miércoles, 31 de diciembre de 2014

PAZ PERFECTA

Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura la paz perfecta. Muchos artistas lo intentaron.

El rey observó y admiró todas las pinturas, pero solamente hubo dos que a él realmente le gustaron y tuvo que escoger entre ellas.

La primera era un lago muy tranquilo. Este lago era un espejo perfecto donde se reflejaban unas plácidas montañas que lo rodeaban. Sobre éstas se encontraba un cielo muy azul con tenues nubes blancas. Todos quienes miraron esta pintura pensaron que ésta reflejaba la paz perfecta.

La segunda pintura también tenía montañas.

Pero estas eran escabrosas y descubiertas.

Sobre ellas había un cielo furioso del cual caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos.

Montaña abajo parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Todo esto no se revelaba para nada pacífico.

Pero cuando el Rey observó cuidadosamente, él miró tras la cascada un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca.

En este arbusto se encontraba un nido.

Allí, en medio del rugir de la violenta caída de agua, estaba sentado plácidamente un pajarito en su nido...

¿Paz perfecta... ? ¿Cuál crees que fue la pintura ganadora?

El Rey escogió la segunda. 

¿Sabes por qué?

El rey explicaba que "Paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor.

Paz significa que a pesar de estar en medio de todas estas cosas permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón.

Este es el verdadero significado de la paz."

¿Y tú... ?.... ¿sabes dónde o con quién está la verdadera paz de tu corazón?...

Lecturas


Hijos míos, es el momento final.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Palabra del Señor.

Santa Melania la Joven

Descendiente de cónsules, de prefectos y de dictadores, Melania se encontró, al salir de la niñez, con una riqueza fabulosa que ni aún podía calcular. Era, sobre todo, una fortuna territorial, extendida por todas las provincias del Imperio. Una idea de aquellas posesiones nos la da su biógrafo al describirnos una de ellas, situada junto al estrecho de Messina: paisaje encantador, mármoles, estatuas, baños, piscinas—desde las cuales el nadador podía distinguir, a un lado el mar, cubierto de embarcaciones; a otro, el bosque, entre cuyo follaje se escondían los ciervos y jabalíes—; y alrededor de la morada señoral, el dominio útil, cuyo cultivo estaba a cargo de quinientos siervos. Otra finca situada cerca de Tagaste y más vasta que esta ciudad era un centro artístico e industrial donde centenares de esclavos hacían muebles, máquinas de toda clase y objetos de arte como tapices, platos de oro, cajitas de marfil, pendientes, pulseras y collares de perlas. El palacio del Celio donde creció la ilustre matrona sobrepujaba en esplendor a todas las magnificencias de estas villas rurales. En él, hipódromos, plazas públicas, fuentes, termas; todo poblado de estatuas y cubierto de pinturas, algunas de las cuales, existentes aún, son de lo mejor que se ha encontrado en Roma. Tal era la suntuosidad del inmueble, que, cuando se quiso vender, no hubo quien se atreviese a comprarlo. Sólo las rentas de aquella fortuna gigantesca ascendían a la cantidad de ciento veinte mil libras de oro, o sea unos cientos cuarenta millones de pesetas.

Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:

—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.

Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistióse ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo.

Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedóse en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:

—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.

Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.

Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:

—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme como esposa?

A lo cual Piniano contestó:

—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.

Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito.

Pocos días después volvióle a decir:

—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicia y preséntate de una manera más humilde.

Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.

Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundos; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.

«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: «¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.

Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.

Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.

Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:

—¿Qué voy a hacer yo con esto?

—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.

El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.

Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.

De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltados de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»

A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:

—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.

Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:

—Levanta la voz para que oiga la oración.

Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:

—Todavía no.

—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.

—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.

martes, 30 de diciembre de 2014

Escalones hacia la felicidad

No puedes ser todo para todas las personas.
No puedes hacer todas las cosas al mismo tiempo.
No puedes hacer todas las cosas igual de bien.
No puedes hacer todas las cosas mejor de lo que lo hacen los demás, tú las haces a tu manera.
Tu humanidad se hace presente como en el resto de la gente.

