Lecturas


Hijos míos, es el momento final.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Palabra del Señor.

San Silvestre I, Papa

San Silvestre, con ese aire de despedida del año viejo, tiene una significación especial en la historia de la Iglesia, no ya sólo por sus virtudes, sino también por la época difícil y maravillosa, a su vez, que le tocó vivir.

Debido a esta circunstancia, no es extraño que su venerable figura haya ido recogiendo a través de los siglos una multitud de leyendas piadosas, haciendo difícil distinguir entre ellas lo que pueda haber de falso o de verdadero. De San Silvestre nos hablan, casi por encima, los primeros historiadores cristianos: Eusebio de Cesarea, Sócrates y Sozomeno. Más noticias encontramos en la relación de los papas que trae el Catalogo Liberiano y, sobre todo, en la multitud de detalles con que adorna su vida el famoso Pontifical Romano. Fue compuesta esta obra en diversos tiempos y por diversos autores, y en lo que toca a San Silvestre, recoge de lleno sus célebres actas, elaboradas durante el siglo v, y que, a pesar de ser admitidas por algunos Padres antiguos, fueron siempre consideradas como espúreas por la Iglesia de Roma.

El hecho de mezclar lo verídico con lo fabuloso, dieron a las actas de San Silvestre un gran predicamento durante toda la Edad Media, aunque pronto fueron cayendo en desuso, teniendo en cuenta, sobre todo, los dos hechos principales que en ellas se mencionan: la curación y conversión de Constantino y la donación que el emperador hace al papa Silvestre, no ya sólo de Roma, sino también de Italia y, como algunos llegaron a suponer, de todo ei Imperio de Occidente. Baronio, el autor de los Anales eclesiásticos, supone la autenticidad de las mismas y recurre al testimonio del papa Adriano I, que en el siglo Vlll las tiene como tales en una carta a los emperadores Constantino e Irene, cuando la lucha por las imágenes. Son citadas a su vez en la primera decretal del concilio II de Nicea, y autores no muy lejanos de la época, como San Gregorio de Tours y el obispo Hincmaro, traen a colación el bautismo de Constantino cuando narran el no menos famoso de Clodoveo.

La leyenda del bautismo parece estar tomada de una vida romanceado de San Silvestre, cuya fecha y patria se desconocen, pero que bien pudieran ser de la segunda mitad del siglo v. Duchesne la hace venir de Oriente, por el camino que trajeron todas las que se referían a la invención de la santa cruz, a Santa Elena y al mismo Constantino. Para otros, sin embargo, toda la leyenda tiene un carácter netamente romano.

Eusebio, el nada escrupuloso panegirista del emperador, nos dice con toda sencillez que Constantino fue bautizado al fin de su vida en Helenópolis de Bitinia, y nada menos que por un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia. De ser cierto lo de las actas, no lo hubiera pasado por alto de ninguna de las maneras, pues vendría muy bien para exaltar la figura de aquel emperador, a quien hace lo posible por presentar como un príncipe simpatizante en todos sus hechos con el cristianismo. La costumbre, sin embargo, de aquellos tiempos, y, sobre todo, las disposiciones en que se encontraba el mismo Constantino, parecen convencer en seguida de lo contrario. Es verdad que manifiesta una verdadera simpatía por la nueva religión, pero no por eso deja de vivir en su juventud el paganismo depurado de su padre, Constancio Cloro. Cuando se proclama emperador en el año 306, adopta con la diadema el culto a la tetrarquía romana, y especialmente el de Júpiter y Hércules. Su contacto con los cristianos le lleva a un monoteísmo especial, que se concreta en el culto del sol invictus. Mas tarde, cuando vence a su rival Majencio en el 312, Constantino aparece identificado del todo con el cristianismo; pero este es supersticioso y con gran reminiscencia pagana. De hecho, nunca abandona las atribuciones de pontífice máximo, concibe el cristianismo como una religión imperial, semejante a la anterior, y en su misma vida no ofrece nunca las características de un auténtico convencido.

