claudiano y Esopo; conoce las obras de los Padres de la Iglesia, y se ha formado un estilo; un estilo que no se parece nada al de Cicerón o Quintiliano, pero que, a pesar de su oscuridad, de su construcción enrevesada, de su artificioso vocabulario, le coloca en un puesto de honor entre los escritores de aquel siglo de decadencia.
No obstante, el joven estudiante quiere saber más todavía. Cuando ha agotado la ciencia de Illtud, sale de Nant-Carvan, recorre su patria, se embarca en dirección al Continente, y va de monasterio en monasterio preguntando por los hombres que guardan aún encendida la antorcha de la cultura romana. Son siete años de viajes, en que, juntamente con la ciencia; busca la dirección de los espíritus experimentados en los caminos de la perfección. Ama la virtud tanto como el saber. Es paciente, dulce, afable; come pan de cebada cocido en el rescoldo, odia la carne, se abstiene de miel, leche y vino; de aquí el mote de Aquarius que le dan por donde pasa; duerme reclinado sobre una piedra, y con frecuencia, durante la noche, permanece en un estanque de agua helada mientras reza tres veces la oración dominical.
A los veinticinco años, ordenado sacerdote, el estudiante se convierte en predicador, en apóstol, en misionero andariego e infatigable. Una inquietud febril le lleva desde el Támesis al Clyde, desde Gales a Irlanda. Camina con su báculo de espino, y, como todos los santos celtas, lleva a la cintura la esquila de plata, símbolo de su autoridad. Destruye entre sus compatriotas los últimos retoños del pelagianismo, confunde a los paganos, anatematiza los vicios, enseña el trivium y el quatrivium en los monasterios, y pasa de valle en valle derramando sus palabras de fuego y conteniendo la ola de la barbarie, que parecía llamada a destruir en la Gran Bretaña los últimos baluartes del Cristianismo. Si los pueblos le bendicen y los monjes buscan su enseñanza, los clérigos le miran recelosamente y los magnates le temen. El rey Arturo, el Arturo famoso de la Tabla Redonda, pierde en su presencia los ímpetus de su bravía fiereza. Un día, con las manos teñidas en sangre, se arroja a los pies del misionero pidiendo perdón y penitencia. Aquella sangre es la del rey de Aicluyth, el propio hermano de Gildes. Era el único que se resistía a formar la gran confederación bretona para combatir a los sajones del sur; pero su resistencia ha sido castigada con la muerte. Con el asesino a sus pies, Gildas tiembla agitado por el huracán de la venganza. Si un demonio hubiera puesto entonces el puñal en su diestra, tal vez su brazo no hubiera podido contenerse; late aceleradamente su corazón, la ira enrojece su rostro, pero de sus labios salen palabras de bondad y de dulzura. Llora, perdona y huye, se apresura a salir de aquella tierra, cuya hermosura comparaba él a la de una esposa en el día de su felicidad. En el naufragio, decía con frecuencia, el que puede, nada. Navi fracta, qui potest natare natat.
La segunda patria de bretón era entonces la Armórica, la lengua de tierra que se mete en el mar al otro lado del estrecho. Allí hay monasterios bretones, misioneros bretones y principados formados por caballeros venidos de la Bretaña insular. Allí dirige ahora Gildas sus ojos. Otros condiscípulos suyos le han precedido. Todos son fundadores de monasterios, Padres de monjes, legisladores y organizadores de trabajo. En un promontorio frente al mar, rodeado de tierras fértiles y tupidas selvas, nace el monasterio de Ruis. El desterrado dirige, organiza, congrega y legisla. Aún quedan los escritos reveladores del concepto austero que tenía de la vida religiosa. El penitencial que regulaba los castigos de los monjes es severo y disparatado: el que robaba un vestido, debía hacer dos años de penitencia; el que quebrantaba el voto de castidad, tres; el que no hacia lo que se le mandaba, era castigado a ayunar un día entero. La pereza recibía un castigo aún más duro que la embriaguez. El espíritu de Ruis es el mismo que el que San Columbano establecerá en Luxeuil un siglo más tarde. «No obstante—dice el fundador—, la abstinencia es inútil sin la caridad. Los hombres que sin ayunar ruidosamente, sin privarse inmoderadamente de las criaturas del Señor, se preocupan sobre todo en conservar delante de Dios, en el hogar de su alma, un corazón puro, son mejores que aquellos que no comen carne, ni asisten a los festines del siglo, ni usan carros y caballos, pero se creen superiores a los demás; porque la muerte ha entrado en ellos por la ventana del orgullo.»
El maestro ambulante empieza ya a enamorarse del retiro. La experiencia de los hombres tiene su alma lacerada, y ahora necesita soledad. No le basta la del monasterio, sino que ansia la de los anacoretas; y no lejos de Ruis, entre bosques de encinas y castaños, encuentra una gruta profunda y apartada, que va a ser el refugio de su vejez. Él mismo se construye el oratorio, se muele el grano machacándolo en una piedra y se cuece el pan de cebada que le alimenta cada día. Allí reza, medita y lee. El estruendo de las olas le trae de cuando en cuando ecos del otro lado del mar. Piensa en su tierra, en sus divisiones, en sus desgracias. El rey Artus ha muerto ya, su confederación se ha deshecho; los sajones empujan por el Mediodía; los cinco reyes celtas irritan al Cielo con sus lujurias y sus querellas; los clérigos se hacen participantes de sus vicios y sus maldiciones.
Ante este espectáculo, el solitario se siente movido por la inspiración, y escribe un libro magnífico, De la ruina de Bretaña, que es una historia y una filípica, una sátira virulenta y un sermón terrible, una elegía empapada en llanto y una diatriba hiperbólica, en que, a través de las reminiscencias bíblicas, vibra el grito de la elocuencia, arde la llama del apostolado, palpita el ardor del patriotismo y relampaguea a la vez la indignación del profeta y la exaltación del tribuno. Primero, el historiador cuenta; cuenta lo que fue su tierra en tiempos pasados; después, el patriota gime profetizando el diluvio de sangre que se avecina. Su pluma pinta con colores sombríos: «Mi patria—dice—tiene sus reyes y sus jueces; pero sus jueces son impíos y sus reyes son tiranos. Tiene muchas mujeres, mujeres cortesanas y adúlteras; juran para caer en el perjurio; hacen promesas, y las violan inmediatamente; toman las armas, pero contra sus conciudadanos; persiguen a los ladrones, y luego los sientan a su mesa... Así el tiranuelo Constantino, leoncillo de la leona inmunda de Domnonea. En su corazón, estéril para toda otra semilla, ha plantado la viña de Sodoma, fertilizada por el rocío emponzoñado de sus desórdenes; la planta ha crecido y ha terminado por dar sus dos frutos nefandos: el homicidio y el sacrilegio. ¿Por qué le extrañas de mi lenguaje, verdugo de tu alma? Vuelve a Cristo, arroja la carga inmensa de tus crímenes, si no quieres arder eternamente en los torrentes del fuego.»