Así que:

Debes buscar dentro de ti quién eres, y ser ése.
Debes decidir las prioridades, y cumplirlas.
Debes encontrar tu fuerza y usarla.
Debes aprender a no competir con los demás

Por lo tanto:

Habrás aprendido a aceptar que eres único.
Habrás aprendido a fijar las prioridades y a tomar decisiones.
Habrás aprendido a vivir con tus limitaciones.
Habrás aprendido a respetarte.
Y serás un mortal más vital.

Atrévete a creer:

Que eres una persona maravillosa e irrepetible.
Que más que un derecho, es tu tarea encomendada ser quien eres.
Que la vida no es un problema a resolver, sino un regalo que disfrutar.
De esta forma podrás sobreponerte y disfrutar de las cosas que antes te deprimían.

Lecturas


Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre.
Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno.
Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre.
Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo.
Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo - las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero -, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo.
Y el mundo pasa, con sus pasiones.
Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

Palabra del Señor.

Beata Eugenia Ravasco

Fundadora del Instituto de las Hermanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María

Eugenia Ravasco nació en Milán el 4 de Enero de 1845, la tercera, entre seis hijos del banquero genovés Francisco Mateo y de la noble Carolina Mozzoni Frosconi.

Fue bautizada en la Basílica de Santa María de la Pasión, con los nombres de Eugenia, María. La familia, acomodada y religiosa, le ofreció un ambiente rico de afecto, de fe y educación refinada.

Luego de la muerte prematura de dos hijos pequeños y de su joven esposa, el padre regresó a la Ciudad de Génova, llevando consigo al primogénito, Ambrosio y a la menor, Elisa, quien contaba apenas año y medio de edad.

Eugenia permaneció en Milán con la hermanita Constancia, confiada a los cuidados de la tía Marieta Anselmi, quien, como verdadera madre, la acompañó en su crecimiento, educándola con amor pero también con firmeza. Eugenia, vivaz y expansiva, en su infancia la consideró su verdadera madre y demostró hacia ella un afecto muy tierno.

En 1852 decidieron fuera a vivir a Génova con su familia. La separación de su tía le causó un dolor muy hondo, a tal punto que enfermó. En Génova, desde entonces su ciudad adoptiva, encontró nuevamente a su padre y a los dos hermanos; conoció al tío Luis Ravasco, quien tanto aportó a su formación; a la tía Elisa Parodi y a sus diez hijos con quienes convivió durante algún tiempo. De manera especial se encariñó a su hermana menor, Elisa, reservada y sensible, estableciendo con ella una profunda sintonía espiritual.

Al cabo de tres años, en marzo de 1855, falleció también su padre. Luis Ravasco, banquero y cristiano convencido, se responsabilizó de los tres sobrinos huérfanos cuidando de su formación: confió a una Institutriz cualificada las dos niñas. Eugenia de carácter vivaz y exuberante sufrió bastante bajo el régimen severo adoptado por la señora Serra, pero supo aceptarlo con docilidad.

El 21 de junio de 1855, en la Iglesia de San Ambrosio (hoy Iglesia “de Jesús”) en Génova, a los 10 años, recibió la primera Comunión y la Confirmación luego de una atenta preparación realizada por el Canónigo Salvador Magnasco. Desde ese día se sintió atraída por el misterio de la presencia Eucarística, de tal manera que no pasaba delante de ninguna Iglesia sin entrar para adorar el SSmo. Sacramento. El culto a la Eucaristía es en efecto uno de los goznes de su espiritualidad, junto al culto de los Corazones de Jesús y de María Inmaculada. Movida por una compasión connatural hacia los que sufren, desde su adolescencia donó abundantemente y de todo corazón a los necesitados, muy contenta de hacer sacrificios personales para lograrlo. En diciembre de 1862, la joven Eugenia perdió también el apoyo del tío Luis, quien había sido para ella más que padre. Recibió de Él no solamente la herencia moral de grande rectitud, coherencia cristiana y gran liberalidad hacia los pobres, sino también la responsabilidad de la familia, ahora en las manos de administradores no siempre fieles. No se acobardó. Confiando en Dios y aconsejada por el canónigo Magnasco, futuro Arzobispo de Génova, y por sabios abogados, tomó las riendas de los negocios de familia. Lamentablemente no logró salvar al hermano del camino extraviado por el que estaba marchando y que lo llevó a un extremo degrado moral y físico. Fue éste uno de los mayores sufrimientos para la Madre y una grande prueba para su Fe. En este mismo período la tía Marieta inició los preparativos para conseguir para la sobrina un brillante porvenir de esposa. Pero Eugenia oraba ardientemente en su corazón, para que Dios le mostrara el verdadero camino por donde deseaba llevarla. Tenía aspiraciones más elevadas. El 31 de mayo de 1863, en la Iglesia de Sta. Sabina en Génova, en donde entrara para saludar a Jesús Eucarístico, mediante las palabras del Misionero P. Jacinto Bianchi, quien estaba en ese momento dirigindose a los fieles, Eugenia Ravasco recibió la invitación divina a “consagrarse para hacer el bien por amor al Corazón de Jesús”. Fue el acontecimiento que iluminó su futuro y cambió su vida. Bajo la guía del Director espiritual, ella se puso sin reservas a disposición de Dios, consagrándole a Él, a su gloria y al bien de las almas, sus energías de inteligencia y de corazón y el patrimonio heredado de los suyos: “Este dinero —acostumbraba repetir— no es mío, sino del Señor, yo soy solamente la depositaria” (cfr. Positio C.I., 70)