Algo semejante ocurre en lo que se refiere a la "Donación Constantiniana". Ya el emperador Otón III, por el siglo Xl, afirmaba que, a pesar de ser tan popular, habia de tenerse el documento como falso. Esto lo demuestra con buenas razones el humanista del siglo xv Lorenzo Valla, y hoy aparece claro cómo la noticia se inventó entre los siglos Vlll y IX con el fin de justificar en Roma la donación que de las tierras conquistadas a los lombardos hacen a diversos papas Pipino el Breve y Carlomagno.

Sólo teniendo en cuenta estas apreciaciones podemos conocer lo que de verdad hay sobre San Silvestre, sin temor a desvirtuar por ello su recia personalidad.

Nace San Silvestre alrededor del año 270, en época de relativa paz para la Iglesia. Su padre, Rufino, le pone desde niño bajo la dirección del prudente y piadoso presbitero romano Cirino, y en seguida se empieza a distinguir por una abnegada caridad, ofreciendo su casa a todos los peregrinos que acudían a visitar la tumba de los apostoles. En una ocasión llama a su puerta Timoteo de Antioquía, gran apóstol de la palabra y de santa vida. Pronto se dan cuenta de ello los paganos, y una noche, cuando vuelve cansado a la casa de Silvestre. es apresado por las turbas y condenado a morir entre los más horribles tormentos. Silvestre no se atemoriza ante el peligro, y poco después, aprovechando las sombras de la noche, se apodera de las reliquias y les da honrosa sepultura.

Sospechando el prefecto de Roma, Tarquinio Perpena de aquel celoso muchacho, y creyendo que acaso guardaba las riquezas que suponia tener Timoteo le manda llamar a su presencia, y entre ambos se entabla este diálogo, que nos han conservado las actas:

—Adora al instante a nuestros dioses—le dice el prefecto—-y deposita en sus altares los tesoros de Timoteo, si es que quieres salvar tu vida.

Silvestre no titubea, y más sabiendo la pobreza en que había vivido el mártir de Cristo.

—¡Insensato!—le dice—, yerras si piensas ejecutar tus amenazas, porque esta misma noche te será arrancada el alma, y así reconocerás que el único verdadero Dios es el que tú persigues; el mismo que adoramos los cristianos.

Tarquinio se enfurece y manda encerrar al joven; pero en la misma noche una espina que se le atraviesa en la garganta pone fin a su vida, y con ello Silvestre es puesto en libertad.

Sea lo que fuere del hecho, la verdad es que Silvestre era apreciado en la Roma de entonces por su humildad y apostolado, y muy pronto, a los treinta años, es ordenado sacerdote por el papa San Marcelino. Horas difíciles eran aquellas para la Iglesia. Desde el año 286, el emperador Diocleciano había asociado al Imperio al nada escrupuloso Maximiano Hercúleo, y poco más tarde ambos augustos adoptan como césares a Constancio Cloro para las Galias y Bretaña y al cruel Galerio para el Oriente. A qué obedeció la nueva postura de Diocleciano, se desconoce en parte; pero pronto se iba a organizar en su reinado una terrible persecución, que llevaba el intento de deshacer desde sus cimientos toda la Iglesia.

Por otra parte, no faltaban disensiones entre los mismos fieles, y sobre todo se hacia más acuciante el peligro de una nueva secta, el donatismo, que iba teniendo grandes prosélitos entre los cristianos de Africa. Silvestre toma parte por la ortodoxia, creándose pronto enemigos, pero esto no impide para que la Iglesia de Roma tenga puestos sus ojos en aquel varón de Dios, "puro, de piedad ferviente, mortificado y humilde", como le retratan las actas, y a quien había de designar para suceder al papa San Melquiades en la silla de San Pedro.

San Silvestre es elegido papa el 31 de enero del año 314, siendo cónsules Constantino y Volusiano y en el año noveno del imperio de Constantino. Largo va a ser su pontificado—veintitrés años, diez meses y once días—y lleno de grandes acontecimientos. Un año antes, en febrero del 313, había sido decretada la libertad de la Iglesia por el edicto de Milán, y desde entonces cuenta con el apoyo decidido del emperador y con la simpatía de los numerosos prosélitos que se presentan cada dia.

