viernes, 31 de octubre de 2014
Lecturas
Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos que residen en Filipos, con sus obispos y diáconos.
Os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Doy gracias a mi Dios cada vez que os menciono; siempre que rezo por todos vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido oradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy.
Ésta es mi convicción: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús. Esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo dentro, porque, tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís la gracia que me ha tocado.
Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús. Y ésta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios.
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y, dirigiéndose a los maestros de la Ley y fariseos, preguntó:
-«¿Es lícito curar los sábados, o no?»
Ellos se quedaron callados.
Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo:
-«Si a uno de vosotros se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?»
Y se quedaron sin respuesta.
Palabra del Señor.
San Wolfgango de Ratisbona
Nacido de una noble familia de Suabia, fue durante la primera parte de su vida un apasionado de las letras. A los siete años le ponen a estudiar la gramática; a los doce empieza a frecuentar la escuela de Reichenau, famosa por sus escribas, por sus pintores y por sus gramáticos. Sus condiscípulos se ríen de lo poco eufónico de su nombre y aun de su significado; Wolfango, o, mejor, Wolfgango, quiere decir: andar de lobo. Él solía traducirlo al latín, y se llamaba Lupámbulo, y así, en el estante de su librería, estaba escrita esta frase: «Esta sala construyó Lupámbulo, el monje.» «No se llamó así—advierte Otión el gramático, su biógrafo—por ninguna condición ignominiosa que hubiese en él, sino porque era un nombre muy usado en su familia; además, es bien claro que el nombre no justifica ni condena a nadie.»
Sea como quiera, el joven suabio dejaba decir y se entregaba con toda su alma al estudio de los clásicos; supo que en la catedral de Wurzburg había entonces una escuela famosa, y allí se dirigió con su amigo y condiscípulo Enrique de Babemberg. Esteban de Novara, jefe de los estudios, era un maestro pedante y muy pagado de su saber. Recibió a los dos jóvenes muy satisfecho de ver que venían de lejos por el prestigio de su fama, pero no tardó en percatarse de que el nuevo discípulo podía ser un rival temible. Y sucedió un día que Esteban se hizo un lío explicando un pasaje del libro que servía de texto en las escuelas medievales, Las bodas de Mercurio y la filosofía de Marciano Cápela. Los estudiantes, que no habían entendido nada, pidieron a Wolfango que les explicase lo que el maestro no había sabido explicar; él lo hizo sencillamente, y al día siguiente fue arrojado de la escuela. Al poco tiempo, su amigo Enrique, nombrado arzobispo de Tréveris, le encomendaba la dirección de las escuelas de su catedral (956). Durante ocho años fue un maestro, un escolástico, como entonces se decía, grave y austero. Nunca exigió paga alguna ni admitió regalos, pero era exigente tratándose de estudios y disciplina. Explicaba los poemas de Virgilio y las historias de Tácito, pero se proponía, ante todo, formar buenos clérigos.
Y he aquí que muere su amigo, que era el único lazo que le ataba al mundo; San Bruno el Grande le llama a continuar sus lecciones en Colonia; pero él abandona sus títulos y sus bienes, y a la edad de cuarenta años viste el hábito benedictino en Einsiedein. En aquella confusión general que acongojaba a la cristiandad al desmoronarse la obra de Carlomagno, la Orden monástica había caído en la mayor postración. Parecía agotado todo vigor espiritual, era difícil encontrar el texto mismo de la Regla benedictina, y había que recorrer muchas leguas—dice un escritor de aquel tiempo—para dar con un monje observante. Desde la primera mitad del siglo X empiezan a formarse algunos focos de restauración; Cluny lanza a Borgoña el grito de reforma, y sus ecos resuenan con entusiasmo en la abadía suiza de Einsiedein, ilustre aún en nuestros días. Wolfango ha oído aquella voz; es como una réplica de la que algún tiempo antes resonaba en el fondo de su alma. Reforma, reforma: ésa era su obsesión desde que dirigía las escuelas de Tréveris. Ha comprendido que si el mundo necesita lecciones, tiene aún mucha más necesidad de acción. Se da cuenta de la verdadera situación de la sociedad germánica, a que pertenece. Ha sido bautizada, pero no es cristiana todavía. Ha entrado sinceramente, ardientemente, en la sociedad cristiana, que la ha recibido con ternura maternal. Aquellos hombres semibárbaros respiraban con gratitud la atmósfera del cristianismo; saboreaban las certidumbres, las esperanzas y los consuelos de la religión; la majestad de la Iglesia les subyugaba, y la grandeza moral de sus obispos les llenaba de admiración. Como las fieras de sus bosques, ellos caían también amansados en presencia de aquellos ancianos semidivinos que los introducían en el santuario y desplegaban a sus ojos la magnificencia de un culto que hablaba a su corazón, a la vez que a su imaginación y a su inteligencia. No obstante, quedaba aún por hacer otra conversión más profunda; el paganismo seguía enroscado en aquellos corazones, llenos aún de las taras hereditarias de la barbarie. La moral evangélica no entraba en ellos sino levantando las protestas enconadas del vicio y del error.
Wolfango vio con claridad su misión: profundizar en las almas de sus compatriotas, cultivarlas pacientemente, purificarlas. En aquel mismo ambiente, Bruno de Colonia nos ofrece el tipo del obispo que es a la vez un gran político; Bernardo de Hildesheim se nos presenta como un renovador de cultura, como un civilizador; él será, ante todo, un misionero, un reformador. Seis años había vivido en el monasterio enseñando, practicando rigurosamente la regla y empapándose en aquella atmósfera de renovación moral, cuando en su afán de hallar un campo más vasto a su actividad, se dirige a predicar el Evangelio a los húngaros, aquellos hombres feroces que unos años antes habían aparecido en el centro de Europa sembrando el espanto y la ruina. Llevábanle a esta empresa sueños misteriosos, que no eran más que un eco de su voz interior. Pero la mano de Dios le guiaba. Cuando estaba más embebido en su misión, recibe la noticia de que le han nombrado obispo de Ratisbona, También su diócesis es tierra de misioneros; toda la Bohemia está sometida a su jurisdicción. Es un campo inmenso lleno de mies, que le inquieta y le alegra al mismo tiempo. Pero antes de conquistar es preciso reformar. Empieza por los monjes. La disciplina de Einsiedein pasa a Ratisbona y desde allí se extiende por toda Baviera. Los monasterios se convierten en cuarteles generales de apostolado. De ellos salen los evangelizadores de Checoeslovaquia y sus primeros obispos. Wolfango ha querido dividir su diócesis, creando el obispado de Praga. Muchos se lo critican. «De todas partes os alaban—le dicen—; pero es un absurdo perder así vuestra jurisdicción en un gran territorio. Hay que condimentar la locura evangélica con la sal de la sabiduría.» «No me importa que me llamen loco—responde él—; ya decía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.»
La reforma continúa con el clero regular. Es preciso, ante todo, formar la conciencia con respecto a la ley del celibato y en ella insiste el obispo sin cesar. «Muchos—solía decir el obispo—viven en un error tan grande, que creen poder borrar sus crímenes con la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo»; y les recordaba las palabras del profeta: «Mi amado ha obrado mal en mi casa; ¿acaso podrán limpiarle las carnes santificadas?» Proveía a las parroquias de misales, vestimentas y vasos sagrados, .y habiendo sabido que algunos sacerdotes celebraban con agua por carecer de vino, lo lamentó y encargó a doce de sus criados que recorriesen constantemente la tierra para socorrer todas las necesidades. Él iba también con frecuencia de pueblo en pueblo, visitando las parroquias, confirmando y predicando. Las gentes le seguían ansiosas de recoger su doctrina, en la cual se mezclaba sabiamente la dulzura con la severidad.
