Lecturas


Así dice el Señor:
«Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear.
Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito.
Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos.»

En aquel tiempo, salió Jesús de Samaria para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación:
- «Un profeta no es estimado en su propia patria.»
Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose.
Jesús le dijo: - «Como no veáis signos y prodigios, no creéis.»
El funcionario insiste: - «Señor, baja antes de que se muera mi niño.»
Jesús le contesta: - «Anda, tu hijo está curado.»
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría.
Y le contestaron: - «Hoy a la una lo dejó la fiebre.»
El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: «Tu hijo está curado.» Y creyó él con toda su familia.
Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.

Palabra del Señor.

Beato Amadeo de Saboya

El Beato Amadeo de Saboya fue el noveno de este nombre y el tercer duque de aquel Estado; vivió treinta y siete años (1435-1472); reinó solamente siete (1465-1472); y fue inscrito en el catálogo de los bienaventurados dos siglos más tarde bajo el pontificado del Beato Inocencio XI.

La Saboya fue siempre uno de los lugares más bellos de la región alpina; situada en el centro de Europa, en territorio francés, al occidente de la cadena de los Alpes, guarda dentro de sí las cumbres más elevadas desde el Monte Blanco hasta el monte Thabor. La magnificencia de sus costas, la grandiosidad de su paisaje, su infinita variedad, los contrastes de color y de vida, la melancólica belleza de las ruinas de castillos y monasterios, ofrecen un espectáculo estupendo, que arrebata la admiración. Sus habitantes son conocidos por la bondad de su carácter y por la sencillez de sus costumbres; defendidos del influjo y contacto con otras gentes por la aspereza de sus montañas, han sabido conservar sus primitivas tradiciones. El saboyano es fuerte y alegre; tiene pocas necesidades y sabe desde antiguo solucionárselas por sí mismo; es además religioso y amante de sus instituciones. Cada uno de los siete valles principales de las tierras saboyanas tiene su propia fisonomía en tipos y maneras, hablándose por este motivo de los "siete países saboyanos", variedades de un mismo tipo social montañés.

La casa de Saboya es una de las familias más antiguas e ilustres, que han reinado en Europa casi hasta nuestros días. Parece ser que su fundador fue Humberto I Blancamano, descendiente de la casa de Sajonia, que vivió en los años 985 al 1048; prestó buenos servicios al rey de Arles Rodolfo III, y al emperador Conrado el "Sálico", recibiendo en recompensa numerosas tierras y privilegios. A través de los siglos el Estado saboyano fue ensanchando sus límites geográficos; las guerras entre los señores feudales, las alianzas, las capitulaciones matrimoniales y las herencias de nobles, fueron abriendo camino al esplendor de la casa de Saboya. En el siglo XV, durante el largo gobierno de Amadeo VIII, los dominios saboyanos alcanzaron la máxima extensión, comprendiendo entre otros territorios la Saboya, el Piamonte y el País de Vaud. Aunque se había avanzado notablemente en el sentido de sustituir el antiguo régimen feudal por un Estado moderno, sin embargo, aún no había desaparecido la organización feudal, que se desarrolló más en la Saboya que en el Piamonte, con grandes y poderosas casas señoriales, afincadas en los cerrados valles alpinos con escasos centros urbanos.

Amadeo VIII de Saboya, de sobrenombre "el Pacífico", consiguió en 1416 del emperador Segismundo la transformación del condado en ducado, recibiendo la solemne investidura. Destacaron en este príncipe sus inquietudes espirituales y su amor por la vida ascética, llegando a crear en la corte un acentuado ambiente de religiosidad, dentro del cual discurrieron los primeros años de vida de su nieto el Beato Amadeo IX de Saboya. Amadeo VIII "el Pacífico", después de haber llevado su casa a una altura jamás soñada en tiempos atrás, se dedicó a dejar el gobierno en manos de su hijo Luis II de Saboya y a retirarse a la vida eremítica con algunos de sus mejores amigos y fieles consejeros; fundó la Orden Militar de San Mauricio, a la que señaló como residencia un nuevo monasterio levantado por su mandato en Ripaglia, cerca de Tournon, y entró en el retiro con sus amigos el día 16 de octubre de 1434, vistiendo todos una túnica y capucha grises, llevando como distintivo un cinturón dorado y una cruz también dorada sobre el pecho. La decisión del duque de Saboya causó honda impresión en Europa, y llamó la atención de los Padres del concilio de Basilea, quienes, después de haber depuesto al papa de Roma Eugenio IV, lo eligieron como sucesor de San Pedro. El duque aceptó la tiara y fue consagrado y coronado el 24 de julio de 1440 con el nombre de Félix V; nueve años más tarde, en bien de la paz de la lglesia, el antipapa Félix renunció al papado en el concilio de Lausana de 1449; el nuevo pontífice Nicolás V lo preconizó cardenal obispo de Saboya y delegado apostólico en Saboya y parte de Suiza; murió en 1451 y sus huesos hallaron descanso en un magnífico monumento erigido en su nombre en la catedral de Turín.