Soportó con fortaleza las protestas de los parientes, las críticas y el desprecio de las damas de su misma clase social e inició con valor a “hacer el bien” a su alrededor. Dio clases de catecismo en su Parroquia, N.S. del Carmen; colaboró con las Hijas de la Inmaculada en la Obra de S. Dorotea, como asistenta de las niñas del barrio, enseñó costura y bordado. Como “Dama de Caridad” de S. Catalina en Portoría, asistió a los enfermos en el Hospital de Pammatone y de los Crónicos; visitó a los pobres en sus casas, llevando el consuelo de su caridad. Sentía una grande pena viendo a tantos niños y jovencitas abandonados a sí mismos, en medio de toda clase de peligros y totalmente ignorantes de las cosas de Dios.

El 6 de diciembre de 1868, a los 23 años, fundó la Congregación religiosa de las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, con la misión de hacer el bien especialmente a la juventud. Se iniciaron así las escuelas, la enseñanza del catecismo, las asociaciones, los oratorios; el proyecto educativo de la Madre Ravasco consistía en educar a los jóvenes y formarlos a una vida cristiana activa y abierta, para que fueran “honestos ciudadanos en medio de la sociedad y santos en el cielo”; educarlos a los valores trascendentes y al mismo tiempo a la lectura de los acontecimientos en perspectiva histórico-salvífica. Les propuso la santidad como meta de la vida.

En 1878, en un período de abierta hostilidad a la Iglesia y de laicización de la vida social, Eugenia Ravasco, atenta a las necesidades de su tiempo, dio inicio a una Escuela Normal femenina, con la finalidad de darle a las jóvenes una instrucción orientada cristianamente y de preparar “maestras cristianas” para la sociedad. Para llevar a cabo esta obra, pupila de sus ojos, se enfrentó con fortaleza y confiando en Dios sólo, a los ataques venenosos de la prensa de opinión laicista.

Encendida de caridad ardiente a imitación del Corazón de Jesús y animada por la voluntad de ayudar a su prójimo, de acuerdo con los Párrocos, organizó Ejercicios Espirituale, Retiros, Ceremonias religiosas y Sagradas Misiones Populares, hallando un grande consuelo viendo a muchos corazones que retornaban a Dios para encontrar su misericordia mediante la oración, el canto litúrgico y los Sacramentos. Oraba: “Corazón de Jesús, concededme porder hacer este bien y niguno otro, en todas partes”.

Soñaba con poder ir a Misiones, pero ello no se concretizó sino después de su fallecimiento. Promovió el culto del Corazón de Jesús, de la Eucaristía, del Corazón Inmaculado de María; organizó Asociaciones para las Madres de Familia, tanto pobres como acomodadas; a estas últimas propuso ayudar a las jóvenes necesitadas y proveer a las Iglesias pobres. Alcanzó con su caridad a los moribundos, encarcelados, los lejanos de la Iglesia. Vivió de fe, de oración, de sufrimiento, de abandono en la Voluntad de Dios.