Monje ante todo, aborrece toda ostentación, y en cuanto le es posible sigue las costumbres aprendidas en el monasterio. También él construye fortalezas para defender a sus gentes de sorpresas militares, pero no es el tipo del obispo cortesano y gran señor. Los que no pueden comprender la sublimidad de aquella sencillez, se la critican acerbamente y le desprecian. Un caballero decía: «¿Acaso no hay en el reino ilustres personajes, para que ese emperador imbécil nos mande a este monje andrajoso?» Tal vez estas palabras nos revelan el gesto amargo de la nobleza ante la conducta del obispo. Sus amigos no eran los señores de la tierra, sino los pobres. Las arcas episcopales, las bodegas y los graneros estaban siempre abiertos a todas las necesidades. Donde quiera que iba, siempre tenía a su lado una escolta de mendigos, a los cuales solía llamar sus hermanos y señores. Le acompañaban en la comida, en la lectura, en la oración y en los viajes; a cualquier hora tenían libre acceso en el palacio y sitio para hospedarse en él. Cuenta su biógrafo que una noche uno de estos hombres que le hacían compañía cortó una parte de la cortina que pendía delante de su lecho, y huyó; pero apresado por uno de los camareros, fue llevado a presencia del obispo para recibir el castigo conveniente. Él, lejos de irritarse, arguyó que mayor culpa tenían los encargados de guardar el dormitorio, y volviéndose luego a aquel desgraciado, le dijo:
—¿Cómo te has atrevido a hacer eso delante de mí?
—Señor—respondió el mendigo, temblando—, yo sabía que sois bueno, y ya veis la necesidad que tengo de un poco de lienzo para cubrirme.
—¿Veis?—dijo Wolfango, dirigiéndose a sus servidores—. La culpa es vuestra; si este hombre estuviese bien vestido, nunca se le hubiera ocurrido robar. Vestidle pronto, y si después viene cortando las cortinas, podremos pensar en castigarle.
Así fue la vida de este hombre admirable, y digna de ella fue también la muerte. Sorprendióle cumpliendo su deber, recorriendo la tierra encomendada a sus cuidados. Sintió la fiebre en el camino, mas no quiso suspender el viaje. Después, viendo que se moría, mandó que le llevasen a una ermita y le colocasen delante del altar. Allí hizo confesión de sus pecados y recibió el Viático. El pueblo se agolpaba en torno suyo, llorando y rezando. Quiso desalojar la ermita uno que le acompañaba, pero él no lo consintió.
—Cerrad las puertas—dijo—, pero que entre todo el que quiera. Soy mortal, como todos, y no debemos avergonzarnos más que de las malas obras. Dejadles que vean en mi muerte lo que en la suya deben temer y evitar.
Estas fueron sus últimas palabras. Después cerró los ojos y se durmió en paz.
Había sido un gran reformador. Durante veinte años había lanzado la semilla infatigablemente. Él no vería el fruto, pero, recogido por Hildebrando, su programa traería días de gloria para la cristiandad.
Sea como quiera, el joven suabio dejaba decir y se entregaba con toda su alma al estudio de los clásicos; supo que en la catedral de Wurzburg había entonces una escuela famosa, y allí se dirigió con su amigo y condiscípulo Enrique de Babemberg. Esteban de Novara, jefe de los estudios, era un maestro pedante y muy pagado de su saber. Recibió a los dos jóvenes muy satisfecho de ver que venían de lejos por el prestigio de su fama, pero no tardó en percatarse de que el nuevo discípulo podía ser un rival temible. Y sucedió un día que Esteban se hizo un lío explicando un pasaje del libro que servía de texto en las escuelas medievales, Las bodas de Mercurio y la filosofía de Marciano Cápela. Los estudiantes, que no habían entendido nada, pidieron a Wolfango que les explicase lo que el maestro no había sabido explicar; él lo hizo sencillamente, y al día siguiente fue arrojado de la escuela. Al poco tiempo, su amigo Enrique, nombrado arzobispo de Tréveris, le encomendaba la dirección de las escuelas de su catedral (956). Durante ocho años fue un maestro, un escolástico, como entonces se decía, grave y austero. Nunca exigió paga alguna ni admitió regalos, pero era exigente tratándose de estudios y disciplina. Explicaba los poemas de Virgilio y las historias de Tácito, pero se proponía, ante todo, formar buenos clérigos.
Y he aquí que muere su amigo, que era el único lazo que le ataba al mundo; San Bruno el Grande le llama a continuar sus lecciones en Colonia; pero él abandona sus títulos y sus bienes, y a la edad de cuarenta años viste el hábito benedictino en Einsiedein. En aquella confusión general que acongojaba a la cristiandad al desmoronarse la obra de Carlomagno, la Orden monástica había caído en la mayor postración. Parecía agotado todo vigor espiritual, era difícil encontrar el texto mismo de la Regla benedictina, y había que recorrer muchas leguas—dice un escritor de aquel tiempo—para dar con un monje observante. Desde la primera mitad del siglo X empiezan a formarse algunos focos de restauración; Cluny lanza a Borgoña el grito de reforma, y sus ecos resuenan con entusiasmo en la abadía suiza de Einsiedein, ilustre aún en nuestros días. Wolfango ha oído aquella voz; es como una réplica de la que algún tiempo antes resonaba en el fondo de su alma. Reforma, reforma: ésa era su obsesión desde que dirigía las escuelas de Tréveris. Ha comprendido que si el mundo necesita lecciones, tiene aún mucha más necesidad de acción. Se da cuenta de la verdadera situación de la sociedad germánica, a que pertenece. Ha sido bautizada, pero no es cristiana todavía. Ha entrado sinceramente, ardientemente, en la sociedad cristiana, que la ha recibido con ternura maternal. Aquellos hombres semibárbaros respiraban con gratitud la atmósfera del cristianismo; saboreaban las certidumbres, las esperanzas y los consuelos de la religión; la majestad de la Iglesia les subyugaba, y la grandeza moral de sus obispos les llenaba de admiración. Como las fieras de sus bosques, ellos caían también amansados en presencia de aquellos ancianos semidivinos que los introducían en el santuario y desplegaban a sus ojos la magnificencia de un culto que hablaba a su corazón, a la vez que a su imaginación y a su inteligencia. No obstante, quedaba aún por hacer otra conversión más profunda; el paganismo seguía enroscado en aquellos corazones, llenos aún de las taras hereditarias de la barbarie. La moral evangélica no entraba en ellos sino levantando las protestas enconadas del vicio y del error.
Wolfango vio con claridad su misión: profundizar en las almas de sus compatriotas, cultivarlas pacientemente, purificarlas. En aquel mismo ambiente, Bruno de Colonia nos ofrece el tipo del obispo que es a la vez un gran político; Bernardo de Hildesheim se nos presenta como un renovador de cultura, como un civilizador; él será, ante todo, un misionero, un reformador. Seis años había vivido en el monasterio enseñando, practicando rigurosamente la regla y empapándose en aquella atmósfera de renovación moral, cuando en su afán de hallar un campo más vasto a su actividad, se dirige a predicar el Evangelio a los húngaros, aquellos hombres feroces que unos años antes habían aparecido en el centro de Europa sembrando el espanto y la ruina. Llevábanle a esta empresa sueños misteriosos, que no eran más que un eco de su voz interior. Pero la mano de Dios le guiaba. Cuando estaba más embebido en su misión, recibe la noticia de que le han nombrado obispo de Ratisbona, También su diócesis es tierra de misioneros; toda la Bohemia está sometida a su jurisdicción. Es un campo inmenso lleno de mies, que le inquieta y le alegra al mismo tiempo. Pero antes de conquistar es preciso reformar. Empieza por los monjes. La disciplina de Einsiedein pasa a Ratisbona y desde allí se extiende por toda Baviera. Los monasterios se convierten en cuarteles generales de apostolado. De ellos salen los evangelizadores de Checoeslovaquia y sus primeros obispos. Wolfango ha querido dividir su diócesis, creando el obispado de Praga. Muchos se lo critican. «De todas partes os alaban—le dicen—; pero es un absurdo perder así vuestra jurisdicción en un gran territorio. Hay que condimentar la locura evangélica con la sal de la sabiduría.» «No me importa que me llamen loco—responde él—; ya decía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.»