El paganismo, sin embargo, no podía acomodarse al nuevo sesgo que tomaban las cosas. Y de ser cierto lo del bautismo de Constantino que nos cuentan las actas, habríamos de encajarlo precisamente en estos primeros años del nuevo papa. Parece ser que, en una de las ausencias del emperador, los magistrados de Roma se aprovecharon para iniciar de nuevo la persecución. Silvestre mismo tiene que salir de la ciudad, y se refugia con sus sacerdotes en el monte Soracte o Syraptim, llamado después de San Silvestre, y que dista unas siete leguas de Roma. Cuando vuelve Constantino, se encuentra de manos con una tragedia dentro de su misma familia, pues nada menos que a Crispo, su hijo y heredero, se le acusaba de haber cometido adulterio con su segunda mujer, Fausta. Llevado de la cólera, el emperador manda darle muerte: pero es castigado de improviso con una repugnante lepra, que le cubre todo el cuerpo. En seguida acuden a palacio los médicos más renombrados, que se ven impotentes en procurarle remedio, y como última solución, y para aplacar la ira de los dioses, le proponen bañe su cuerpo en la sangre todavía caliente de una multitud de niños sacrificados con este fin. Cuando se van a hacer los preparativos y ya el cortejo imperial iba a subir las gradas del Capitolio, Constantino se conmueve ante los gemidos de las madres de los inocentes, que piden misericordia, y ordena se retire inmediatamente el sacrificio. Aquella misma noche se le aparecen en sueños dos venerables ancianos, Pedro y Pablo, que le recomiendan busque al obispo Silvestre, que está escondido, el cual les mostrará el verdadero baño de salvación que le curaría.

A la mañana siguiente aparece por las calles de Roma, y conducido con toda pompa por la guardia pretoriana, Silvestre, el perseguido. El encuentro con el emperador es benévolo. Entablan un diálogo de pura formación cristiana, y al fin el Pontífice le increpa con toda solemnidad: "Si así es, ¡oh príncipe!, humillaos en la ceniza y en las lágrimas, y durante ocho días deponed la corona imperial, y en el retiro de vuestro palacio confesad vuestros pecados, mandad que cesen los sacrificios de los ídolos, devolved la libertad a los cristianos que gimen en los calaboros y en las minas, repartid abundantes limosnas, y veréis cumplidos vuestros deseos".

Constantino lo promete todo, se fija el día para el bautismo, y, llegados por fin ante el baptisterio de San Juan de Letrán, se despoja el emperador de todas sus vestiduras, entra en la piscina, es bautizado por San Silvestre, y cuando sale, ante la expectación de todos, aparece completamente curado. De ahora en adelante, dicen las actas, Constantino será el gran favorecedor de los cristianos, y, no contento con eso, va a dejar al Papa su sede de Roma, retirándose con toda su corte a Constantinopla.

Toda esta historia nos indica, al menos, la gran preponderancia que iba tomando la Iglesia frente al Estado. De ello se ha de aprovechar San Silvestre para reconstruir iglesias devastadas y enmendar las corrompidas costumbres. Entre las nuevas leyes que bajo la égida del Pontífice iba a dar el emperador, sobresalen: la validez de la emancipación de esclavos realizada ante la Iglesia, el descanso dominical, contra los sodomitas; la educación de los hijos, revocación del destierro a que estaban condenados los cristianos, restitución de sus bienes, revocación de las leyes Julia y Popea contra el celibato, reconociendo de este modo la posibilidad de un celibato santo dentro del cristianismo: varios decretos asegurando el foro judicial de los clérigos, prohibición de los agoreros, de los juegos en que iban mezclada la inmoralidad y el engaño, etc., etc. Roma iba, de este modo, muriendo a su tradición pagana, para renacer poco a poco a la nueva Roma cristiana.

La gran labor pastoral en que se ve encuadrado el pontificado de San Silvestre ofrece unas facetas características, primicias todas ellas de la Iglesia, que se abre a nuevos horizontes, libre ya de trabas y de postergaciones.