En 1884, junto con otras cohermanas, Eugenia Ravasco hizo su Profesión Perpetua. Siguió entregada al desarrollo y fortalecimiento del Instituto, el cual, aprobado por la Iglesia Diocesana en 1882, obtendrá la aprobación pontificia en 1909. Fundó algunas Casas Filiales que visitó no obstante su poca salud. Guió la Comunidad con amor, prudencia y la mirada hacia el futuro, considerándose la última de las hermanas. Trabajó para mantener encendida en sus hijas la llama de la caridad y grande celo para la salvación del mundo, proponiéndoles como modelos los Corazones SS.mos de Jesús y de María. “Arder en el deseo del bien ajeno, especialmente de la juventud” fue su ideal apostólico; “Vivir abandonada en Dios y en las manos de María Inmaculada” fue su programa de vida.

Purificada por la prueba de la enfermedad, de la incomprensión y del aislamiento dentro de la misma Comunidad, Eugenia Ravasco nunca desistió de actuar con pasión evangélica para la salvación de las almas, especialmente de la juventud de toda edad y condición social. En 1892, un año después de la Encíclica “Rerum Novarum” de S.S. el Papa León XIII, quiso construir un edificio en la plaza de Carignano, en Génova, para hacer de él la “Casa de las Obreras”: las jóvenes, quienes trabajaban en las fábricas y en los talleres de artesanía, hallarían en el un hogar seguro y la posibilidad de una formación cristiana. En 1898, para las jóvenes que trabajaban a servicio de las familias, fundó la Asociación de Sta. Zita; al mismo tiempo construyó el “pequeño teatro” para los momentos recreativos de las jóvenes del Oratorio y de las numerosas Asociaciones que estaban organizadas en el Instituto, convencida de que la alegría es la atmósfera educativa más eficaz: “Estad alegres —acostumbraba repetir— divertios, pero santamente...” y a las religiosas: “Vuestro gozo atraiga otros corazones para alabar a Dios” (de sus escritos).

Consumida por la enfermedad Eugenia Ravasco falleció en Génova en vísperas de cumplir sus 56 años de vida, en la Casa Madre del Instituto, en la madrugada del 30 de diciembre de 1900.

“Os dejo a todas en el Corazón de Jesús” fueron sus palabras de despedida de las hijas y de sus queridas jóvenes.

En 1948 S. E. Mons. José Siri, Arzobispo de Génova, da inicio al Proceso Diocesano. El 1 de julio del 2000, año Jubilar, el S. Padre Juan Pablo II reconoce la heroicidad de sus virtudes. El 5 de julio del 2002 el mismo S. Padre Juan Pablo II firma el Decreto de aprobación del milagro —la curación de la niña Eilen Jiménez Cardozo de Cochabamba (Bolivia)— obtenido por intercesión de Madre Eugenia Ravasco.

lunes, 29 de diciembre de 2014

HUBO UN MOMENTO

Hubo un momento en el que creías que la tristeza sería eterna... pero volviste a sorprenderte a ti mismo riendo sin parar.

Hubo un momento en el que dejaste de creer en el amor y luego... apareció esa persona y no pudiste dejar de amarla cada día más.

Hubo un momento en el que la amistad parecía no existir... y conociste a ese amigo/a que te hizo reír y llorar, en los mejores y en los peores momentos.

Hubo un momento en el que estabas seguro que la comunicación con alguien se había perdido... y fue luego cuando el cartero visitó el buzón de tu casa.

Hubo un momento en el que una pelea prometía ser eterna... y sin dejarte ni siquiera entristecerte terminó en un abrazo.

Hubo un momento en que un examen parecía imposible de pasar... y hoy es un examen más que aprobaste en tu carrera.

Hubo un momento en el que dudaste de encontrar un buen trabajo... y hoy puedes darte el lujo de ahorrar para el futuro.

Hubo un momento en el que sentiste que no podrías hacer algo... y hoy te sorprendes a ti mismo haciéndolo.

Hubo un momento en el que creíste que nadie podía comprenderte... y te quedaste boquiabierto mientras alguien parecía leer tu corazón.

Así como hubo momentos en que la vida cambió en un instante, nunca olvides que aún habrá momentos en que lo imposible se tornará un sueño hecho realidad. Pídele por ello al Señor.