La reforma continúa con el clero regular. Es preciso, ante todo, formar la conciencia con respecto a la ley del celibato y en ella insiste el obispo sin cesar. «Muchos—solía decir el obispo—viven en un error tan grande, que creen poder borrar sus crímenes con la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo»; y les recordaba las palabras del profeta: «Mi amado ha obrado mal en mi casa; ¿acaso podrán limpiarle las carnes santificadas?» Proveía a las parroquias de misales, vestimentas y vasos sagrados, .y habiendo sabido que algunos sacerdotes celebraban con agua por carecer de vino, lo lamentó y encargó a doce de sus criados que recorriesen constantemente la tierra para socorrer todas las necesidades. Él iba también con frecuencia de pueblo en pueblo, visitando las parroquias, confirmando y predicando. Las gentes le seguían ansiosas de recoger su doctrina, en la cual se mezclaba sabiamente la dulzura con la severidad.
Monje ante todo, aborrece toda ostentación, y en cuanto le es posible sigue las costumbres aprendidas en el monasterio. También él construye fortalezas para defender a sus gentes de sorpresas militares, pero no es el tipo del obispo cortesano y gran señor. Los que no pueden comprender la sublimidad de aquella sencillez, se la critican acerbamente y le desprecian. Un caballero decía: «¿Acaso no hay en el reino ilustres personajes, para que ese emperador imbécil nos mande a este monje andrajoso?» Tal vez estas palabras nos revelan el gesto amargo de la nobleza ante la conducta del obispo. Sus amigos no eran los señores de la tierra, sino los pobres. Las arcas episcopales, las bodegas y los graneros estaban siempre abiertos a todas las necesidades. Donde quiera que iba, siempre tenía a su lado una escolta de mendigos, a los cuales solía llamar sus hermanos y señores. Le acompañaban en la comida, en la lectura, en la oración y en los viajes; a cualquier hora tenían libre acceso en el palacio y sitio para hospedarse en él. Cuenta su biógrafo que una noche uno de estos hombres que le hacían compañía cortó una parte de la cortina que pendía delante de su lecho, y huyó; pero apresado por uno de los camareros, fue llevado a presencia del obispo para recibir el castigo conveniente. Él, lejos de irritarse, arguyó que mayor culpa tenían los encargados de guardar el dormitorio, y volviéndose luego a aquel desgraciado, le dijo:
—¿Cómo te has atrevido a hacer eso delante de mí?
—Señor—respondió el mendigo, temblando—, yo sabía que sois bueno, y ya veis la necesidad que tengo de un poco de lienzo para cubrirme.
—¿Veis?—dijo Wolfango, dirigiéndose a sus servidores—. La culpa es vuestra; si este hombre estuviese bien vestido, nunca se le hubiera ocurrido robar. Vestidle pronto, y si después viene cortando las cortinas, podremos pensar en castigarle.
Así fue la vida de este hombre admirable, y digna de ella fue también la muerte. Sorprendióle cumpliendo su deber, recorriendo la tierra encomendada a sus cuidados. Sintió la fiebre en el camino, mas no quiso suspender el viaje. Después, viendo que se moría, mandó que le llevasen a una ermita y le colocasen delante del altar. Allí hizo confesión de sus pecados y recibió el Viático. El pueblo se agolpaba en torno suyo, llorando y rezando. Quiso desalojar la ermita uno que le acompañaba, pero él no lo consintió.
—Cerrad las puertas—dijo—, pero que entre todo el que quiera. Soy mortal, como todos, y no debemos avergonzarnos más que de las malas obras. Dejadles que vean en mi muerte lo que en la suya deben temer y evitar.
Estas fueron sus últimas palabras. Después cerró los ojos y se durmió en paz.
Había sido un gran reformador. Durante veinte años había lanzado la semilla infatigablemente. Él no vería el fruto, pero, recogido por Hildebrando, su programa traería días de gloria para la cristiandad.
jueves, 30 de octubre de 2014
Lecturas
Hermanos:
Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas que Dios os da, para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, autoridades y poderes que dominan este mundo de tinieblas, contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal.
Por eso, tomad las armas de Dios, para poder resistir en el día fatal y, después de actuar a fondo, mantener las posiciones. Estad firmes, repito: abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia; bien calzados para estar dispuestos a anunciar el Evangelio de la paz. Y, por supuesto, tened embrazado el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del malo. Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios, insistiendo y pidiendo en la oración.
Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todos los santos. Pedid también por mí, para que Dios abra mi boca y me conceda palabras que anuncien sin temor el misterio contenido en el Evangelio, del que soy embajador en cadenas. Pedid que tenga valor para hablar de él como debo.
En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: -«Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.» Él contestó:
-«ld a decirle a ese zorro: “Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término.”
Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido.
Vuestra casa se os quedará vacía.
Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: “Bendito el que viene en nombre del Señor.” »
Palabra del Señor.
Beato Alejandro Zaryckyj
Martirologio Romano: En la localidad de Dolinka, cerca de Karaganda, en el Kazajstan, beato Alejo Zaryckyj, presbítero y mártir, que en un régimen contrario a Dios fue deportado a un campo de concentración, y en el combate por la fe alcanzó la vida eterna. (1912-1963).
Sacerdote de la archieparquía de Lvov de los ucranios (1912-1963). Mártir
Nació el 17 de octubre de 1912 en Bilche (región de Lvov).
Recibió la ordenación sacerdotal en la archieparquía de Lvov el 7 de junio de 1936.Fue párroco en Strutyn y en Zarvanytsia.
El año 1948 las autoridades lo detuvieron en Riasna Ruska (Lvov), ciudad adonde se había trasladado durante la segunda guerra mundial. Lo condenaron a ocho años de exilio en Karaganda (Kazajstán).
Excarcelado el 10 de abril de 1956 gracias a una amnistía general, volvió primero a Halychyna y después a Karaganda, con el propósito de organizar las comunidades católicas clandestinas.
El 9 de mayo de 1962 lo arrestaron de nuevo y lo condenaron por "vagabundo" a dos años de cárcel. Tenía 51 años cuando murió en el hospital del campo de concentración de Dolinka, el 30 de octubre de 1963.
Fue beatificado por Juan Pablo II en el año 2001
Sacerdote de la archieparquía de Lvov de los ucranios (1912-1963). Mártir
Nació el 17 de octubre de 1912 en Bilche (región de Lvov).
Recibió la ordenación sacerdotal en la archieparquía de Lvov el 7 de junio de 1936.Fue párroco en Strutyn y en Zarvanytsia.
El año 1948 las autoridades lo detuvieron en Riasna Ruska (Lvov), ciudad adonde se había trasladado durante la segunda guerra mundial. Lo condenaron a ocho años de exilio en Karaganda (Kazajstán).
Excarcelado el 10 de abril de 1956 gracias a una amnistía general, volvió primero a Halychyna y después a Karaganda, con el propósito de organizar las comunidades católicas clandestinas.
El 9 de mayo de 1962 lo arrestaron de nuevo y lo condenaron por "vagabundo" a dos años de cárcel. Tenía 51 años cuando murió en el hospital del campo de concentración de Dolinka, el 30 de octubre de 1963.