Así hablaba el anacoreta en el frenesí de su indignación sagrada. Su libro se leyó en los castillos y en los monasterios. Algunos de los que en él eran atacados nominalmente, se convirtieron e hicieron penitencia; otros continuaron en su impiedad, persiguiendo con su odio al violento anacoreta, que había osado sacarlos a pública vergüenza. La vida del abad de Ruis se encuentra desde este momento expuesto a las asechanzas de los jefes bretones y del clero relajado de su tierra. Un día llegan cuatro asesinos que quieren arrojarle al mar. La leyenda ha hecho de ellos cuatro demonios vestidos de monjes. Venían para invitarle a ir a las exequias de un santo abad que había muerto en una isla cercana. Gildas accedió y subió al navío que le presentaron los falsos hermanos. Ya en alta mar, invitóles a rezar las Horas; a lo cual respondieron ellos: «No es posible entretenerse en esas cosas, porque llegaríamos tarde al monasterio.» Pero, como insistiese el abad, uno de los cuatro gritó lleno de sana: «Vamos, necio, ya nos estás corrompiendo con tus Horas.» Gildas entonó el Deus in adjutorium, y en el mismo instante barca y monjes desaparecieron en medio de una gran llamarada, quedando sólo el abad apoyado en las olas del mar.
A pesar de todas las persecuciones, este hombre grande murió tranquilamente, rodeado de sus discípulos y admirado por los santos de su raza, que, como Finian, el apóstol de los pictos; Brendano, el famoso descubridor de islas, y Cadoc, el que lloraba por temor de que Virgilio estuviese en el infierno, se honraban con su trato y su amistad.
miércoles, 28 de enero de 2015
Lecturas
Hermanos:
Cualquier otro sacerdote ejerce su ministerio, diariamente, ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados.
Pero Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; esta sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.
Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados.
Esto nos lo atestigua también el Espíritu Santo. En efecto, después de decir: Así será la alianza que haré con ellos después de aquellos días dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones y las escribiré en su mente; añade: Y no me acordaré ya de sus pecados ni de sus crímenes.
Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.
En aquel tiempo, Jesús se puso a enseñar otra vez junto al lago.
Acudió un gentío tan enorme que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y el gentío se quedó en la orilla.
Les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar:
-«Escuchad: Salió el sembrador a sembrar; al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó. Otro poco cayó entre zarzas; las zarzas crecieron, lo ahogaron, y no dio grano. El resto cayó en tierra buena: nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno.»
Y añadió:
-«El que tenga oídos para oír, que oiga.»
Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas. Él les dijo:
-«A vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que 6 1 por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y los perdonen. “»
Y añadió:
-«¿No entendéis esta parábola? ¿Pues, cómo vais a entender las demás? El sembrador siembra la palabra.
Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero, en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la simiente como terreno pedregoso; al escucharla, la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes y, cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, en seguida sucumben. Hay otros que reciben la simiente entre zarzas; éstos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la simiente en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno.»
Palabra del Señor.
San Julián de Cuenca
En el año 1128, y en Burgos, entonces capital de Castilla, nace para la vida y la santidad el futuro obispo conquense. Fue linajuda su cuna, plus honestis parentibus, sus progenitores, y entre prodigios y misterios envuelto su nacimiento. Era este niño la realidad hecha vida de aquel sueño que tuvieron los padres del Santo unos meses antes de nacer él, que fue una verdadera revelación. Leyenda o realidad, pero la tradición asegura que, apenas nacido San Julián, con su manecita derecha trazó la bendición episcopal sobre padres, familiares y amigos, testigos de su nacimiento.
Al atardecer el día en que naciera, fue bautizado en la entonces parroquia de San Pedro, según se cree, y apenas comenzado el rito sacramental, una bandada de ángeles batían sus alas en las alturas del templo, dejándose oír - nos refiere la tradición - una voz angélica, que decía: "Hoy ha nacido un niño que en gracia, no tiene igual".
Fue el hogar paterno la primera escuela de aprendizaje para su espíritu y su inteligencia, cultivadas con esmero, en aquellas escuelas catedralicias en las que, junto al clérigo de los monasterios, se había refugiado la ciencia por aquel entonces: siglo XII.
Aquél varón singular, que se concibió, nació, vivió y murió entre prodigios y misterios, terminados sus estudios primarios en Burgos, aconsejado por sus padres y maestros, marchó a Palencia, para hacer los estudios superiores en la escuela de esa ciudad, que el obispo Poncio convirtió en Estudio, y Alfonso VIII elevó a la categoría de Universidad, y el papa Urbano VI enriqueció con todos los privilegios de la Universidad de París. El joven estudiante burgalés causó bien pronto la admiración de estudiantes y profesores, terminando sus estudios con el brillante título de Doctor. Reunido el claustro de profesores, bien ponderadas las extraordinarias cualidades del nuevo doctor y su esmerada y completa preparación científica, acuerda nombrarle profesor de filosofía y teología en la célebre universidad palentina, de la que sólo unos meses antes era alumno. Sucedió esto en el 1153 y tenía entonces San Julián veinticuatro años. Durante los veintiún años que estuvo en Palencia - once de estudiante y diez de profesor - su habitación no era sólo salón de estudio y oratorio, sino, además, obrador de menestral, pues por aquel su espíritu de caridad, ejercido todo a lo largo de su vida, trenzaba unas cestillas con mimbre y sarga, que luego repartía como limosna, jueves y sábados, a los pobres, que se alimentaban con el producto de su venta,
En su cátedra enseñó San Julián con claridad, sencillez y aprovechamiento tal, que Paulo V le coloca en la categoría de los grandes teólogos de su siglo.