Su nieto, el Beato Amadeo IX de Saboya, nació en Tournon el 1 de febrero de 1435, habiendo sido el hijo primogénito de Luis II de Saboya y de Ana de Lusiñán, hija del rey de Chipre. La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el pequeño pueblo de Tournon, comunicó al joven Amadeo su encanto y su poesía, y las cimas nevadas del San Bernardo Y del Monte Blanco infundieron en su alma el amor por todo lo cándido y puro. Sus cristianos padres lo educaron en el santo temor de Dios, juntamente con sus otros diecisiete hermanos. Muy pronto se manifestaron en el príncipe los piadosos sentimientos y una natural inclinación hacia la virtud; de niño, cuando jugaba y paseaba por los jardines de su palacio, gustaba de hincarse de rodillas y elevar sus manos y sus ojos al cielo, dirigiendo a Dios fervorosas jaculatorias; de joven, se apartaba del fastuoso brillo de la corte, prefiriendo la conversación con los pastores y la meditación en la pasión de Jesucristo, arrasándosele los ojos de lágrimas al contemplar el crucifijo. Su semblante siempre risueño, sus maneras apacibles, su estilo a la vez humano y majestuoso, le hicieron muy pronto dueño de todos los corazones. El Beato Amadeo de Saboya tuvo desde los primeros años de su juventud aquella dulzura, aquel encanto e irresistible simpatía que desprende la santidad verdadera; sin votos de religión, sin hábitos sacerdotales, en medio del bullicio de una corte europea del medievo, supo llevar a la práctica aquel mandamiento de Jesucristo: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto"; porque la santidad puede y debe hacerse en todos los lugares y tiempos, y en todos los modos de vida, acomodando nuestra voluntad a la voluntad de Dios y guardando sus santos preceptos.

Después del tratado de Cleppié (1453), a los diecisiete años de edad, Amadeo IX de Saboya contrajo matrimonio con Violante de Valois, también conocida con el nombre de Yolanda de Saboya, hija del rey de Francia Carlos VII y hermana del más tarde también rey de Francia Luis XI, de la cual estaba prometido desde la cuna (1436). Fue Violante una mujer afectuosa, fiel y amante de su casa y familia; ambos esposos estuvieron desde un principio muy unidos, no sólo en la comunidad de vida, sino principalmente en la rectitud de conciencia y en idénticos sentimientos. La castidad matrimonial fue fecunda, habiendo nacido del amor conyugal nueve hijos, a los que sus padres supieron legar, además de los bienes de fortuna, su religión y virtud; una de sus hijas subió a los altares con el nombre de Beata Luisa de Saboya, la cual, muerto su marido, se encerró en un convento de clarisas, siendo autorizado su culto por el papa Gregorio XVI.

En el año 1465 el Beato Amadeo IX de Saboya sucedió a su padre en el trono, y con este motivo las virtudes que adornaron al príncipe alcanzaron mayor brillo con la diadema. Desde un primer momento, sabedor de que toda autoridad y poder viene de Dios, se esforzó en imponer en la corte sus piadosas tendencias, volviendo la vida cortesana a lograr el mismo o mayor nivel de religiosidad que tuvo en los tiempos de su abuelo Amadeo VIII "el Pacífico". El ejemplo de los príncipes es siempre poderoso y eficaz en la mejoría de las costumbres; el modo de vida del Beato Amadeo de Saboya impuso en todos sus vasallos un sello tan fuerte de honradez, que por mucho tiempo se vio el vicio desamparado en todos sus Estados. La falta de compostura en el templo, el hablar con menosprecio de la religión, las conversaciones licenciosas en la corte, eran motivo suficiente para incurrir en la desgracia del príncipe, quien siempre se mostró resoluto e intransigente cuando estuvieron por medio los intereses de Dios. Fue norma constante en su vida de gobierno el anteponer el servicio de Dios a todas las restantes cosas. No hubo a la sazón corte más brillante ni mejor arreglada en toda Europa; reinando la paz y la justicia con todos sus derechos, y extendiéndose la vigilancia del príncipe a todos sus Estados con segura política interior.