Fue beatificado por Juan Pablo II en el año 2001
miércoles, 29 de octubre de 2014
Lecturas
Hijos, obedeced a vuestros padres como el Señor quiere, porque eso es justo. «Honra a tu padre y a tu madre» es el primer mandamiento al que se añade una promesa: «Te irá bien y vivirás largo tiempo en la tierra. » Padres, vosotros no exasperéis a vuestros hijos; criadlos educándolos y corrigiéndolos como haría el Señor.
Esclavos, obedeced a vuestros amos según la carne con temor y temblor, de todo corazón, como a Cristo.
No por las apariencias, para quedar bien, sino como esclavos de Cristo que hacen lo que Dios quiere; con toda el alma, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a hombres. Sabed que lo que uno haga de bueno, sea esclavo o libre se lo pagará el Señor.
Amos, correspondedles dejándoos de amenazas; sabéis que ellos y vosotros tenéis un amo en el cielo y que ése no es parcial con nadie.
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: -«Señor, ¿serán pocos los que se salven?»
Jesús les dijo: -«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; y él os replicará: “No sé quiénes sois.”
Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. “
Pero él os replicará: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.”
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»
Palabra del Señor.
San Abraham Kidunaia de Edesa
La vida eremítica de San Abrahán, émulo de Sabas y Pafnucio, de Macario y Antonio, empezó con un suceso ruidoso. Mancebo ilustre y rico, celebraba sus bodas con una de las muchachas más hermosas y hacendadas de su tierra. Siete días duraron los regocijos: danzas, músicas, perfumes y banquetes. Llegó el momento en que los dos jóvenes fueron introducidos por expertas manos en la habitación donde les aguardaba el tálamo, cubierto de sedas y de rosas, iluminado y enjoyado. Abrahán dejaba hacer. Su esposa le cogió del brazo y le llevó hasta el lecho. Allí se sentaron ambos. Hubo un silencio agónico. De repente, él se levanta, tira los anillos y las cadenas de oro y exclama:
—Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma.
Aquella fuga nocturna e inesperada dio mucho que hablar en las villas y ciudades de la Misia, hasta la región limítrofe del Helesponto. Buscaron al fugitivo, y dos semanas más tarde se le encontró en una choza que había no lejos de su pueblo natal. El novio estaba transformado en un penitente; una piel de cabra había reemplazado a las sedas; al cinturón de oro, un ceñidor de cuero, y a la mesa regalada, pan duro y hierbas crudas.
A los diez años de vida solitaria, el obispo de Lampsaco le ordenó de sacerdote y le envió a convertir a un pueblo pagano que había en aquellas cercanías. Como primera providencia, levantó una hermosa basílica, adornada de pinturas y de iconos, de lámparas y mosaicos. Después, entrando en el templo de los ídolos, echó abajo las estatuas, desmenuzó los altares y destruyó los trípodes de los oráculos y los vasos de las libaciones. Como era de esperar, los habitantes se arrojaron sobre él, le molieron a golpes y le arrojaron del pueblo. Al día siguiente apareció de nuevo en la iglesia que acaba de construir, y habiendo encontrado en ella una gran multitud de paganos, atraídos por la belleza y ornamentación del edificio, empezó a predicarles la doctrina del Evangelio y a hablarles de la vanidad de los dioses del Olimpo. En vez de escucharle, aquellos hombres se arrojaron sobre él armados de bastones, le ataron una soga a los pies y así le arrastraron hasta una colina cercana, donde, después de lapidarle, le dieron por muerto. Nuevamente volvió a entrar, y otra vez le echaron de nuevo. Pero él no se cansaba de volver palabras dulces y graciosas en pago de las injurias y los golpes. Trataba a los ancianos como un hijo, a los jóvenes como un hermano, a los niños como un padre. Tanta mansedumbre hizo al fin su fruto. El principal personaje de la villa se puso de su parte. «¿No os sorprende—decía a sus companeros—la paciencia y la caridad de ese hombre? Si el Dios vivo no estuviese con él, según sus palabras, y el reino y el paraíso, y la pena y el galardón que predica no fuesen verdaderos, de ninguna manera sufriría estas cosas por nosotros.»
Persuadidos por estas razones, los habitantes de la villa se presentaron en masa a su párroco, pidiéndole que les hiciese cristianos. Él los instruyó, y administró el bautismo a un millar de personas. Pero una mañana los nuevos neófitos, al entrar en la iglesia, se dieron cuenta de que su párroco había desaparecido. Buscáronle por toda la tierra, y al fin le encontraron en la choza que ya antes le había servido de morada. Cumplida su misión, quería renovar los divinos deleites de su vida anacoreta. Tapió la puerta para quitarse toda esperanza de salir, y allí se entregó a las más increíbles penitencias. Llevaba el peso de cada día como si aquél hubiera de ser el último de su vida. Jamás se le vio reír; jamás tocó el aceite su cuerpo, ni el agua su rostro. Su única posesión era un plato de madera donde recibía lo que le traían de comer y una túnica de pieles que le sirvió hasta su muerte. Tenía una naturaleza robusta, capaz de resistir todas las maceraciones, un color rosado en el rostro, que no se ajaba con los ayunos ni con las vigilias, y una serenidad, un buen hurtíor, que no perdía a pesar de todas las impertinencias con que el demonio trataba de molestarle.
Los emisarios del infierno hacían el ridículo cuando se acercaban a su celda. Rezando una vez, a medianoche, el solitario oyó esta voz que entraba por el ventanillo:
—Eres un hombre admirable, señor Abrahán; en toda la tierra no hay otro como tú.
El interpelado respondió, sin volver la cabeza:
—Calla, maldito; bien sé yo que soy un pecador, pero no me importan tus ardides.
Otro día tomaba Abrahán su colación diaria, cuando se presentó delante de él un joven que se empeñaba en volverle el plato al revés. Abrahán sujetó el plato con ambas manos y siguió comiendo sin decir una sola palabra. Entonces el recién venido encendió una linterna y sobre un atril improvisado empezó a cantar salmos hasta desgañitarse.
—Bienaventurados—decía—los que no tienen mancha en su camino.
Cuando terminó de comer Abrahán, se levantó, hizo la señal de la cruz, y, encarándose con el salmista, le dijo:
—Perro inmundo, necio y cobarde, si sabes que los puros son bienaventurados, ¿por qué les molestas?
—Precisamente por eso—respondió el joven.
—No te jactes, miserable—replicó el anacoreta—; si cae alguno de los que tú tientas, no es por tu ingenio, ni por tu fortaleza, ni por tu valentía. Basta una oración, un gesto, para que te desvanezcas como el humo delante del viento.
Un día, sin embargo, los espíritus infernales debieron de estallar en sonoras carcajadas junto a la celda del solitario. He aquí por qué. Tenía Abrahán una sobrina, llamada María, a quien había recogido a su lado desde la más tierna edad. Para ella hizo construir una celda que se comunicaba con la suya por medio de un ventanillo. A través de aquel ventanillo la adoctrinaba en la vida espiritual, la ensenaba a leer y cantar salmos y la dirigía en los más altos caminos del espíritu. María era piadosa, dócil, amiga de la penitencia y obediente a su director. Bastaba una señal para que se despertase en medio de la noche y se entregase alegremente a los ejercicios de la oración. Pero, una vez, el viejo llamó inútilmente.
—Dejémosla dormir—dijo en su interior—; tal vez esté algo enferma.
Amaneció, y volvió a llamar, y Uamó de nuevo al salir el sol.
—Despierta, hija mía. ¿Cómo tienes tanta pereza? Por primera vez, desde que viniste, has dejado de rezar los maitines.
Como nadie le contestaba, Abrahán abrió el ventanillo, y viendo vacía la habitación cercana, empezó a sospechar una triste historia.
—¡Ay de mí!—decía, sollozando—. El lobo se ha llevado la corderilla; la hija mía ha sido arrastrada hacia la cautividad. Tráemela, oh Cristo, Salvador del mundo, vuélvela a su redil para que mi vejez no baje al sepulcro anegada en llanto.