Su fama crecía de día en día y la admiración por el joven profesor no tenía límites. Gallardo y apuesto joven, de los de calzas de raso y plumilla en el sombrero, al estilo de la época, a pesar de su modestia y recogimiento, no podía evitar que todas las miradas se clavaran en él. Se adentra más y más en sí mismo y, para alejar la tormenta que rebramaba en su alma, decide abandonar Palencia para retirarse "lejos del mundanal ruido".
Treinta y cinco años tenía San Julián cuando, pisoteando la fama y la gloria, abandona Palencia para vivir en Burgos en una humilde casa, que construye fuera de la ciudad, una vida de retiro, preparación para el sacerdocio y el apostolado.
Ya han muerto los padres de nuestro Santo. Su madre, antes de venir de Palencia, y su padre, apenas llegado a Burgos: es el año 1163. Esta situación, lastimosa y triste, favorece su inquietante idea de retiro. Recibe la tonsura y las órdenes menores, y acompañado del más joven criado de su casa paterna, el fiel Lesmes, marchan los dos a vivir a una casita en la vega de "La Semella", junto a Burgos y a orillas del Arlanzón. La oración, la mortificación y el estudio son sus ocupaciones constantes: bajo la sabia y experta dirección espiritual de un religioso agustino del cercano convento, llega a la altísima dignidad del sacerdocio, que recibe en 1166. Permanece aún algún tiempo en aquel retiro de "La Semella" antes de comenzar su intensa vida de apostolado.
Los primeros ensayos del novel misionero los hizo por los alrededores de la capital burgalesa, penetrando después de lleno en la ciudad de Burgos: las rivalidades, envidias, egoísmos y odios de los Castro y los Lara hicieron estéril su predicación allí y se decidió por hacerse misionero por España.
Un buen día, San Julián llamó a su criado Lesmes, a quien dijo:
- ¿Quieres acompañarme, Lesmes?...
- ¿A dónde, señor?
- A recorrer España, dijo San Julián.
- Con vos, hasta la muerte, respondió Lesmes.
Y sin más bagaje que el breviario, un crucifijo, una estampa de la Virgen y una muda, salió San Julián, transformado en caballero andante a lo divino, sobre el brioso corcel de su celo, por toda la geografía de España.
Grande fue el fruto de su predicación y muchos los convertidos por el santo misionero San Julián. Hasta la Córdoba averroísta, donde tantas veces fuera de estudiante, conoció el trallazo de su silogismo y la fuerza de su argumentación. Hacia 1190 llegó predicando por tierras de Toledo, después de veinte años de excursión evangelizadora. En 1191 predicaba y misionaba junto a la capital toledana, y aquel mismo año muere su arzobispo González Pérez.
El mismo año de 1191 es nombrado arzobispo de Toledo don Martín López, quien en los primeros meses de su pontificado, conocida la santidad, sabiduría y celo por la gloria de Dios del misionero burgalés. le nombra arcediano de la catedral toledana, que tuvo que desistir en su negativa ante la insistencia del señor arzobispo y porque le aseguró que el arcedianato no sería obstáculo para su vida apostólica y misionera. Ya en su nuevo cargo, alternaba las tareas del gobierno de la archidiócesis, que pesaba sobre él, con la intensa vida de apostolado en predicación y administración de sacramentos, quedándole tiempo para la confección de sus célebres cestillas, que daba en limosna a sus pobres. Cada año se retiraba unos días, para dedicarse más íntimamente a sí mismo en una especie de práctica de ejercicios espirituales en la finca que en La Sagra compró al abad de Santa María de Usillos, cuyos beneficios, a la vez que los del arcedianato, entregaba en limosna a sus pobres.
Cinco años lleva San Julián de arcediano en Toledo, cinco años que han servido para que todos le admiren y quieran. El 14 de diciembre de 1195 muere "e1 noble y prudente" primer obispo de Cuenca, don Juan Yáñez, sede episcopal fundada por Alfonso VIII en 1182, después de la reconquista de la ciudad del cáliz y la estrella. Conocía Alfonso VIII las virtudes y celo del arcediano de Toledo y creyó, ciertamente, que ninguno mejor que él podrá ser el segundo obispo de la recién creada diócesis conquense. De nada valieron las negativas y oposición de San Julián: en el mes de junio de 1196, a la edad de sesenta y ocho años, fue consagrado obispo entre la alegría y tristeza de los toledanos, que si veían hecho obispo a su santo arcediano, les dolía el perderle. Apenas consagrado obispo, acompañado de su fiel Lesmes, sale para Cuenca, cuya distancia con Toledo la salvan caminando a pie por sendas y vericuetos. En el camino se entera del gran recibimiento que preparan los conquenses, y ya, a corta distancia de la ciudad, espera que llegue la noche y hace su entrada cuando todos duermen: todos menos un rapazuelo del hoy Barrio de San Antón que les guía hasta el Palacio Episcopal y a quien el Santo protege, muriendo, según la tradición, de arcediano de Cuenca.
Sobre su labor como obispo de Cuenca, diremos lo que apunta uno de sus biógrafos: "Sólo un espíritu de dinamismo multiplicado como el de San Julián podía llegar a una actuación tan compleja y ordenada. Cuenca y su obispado estaban en aquella época ocupados por tres clases de moradores: musulmanes, judíos y cristianos: a todos visita y catequiza; a todos instruye y forma: grande es su trabajo, mayor su celo, y el fruto no se hace esperar, haciendo una ciudad cristiana: hasta en los repliegues bravíos de la serranía, en los altozanos ondulantes de la Alcarria y en las llanuras sin fin de la Mancha, dejó prendido San Julián el encendido eco de su voz apostólica y misionera.
Tuvo una gran preocupación y predilección por sus sacerdotes, que los quería santos y apóstoles. En sus célebres visitas pastorales ponía especial cuidado en corregir el deplorable estado de muchos de sus sacerdotes, y los insolentes e incorregibles de siempre le proporcionaron serios disgustos: por ser antes el deber que la amistad para San Julián, hubo de enfrentarse con su metropolitano y gran amigo don Martín López. a quién acudían, engañándole, esos desgraciados sacerdotes descarriados. Preocupóse grandemente por el Cónclave Levítico, especie de Seminario, que recogía los niños donados a la Iglesia. En definitiva: su labor episcopal en Cuenca fue tan abrumadora como de felices resultados, haciendo una dudad y diócesis eminentemente cristiana.