Argumento singular de santidad en el Beato Amadeo de Saboya fue su amor a los pobres; teniendo delante de los ojos aquellas palabras de Jesucristo: "Lo que hiciereis con los necesitados, conmigo lo hacéis", solía repetir, para justificar sus afanes en favor de los desvalidos: "Me conduelo tanto de los pobres, que al verlos no puedo contenerlas lágrimas. Si no amase a los pobres, me parecería que no amaba a Dios". Empleó mucha parte de sus riquezas en fundar hospitales y en dotar los ya existentes con mayores rentas, conservándose todavía en el Piamonte y en la Saboya numerosos vestigios de la magnificencia del caritativo príncipe. Con su propia mano atendía a los necesitados, gozando al distribuirles personalmente las limosnas, visitaba a los enfermos en sus humildes viviendas, socorriéndoles con tanto cariño y solicitud, que alguno de ellos llegó a decir, que sólo por haber sido asistido por el santo duque bendecía la hora en que Dios le había postrado en el lecho víctima de penosa enfermedad; llamábanle el padre de los necesitados, y a su palacio, el jardín de los pobres.

La tradición nos ha conservado una simpática anécdota, que nos descubre hasta dónde llegó la caridad del corazón del Beato Amadeo de Saboya. En cierta ocasión, habiéndole preguntado un embajador de un príncipe extranjero si tenía jauría de perros y si le gustaba la caza como entretenimiento, el duque le contestó: "Tengo otros entretenimientos, en los que me ocupo con mayor placer; deseo que vea el señor embajador con sus propios ojos el, objeto de mis distracciones". Seguidamente el príncipe abrió el balcón de la sala, descubriéndose un gran patio, en el cual iban y tornaban numerosos criados atendiendo y dando de comer a más de quinientos pobres. "Ved ahí señor embajador, mis divertimientos, con los que intento conseguir el reino de los cielos". El embajador intentó diplomáticamente censurar la conducta del santo duque, y le dijo: "Muchas gentes se echan a mendigar por pereza y holgazanería". A lo que respondió el caritativo príncipe: "No permita el cielo que entre yo a investigar con demasiada curiosidad la condición de los pobres que acuden a mi puerta; porque si el Señor mirase de igual manera nuestras acciones, nos hallaría con mucha frecuencia faltos de rectitud". Replicó el embajador: "Si todos los príncipes fuesen de semejante parecer, sus súbditos buscarían más la pobreza que la riqueza". A lo que contestó el Beato Amadeo, de Saboya: "¡Felices los Estados en los que el apego a las riquezas se viera por siempre desterrado! ¿Qué produce el amor desordenado de los bienes materiales, sino orgullo, insolencia, injusticia y robos? Por el contrario, la pobreza tiene un cortejo formado por las más bellas virtudes". Añadió el embajador: "En verdad que vuestra ciencia, en relación con los restantes príncipes de este mundo, es totalmente distinta; porque en todas partes es mejor ser rico que pobre, pero en vuestros Estados los pobres son los preferidos". Continuó el santo duque: "Así lo he aprendido de Jesucristo. Mis soldados me defienden de los hombres; pero los pobres me defienden delante de Dios". Ningún otro príncipe rayó a tanta altura en el ejercicio de la caridad; un día sus ministros le advirtieron que el tesoro se hallaba exhausto a causa de tantas limosnas, y el santo no dudó un momento en entregarles el rico collar de la orden militar que llevaba sobre su pecho, para remediar las necesidades más urgentes de los pobres que acudían a su palacio. Fue siempre clemente y compasivo, sin que estas cualidades le desviaran en ningún caso de la justicia, que administraba con entera rectitud.