Nunca dejes de soñar, porque soñar es el principio de un sueño hecho realidad.

¡QUE LA DISTANCIA A TUS METAS SEA LA MISMA QUE EXISTE ENTRE DIOS Y TU  CORAZÓN!

Lecturas


Queridos hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él. Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo - lo cual es verdadero en él y en vosotros -, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas.
Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, corno dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
- «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Palabra del Señor.

Santo Tomás Becket

Todo parecía presagiar una era de venturas para el reino de Inglaterra. Un rey joven, valiente, emprendedor, acababa de subir al trono (1155). Diplomático y guerrero, astuto a veces en sus negociaciones, y a veces brutal. Enrique Plantagenet unía a una gran ambición una rara inteligencia práctica y una constitución robusta en extremo: estatura mediana, brazos musculosos, miembros atléticos, abundante cabellera rubia, que enmarcaba en tres líneas netas un rostro de rasgos enérgicos y acentuados. Uno de los primeros actos de su gobierno fue nombrar canciller al arcediano de Cantorbery, Thomas Becket.

Becket, hijo de un caballero normando establecido en Londres, estaba entonces en la plenitud de la vida. Su carrera había sido prodigiosa. Las escuelas de París y de Bolonia habían admirado durante algunos años al joven estudiante de vivo ingenio, de talla elevada, de color pálido, realzado por los negros cabellos, de nariz fuerte y ligeramente encorvada, que parecía indicar un carácter vigoroso, y de ojos claros y tenaces, que desde el primer instante se daban cuenta de todo. En París, sobre todo, quedaba el recuerdo del adolescente aplicado, ingenioso, de humor agradable y de vida inmaculada. Hasta se había formado a costa suya una graciosa leyenda. Al llegar la Cuaresma, los estudiantes tenían costumbre de reunirse para hacer el elogio de su dama, presentando algún regalo recibido como prenda de su amor. Como Tomás no tenía amiga ninguna, sus compañeros empezaron a hacerle el blanco de sus burlas. Entonces, el piadoso joven deja la asamblea, encomendándose íntegramente a María, y vuelve al poco tiempo con una cajita de marfil artísticamente labrada, que contenía, en miniatura, un juego completo de vestidos pontificales.

Al volver a su patria encontró el hogar deshecho y la hacienda destruida por las revueltas políticas. Vacila algún tiempo sobre el camino que ha de seguir, y logra finalmente ser admitido en el séquito del arzobispo de Cantorbery. Algunas misiones delicadas llevadas a cabo en Roma por encargo de su señor empiezan a formarle en el manejo de los asuntos y de los hombres y a descubrir su talento de diplomático y administrador, a la vez que la integridad de su carácter. Arcediano de Cantorbery en 1154, ocupaba ya un puesto eminente en la Iglesia de Inglaterra cuando le llega el nombramiento de canciller del reino, con todos los honores, baronías, rentas y tenencias de castillos anejos a esta dignidad. Las gentes le llamaban el segundo rey de los cuatro reinos. Su vida en este tiempo era fastuosa y espléndida: lebreles, halcones, gerifaltes, partidas de caza, prodigalidades principescas, reuniones mundanas y gustos del más brillante cortesano. Corría detrás de los ciervos y los jabalíes, jugaba a los dados y al ajedrez, hacía regalos espléndidos y usaba los vestidos más preciosos y elegantes. Una escuadrilla de seis navíos estaba a su disposición para cuando tuviese que navegar en servicio del rey; todos los marinos se apresuraban a servirle, porque sabían que su remuneración había de ser regia. A su mesa se sentaban siempre numerosos convidados, y el mismo rey se presentaba con frecuencia sin avisar para disfrutar de la charla de su canciller. Enrique gozaba teniéndole a su lado. Un día cabalgaban los dos por las calles de Londres. Era en medio del invierno, cuando la nieve llenaba las calles. Viendo un mendigo cubierto de harapos, dijo a Becket:

—Mira ese pobre medio desnudo. ¿No te parece que sería una obra de caridad darle un buen capote?
—Efectivamente, señor—respondió el canciller—; y he aquí que llega a implorar vuestro socorro.
El pordiosero va a cruzar entre aquellos dos caballeros, desconocidos para él, cuando Enrique le detiene, diciendo:
—Dime, amigo, ¿te gustaría tener una buena pelliza?
«Es una burla», pensó el pobre; pero el rey, volviéndose hacia Tomás, le dijo:
—Puesto que esta obra de caridad vale tanto, quiero dejarte todo el mérito.