De todas las virtudes de San Julián, la que más sobresale es su caridad: caridad ardiente por las almas de sus diocesanos, a quienes instruye y forma; caridad por los cuerpos, que socorre abundantemente, en sus necesidades matrimoniales. No sólo durante la peste que asoló a Cuenca y provincia en el primer año de su pontificado. sino siempre; caridad para con todos: cristianos, judíos, mahometanos; su corazón y su caridad no distinguían credos ni sectas. Para todos era su pan, muchas veces milagroso. y para todos la delicadeza y exquisitez de sus cuidados. Solía el Santo anualmente retirarse unos días a una gruta abierta sobre el Cerro de Ja Majestad, para practicar esa especie de ejercicios espirituales que tanto le fortalecían: días de ayunos y asperezas, de oración intensa y mortificación constante. Llamaba el Santo este sitio "el lugar de mi tranquilo día": junto a la gruta. que hoy se conserva, se levanta una sencilla ermita en honor del Santo, y ese lugar lo llaman los conquenses "San Julián el tranquilo". En esos días de retiro fabricaba sus célebres cestillas, que. repartía en limosna a los necesitados y que todos procuraban tener, pues a su contacto se veían libres de enfermedad, rubricando con esta costumbre su apodo de obispo limosnero.
El ídolo conquense, el hombre de santidad colmado y alma rota por el dolor ajeno, el obispo sabio y santo, predicador, apóstol y limosnero, llama a su capellán y fiel criado, a quién dice: "Lesmes, mi buen Lesmes: voy a morir y debo prepararme." Habrá que resignarse ante lo inevitable, y Lesmes, con el corazón deshecho por el dolor, prepara la llegada del capitán Cristo Jesús. hecho Eucaristía, que visita a su fiel soldado San Julián. Sobre su cuerpo quemado por la fiebre, tiembla la llorosa amatista de los hábitos episcopales: San Julián recibió el Viático revestido de Pontifical. Arrobado y extasiado por la gracia de la Eucaristía, muere San Julián: era el anochecer del 28 de enero de 1208; los ángeles, con manos invisibles, hicieron hablar, con ronco sonido, todas las campanas de la ciudad, que decían: "Ha muerto el siervo fiel y prudente San Julián: Cuenca está de luto."
El papa Clemente VIII, por el Breve de 18 de octubre de 1594, recibido en Cuenca el 1 de febrero de 1595, conocidos los portentos obrados por intercesión de San Julián, le canonizó y concedió para Cuenca oficio y misa propia. Sus restos se conservaron en una arqueta, puesta en el altar del ábside dedicado al Santo, donde hoy se conservan los fragmentos óseos que el actual obispo don Inocencio Rodríguez Díez mandó autentizar, y donde el Santo recibe la oración plural de los conquenses. que aman de verdad al santo burgalés, que es y será San Julián de Cuenca.
Al atardecer el día en que naciera, fue bautizado en la entonces parroquia de San Pedro, según se cree, y apenas comenzado el rito sacramental, una bandada de ángeles batían sus alas en las alturas del templo, dejándose oír - nos refiere la tradición - una voz angélica, que decía: "Hoy ha nacido un niño que en gracia, no tiene igual".
Fue el hogar paterno la primera escuela de aprendizaje para su espíritu y su inteligencia, cultivadas con esmero, en aquellas escuelas catedralicias en las que, junto al clérigo de los monasterios, se había refugiado la ciencia por aquel entonces: siglo XII.
Aquél varón singular, que se concibió, nació, vivió y murió entre prodigios y misterios, terminados sus estudios primarios en Burgos, aconsejado por sus padres y maestros, marchó a Palencia, para hacer los estudios superiores en la escuela de esa ciudad, que el obispo Poncio convirtió en Estudio, y Alfonso VIII elevó a la categoría de Universidad, y el papa Urbano VI enriqueció con todos los privilegios de la Universidad de París. El joven estudiante burgalés causó bien pronto la admiración de estudiantes y profesores, terminando sus estudios con el brillante título de Doctor. Reunido el claustro de profesores, bien ponderadas las extraordinarias cualidades del nuevo doctor y su esmerada y completa preparación científica, acuerda nombrarle profesor de filosofía y teología en la célebre universidad palentina, de la que sólo unos meses antes era alumno. Sucedió esto en el 1153 y tenía entonces San Julián veinticuatro años. Durante los veintiún años que estuvo en Palencia - once de estudiante y diez de profesor - su habitación no era sólo salón de estudio y oratorio, sino, además, obrador de menestral, pues por aquel su espíritu de caridad, ejercido todo a lo largo de su vida, trenzaba unas cestillas con mimbre y sarga, que luego repartía como limosna, jueves y sábados, a los pobres, que se alimentaban con el producto de su venta,
En su cátedra enseñó San Julián con claridad, sencillez y aprovechamiento tal, que Paulo V le coloca en la categoría de los grandes teólogos de su siglo.
Su fama crecía de día en día y la admiración por el joven profesor no tenía límites. Gallardo y apuesto joven, de los de calzas de raso y plumilla en el sombrero, al estilo de la época, a pesar de su modestia y recogimiento, no podía evitar que todas las miradas se clavaran en él. Se adentra más y más en sí mismo y, para alejar la tormenta que rebramaba en su alma, decide abandonar Palencia para retirarse "lejos del mundanal ruido".
Treinta y cinco años tenía San Julián cuando, pisoteando la fama y la gloria, abandona Palencia para vivir en Burgos en una humilde casa, que construye fuera de la ciudad, una vida de retiro, preparación para el sacerdocio y el apostolado.