Pero quiso Dios probar su virtud con diferentes y graves adversidades, purificando el alma de su siervo como oro en crisol, para que resplandeciera mayormente su santidad. Porque la virtud tanto más vale, cuanto mayor esfuerzo significa; por ello la santidad es patrimonio de almas heroicas, aunque ayudadas siempre de la gracia divina. Durante toda la vida se vio el Beato Amadeo de Saboya atormentado por frecuentes ataques de epilepsia; esta enfermedad, tan sensible como vergonzosa por los impropios movimientos que causan las contorsiones, le sirvió para ejercitarse en la paciencia cristiana, aceptando con alegría la voluntad del cielo. Solía repetir: "Nada más útil para los grandes y poderosos, que las dolencias habituales, que les sirven de freno para reprimir la vivacidad de las pasiones y templan las dulzuras de esta vida con una amargura saludable". Por razón de esta dolencia, los enfermos atacados de epilepsia vienen acudiendo en sus súplicas al Beato Amadeo de Saboya, desde el momento de su muerte, como a especial abogado, encontrando eficaz ayuda y remedio para su mal.

Otra fuente de numerosos sinsabores y grandes amarguras para el Beato Amadeo de Saboya fue la defensa de sus Estados, en tiempos en que la ambición de los príncipes multiplicaba las guerras. Rico de virtudes personales, pero pobre de salud, el santo duque hubiera abdicado si la duquesa Yolanda, mujer de gran energía, no se lo hubiera impedido, para asegurar la sucesión de sus hijos, ocupándose ésta directamente del gobierno de Estado por encomienda de su esposo. Conocedores de esta situación de aparente debilidad, algunos príncipes de los Estados colindantes intentaron incrementar sus dominios a costa de la casa de Saboya, e incluso algún familiar del santo duque pretendió destronarlo para ceñirse la corona ducal; unos y otros tropezaron con la entereza del Beato Amadeo de Saboya en la defensa de sus derechos, quien supo poner remedio pacífico a violentas situaciones con la magnanimidad de su corazón. Concedió inmediatamente la libertad al duque Galeazzo María Sforcia, tan pronto como supo que sus soldados lo habían arrestado, sorprendiéndolo al atravesar disfrazado las tierras de Saboya, cuando regresaba desde Francia a sus Estados; sin embargo, no pudo conseguir la amistad del duque, desde antiguo enemigo de la casa de Saboya. Años más tarde, cuando el marqués de Monferrato rechazó el derecho del Beato Amadeo IX de Saboya al homenaje, reclamado en conformidad con el tratado de 1412, dando con ello origen a la guerra en el Piamonte, el duque de Milán, Galeazzo María Sforcia, intervino a favor del marqués; la duquesa Yolanda se alió con Borgoña y Venecia, nombró capitán general de sus tropas a Felipe de Bressa, hermano del duque de Saboya, y logró ayuda de su hermano Luis XI de Francia; mas otra vez el bondadoso corazón del Beato Amadeo se interpuso a favor del duque de Milán, firmó con él nuevos tratados, le dio como esposa a su hermana menor Bona de Saboya, logrando una paz definitiva en 1468. Felipe de Bressa, de carácter levantisco e inquieto, apoyado por el duque de Borgoña, intentó apoderarse del Estado, asediando a Montmélian en 1471, donde se encontraba la corte; pero tan sólo pudo hacer prisionero a su hermano Amadeo, mientras Yolanda se refugiaba en Grenoble, salvando a sus hijos en Francia; la intervención de Luis XI de Francia y la presión diplomática de Milán y Suiza hicieron el acuerdo; Felipe de Bressa dejó que Amadeo retornase con su mujer, devolvió las fortalezas, y obtuvo para sí la lugartenencia por benigna concesión de su hermano ya enfermo de muerte. Yolanda de Saboya condujo ahora al príncipe al Piamonte, estableciéndose en la ciudad de Verceli, en otros tiempos de la corona de Saboya, pero a la sazón en poder del duque de Milán, amparándose en la protección del duque.

Rodeado de tantas desventuras, el Beato Amadeo de Saboya fortalecía la entereza de su carácter y la bondad de su corazón con los consuelos de la religión; muchas veces fue a pie, acompañado de su esposa, a Chambery, para tributar culto al Santo Sudario, que se venera en aquella ciudad; fue muy devoto de la Santísima Virgen, a la que llamaba su Señora y a la que honraba con frecuentes devociones; hizo a Roma de incógnito una visita, encontrando en aquellos santos lugares paz para su alma e incremento de su piedad, dejando en la iglesia de San Pedro y en otras de la Ciudad Eterna ricos presentes.