Era verdad lo que el solitario sospechaba. Había en aquella región un falso monje que iba con frecuencia a hablar de sus revelaciones con el santo viejo; pero, después de engañar al tío, se dirigía al ventanillo opuesto para engañar a la sobrina. La sedujo, se la llevó y luego la abandonó. Rodando, rodando, fue a parar la pobre muchacha en un mesón de la ciudad de Assu, en la Troade, donde vivía prostituyendo su virtud y su belleza. Porque era bella, ingeniosa y discreta, y muchos a quienes atraía el cebo de su hermosura quedaban luego envueltos en la red de su conversación.
Pasaron dos años, dos largos años para el solitario de Tynia, que no cesaba de llorar; dos annos cortos para la cortesana de Assu, que, en su inconsciencia, creía haber encontrado la felicidad. Una tarde, un jinete se detuvo a la puerta del mesón. Montaba brioso caballo, vestía rica clámide que dejaba ver el brillo del cinto militar, y el casco de hierro hundido sobre la cabeza le cubría casi la cara. Tenía todo el aspecto de un centurión o de un oficial de la guardia imperial. Entró sin llamar, y riendo maliciosamente, dijo al mesonero;
—He oído que tienes aquí una muchacha muy hermosa; quiero verla.
—Es verdad—dijo el huésped—; por ahí anda.
—¿Su nombre?
—¡María!—gritó con voz aguardentosa el dueño del establecimiento, y apareció la muchacha, dejando una estela de perfumes.
—Ella es—dijo el recién venido, y entregando al huésped una moneda de oro, añadió—: Prepáranos un buen festín; hoy es día de regocijo. Largo camino hice para gozar de este instante.
Después de los vinos llegó la hora del amor.
—Entremos—dijo la joven, envolviendo a su amante en una sonrisa acariciadora.
En la nueva habitación había un lecho ancho y bien oliente. El soldado se sentó en él; la mujer se inclinó a desatarle las sandalias; pero él la detuvo, diciendo:
—Primero cierra bien la puerta.
—Está ya cerrada—replicó ella.
—No; no está bien cerrada; ve y ciérrala de suerte que nadie pueda entrar aquí.
Obedeció ella, y, cuando volvía, el desconocido le asió fuertemente la mano, y le dijo:
—Domna María, acércate a mí.
Después, quitándose el casco que le cubría la frente y los ojos, añadió:
—¿No me conoces, hija mía? ¿Acaso no soy yo quien te educó? ¿Acaso te has olvidado de Abrahán, tu padre? Pero, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu continencia? ¿Dónde tus lágrimas? ¿Dónde tus vigilias? ¿Cómo caíste, hija mía querida, desde la cumbre al abismo? ¿Por qué no dijiste nada a tu padre cuando te invadió el tentador? ¿Crees que yo te hubiera rechazado?
Aterrada de aquel encuentro, confundida por aquellas palabras, la joven estaba como muerta en los brazos del solitario; sin decir una palabra, sin levantar los ojos, sin hacer el menor movimiento. No sabía si gritar, o llorar, o caer pidiendo perdón.
—Pero, ¿a mí no me hablas?—seguía diciendo el anciano—. ¿Crees que yo no tengo el corazón lleno de angustia? ¿Crees que he emprendido por gusto este viaje, y que en balde he comido carne y he bebido vino por vez primera desde hace cincuenta años?
Ahora la joven, repuesta del primer susto, había prorrumpido en llanto amargo, y entre sollozos decía:
—¿Qué quieres que haga? Si no me atrevo a mirar de frente tu rostro, ¿cómo me atreveré, hundida en el cieno de la inmundicia, a pronunciar el santo, el inmaculado nombre de Dios?
—Yo—replicó el anciano—responderé por ti en el día del juicio. Que tu iniquidad caiga sobre mi cabeza, hija mía, y que tú encuentres el reposo del alma. Ahora escúchame; sal de este lugar maldito y ven conmigo a continuar nuestra vida de antaño.
Amanecía, cuando el falso soldado y la mujer arrepentida caminaban por las llanuras de la Troade en busca de su antigua soledad. Ya en el caballo, la joven había dicho al anacoreta:
—Tengo ahí un poco de oro y algunos vestidos; ¿qué mandas hacer de ellos?
—Déjalo—respondió Abrahán—; es el precio del pecado; que se lo lleven los que aman el pecado.
Y empezó de nuevo la vida de penitencia, de oración, de salmodia y de trato con los ángeles. Diez años vivió todavía Abrahán en su encierro, y al poco tiempo de morir vino en busca de su sobrina para llevársela al paraíso, donde no hay lobos, ni falsos monjes, ni mesoneros codiciosos.
—Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma.
Aquella fuga nocturna e inesperada dio mucho que hablar en las villas y ciudades de la Misia, hasta la región limítrofe del Helesponto. Buscaron al fugitivo, y dos semanas más tarde se le encontró en una choza que había no lejos de su pueblo natal. El novio estaba transformado en un penitente; una piel de cabra había reemplazado a las sedas; al cinturón de oro, un ceñidor de cuero, y a la mesa regalada, pan duro y hierbas crudas.
A los diez años de vida solitaria, el obispo de Lampsaco le ordenó de sacerdote y le envió a convertir a un pueblo pagano que había en aquellas cercanías. Como primera providencia, levantó una hermosa basílica, adornada de pinturas y de iconos, de lámparas y mosaicos. Después, entrando en el templo de los ídolos, echó abajo las estatuas, desmenuzó los altares y destruyó los trípodes de los oráculos y los vasos de las libaciones. Como era de esperar, los habitantes se arrojaron sobre él, le molieron a golpes y le arrojaron del pueblo. Al día siguiente apareció de nuevo en la iglesia que acaba de construir, y habiendo encontrado en ella una gran multitud de paganos, atraídos por la belleza y ornamentación del edificio, empezó a predicarles la doctrina del Evangelio y a hablarles de la vanidad de los dioses del Olimpo. En vez de escucharle, aquellos hombres se arrojaron sobre él armados de bastones, le ataron una soga a los pies y así le arrastraron hasta una colina cercana, donde, después de lapidarle, le dieron por muerto. Nuevamente volvió a entrar, y otra vez le echaron de nuevo. Pero él no se cansaba de volver palabras dulces y graciosas en pago de las injurias y los golpes. Trataba a los ancianos como un hijo, a los jóvenes como un hermano, a los niños como un padre. Tanta mansedumbre hizo al fin su fruto. El principal personaje de la villa se puso de su parte. «¿No os sorprende—decía a sus companeros—la paciencia y la caridad de ese hombre? Si el Dios vivo no estuviese con él, según sus palabras, y el reino y el paraíso, y la pena y el galardón que predica no fuesen verdaderos, de ninguna manera sufriría estas cosas por nosotros.»
Persuadidos por estas razones, los habitantes de la villa se presentaron en masa a su párroco, pidiéndole que les hiciese cristianos. Él los instruyó, y administró el bautismo a un millar de personas. Pero una mañana los nuevos neófitos, al entrar en la iglesia, se dieron cuenta de que su párroco había desaparecido. Buscáronle por toda la tierra, y al fin le encontraron en la choza que ya antes le había servido de morada. Cumplida su misión, quería renovar los divinos deleites de su vida anacoreta. Tapió la puerta para quitarse toda esperanza de salir, y allí se entregó a las más increíbles penitencias. Llevaba el peso de cada día como si aquél hubiera de ser el último de su vida. Jamás se le vio reír; jamás tocó el aceite su cuerpo, ni el agua su rostro. Su única posesión era un plato de madera donde recibía lo que le traían de comer y una túnica de pieles que le sirvió hasta su muerte. Tenía una naturaleza robusta, capaz de resistir todas las maceraciones, un color rosado en el rostro, que no se ajaba con los ayunos ni con las vigilias, y una serenidad, un buen hurtíor, que no perdía a pesar de todas las impertinencias con que el demonio trataba de molestarle.