Ya han muerto los padres de nuestro Santo. Su madre, antes de venir de Palencia, y su padre, apenas llegado a Burgos: es el año 1163. Esta situación, lastimosa y triste, favorece su inquietante idea de retiro. Recibe la tonsura y las órdenes menores, y acompañado del más joven criado de su casa paterna, el fiel Lesmes, marchan los dos a vivir a una casita en la vega de "La Semella", junto a Burgos y a orillas del Arlanzón. La oración, la mortificación y el estudio son sus ocupaciones constantes: bajo la sabia y experta dirección espiritual de un religioso agustino del cercano convento, llega a la altísima dignidad del sacerdocio, que recibe en 1166. Permanece aún algún tiempo en aquel retiro de "La Semella" antes de comenzar su intensa vida de apostolado.
Los primeros ensayos del novel misionero los hizo por los alrededores de la capital burgalesa, penetrando después de lleno en la ciudad de Burgos: las rivalidades, envidias, egoísmos y odios de los Castro y los Lara hicieron estéril su predicación allí y se decidió por hacerse misionero por España.
Un buen día, San Julián llamó a su criado Lesmes, a quien dijo:
- ¿Quieres acompañarme, Lesmes?...
- ¿A dónde, señor?
- A recorrer España, dijo San Julián.
- Con vos, hasta la muerte, respondió Lesmes.
Y sin más bagaje que el breviario, un crucifijo, una estampa de la Virgen y una muda, salió San Julián, transformado en caballero andante a lo divino, sobre el brioso corcel de su celo, por toda la geografía de España.
Grande fue el fruto de su predicación y muchos los convertidos por el santo misionero San Julián. Hasta la Córdoba averroísta, donde tantas veces fuera de estudiante, conoció el trallazo de su silogismo y la fuerza de su argumentación. Hacia 1190 llegó predicando por tierras de Toledo, después de veinte años de excursión evangelizadora. En 1191 predicaba y misionaba junto a la capital toledana, y aquel mismo año muere su arzobispo González Pérez.
El mismo año de 1191 es nombrado arzobispo de Toledo don Martín López, quien en los primeros meses de su pontificado, conocida la santidad, sabiduría y celo por la gloria de Dios del misionero burgalés. le nombra arcediano de la catedral toledana, que tuvo que desistir en su negativa ante la insistencia del señor arzobispo y porque le aseguró que el arcedianato no sería obstáculo para su vida apostólica y misionera. Ya en su nuevo cargo, alternaba las tareas del gobierno de la archidiócesis, que pesaba sobre él, con la intensa vida de apostolado en predicación y administración de sacramentos, quedándole tiempo para la confección de sus célebres cestillas, que daba en limosna a sus pobres. Cada año se retiraba unos días, para dedicarse más íntimamente a sí mismo en una especie de práctica de ejercicios espirituales en la finca que en La Sagra compró al abad de Santa María de Usillos, cuyos beneficios, a la vez que los del arcedianato, entregaba en limosna a sus pobres.
Cinco años lleva San Julián de arcediano en Toledo, cinco años que han servido para que todos le admiren y quieran. El 14 de diciembre de 1195 muere "e1 noble y prudente" primer obispo de Cuenca, don Juan Yáñez, sede episcopal fundada por Alfonso VIII en 1182, después de la reconquista de la ciudad del cáliz y la estrella. Conocía Alfonso VIII las virtudes y celo del arcediano de Toledo y creyó, ciertamente, que ninguno mejor que él podrá ser el segundo obispo de la recién creada diócesis conquense. De nada valieron las negativas y oposición de San Julián: en el mes de junio de 1196, a la edad de sesenta y ocho años, fue consagrado obispo entre la alegría y tristeza de los toledanos, que si veían hecho obispo a su santo arcediano, les dolía el perderle. Apenas consagrado obispo, acompañado de su fiel Lesmes, sale para Cuenca, cuya distancia con Toledo la salvan caminando a pie por sendas y vericuetos. En el camino se entera del gran recibimiento que preparan los conquenses, y ya, a corta distancia de la ciudad, espera que llegue la noche y hace su entrada cuando todos duermen: todos menos un rapazuelo del hoy Barrio de San Antón que les guía hasta el Palacio Episcopal y a quien el Santo protege, muriendo, según la tradición, de arcediano de Cuenca.
Sobre su labor como obispo de Cuenca, diremos lo que apunta uno de sus biógrafos: "Sólo un espíritu de dinamismo multiplicado como el de San Julián podía llegar a una actuación tan compleja y ordenada. Cuenca y su obispado estaban en aquella época ocupados por tres clases de moradores: musulmanes, judíos y cristianos: a todos visita y catequiza; a todos instruye y forma: grande es su trabajo, mayor su celo, y el fruto no se hace esperar, haciendo una ciudad cristiana: hasta en los repliegues bravíos de la serranía, en los altozanos ondulantes de la Alcarria y en las llanuras sin fin de la Mancha, dejó prendido San Julián el encendido eco de su voz apostólica y misionera.
Tuvo una gran preocupación y predilección por sus sacerdotes, que los quería santos y apóstoles. En sus célebres visitas pastorales ponía especial cuidado en corregir el deplorable estado de muchos de sus sacerdotes, y los insolentes e incorregibles de siempre le proporcionaron serios disgustos: por ser antes el deber que la amistad para San Julián, hubo de enfrentarse con su metropolitano y gran amigo don Martín López. a quién acudían, engañándole, esos desgraciados sacerdotes descarriados. Preocupóse grandemente por el Cónclave Levítico, especie de Seminario, que recogía los niños donados a la Iglesia. En definitiva: su labor episcopal en Cuenca fue tan abrumadora como de felices resultados, haciendo una dudad y diócesis eminentemente cristiana.
De todas las virtudes de San Julián, la que más sobresale es su caridad: caridad ardiente por las almas de sus diocesanos, a quienes instruye y forma; caridad por los cuerpos, que socorre abundantemente, en sus necesidades matrimoniales. No sólo durante la peste que asoló a Cuenca y provincia en el primer año de su pontificado. sino siempre; caridad para con todos: cristianos, judíos, mahometanos; su corazón y su caridad no distinguían credos ni sectas. Para todos era su pan, muchas veces milagroso. y para todos la delicadeza y exquisitez de sus cuidados. Solía el Santo anualmente retirarse unos días a una gruta abierta sobre el Cerro de Ja Majestad, para practicar esa especie de ejercicios espirituales que tanto le fortalecían: días de ayunos y asperezas, de oración intensa y mortificación constante. Llamaba el Santo este sitio "el lugar de mi tranquilo día": junto a la gruta. que hoy se conserva, se levanta una sencilla ermita en honor del Santo, y ese lugar lo llaman los conquenses "San Julián el tranquilo". En esos días de retiro fabricaba sus célebres cestillas, que. repartía en limosna a los necesitados y que todos procuraban tener, pues a su contacto se veían libres de enfermedad, rubricando con esta costumbre su apodo de obispo limosnero.