Consumido, en fin, a violencias de tantos rigores, conociendo cercano su acabamiento, llamó a su presencia a los principales señores de su corte, nombró regente de sus Estados a la duquesa, su mujer, fiel compañera, e hizo testamento político con estas palabras: "Mucho os recomiendo a los pobres, derramad sobre ellos liberalmente vuestras limosnas, y el Señor derramará abundantemente sobre vosotros sus bendiciones; haced justicia a todos sin acepción de personas; aplicad todos vuestros esfuerzos para que florezca la religión y para que Dios sea servido". Este fue su testamento, y también el programa de su política durante los pocos años de su reinado. Murió en Verceli en el año 1472 en el día 31 de marzo, fecha en que la Iglesia celebra su fiesta. La noticia de su muerte puso fin a las procesiones públicas rogativas, llevando el luto a todos los lugares de la Saboya y el Piamonte. Fue sepultado en la románica iglesia de San Eusebio de Verceli, debajo de las gradas del altar mayor, confirmando el cielo con numerosos milagros la fama de santidad que ya en vida gozaba Amadeo IX de Saboya.

Su compaisano San Francisco de Sales un siglo más tarde, haciendo viaje a Roma, quiso pasar por Verceli, para rezar delante de las reliquias del siervo de Dios Amadeo, encontrando alegría para su alma en la iglesia de San Eusebio; y testigo del vivo culto popular, alimentado con los muchos prodigios acaecidos junto a su sepulcro, rogó al papa Paulo V que fuese canónicamente reconocido; pero fue otro siglo después cuando el papa Beato Inocencio XI concedió a Amadeo IX de Saboya los honores de la beatificación, y dio licencia para que se rezase oficio y se dijese misa en su honra dentro de los dominios del duque de Saboya y dentro de Roma en la iglesia de la nación. En el largo espacio de cinco siglos no se ha entibiado la devoción de los pueblos hacia el santo duque, existiendo en la actualidad en casi todos los lugares del antiguo ducado de Saboya numerosos testimonios del culto popular.

Uno de sus sucesores, Carlos Manuel I (1580-1630), durante su reinado mandó acuñar algunas monedas de plata con la efigie del Beato Amadeo, rodeada de la siguiente inscripción: "Bendice a tu descendencia"; el pueblo llamó a las monedas mayores de nueve florines "Beatos Amadeos", y a las monedas más pequeñas de tres florines simplemente "beatas", nombre que sirvió durante mucho tiempo para designar en general a todas las monedas de plata de pequeño tamaño en los países de Europa.

Lecturas


En aquellos días, el Señor dijo a Samuel:
-«Llena la cuerna de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey.»
Cuando llegó, vio a Eliab y pensó:
-«Seguro, el Señor tiene delante a su ungido.»
Pero el Señor le dijo:
-«No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón.»
Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante Samuel; y Samuel le dijo
-«Tampoco a éstos los ha elegido el Señor.»
Luego preguntó a Jesé:
-«¿Se acabaron los muchachos?»
Jesé respondió:
-«Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas. » Samuel dijo:
-«Manda por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue. »
Jesé mandó a por él y lo hizo entrar: era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel:
-«Anda, úngelo, porque es éste.»
Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante.

Hermanos:
En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor.
Caminad como hijos de la luz - toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz -, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas.
Pues hasta da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas.
Pero la luz, denunciándolas, las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz.
Por eso dice:
- «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.»

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento.
Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
- «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
- «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: - «El mismo.»
Otros decían: - «No es él, pero se le parece.»
El respondía: -« Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: -« Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: - «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: - «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: - «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: - «Que es un profeta.»
Le replicaron: - «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: - «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: - «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: - «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: - «Creo, Señor.»
Y se postró ante él.

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía




El encuentro de Jesús con el ciego de nacimiento es uno de los pasajes evangélicos que más impactan por el contraste entre la luz y las tinieblas.