Y se esforzaba por quitar al canciller su pelliza de escarlata forrada de armiño. Becket se defendía, pero era demasiado buen jugador para no perder la partida.

Este favor del rey, prolongado durante cerca de ocho años, no era del todo desinteresado. Enrique, que en el fondo era un verdadero político, comprendía que había encontrado un gran estadista en quien el talento corría parejas con la fidelidad. De hecho, el canciller se entregaba por completo a la defensa de los intereses del rey, dejando a los obispos el cuidado de velar por los de la Iglesia. Jurisconsulto consumado y hábil financiero, tan capaz de una decisión enérgica que requiriera la fuerza armada, como de un expediente jurídico, viósele reprimir el bandidaje, aterrorizar a los usureros, favorecer la agricultura, mantener a raya a la nobleza, reorganizar la justicia, aumentar el prestigio exterior y asegurar la prosperidad y la paz en el reino. Sin embargo, cosa extraña, este hombre, que en el ejercicio de su cargo se hacía temer de los más poderosos y en su tren de vida rivalizaba con los príncipes, era casi un asceta en su vida privada: irreprochable en sus relaciones sociales, caritativo hasta lo inverosímil con los necesitados, de una nobleza de corazón que no le abandonaba jamás. Sus tesoros estaban ocultos, y el mismo rey apenas pudo entreverlos. Muchas veces tendió a su amigo lazos de muy delicada naturaleza; pero Tomás evitaba sin ruido el peligro, disimulando el esfuerzo que le costaba vencerlo. El lujo dominaba en su mesa; pero él personalmente observaba una sobriedad monacal. Varios testigos confesaron, algo después de su muerte, que jamás se pudo averiguar nada contra la integridad de su vida durante su estancia en la corte.

Engañado por la actividad infatigable de su canciller y por aquel boato exterior, el Plantagenet no vio más que un aspecto de su carácter. En el fondo, Tomás era, ante todo, y debía serlo hasta el fin de sus días, un hombre del deber, que llevaba tal vez hasta el exceso la conciencia de la fidelidad profesional. Su misma fastuosidad era para él un medio de servir mejor al rey y al reino, y lo mismo pensaban todos en la corte y fuera de ella. Sin embargo, en los centros monásticos todo aquello extrañaba y aun escandalizaba. Jugaba un día Tomás al ajedrez en Rouan, donde estaba convaleciendo de una grave enfermedad, cuando acertó a entrar el prior de Leicester, que, al verle vestido de una espléndida hopalanda de mangas amplísimas, como entonces se llevaban en Inglaterra, le dijo:

——Pero ¿en qué pensáis? ¡Un clérigo con este vestido, y, según se susurra en la corte, un primado!

—Eso me parece imposible—replicó Tomas, sin emoción—, y a la vez espantoso, pues; me sería preciso escoger entre el favor del rey o el de Dios.

No obstante, el rumor tenía fundamento. En la primavera de 1162 Becket fue a despedirse del rey antes de volver a Inglaterra.

—Me ha parecido que vuelvas cuanto antes a la isla—-dijo Enrique—, porque quiero que seas arzobispo de Cantorbery.

El canciller, echando una mirada sobre su traje mundano, respondió sonriendo:

—¡Buen religioso habéis escogido para gobernar una sede tan ilustre!

Y viendo que el rey hablaba en serio, añadió con gravedad:

—Señor, si así fuese, quiero que sepáis que el favor con que me honráis ahora se habría de trocar pronto en un odio implacable; porque, tratándose de cosas eclesiásticas, tenéis exigencias que yo no podría tolerar.

No comprendiendo el alcance de estas palabras, el rey mantuvo su decisión, y Tomás acabó por ceder a sus instancias, apoyadas por el legado pontificio.