El ídolo conquense, el hombre de santidad colmado y alma rota por el dolor ajeno, el obispo sabio y santo, predicador, apóstol y limosnero, llama a su capellán y fiel criado, a quién dice: "Lesmes, mi buen Lesmes: voy a morir y debo prepararme." Habrá que resignarse ante lo inevitable, y Lesmes, con el corazón deshecho por el dolor, prepara la llegada del capitán Cristo Jesús. hecho Eucaristía, que visita a su fiel soldado San Julián. Sobre su cuerpo quemado por la fiebre, tiembla la llorosa amatista de los hábitos episcopales: San Julián recibió el Viático revestido de Pontifical. Arrobado y extasiado por la gracia de la Eucaristía, muere San Julián: era el anochecer del 28 de enero de 1208; los ángeles, con manos invisibles, hicieron hablar, con ronco sonido, todas las campanas de la ciudad, que decían: "Ha muerto el siervo fiel y prudente San Julián: Cuenca está de luto."
El papa Clemente VIII, por el Breve de 18 de octubre de 1594, recibido en Cuenca el 1 de febrero de 1595, conocidos los portentos obrados por intercesión de San Julián, le canonizó y concedió para Cuenca oficio y misa propia. Sus restos se conservaron en una arqueta, puesta en el altar del ábside dedicado al Santo, donde hoy se conservan los fragmentos óseos que el actual obispo don Inocencio Rodríguez Díez mandó autentizar, y donde el Santo recibe la oración plural de los conquenses. que aman de verdad al santo burgalés, que es y será San Julián de Cuenca.
martes, 27 de enero de 2015
Lecturas
Hermanos:
La Ley, que presenta sólo una sombra de los bienes definitivos y no la imagen auténtica de la realidad, siempre, con los mismos sacrificios, año tras año, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan a ofrecerlos.
Si no fuera así, habrían dejado de ofrecerse, porque los ministros del culto, purificados una vez, no tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia.
Pero en estos mismos sacrificios se recuerdan los pecados año tras año.
Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite las pecados.
Por eso, cuando Cristo entró en el mundo dijo: “Tú no quiere sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no acepta: holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.”
Primero dice: No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias, que se ofrecen según la ley.
Después añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad.
Niega lo primero, para afirmar lo segundo.
Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación de cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
En aquel tiempo, llegaron la madre y los hermanos de Jesús y desde fuera lo mandaron llamar.
La gente que tenía sentada alrededor le dijo: - Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.
Les contestó: - ¿Quienes son mi madre y mis hermanos?
Y, paseando la mirada por el corro, dijo: - Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
Palabra del Señor.
San Enrique de Ossó y Cervelló
Fundador de las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
Martirologio Romano: En la villa de Gilet, en la provincia de Valencia, en España, san Enrique de Ossó y Cervelló, presbítero, que fundó la Sociedad de Santa Teresa, para la formación de las jóvenes, y más adelante, obligado a dejar dicha institución, pasó el resto de sus años en el convento de los Hermanos Menores (1896).
Fecha de canonización: 16 de junio de 1993 por el Papa Juan Pablo II.
En Vinebre, población aldeana de Tarragona (España), nació Enrique el 16 de octubre de 1840.
Tras la muerte de su madre en el año 1854 se fue al seminario para hacerse sacerdote cumpliendo así un último deseo que ella le había manifestado. Recibió la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre de 1867.
Enseñó en el seminario de Tortosa hasta que en el año 1868 la revolución dispersó a los seminaristas. El padre Enrique se refugió en su natal Vinebre. Al año siguiente, en medio de grandes dificultades, reanudó las clases en el palacio episcopal y en algunas casas particulares para un centenar de seminaristas que vivían como externos y con cuya ayuda reorganizó la catequesis en la ciudad, combatiendo el ambiente liberal y anticatólico de la revolución.
En el año 1872 inició la publicación de la revista teresiana que se difundió por Francia, Bélgica, Portugal y América; en vida del padre Ossó se publicaron 280 números en los que ininterrumpidamente colaboró con artículos y notas. El 15 de octubre de 1873 fundó la congregación teresiana que era una agrupación de jóvenes en el seno de cada parroquia con el objeto de renovar el ambiente de indiferencia religiosa que se había extendido entre la población.
Apoyado por Teresa Blanch, el 23 de junio de 1876 fundó en Tarragona la Companía de Santa Teresa de Jesús con ocho cofundadoras. Las religiosas teresianas, dedicadas a la educación, tuvieron una rápida y asombrosa difusión: habiendo fundado su primer colegio en Villalonga en el año 1878, para el año 1881 tenían ya nueve donde recibían educación católica más de mil niñas con el reconocimiento y aplauso de las autoridades civiles y educativas. También la archicofradía teresiana fundada por él tuvo gran crecimiento: de 100,000 en el 1882 a 140,000 asociadas en solo un año.
Mientras estuvo en Roma, de abril a agosto de 1894, escribió un libro de devoción que pronto salió a la imprenta: Siete Moradas en el Corazón de Jesús. A fines diciembre de 1895 empezó ejercicios espirituales en un convento franciscano. Hacia la media noche del 27 de enero le sobrevino un derrame cerebral. Aún tuvo fuerzas para salir de la habitación y pedir ayuda. Los franciscanos lo encontraron agonizante y poco después murió. En la tarde del día siguiente fue sepultado en el cementerio del monasterio, acompañado únicamente de los franciscanos y del párroco de Gilet.
Fue beatificado el 14 de octubre de 1979 y canonizado el 16 de junio de 1993 por el papa Juan Pablo II.
Martirologio Romano: En la villa de Gilet, en la provincia de Valencia, en España, san Enrique de Ossó y Cervelló, presbítero, que fundó la Sociedad de Santa Teresa, para la formación de las jóvenes, y más adelante, obligado a dejar dicha institución, pasó el resto de sus años en el convento de los Hermanos Menores (1896).