Es su tiempo, la era de los grandes concilios, donde se fijan en detalle los cánones de la fe, el culto divino adquiere una grandeza insospechada, se establece una disciplina eclesiástica cuna de nuestro Derecho, y se extiende cada vez más la supremacía de la Iglesia de Roma. En el mismo año en que es elegido Papa, manda San Silvestre sus legados al concilio de Arlés, donde se resuelve la cuestión de los donatistas, que habían apelado otra vez en la causa de Ceciliano. Este concilio, juntamente con el primero ecumenico de Nicea (a. 325), son los dos puntales del esfuerzo dogmático de tiempos de San Silvestre. Mucho se ha discutido sobre la participación que en ellos tuvo el Pontífice de Roma, ya que tanto uno como otro fueron convocados a instancias del emperador Constantino: pero, a través de lo que en ellos se determina, no ofrece duda la presencia moral del Papa en las decisiones consulares. En Nicea, junto al presidente del concilio, Osio de Córdoba, se sientan los legados pontificios Vito y Vicente, y, de ser cierto el documento que recoge el Líber Pontiticalis, todos los obispos, al final de la asamblea, escriben una carta a Silvestre, donde le dan cuenta de las decisiones adoptadas.

Más claro y conmovedor es el testimonio de los Padres del concilio de Arlés. En esta asamblea, como en todas las que celebra Constantino, se ve, es cierto, una sumisión del episcopado al poder civil; pero al mismo tiempo un afecto y una gran sumisión al Papa. Es éste el que ha de dar su última palabra sobre los donatistas, quien ha de comunicar a las iglesias lo establecido en el concilio, y el que, en fin, ha de hacer poner en práctica sus acuerdos, sobre todo el que se refiere a la celebración de la Pascua. Dicen así en la segunda carta que le envían: "Al amadisimo papa Silvestre, Marino, Agnecio... Unidos en el común vínculo de caridad y de unidad de la madre Iglesia católica y reunídos en la ciudad de Arlés por la voluntad del piisimo emperador, te saludamos a ti, gloriosisimo Papa, con toda nuestra reverencia",

Y añaden: "Ojalá, hermano dilectísimo, hubierais estado presente a este gran espectáculo, pues creemos que contra ellos (los donatistas ) se hubiera dado una sentencia más severa, y de ese modo, uniéndote tú mismo a nuestro juicio, nuestra asamblea hubiera exultado con mayor alegria. Pero, como no pudiste separarte de aquellas tierras en las cuales se asientan también los apóstoles, y cuya sangre testifica sin intermisión la gloria de Dios, por eso te mandamos..."

Esta presencia del Papa se extendió a su vez en la serie de concilios y sínodos que se fueron celebrando en su tiempo: sínodo de Roma (a. 315), concilios de Alejandría, Palestina, segundo de Alejandría, de Laodicea, Ancira, Nicomedia, Cartago, Cesarea de Palestina, etc.

En todos ellos y en otros decretos del mismo Papa se fue creando una liturgia nueva, que, unida a los cánones disciplinares, sirvieron de base a la reorganización interior de la Iglesia. Acaso se pueda rechazar como inventada posteriormente la famosa Constitución de San Siluestre, donde se encuentran una serie de prescripciones sobre los clérigos; pero no podemos dar de lado otras muchas, que sin duda se debieron al celo pastoral de nuestro santo. Citemos algunas:

Solamente el obispo puede preparar el santo crisma y servirse de él para confirmar a los bautizados.

Los diáconos usen dalmática y manipulo en el servicio del altar.

Queda prohibido el uso de la seda o paño de color para el santo sacrificio de la misa. Deben emplearse telas de lino, o sea corporales, que representen la sindone en que fue envuelto el cuerpo de Cristo.

Ningún laico tenga la osadía de presentarse como acusador contra un clérigo.

Ningun clérigo puede ser citado ante un tribunal laico para ser juzgado.

Los días de semana, menos el sábado y el domingo, se llaman 'ferias". En cuanto a la recepción de las órdenes sagradas, determina el tiempo que ha de transcurrir entre una y otra: veinte años para el lectorado, treinta días para el exorcistado, cinco años para el acolitado, otros cinco para el subdiaconado, diez para el de custodio de los mártires, siete para el diaconado y tres, por fin, para el sacerdocio. Normas precisas da también respecto a la vida de los clérigos. Deben ser castos y han de procurar el grado sin ambición y sin ansia de lucro, y solamente pueden ser nombrados aquellos que sean elegidos en unanimidad por el pueblo y la clerecía. Los presbíteros han de tener una reputación bien probada, de modo que, aun los que están fuera de la Iglesia, puedan dar fiel testimonio de ellos. Otras prescripciones abundan; v. gr., sobre el ayuno, los réditos de la Iglesia, que han de dividirse en cuatro apartados; el culto divino, etc.