Desde este momento, el clérigo triunfó del canciller, y las inclinaciones del asceta, escondidas hasta ahora en el santuario de la vida íntima, aparecieron al exterior con toda su rigidez. Fue una transformación como la que se obró siglos adelante en la existencia de Carlos Borromeo. La fisonomía del arzobispo de Milán tiene muchos puntos de contacto con la del arzobispo de Cantorbery. Aquellas maneras guerreras y fastuosas desaparecieron completamente; el hombre de Estado quedó convertido en hombre de Iglesia, con largas lecturas espirituales, ásperos cilicios, disciplinas, coro, pobreza y demás rigores monacales observados entonces en el cabildo de la iglesia cantuariense. A esto juntaba la administración de la justicia y el cuidado de los bienes territoriales de la diócesis, que hacían de él el primer lord del reino. Su nueva vida le permitió reflexionar mejor sobre los peligros del absolutismo que intentaba imponer el rey, que hería de un mismo golpe los derechos de la Iglesia y las libertades tradicionales de la nación.

El choque previsto por el canciller desde el momento de su elección se produjo irremediablemente. Un día anunció el rey a los príncipes del país que en adelante el fisco real se reservaba una contribución que antes pertenecía a los señoríos civiles y eclesiásticos. La asamblea, estupefacta, guardaba silencio, cuando el primado tomó la palabra en nombre de todos, diciendo:

—Señor rey: vuestra alteza no puede apropiarse ese dinero.
—¡Por los ojos de Dios!—repuso el rey, encolerizado—, mi fisco exigirá este censo.
—Por el mismo juramento—replicó Becket con serena majestad—, juro que ninguno de los terratenientes de mis iglesias entregará una sola moneda a vuestro fisco.

El rey no respondió, pero todos comprendieron que estaban rotas las hostilidades. Poco después hubo un nuevo encuentro con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. Tratábase de exigir que todo clérigo culpable fuese remitido al tribunal del rey para sufrir su pena. El episcopado en masa se opone, alegando que aquello era contrario a todos los usos de Inglaterra. Enrique cambia de táctica y se contenta con pedir a los obispos que acepten las viejas costumbres. Descubriendo el lazo, Tomás se conforma con las viejas costumbres, pero «salvo el derecho de la Iglesia». Enrique comprende que ha sido burlado; pero, hábil en recursos, trabaja para dividir al episcopado, negocia en Roma, y logra una carta en que se invita al arzobispo a ceder en bien de la paz. Tomás acepta la fórmula real, pero «dejando a salvo la buena fe». El rey se declara satisfecho, y el 30 de enero de 1164, en la asamblea de Clarendon, redacta en dieciséis artículos las viejas costumbres, y exige su aceptación. Tomás promete verbalmente su observancia, pero no tarda en darse cuenta del sentido regalista que inspiraba aquella legislación. Entonces, pesaroso de haber claudicado momentáneamente, pronuncia contra sí mismo una suspensión a divinis, se abstiene de todo ministerio eclesiástico, hace las más duras penitencias y escribe al Papa implorando su perdón. Alejandro, en una respuesta paternal, le consuela, recordándole que en toda obra lo que importa es la intención. La suya ha sido buena y no tiene por qué atormentarse de aquella manera.

Entre tanto, el rey estaba furioso. Tomás es arrastrado delante de un tribunal de caballeros y condenado a prisión perpetua; pero logra evadirse entre las aclamaciones de la muchedumbre y los vituperios de los cortesanos. A un magnate que le llama traidor, responde con estas palabras:

—Si no tuviese este orden sagrado, os diría en el campo quién soy.

En Francia, Luis VII le recibe con veneración. El Plantagenet le reprocha su generosa hospitalidad «con un ex arzobispo».

—¿Un ex arzobispo?—responde el rey francés—. ¿Quién, pues, le ha depuesto? También yo soy rey, pero no puedo deponer al menor clérigo de mi reino. La política brutal de Enrique va más lejos. Amenaza a Alejandro III con ponerse bajo la obediencia de un antipapa que acababa de crear el emperador alemán Federico Barbarroja. La situación es difícil en Roma. Nombrado legado pontificio y habiendo vuelto, con ese motivo, a Inglaterra, Tomas Becket se dispone a excomulgar a Enrique, pero en la corte pontificia le detienen. Con grosera insolencia, Enrique se jacta de haber triunfado, de tener al Papa en el puño, y de haber comprado a los cardenales, y exige a Tomás que se someta a las «viejas costumbres» sin reserva alguna. «Nuestros padres—responde el arzobispo—murieron por no querer callar el nombre de Cristo, y yo tampoco suprimiré el honor de Dios.»