Jesús, como tantas otras veces, toma la iniciativa para desmontar la mentalidad de los judíos de asociar el sufrimiento y las taras físicas a un castigo de Dios por el pecado del castigado o de sus padres:
“Ni pecó él - dice Jesús - ni sus padres, sino para que se demuestre lo que Dios puede hacer”

Todos somos ciegos, y, como el ciego, estamos tan enfermos que no nos quedan fuerzas para acudir a quien nos puede curar.

Somos ciegos incluso para nosotros mismos. Nos da miedo mirarnos en el espejo de nuestra verdad, y no sólo cultivamos las apariencias, sino que vivimos en ellas. Vemos de nosotros la imagen que nos van formando, no la realidad; la máscara, la caricatura, no la persona. Por eso nos molesta que alguien nos haga ver lo que somos.

Somos ciegos, porque no vemos a Dios. Buscamos constantemente nuevas pruebas y exigimos más y más signos.

El gesto de Jesús de hacer barro con la saliva, aplicarlo en los ojos del ciego y darle un mandato, nos recuerda la creación del primer hombre.

El ciego, a diferencia de Adán, cree en Jesús, obedece a Jesús, se abandona a su voluntad y sigue un proceso que le lleva de las tinieblas a la luz.

Este proceso supone una adhesión personal e inquebrantable a Jesús y a su mensaje, que hace inviable la vuelta atrás, a la oscuridad anterior.

Por eso no tiene miedo y, aunque se siente amenazado y acorralado por las autoridades, confiesa su fe en Jesús y la defiende con presteza.

San Pablo dice:
“En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor” (Efesios 5,).

Él mismo vivió una experiencia similar de encuentro con JESÚS, camino de Damasco, que cambió su vida y, de ser perseguidor, pasó a ser su mejor defensor.

Los cristianos estamos llamados a dejarnos interpelar constantemente por el Señor y a no fiarnos de las propias fuerzas. El mal acecha en cada encrucijada de la vida.
El camino cuaresmal nos ayuda a descubrir durante la marcha hacia la Pascua los rincones oscuros del corazón y horizontes abiertos a la esperanza.
Nos invita también a la conversión, a cambiar nuestra mirada negativa sobre el mundo, a lavarnos los ojos como el ciego, para ser limpiados por la gracia de Dios.

Porque si miramos con gafas oscuras, lo veremos todo oscuro; si miramos con gafas claras, veremos también todo claro. “Mirar” en positivo es fundamental para ver la vida y los acontecimientos con los “ojos” de Dios.

Los dirigentes judíos y algunos fariseos, marcados por la Ley, no entienden cómo Jesús recupera la vista del ciego en sábado, ni aciertan a valorar los signos de Dios. Sus ojos están cerrados a la verdad y, al no haber amor en sus comportamientos, insultan y rechazan al ciego.

Nosotros podemos caer en estas mismas actitudes.
Cada vez que rechazamos a alguien para defender la pureza de nuestra fe cristiana y damos más importancia a las pautas de comportamiento establecidas que a la `persona misma, obramos igual que los descalificadores del ciego.

No estamos exentos de culpa El que ama está en la luz.

No conocemos a las personas, a quienes frecuentemente juzgamos por apariencias, porque sus valores, sus pequeños detalles, sus testimonios, se nos escapan. Estos son el verdadero tejido de la vida, que es un sacramento, aunque nos quedamos en los accidentes.

Cuando anteponemos las normas legales por encima de la justicia, la misericordia y la buena fe, es que no amamos de verdad.

El amor excluye la intolerancia, los malos modos, la inquisición y los juicios temerarios, que son frutos todos ellos de los celos.

Los celos son enemigos del amor, porque introducen la duda metódica y la desconfianza en las relaciones humanas, y colocan al sujeto en un pedestal de dominio, desde el que imparte justicia. Es imposible así vivir en mutua pertenencia y en un plano de igualdad y de respeto a todos los valores y a todas las ideas.

Los integrismos religiosos excluyentes, presentes todavía en amplios sectores de la Iglesia, mancillan su imagen e impiden ver el verdadero rostro de Jesús, al que hoy condenarían por mezclarse con pecadores, prostitutas y gente de mala vida.

¿Acaso los buenos padres dejan de amar a su hijo por haber cometido un delito?