Fecha de canonización: 16 de junio de 1993 por el Papa Juan Pablo II.
En Vinebre, población aldeana de Tarragona (España), nació Enrique el 16 de octubre de 1840.
Tras la muerte de su madre en el año 1854 se fue al seminario para hacerse sacerdote cumpliendo así un último deseo que ella le había manifestado. Recibió la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre de 1867.
Enseñó en el seminario de Tortosa hasta que en el año 1868 la revolución dispersó a los seminaristas. El padre Enrique se refugió en su natal Vinebre. Al año siguiente, en medio de grandes dificultades, reanudó las clases en el palacio episcopal y en algunas casas particulares para un centenar de seminaristas que vivían como externos y con cuya ayuda reorganizó la catequesis en la ciudad, combatiendo el ambiente liberal y anticatólico de la revolución.
En el año 1872 inició la publicación de la revista teresiana que se difundió por Francia, Bélgica, Portugal y América; en vida del padre Ossó se publicaron 280 números en los que ininterrumpidamente colaboró con artículos y notas. El 15 de octubre de 1873 fundó la congregación teresiana que era una agrupación de jóvenes en el seno de cada parroquia con el objeto de renovar el ambiente de indiferencia religiosa que se había extendido entre la población.
Apoyado por Teresa Blanch, el 23 de junio de 1876 fundó en Tarragona la Companía de Santa Teresa de Jesús con ocho cofundadoras. Las religiosas teresianas, dedicadas a la educación, tuvieron una rápida y asombrosa difusión: habiendo fundado su primer colegio en Villalonga en el año 1878, para el año 1881 tenían ya nueve donde recibían educación católica más de mil niñas con el reconocimiento y aplauso de las autoridades civiles y educativas. También la archicofradía teresiana fundada por él tuvo gran crecimiento: de 100,000 en el 1882 a 140,000 asociadas en solo un año.
Mientras estuvo en Roma, de abril a agosto de 1894, escribió un libro de devoción que pronto salió a la imprenta: Siete Moradas en el Corazón de Jesús. A fines diciembre de 1895 empezó ejercicios espirituales en un convento franciscano. Hacia la media noche del 27 de enero le sobrevino un derrame cerebral. Aún tuvo fuerzas para salir de la habitación y pedir ayuda. Los franciscanos lo encontraron agonizante y poco después murió. En la tarde del día siguiente fue sepultado en el cementerio del monasterio, acompañado únicamente de los franciscanos y del párroco de Gilet.
Fue beatificado el 14 de octubre de 1979 y canonizado el 16 de junio de 1993 por el papa Juan Pablo II.
lunes, 26 de enero de 2015
Lecturas
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, llamado a anunciar la promesa de vida que hay en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido; te deseo la gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Doy gracias a Dios, a quien sirvo con pura conciencia, como mis antepasados, porque tengo siempre tu nombre en mis labios cuando rezo, de noche y de día.
Al acordarme de tus lágrimas, ansío verte, para llenarme de alegría, refrescando la memoria de tu fe sincera, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú.
Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos; porque
Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio.
No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor y de mi, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios.
En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían:
-«Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.»
Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas:
-« ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra si mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido.
Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa.
Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. »
Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Palabra del Señor.
San Tito – Obispo
Tuvo San Pablo dos discípulos predilectos: Timoteo y Tito. Timoteo fue más tiernamente amado; Tito, más vivamente estimado como instrumento utilísimo en los momentos difíciles, en las misiones espinosas. Timoteo es el admirador sumiso e incondicional que apenas puede separarse del lado de su maestro; Tito, el colaborador hecho a todos los peligros y aventuras evangélicas. Viene de la gentilidad, mientras que su compañero viene del judaismo. Es menos afectivo, pero más enérgico, más fuerte en las contradicciones y más experimentado en los negocios. San Pablo le llama su ayuda preciosa, su hijo querido, su amadísimo hermano.
Maestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva en su compañía al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue allí objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Ahora bien: Tito no estaba circuncidado, era el único incircunciso de la Iglesia de Jerusalén. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito sangriento para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida, y, como era natural. Pablo se puso de parte de su discípulo; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres Apóstoles que estaban presentes en la Ciudad Santa: Pedro, Juan y Santiago.
Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Hombres en quienes Cristo había dilatado la caridad, entraron inmediatamente en las amplias miras que guiaban al Apóstol de las gentes. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad absoluta frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Convínose en que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, pidióse que, por respeto al templo de Jerusalén y a la presencia de Yahvé, Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.
Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito va con el Apóstol en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén... En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la cristiandad de Corinto: había sediciones, rebeldías, escándalos, cismas. Crevó el Apóstol que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito, el compañero abnegado de quien podía decir a las iglesias «que caminaba guiado por su mismo espíritu y siguiendo sus mismas huellas. A pesar de su celo ordinario, de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Representóle Pablo las cualidades que le harían bienquisto de aquella iglesia, y al fin le convenció, encargándole otro ministerio en Acaia: la colecta para los cristianos de Jerusalén. Quería de esta manera contribuir a la alegría de la Iglesia madre, viendo en estas limosnas un homenaie a su supremacía y al mismo tiempo una muestra de agradecimiento por la condescendencia que habían tenido con él con motivo del concilio.
Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción suya, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido aquella comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita en la grande aflicción, con el corazón oprimido y las lágrimas en los ojos», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin las noticias suspiradas. La embajada de Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de San Pablo, lejos de ser despreciada, había conmovido todos los corazones. Leída en la asamblea de los hermanos, consiguióse con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo; los escandalosos, «entregados a Satanás en el nombre del Señor Jesús», para ser prontamente reconciliados por la penitencia. El genio de Tito le inclinaba a la mansedumbre, y así, desde su llegada supo dar a su viaje un aspecto de indulgencia y de reconciliación. Al principio, los hermanos le miraban con desconfianza y temor, pero no tardó en establecerse una corriente mutua de afecto y de consideración.