Y como detalle, esta nota disciplinar en el trato con los pecadores, que nos dice mucho de la delicadeza y caridad de San Silvestre: 'En primer lugar—dice—se les ha de llamar paternalmente y se les ha de esperar siete dias, sin que se les prohiba nada de las cosas de la Iglesia. A este compás de espera se le deben añadir otros siete días, vedándoseles ya todo acceso a los divinos oficios. Siguen otros dos días, en los cuales, si no se arrepintieran, se les separa de la paz y comunión de la santa Iglesia. Otros dos días más, y, por fin, añadiendo todavía uno, y viendo que ya su caso es desesperado, se le debe condenar con el anatema".

En cuanto se refiere al culto divino, nunca conoció Roma, podemos decir, fuera del tiempo del Renacimiento, otra época de tanto esplendor y grandeza. El Pontifical Romano nombra en primer lugar una iglesia del título de Equitio, que mandó construir San Silvestre junto a las termas de Trajano, hoy llamada de los Santos Silvestre y Martín, y que fue como su primera sede y el sitio donde hacía las ordenaciones. Seis veces ordenó en el mes de diciembre, y de aquí salieron 40 presbíteros, 26 diáconos y 65 obispos, que se fueron repartiendo por diversas tierras.

En seguida empiezan las famosas fundaciones constantinianas de San Juan de Letrán, en el monte Cello—in aedibus Laterani—, de San Pedro, en el Vaticano, San Pablo, en la vía Ostiense, y Santa Cruz de Jerusalén, situada en el atrio Sessoriano, muy cerca del templo de Venus y Cupido, como réplica, dice Baronio, a la estatua de Venus que mandó poner Adriano en la cumbre del Calvario. En la misma Roma se levantan a su vez la basílica de Santa Inés, a instancias de la hija de Constantino: la de San Lorenzo, en el campo Verano; la de San Pedro y Marcelino, en la vía Labicana, y otras más en otras ciudades de Italia, como Ostia, Capua y Nápoles.

El papa San Dámaso, cuando termina de dar sus noticias sobre San Silvestre, acaba con esta sencilla frase: Qui catholicus et confessor quievit.

Católico, porque supo mantener la luz de su fe en un tiempo de fuertes herejías. Ecuménico, porque lleva su acción de Arlés a Nicea, de Cartago a Viena del Delfinado. Y, a la vez, confesor, es decir, santo, tomando la palabra en el sentido que se le daba entonces.

Y esta gran confesión o santidad la supo llevar, sobre todo, con una caridad y mansedumbre que fue puesta a prueba muchas veces por aquel que se decía favorecedor del cristianismo. Es sabido cómo a Constantino le aquejaba el prurito de quererse inmiscuir en todos los problemas interiores y exteriores de la Iglesia. Por su mandato se reúnen los obispos en Arlés, convoca el concilio de Nicea, reíne sínodos, lleva a su tribunal la causa de los donatistas e interviene con toda su autoridad en la condena de los arrianos. Alguien ha querido ver cierta timidez en San Silvestre frente al emperador; pero creemos que es desconocer todo lo delicado de aquellos primeros años del cristianismo libre cuando se le atribuye tal especie. San Siivestre asiste a un renacer de la Iglesia, demasiado frágil todavía en lo que a efectos civiles se refiere, y, por otra parte, Constantino sigue siendo el hombre de carácter fogoso, con muchos matices paganos, que a veces le llevan hasta el crimen. La persecución no se habia superado del todo, ya que hasta el 324, con la muerte de Licinio, aún se sigue martirizando en el Oriente y aún en las tierras de Constantino brotan de vez en cuando gritos de rebeldía pagana.