El día de Navidad de 1170, estando en su castillo de Bur, Enrique II, arrebatado por una de aquellas cóleras que tan bien conocían sus cortesanos, exclamó súbitamente:

—¡Cobardes, follones!
—¿Qué pasa señor? Decidnos en qué puede serviros nuestra espada.
—¡Cómo!—replicó el rey—. ¿No veis a ese clérigo? Vino a mi corte sin un perro chico, comió mi pan y se rebeló contra mí. ¿Y no habrá nadie que me libre de él? Estas palabras eran una evidente provocación al asesinato, y así lo comprendieron unos caballeros que había entonces en el castillo. Dispuestos a ejecutar aquella orden disfrazada, empezaron a tomar toda suerte de precauciones. Dos días después, Cantorbery amanecía rodeado de hombres de armas. Gentes sospechosas vagaban en torno al monasterio de San Agustín, junto al cual el arzobispo tenía sus habitaciones. Tomás comprendió que sus días estaban contados. En la noche del 28 al 29, después de rezar maitines, abrió la ventana y permaneció largo tiempo silencioso. Luego, dirigiéndose bruscamente a los que le asistían, interrogó:
—¿Podríamos llegar al puerto de Sandwich antes de amanecer?
—Ciertamente—respondieron.

Pero el arzobispo murmuró, mirando otra vez al Cielo:

—Que se haga la voluntad de Dios y en la Iglesia que Él me ha dado.

Al día siguiente, Tomás bajó al refectorio, como de ordinario. Terminada la comida, se retiró a su habitación con algunos monjes, entre los cuales estaba Juan de Salisbury, y allí conferenció algún tiempo con ellos, sentado sobre la cama, que, más que para descansar, le servía para decorar la sala. A eso de las tres de la tarde la puerta se abrió y entraron cuatro caballeros, que se sentaron frente al primado sin decir palabra. Al fin, uno rompió el silencio saludando con el saludo que se dirigía a las gentes de humilde condición:

—Dios te ayude.
— Un vivo rubor coloreó el rostro de Tomás, pero se contuvo. Después, uno de los cuatro le intimó las voluntades del rey.
—No puedo—contestó Tomás, y añadió—: Todo el que ofenda a la Iglesia de Dios, me encontrará en su camino.

Los caballeros abandonaron la habitación, pero una hora más tarde sus hombres llenaban el claustro. Era el momento en que tocaban a vísperas. Serenamente, el arzobispo se dirigió a la iglesia con algunos familiares.

—¿Dónde está el traidor?—gritó una voz en el sagrado recinto.

Nadie contestó.

—¿Dónde está el arzobispo?—dijeron a una los asesinos.

—El arzobispo está aquí—respondió Tomás—; el traidor, no.

Uno de los cuatro, asiendo su capa, intentó sacarle del templo; pero el arzobispo se agarró fuertemente a una columna, diciendo:

—¡Truhán, termina aquí mismo tu crimen!

Fulguró una espada en la penumbra invernal, viniendo a dar en la cabeza del mártir. Después un hacha cae en el mismo sitio. Tomás sigue en pie, rezando. Un tercer golpe le arroja en tierra. La corona episcopal, la parte superior de la cabeza está casi desprendida del resto del cráneo; pero la santa víctima recoge el último aliento para decir de rodillas ante el altar de San Benito:

—Muero por el nombre de Jesús y la defensa de su Iglesia.

Tomás, muerto, consiguió el triunfo de la causa por la cual había luchado toda su vida. El rey, sobrecogido de espanto, en encerró en su palacio sin hablar con nadie durante varios días. La Constitución de Claredon fue anulada, se restablecieron los viejos privilegios, se reconoció la justicia de las reclamaciones del muerto, y mientras en Roma se canonizaba al defensor de las libertades eclesiásticas, vióse en Cantorbery a Enrique Plantagenet arrodillarse, como peregrino y penitente, ante la tumba de su antiguo canciller, y, despojado de las insignias de la nobleza, someterse a la vergüenza de la flagelación en presencia de los obispos, los abades y los monjes.