Este relato llenó de alegría el corazón del Apóstol. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. Tenía gana de verse de nuevo entre aquella comunidad de Corinto, amable hasta en sus extravíos, que le había mostrado tanta docilidad, tanto cariño, tanto respeto y un arrepentimiento tan rápido y sincero. La ausencia sólo había servido para hacerle sentir más profundamente aquel amor, nacido en uno de los momentos más difíciles de su vida. En Corinto se le reunió algún tiempo después San Pablo, y juntos se dirigieron a la Ciudad Santa para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.
Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo—tan dramáticamente contado por San Lucas—, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en perpetuo peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles formados de aluvión, que no hacían más que vegetar, pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a su discípulo el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Los escritores antiguos les llaman avaros, rapaces, astutos, propensos al engaño; y la impresión que sacó San Pablo en el breve tiempo que pasó entre ellos fue muy poco halagüeña. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de la tierra. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose abominables, rebeldes e inútiles para todo acto bueno. Razón, conciencia, todo en ellos está manchado.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña. Eran numerosos los charlatanes que, a vueltas del nombre de Cristo, llevaban allí los sueños más absurdos de su fantasía. La fe les importaba poco; lo que querían era hacer dinero predicando la nueva doctrina, y desgraciadamente eran muchas las familias ganadas por sus astucias.
A falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba el Apóstol en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de su compañero. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu? ¿No hemos seguido las mismas huellas?» Este desprendimiento era ahora mucho más precioso como contraste con la avaricia de los embaucadores.
Al lado del Apóstol, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que San Pablo, desde la costa de Asia, le encargaba que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla, con su doctrina alta y noble, con su moral pura y santa. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie», pues ya sabes lo que son esos isleños. Epiménedes, su compatriota y su profeta, los pintó cuando dijo: «Los cretenses, mentirosos empedernidos, malas bestias, vientres perezosos.»
No obstante, estas malas bestias habían ganado el corazón del celoso misionero. Mientras el maestro se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, el discípulo desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes, donde; como antes en Corinto, había encontrado cariño y sumisión.
Maestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva en su compañía al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue allí objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Ahora bien: Tito no estaba circuncidado, era el único incircunciso de la Iglesia de Jerusalén. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito sangriento para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida, y, como era natural. Pablo se puso de parte de su discípulo; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres Apóstoles que estaban presentes en la Ciudad Santa: Pedro, Juan y Santiago.
Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Hombres en quienes Cristo había dilatado la caridad, entraron inmediatamente en las amplias miras que guiaban al Apóstol de las gentes. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad absoluta frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Convínose en que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, pidióse que, por respeto al templo de Jerusalén y a la presencia de Yahvé, Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.
Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito va con el Apóstol en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén... En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la cristiandad de Corinto: había sediciones, rebeldías, escándalos, cismas. Crevó el Apóstol que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito, el compañero abnegado de quien podía decir a las iglesias «que caminaba guiado por su mismo espíritu y siguiendo sus mismas huellas. A pesar de su celo ordinario, de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Representóle Pablo las cualidades que le harían bienquisto de aquella iglesia, y al fin le convenció, encargándole otro ministerio en Acaia: la colecta para los cristianos de Jerusalén. Quería de esta manera contribuir a la alegría de la Iglesia madre, viendo en estas limosnas un homenaie a su supremacía y al mismo tiempo una muestra de agradecimiento por la condescendencia que habían tenido con él con motivo del concilio.
Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción suya, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido aquella comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita en la grande aflicción, con el corazón oprimido y las lágrimas en los ojos», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin las noticias suspiradas. La embajada de Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de San Pablo, lejos de ser despreciada, había conmovido todos los corazones. Leída en la asamblea de los hermanos, consiguióse con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo; los escandalosos, «entregados a Satanás en el nombre del Señor Jesús», para ser prontamente reconciliados por la penitencia. El genio de Tito le inclinaba a la mansedumbre, y así, desde su llegada supo dar a su viaje un aspecto de indulgencia y de reconciliación. Al principio, los hermanos le miraban con desconfianza y temor, pero no tardó en establecerse una corriente mutua de afecto y de consideración.
Este relato llenó de alegría el corazón del Apóstol. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. Tenía gana de verse de nuevo entre aquella comunidad de Corinto, amable hasta en sus extravíos, que le había mostrado tanta docilidad, tanto cariño, tanto respeto y un arrepentimiento tan rápido y sincero. La ausencia sólo había servido para hacerle sentir más profundamente aquel amor, nacido en uno de los momentos más difíciles de su vida. En Corinto se le reunió algún tiempo después San Pablo, y juntos se dirigieron a la Ciudad Santa para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.
Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo—tan dramáticamente contado por San Lucas—, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en perpetuo peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles formados de aluvión, que no hacían más que vegetar, pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a su discípulo el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Los escritores antiguos les llaman avaros, rapaces, astutos, propensos al engaño; y la impresión que sacó San Pablo en el breve tiempo que pasó entre ellos fue muy poco halagüeña. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de la tierra. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose abominables, rebeldes e inútiles para todo acto bueno. Razón, conciencia, todo en ellos está manchado.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña. Eran numerosos los charlatanes que, a vueltas del nombre de Cristo, llevaban allí los sueños más absurdos de su fantasía. La fe les importaba poco; lo que querían era hacer dinero predicando la nueva doctrina, y desgraciadamente eran muchas las familias ganadas por sus astucias.
A falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba el Apóstol en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de su compañero. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu? ¿No hemos seguido las mismas huellas?» Este desprendimiento era ahora mucho más precioso como contraste con la avaricia de los embaucadores.
Al lado del Apóstol, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que San Pablo, desde la costa de Asia, le encargaba que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla, con su doctrina alta y noble, con su moral pura y santa. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie», pues ya sabes lo que son esos isleños. Epiménedes, su compatriota y su profeta, los pintó cuando dijo: «Los cretenses, mentirosos empedernidos, malas bestias, vientres perezosos.»
No obstante, estas malas bestias habían ganado el corazón del celoso misionero. Mientras el maestro se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, el discípulo desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes, donde; como antes en Corinto, había encontrado cariño y sumisión.
domingo, 25 de enero de 2015
Lecturas
En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás:
- «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.»
Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando:
- «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!»
Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños.
Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó.
Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante.
Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina.
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía:
- «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago.
Jesús les dijo:
- «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes.
Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.