Los emisarios del infierno hacían el ridículo cuando se acercaban a su celda. Rezando una vez, a medianoche, el solitario oyó esta voz que entraba por el ventanillo:
—Eres un hombre admirable, señor Abrahán; en toda la tierra no hay otro como tú.
El interpelado respondió, sin volver la cabeza:
—Calla, maldito; bien sé yo que soy un pecador, pero no me importan tus ardides.
Otro día tomaba Abrahán su colación diaria, cuando se presentó delante de él un joven que se empeñaba en volverle el plato al revés. Abrahán sujetó el plato con ambas manos y siguió comiendo sin decir una sola palabra. Entonces el recién venido encendió una linterna y sobre un atril improvisado empezó a cantar salmos hasta desgañitarse.
—Bienaventurados—decía—los que no tienen mancha en su camino.
Cuando terminó de comer Abrahán, se levantó, hizo la señal de la cruz, y, encarándose con el salmista, le dijo:
—Perro inmundo, necio y cobarde, si sabes que los puros son bienaventurados, ¿por qué les molestas?
—Precisamente por eso—respondió el joven.
—No te jactes, miserable—replicó el anacoreta—; si cae alguno de los que tú tientas, no es por tu ingenio, ni por tu fortaleza, ni por tu valentía. Basta una oración, un gesto, para que te desvanezcas como el humo delante del viento.
Un día, sin embargo, los espíritus infernales debieron de estallar en sonoras carcajadas junto a la celda del solitario. He aquí por qué. Tenía Abrahán una sobrina, llamada María, a quien había recogido a su lado desde la más tierna edad. Para ella hizo construir una celda que se comunicaba con la suya por medio de un ventanillo. A través de aquel ventanillo la adoctrinaba en la vida espiritual, la ensenaba a leer y cantar salmos y la dirigía en los más altos caminos del espíritu. María era piadosa, dócil, amiga de la penitencia y obediente a su director. Bastaba una señal para que se despertase en medio de la noche y se entregase alegremente a los ejercicios de la oración. Pero, una vez, el viejo llamó inútilmente.
—Dejémosla dormir—dijo en su interior—; tal vez esté algo enferma.
Amaneció, y volvió a llamar, y Uamó de nuevo al salir el sol.
—Despierta, hija mía. ¿Cómo tienes tanta pereza? Por primera vez, desde que viniste, has dejado de rezar los maitines.
Como nadie le contestaba, Abrahán abrió el ventanillo, y viendo vacía la habitación cercana, empezó a sospechar una triste historia.
—¡Ay de mí!—decía, sollozando—. El lobo se ha llevado la corderilla; la hija mía ha sido arrastrada hacia la cautividad. Tráemela, oh Cristo, Salvador del mundo, vuélvela a su redil para que mi vejez no baje al sepulcro anegada en llanto.
Era verdad lo que el solitario sospechaba. Había en aquella región un falso monje que iba con frecuencia a hablar de sus revelaciones con el santo viejo; pero, después de engañar al tío, se dirigía al ventanillo opuesto para engañar a la sobrina. La sedujo, se la llevó y luego la abandonó. Rodando, rodando, fue a parar la pobre muchacha en un mesón de la ciudad de Assu, en la Troade, donde vivía prostituyendo su virtud y su belleza. Porque era bella, ingeniosa y discreta, y muchos a quienes atraía el cebo de su hermosura quedaban luego envueltos en la red de su conversación.
Pasaron dos años, dos largos años para el solitario de Tynia, que no cesaba de llorar; dos annos cortos para la cortesana de Assu, que, en su inconsciencia, creía haber encontrado la felicidad. Una tarde, un jinete se detuvo a la puerta del mesón. Montaba brioso caballo, vestía rica clámide que dejaba ver el brillo del cinto militar, y el casco de hierro hundido sobre la cabeza le cubría casi la cara. Tenía todo el aspecto de un centurión o de un oficial de la guardia imperial. Entró sin llamar, y riendo maliciosamente, dijo al mesonero;
—He oído que tienes aquí una muchacha muy hermosa; quiero verla.
—Es verdad—dijo el huésped—; por ahí anda.
—¿Su nombre?
—¡María!—gritó con voz aguardentosa el dueño del establecimiento, y apareció la muchacha, dejando una estela de perfumes.
—Ella es—dijo el recién venido, y entregando al huésped una moneda de oro, añadió—: Prepáranos un buen festín; hoy es día de regocijo. Largo camino hice para gozar de este instante.
Después de los vinos llegó la hora del amor.
—Entremos—dijo la joven, envolviendo a su amante en una sonrisa acariciadora.
En la nueva habitación había un lecho ancho y bien oliente. El soldado se sentó en él; la mujer se inclinó a desatarle las sandalias; pero él la detuvo, diciendo:
—Primero cierra bien la puerta.
—Está ya cerrada—replicó ella.
—No; no está bien cerrada; ve y ciérrala de suerte que nadie pueda entrar aquí.
Obedeció ella, y, cuando volvía, el desconocido le asió fuertemente la mano, y le dijo:
—Domna María, acércate a mí.
Después, quitándose el casco que le cubría la frente y los ojos, añadió:
—¿No me conoces, hija mía? ¿Acaso no soy yo quien te educó? ¿Acaso te has olvidado de Abrahán, tu padre? Pero, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu continencia? ¿Dónde tus lágrimas? ¿Dónde tus vigilias? ¿Cómo caíste, hija mía querida, desde la cumbre al abismo? ¿Por qué no dijiste nada a tu padre cuando te invadió el tentador? ¿Crees que yo te hubiera rechazado?
Aterrada de aquel encuentro, confundida por aquellas palabras, la joven estaba como muerta en los brazos del solitario; sin decir una palabra, sin levantar los ojos, sin hacer el menor movimiento. No sabía si gritar, o llorar, o caer pidiendo perdón.
—Pero, ¿a mí no me hablas?—seguía diciendo el anciano—. ¿Crees que yo no tengo el corazón lleno de angustia? ¿Crees que he emprendido por gusto este viaje, y que en balde he comido carne y he bebido vino por vez primera desde hace cincuenta años?
Ahora la joven, repuesta del primer susto, había prorrumpido en llanto amargo, y entre sollozos decía:
—¿Qué quieres que haga? Si no me atrevo a mirar de frente tu rostro, ¿cómo me atreveré, hundida en el cieno de la inmundicia, a pronunciar el santo, el inmaculado nombre de Dios?
—Yo—replicó el anciano—responderé por ti en el día del juicio. Que tu iniquidad caiga sobre mi cabeza, hija mía, y que tú encuentres el reposo del alma. Ahora escúchame; sal de este lugar maldito y ven conmigo a continuar nuestra vida de antaño.
Amanecía, cuando el falso soldado y la mujer arrepentida caminaban por las llanuras de la Troade en busca de su antigua soledad. Ya en el caballo, la joven había dicho al anacoreta:
—Tengo ahí un poco de oro y algunos vestidos; ¿qué mandas hacer de ellos?
—Déjalo—respondió Abrahán—; es el precio del pecado; que se lo lleven los que aman el pecado.
Y empezó de nuevo la vida de penitencia, de oración, de salmodia y de trato con los ángeles. Diez años vivió todavía Abrahán en su encierro, y al poco tiempo de morir vino en busca de su sobrina para llevársela al paraíso, donde no hay lobos, ni falsos monjes, ni mesoneros codiciosos.
martes, 28 de octubre de 2014
Lecturas
Hermanos:
Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.
Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.
En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás,
Santiago Alfeo, Simón, apodado el Celotes, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.