Tratarán, más bien, de dialogar con él y llevarle al buen camino. El amor mira al otro desde el otro, confía en él e intenta hacerle feliz, satisfaciendo sus necesidades más profundas, y da testimonio del don recibido. Cuando amamos de verdad, dejamos que la luz impregne nuestra vida y nos condicione para bien. El ciego es un ejemplo: Jesús lo encuentra, y éste se deja guiar, se enamora de él y testimonia con valentía la fe recibida.

La luz entra, de esta manera, y definitivamente, en su corazón.

En cada hombre y en cada mujer hay una ventana cerrada, que debemos abrir para que entre la luz, se ventile la casa y se respiren aires nuevos.

Nos movemos en antros oscuros de convivencia, buscando una salida de los intereses creados que nos atenazan y de las ideologías cambiantes, que nos sumen en un mundo de confusión y abandono.

Queda poco espacio al desarrollo mental y espiritual de las personas. Siempre hay grupos mediáticos que piensan, organizan y desarrollan actividades por nosotros.

Es más cómodo dejarnos “llevar” egoístamente, mientras haya dinero en el bolsillo, para pagar los servicios. Pero nada termina de llenarnos, de saciar nuestra sed, de iluminar nuestro camino.

Existe una inconfesada y profunda necesidad de Dios en la sociedad actual, tan saturada de todo tipo de experiencias como carente de un líder moral, que aglutine en torno a sí la regeneración de las personas, los estereotipos sociales y el cambio de las estructuras injustas de poder.

El papa Francisco ha empezado a marcar un camino esperanzador, llevando el evangelio a la calle, bajando a los gobernantes de sus pedestales, combatiendo la corrupción, fomentando el diálogo y promoviendo la unión en el amor.

Pero el verdadero líder es Jesús, a quien el Papa representa.

Es un reto dejar que Dios nos transforme con su luz para compartirla con todos.
Es grato pensar y sentir que Jesús es nuestro compañero de viaje y va delante de nosotros como médico que cura las heridas del pecado y como guía que nos conduce a la vida eterna.

Te damos gracias, Señor, por la luz de la fe y por estar a nuestro lado. Así podemos exclamar como el salmista:

“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (Salmo 22, 4)

San Juan Clímaco

Abogado de la ciudad de Antioquia, triunfó tal vez desde la misma tribuna que había presenciado antaño los éxitos de San Juan Crisóstomo. De esta primera época de su vida le quedó el sobrenombre de Escolástico, que en el Imperio bizantino significaba rétor o abogado. Un día se dio cuenta de que hay en el mundo una fuerza más poderosa que la palabra, y se marchó a la soledad a luchar con el arma del silencio. «En los confines de la Arabia—dice un historiador griego—hay una región donde no hay agua ni frutos, donde ni se alza un árbol ni se ve una tierra cultivada. En un ángulo, cerca del mar Rojo, se yergue el monte abrupto del Sinaí, donde viven grupos de anacoretas meditando día y noche en la muerte.» Tal es el lugar donde encontró un refugio el retórico antioqueno. En esta montaña bíblica pasó el resto de su vida, «tan perfectamente muerto al mundo—dice su biógrafo—, que su alma parecía como despojada de la inteligencia, lo mismo que de la voluntad».

En su celda anacorética Juan rezaba, ayunaba, leía las vidas de los antiguos solitarios, y los imitaba en sus ayunos y en sus penitencias. «Subió, como Moisés, a las cumbres—dice el hagiógrafo—, entró en la nube inaccesible en alas de la contemplación, recibió la ley grabada por la mano divina, abrió la boca para recibir la palabra de vida y de verdad, aspiró el Espíritu Santo, y habiéndose llenado con las luces de la gracia, pudo derramar sobre las almas las riquezas inestimables de su doctrina.» No le faltaron momentos de tristeza y de desaliento; y él mismo confiesa que estuvo a punto de abandonar el retiro y volver otra vez al mundo. «Estaba—dice—sentado un día en mi celda, con tal congoja y turbación, que me faltaba poco para echarlo todo a rodar. En este instante llegaron a mi puerta unos desconocidos, y empezaron a alabar con tanto calor la felicidad de mi vida solitaria, que inmediatamente desapareció aquella tentación de aburrimiento, arrojada por la de la vanagloria. Y admiré cómo el demonio de la vanidad, semejante a un hierro de tres puntas, que tiene siempre en alto una de ellas, hace la guerra a los demás demonios.»