Palabra del Señor.
San Simón el Cananeo y San Judas Tadeo Apóstoles
En la fisonomía del apóstol, el rasgo característico es el—celo, un fuego devorador, un ansia ardiente por dar a conocer a todo el mundo la hermosura de la verdad. Los celos son el egoísmo, que quisiera ocultar la belleza amada a los ojos de todo el mundo: el celo es la caridad, la generosidad, que sufren por los corazones que no aman lo que ellas han amado y conocido. Tal fue la gran pasión de estos discípulos del Señor. A Simón el Cananeo—algunos dicen que fue el esposo de las bodas de Caná—le llamaban sus convecinos Zelotes. Pertenecía a aquel partido que entre los judíos llevaba este nombre, al partido de los entusiastas de la tradición, de la ley y los profetas rígidamente interpretados, de la verdad íntegra. Desde que conoció a Cristo, de puritano se hizo puro; ebrio con el vino, tantos siglos escondido, que repartía el Esposo, siguióle sin desfallecimiento por todos los caminos de Palestina, guardando en su alma las palabras de salud.
Judas lleva también la lealtad en el corazón. Lleva el mismo nombre que el discípulo traidor; pero él es el Valiente: Tadeo; es de los que con su decisión consuelan el espíritu de Jesús en aquel amargo día en que tuvo que decirles a los Doce: «¿Por ventura, vosotros queréis también iros?» No, él no se va; caminó al lado del Maestro, lo mismo en las horas del triunfo que en las del dolor; algo orgulloso siempre de que de su mismo pueblo, en su misma familia, haya salido el Deseado de las naciones. Porque él, Judas, es hermano de Santiago, hijo de Cleofás, y Cleofás era hermano de San José. Por eso las gentes le llaman «hermano es decir, pariente de Jesús. Sigue, pues, al Mesías con una alegría secreta, con un gozoso silencio. Escucha dócil y observa atento, pero habla poco. No es como Simón Pedro, el impulsivo, locuaz y confiado. Cuando Jesús habla sentado en la colina, él se coloca a una distancia respetuosa; cuando se sienta en la nave, él busca la punta del banco, y para no perder el gesto del Maestro, alarga la cabeza por delante de Pedro, Juan Andrés y Santiago; pero un día Jesús se abandona tanto a sus amigos, que Judas ya no puede contener su secreto.
Acababa de celebrarse la última cena. Jesús, con voz temblorosa y triste mirar, ha hablado del mundo aferrado a la incredulidad, ese mundo que no podrá verle a Él ni participar de su vida. Judas le oye conmovido, y piensa: Son tan bellas estas cosas, hay en ellas una virtud tan divina, que si el mundo las conociese, hallaría la felicidad que busca en vano; y movido por este pensamiento, se atreve a preguntar con deliciosa sencillez: «¿Por qué, Señor, te has de manifestar con esa claridad a nosotros, y al mundo no?» Y esta palabra era la revelación de un alma enamorada de Cristo, y con ese amor latía en ella el anhelo de la salvación de las almas, el ansia de llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.
Conquistadores ambiciosos de pueblos, Simón y Judas recogieron con alborozo las palabras de Cristo resucitado: «Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La Galilea y la Judea eran pequeñas para su actividad; penetraron en Egipto, y allí se encontraron con el desierto; volvieron al Asia, caminaron hacia el Eufrates y el Tigris, y atravesando fronteras que no osaron cruzar las armas de Roma, llegaron al reino de Persia, dejando en todas partes la semilla divina que ellas habían recogido junto al lago de Genesareth. Y se cumplieron las palabras: «Por mi nombre os llevarán delante de los Tribunales, os pagarán el amor con el odio; y aquellos a quienes partáis el pan de la vida os darán la muerte.» Simón y Judas sellaron con su sangre la verdad que predicaban.
Su programa apostólico se resume en estas palabras: «Reprended a unos después de convencerlos, salvad a otros arrancándolos del fuego, tened piedad de todos en el temor, aborreciendo siempre la túnica de la carne, que está manchada.» Así hablaba San Judas, dirigiéndose «a los que son amados de Dios Padre, y conservados y llamados en Jesucristo». La epístola que de él conservamos es un nuevo testimonio de su celo. La indignación le arrebataba al ver la astucia de los primeros herejes que quieren adulterar el Evangelio; tiembla por los escogidos, y escribe, para prevenirlos, «a todos aquellos que se edifican a sí mismos en la fe, y, rezando en el Espíritu Santo, permanecen en el amor de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna».
La herejía había nacido ya; es contemporánea del Evangelio. Apenas ha sido sembrado el campo del Padre de familia se ve crecer la cizaña al lado del grano bueno. Cristo acaba de subir al Cielo, aún no han empezado a dispersarse los Apóstoles, y ya Simón de Samaría recogía las palabras de Jesús para formar sus teorías de la triple manifestación de Dios. Al Mago siguen Ebión y Cerinto. Son los gnósticos, los hombres de la ciencia, herederos de las ideas de Platón que intentan armonizar con la revelación evangélica; enemigos más o menos embozados de la moral natural y despreciadores de la ley escrita, contraria, según ellos dicen, a la única fuerza salvadora, que es la gracia.
Judas se deja arrastrar por una santa ira al hablar «de estos hombres impíos que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria y niegan a Jesucristo, único Señor y Dominador.» Las palabras brotan con violencia de su pluma. No escribe en su lengua, pero no puede olvidar su mentalidad semita; el griego es para él una lengua extranjera, y, no obstante, en medio del desorden, de la torpeza y dificultad de la frase, hay en su lenguaje una grandeza sublime, fruto de la energía de su pensamiento y de la audacia de sus expresiones. Se nos figura estar contemplando unos ojos inflamados y un gesto de profeta cuando leemos la pintura de aquellos hombres «que manchan la carne, desprecian la dominación, blasfeman la majestad, rechazan cuanto ignoran, y se corrompen en toda aquello que conocen naturalmente, como animales mudos; nubes sin agua que el viento lleva; árboles que sólo florecen en otoño, estériles, dos veces muertos, sin raíces; olas furiosas e inciertas del mar que arrojan la espuma de sus infamias; astros errantes a los cuales está reservada una tempestad de tinieblas por toda la eternidad».
Tempestad de tinieblas para los que despreciaron la luz, para Simón el Mago y todos sus discípulos hasta el fin de los siglos para los hombres «psíquicos», animales, en contraposición a los «neumáticos», los que tienen el Espíritu y pueden juntar su voz a la de Judas Tadeo en su bella doxología final «proclamando la gloria, la magnificencia, el imperio y el poder antes de los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos, de Aquel que puede conservarnos sin pecado y establecernos en la presencia de la gloria inmaculados y llenos de alegría en el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo».
Judas lleva también la lealtad en el corazón. Lleva el mismo nombre que el discípulo traidor; pero él es el Valiente: Tadeo; es de los que con su decisión consuelan el espíritu de Jesús en aquel amargo día en que tuvo que decirles a los Doce: «¿Por ventura, vosotros queréis también iros?» No, él no se va; caminó al lado del Maestro, lo mismo en las horas del triunfo que en las del dolor; algo orgulloso siempre de que de su mismo pueblo, en su misma familia, haya salido el Deseado de las naciones. Porque él, Judas, es hermano de Santiago, hijo de Cleofás, y Cleofás era hermano de San José. Por eso las gentes le llaman «hermano es decir, pariente de Jesús. Sigue, pues, al Mesías con una alegría secreta, con un gozoso silencio. Escucha dócil y observa atento, pero habla poco. No es como Simón Pedro, el impulsivo, locuaz y confiado. Cuando Jesús habla sentado en la colina, él se coloca a una distancia respetuosa; cuando se sienta en la nave, él busca la punta del banco, y para no perder el gesto del Maestro, alarga la cabeza por delante de Pedro, Juan Andrés y Santiago; pero un día Jesús se abandona tanto a sus amigos, que Judas ya no puede contener su secreto.
Acababa de celebrarse la última cena. Jesús, con voz temblorosa y triste mirar, ha hablado del mundo aferrado a la incredulidad, ese mundo que no podrá verle a Él ni participar de su vida. Judas le oye conmovido, y piensa: Son tan bellas estas cosas, hay en ellas una virtud tan divina, que si el mundo las conociese, hallaría la felicidad que busca en vano; y movido por este pensamiento, se atreve a preguntar con deliciosa sencillez: «¿Por qué, Señor, te has de manifestar con esa claridad a nosotros, y al mundo no?» Y esta palabra era la revelación de un alma enamorada de Cristo, y con ese amor latía en ella el anhelo de la salvación de las almas, el ansia de llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.
Conquistadores ambiciosos de pueblos, Simón y Judas recogieron con alborozo las palabras de Cristo resucitado: «Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La Galilea y la Judea eran pequeñas para su actividad; penetraron en Egipto, y allí se encontraron con el desierto; volvieron al Asia, caminaron hacia el Eufrates y el Tigris, y atravesando fronteras que no osaron cruzar las armas de Roma, llegaron al reino de Persia, dejando en todas partes la semilla divina que ellas habían recogido junto al lago de Genesareth. Y se cumplieron las palabras: «Por mi nombre os llevarán delante de los Tribunales, os pagarán el amor con el odio; y aquellos a quienes partáis el pan de la vida os darán la muerte.» Simón y Judas sellaron con su sangre la verdad que predicaban.
Su programa apostólico se resume en estas palabras: «Reprended a unos después de convencerlos, salvad a otros arrancándolos del fuego, tened piedad de todos en el temor, aborreciendo siempre la túnica de la carne, que está manchada.» Así hablaba San Judas, dirigiéndose «a los que son amados de Dios Padre, y conservados y llamados en Jesucristo». La epístola que de él conservamos es un nuevo testimonio de su celo. La indignación le arrebataba al ver la astucia de los primeros herejes que quieren adulterar el Evangelio; tiembla por los escogidos, y escribe, para prevenirlos, «a todos aquellos que se edifican a sí mismos en la fe, y, rezando en el Espíritu Santo, permanecen en el amor de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna».
La herejía había nacido ya; es contemporánea del Evangelio. Apenas ha sido sembrado el campo del Padre de familia se ve crecer la cizaña al lado del grano bueno. Cristo acaba de subir al Cielo, aún no han empezado a dispersarse los Apóstoles, y ya Simón de Samaría recogía las palabras de Jesús para formar sus teorías de la triple manifestación de Dios. Al Mago siguen Ebión y Cerinto. Son los gnósticos, los hombres de la ciencia, herederos de las ideas de Platón que intentan armonizar con la revelación evangélica; enemigos más o menos embozados de la moral natural y despreciadores de la ley escrita, contraria, según ellos dicen, a la única fuerza salvadora, que es la gracia.
Judas se deja arrastrar por una santa ira al hablar «de estos hombres impíos que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria y niegan a Jesucristo, único Señor y Dominador.» Las palabras brotan con violencia de su pluma. No escribe en su lengua, pero no puede olvidar su mentalidad semita; el griego es para él una lengua extranjera, y, no obstante, en medio del desorden, de la torpeza y dificultad de la frase, hay en su lenguaje una grandeza sublime, fruto de la energía de su pensamiento y de la audacia de sus expresiones. Se nos figura estar contemplando unos ojos inflamados y un gesto de profeta cuando leemos la pintura de aquellos hombres «que manchan la carne, desprecian la dominación, blasfeman la majestad, rechazan cuanto ignoran, y se corrompen en toda aquello que conocen naturalmente, como animales mudos; nubes sin agua que el viento lleva; árboles que sólo florecen en otoño, estériles, dos veces muertos, sin raíces; olas furiosas e inciertas del mar que arrojan la espuma de sus infamias; astros errantes a los cuales está reservada una tempestad de tinieblas por toda la eternidad».
Tempestad de tinieblas para los que despreciaron la luz, para Simón el Mago y todos sus discípulos hasta el fin de los siglos para los hombres «psíquicos», animales, en contraposición a los «neumáticos», los que tienen el Espíritu y pueden juntar su voz a la de Judas Tadeo en su bella doxología final «proclamando la gloria, la magnificencia, el imperio y el poder antes de los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos, de Aquel que puede conservarnos sin pecado y establecernos en la presencia de la gloria inmaculados y llenos de alegría en el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo».
lunes, 27 de octubre de 2014
Lecturas
Hermanos:
Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.
Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Por otra parte, de inmoralidad, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de santos. Y nada de chabacanerías, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de sitio. Lo vuestro es alabar a Dios.
Meteos bien esto en la cabeza: nadie que se da a la inmoralidad, a la indecencia o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios.
Que nadie os engañe con argumentos especiosos; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes. No tengáis parte con ellos; porque en otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz.
Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga.
Había una mujer que desde hacia dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar.
Al verla, Jesús la llamó y le dijo:
-«Mujer, quedas libre de tu enfermedad.»
Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha.
Y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente:
-«Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados.»
Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo:
-«Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?
Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?»
A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.
Palabra del Señor.
Santa Balsamia
Etimológicamente significa “bálsamo, perfume”. Viene de la lengua latina.
Jeremías dice: “La palabra del Señor ha sido para mí fuente de burla. Yo me dije: No hablaré más en su nombre, no pensaré más en él, pero la sentía adentro como fuego ardiente que no podía contener”.
Fue del siglo VI. Su trabajo ya ha pasado de moda en muchos lugares civilizados y de una fuerte economía.
En otros, por el contrario, se mantiene el papel dela mujer que sustenta a los niños, hasta con su propia leche.
En toda la misteriosa Edad Media y anterior incluso a ella, había una gran veneración por las santas que habían dado su vida en este precioso trabajo de nutrientes.
Fue ella la que alimentó en Reims a san Remigio, el obispo de aquella ciudad.
Remigio, con su cultura, sus buenas formas y su diplomacia, logró que se convirtiera al cristianismo Clodoveo, el rey francés.
Para los franceses es un segundo Juan Bautista, el precursor de la vida cristiana en Francia.
Hubo un tiempo en que se le llamaba en las Galias a santa Balsamia “la santa Nutriz”.
Hoy prevalece el de Balsamia.
La leche es “bálsamo” dado a los niños. Ella había nacido en Roma.
¡Felicidades a quien lleve este nombre!
Jeremías dice: “La palabra del Señor ha sido para mí fuente de burla. Yo me dije: No hablaré más en su nombre, no pensaré más en él, pero la sentía adentro como fuego ardiente que no podía contener”.
Fue del siglo VI. Su trabajo ya ha pasado de moda en muchos lugares civilizados y de una fuerte economía.
En otros, por el contrario, se mantiene el papel dela mujer que sustenta a los niños, hasta con su propia leche.
En toda la misteriosa Edad Media y anterior incluso a ella, había una gran veneración por las santas que habían dado su vida en este precioso trabajo de nutrientes.
Fue ella la que alimentó en Reims a san Remigio, el obispo de aquella ciudad.
Remigio, con su cultura, sus buenas formas y su diplomacia, logró que se convirtiera al cristianismo Clodoveo, el rey francés.
Para los franceses es un segundo Juan Bautista, el precursor de la vida cristiana en Francia.
Hubo un tiempo en que se le llamaba en las Galias a santa Balsamia “la santa Nutriz”.
Hoy prevalece el de Balsamia.
La leche es “bálsamo” dado a los niños. Ella había nacido en Roma.
¡Felicidades a quien lleve este nombre!