Este pequeño detalle nos descubre al sutil observador de las intimidades del alma. En la soledad de la celda, ese poder se había ido agudizando de tal manera, que nada de lo que pasaba en su interior quedaba inadvertido. En la más alta almena de su ser vigilaba constantemente el ojo de su espíritu, siguiendo alerta los movimientos de los sentidos, las llamaradas de la imaginación, las acometidas y emboscadas de los demonios, y las llamadas, unas veces silenciosas y casi imperceptibles, otras impacientes y ruidosas, de la gracia. De esta suerte llegó a ser el gran estratega de la vida espiritual, a conocer todos los peligros que el alma encuentra en su peregrinación hacia Dios y a llevar a la suya hasta aquel grado perfecto que, como dice él, «consiste en un transporte y en un arrobamiento del hombre en Dios, y en una iluminación singular, que, por el arrebato del éxtasis, nos pone en presencia de Jesucristo, de una manera secreta e inefable, llenándonos de una luz espiritual y celeste».

La celda del anacoreta empezaba a verse rodeada de discípulos y admiradores que venían a contarle sus visiones y a pedirle un consejo. Él los recibía con amor, los escuchaba con paciencia y les aconsejaba con sabiduría, según aquel principio que sentará más tarde: «El que con su enseñanza puede contribuir al progreso de su prójimo y a la salvación de sus hermanos, y no les reparte con plenitud de caridad las palabras de vida que ha recibido para comunicárselas a los demás, tendrá el castigo del que oculta el talento debajo del celemín.»

Pero como los hombres son con frecuencia malintencionados, hubo monjes que miraron mal aquella facilidad con que el antiguo abogado abría a los visitantes la puerta de su choza, llamándole disipado, vanidoso, y charlatán. Estaban, sin duda, tristes porque nadie se acordaba de ellos, que tal vez habían pasado más lustros en los ejercicios austeros de la vida solitaria. Juan quiso probarles que era capaz de callar tanto como ellos, y estuvo un año sin recibir una visita, sin hablar una palabra, sin ver un solo hombre. Después pensó que podría armonizar la enseñanza con el silencio, y «tendiendo las velas al viento favorable y abandonando la dirección del navío a Cristo, excelente piloto», tomó la pluma y escribió un libro, un libro único, que le ha dado un puesto entre los grandes maestros de la vida espiritual que ha tenido el cristianismo. Es su famosa Escala mística, resumen de su profunda experiencia de las almas, obra de psicólogo y de pensador, de erudición y de empirismo, en que vemos al alma subir los treinta peldaños por los cuales se llega a la cima de la unión con Dios; en que aparece el soldado de Cristo asaltando y rindiendo las treinta torres que circundan la morada sublime del castillo interior. Por gratitud al constructor de este artefacto espiritual, los monjes antiguos le llamaron Clímaco, que quiere decir el hombre de la escala

Lecturas


Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará.
En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él.
Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz.
Bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia tardía que empapa la tierra.
- «¿Qué haré de ti, Efraín? ¿Qué haré de ti, Judá?
Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora.
Por eso os herí por medio de los profetas, os condené con la palabra de mi boca.
Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos.»

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
- «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.”
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

Palabra del Señor.

Santos Jonás y Baraquicio

Sapor, rey de Persia, emprendió una recia persecución contra los cristianos. Jonás y Barraquicio, dos monjes de Beth-Iasa, sabiendo que varios cristianos estaban sentenciados a muerte fueron a alentarlos y servirlos. Después de la ejecución, los dos santos fueron aprehendidos por haber exhortado los mártires a perseverar hasta morir.

El rey empezó instando a los dos hermanos y urgiéndoles a que obedecieran al monarca persa y que adoraran al sol. Ellos se mantuvieron fieles en su fe a Cristo, por lo que Barraquicio fue arrojado a un estrecho calabazo, mientras que Jonás se le ordenó a adorar a los dioses, pero ante su negativa fue azotado y arrojado a un estanque de agua helada.

Posteriormente, Jonás fue atormentado con muchas torturas, para después ser prensado en un molino de madera hasta provocarle la muerte. Los jueces le aconsejaron a Barraquicio que salvara su propio cuerpo, pero el santo jamás renegó su fe; fue entonces sujeto de nuevo a tormentos y finalmente se le dio muerte, vertiéndoles pez y azufre ardientes en la boca.