Por otra parte, la solución de aquellos primeros conflictos politico-religiosos de las primeras herejías dependía casi siempre del emperador, pues solían convertirse en verdaderas luchas intestinas, con gran peligro para la tranquilidad del Imperio. No es extraño, por tanto, que San Silvestre, aun consciente de su autoridad, tuviera que ceder muchas veces para no convertir en desfavorables unas posiciones que eran en gran manera ventajosas para la Iglesia. En eso precisamente estuvo su santidad: en saber sufrir los excesos del despotismo por bien de la comunidad, pasando muchas veces al segundo lugar, aunque en lo que tocaba a su ministerio siempre se mantuviera decisivo.

Ni las actas ni la leyenda nos dicen más de su vida. Pero bastante dice ya aquella floración de vida cristiana en que empieza a vivir Roma; el culto divino, que se engrandece con las basílicas; la nueva disciplina eclesiástica y el ejemplo de aquel varón venerable, que iba señalando a todos el nuevo sendero que se abria.

San Silvestre muere el 31 de diciembre del año 337. Fue sepultado en el cementerio de Priscila, en la vía Salaria, en una basílica donde estaba enterrado el papa San Marcelo, y que desde entonces se llamó de San Silvestre. Por el año 1890 se creyó identificar sus ruinas en el transcurso de unas excavaciones, y por fin lo logra en 1907 el arqueólogo Marucchi. Reconstruida una iglesia sobre los primitivos cimientos, fue inaugurada el 31 de diciembre del mismo año, reinando en la Iglesia el santo Pio X.

La Iglesia, por su parte, le ha venerado ya desde antiguo, incluyendo su nombre, juntamente con el de San Gregorio Magno, en la letania de los Santos, y desde tiempos de San Pío V se ha venido celebrando su fiesta con rito doble aun dentro de la octava de Navidad.

Lecturas


Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre.
Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno.
Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre.
Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio.
Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo.
Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero-, eso no procede del
Padre, sino que procede del mundo.
Y el mundo pasa, con sus pasiones.
Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de
Dios lo acompañaba.

Palabra del Señor.

Santa Judit, Heroína Israelita

Gloria a Dios para siempre. Amén.

Judit es una palabra israelita que significa: "alabado sea Dios".

Esta es una heroína famosa que expuso valientemente su vida con tal de obtener la libertad para su patria, Israel, y la libertad para su santa religión.

Uno de los libros más emocionantes de la S. Biblia es el de Judit. Allí se narra lo siguiente.

El general Holofernes, enviado por el rey Nabucodonosor rodeó la ciudad israelita de Betulia con un ejército de 120,000 hombres. Toda la gente de Israel se dedicó a orar a Dios con gran fervor. Los sacerdotes ofrecían sacrificios en el templo de Jerusalén. El pueblo sabía muy bien que sólo un favor especial de Dios podía librarlos de aquel gran peligro.

Holofernes preguntó a sus consejeros qué debía hacer para poder apoderarse de la nación de Israel. Y Ajior, jefe de los amonitas le dijo: "Este pueblo de Israel es muy favorecido por Dios. Cuando se dedican a comportarse mal los abandona y los deja en poder del enemigo; pero cuando cumplen bien sus santos mandamientos, Dios hace prodigios para defenderlos. Así que yo aconsejo: averigüese bien, pues si se están portando mal o han olvidado a Dios, los podemos atacar y los derrotaremos. Pero si están observando buena conducta y obedecen a Dios, no los ataquemos, porque Dios luchará por ellos y nos derrotará a nosotros". A Holofernes y a sus seguidores no les agradó nada esto que dijo Ajior y lo desterraron de allí.

Holofernes se propuso sitiar a Betulia y vencer a sus gentes por hambre y sed. Tapo todos los caminos y cortó las fuentes de agua que la abastecían. Después de 33 días de asedio en Betulia se acabó totalmente el agua, y las gentes caían desmayadas de hambre y de sed. El pueblo se reunió junto a su sacerdote y a sus jefes y les pidieron que se rindieran ante los ejércitos de Holofernes para no perecer de hambre y de sed. El sacerdote Ozías les dijo: "Esperen cinco días y en ese plazo decidiremos qué debemos hacer".

Entonces se presentó ante Ozías y los jefes una mujer llamada Judit. Se había quedado viuda hacía tres años y medio y estaba dedicada a orar, y a ayudar a los necesitados y hacía muchos sacrificios. Era muy hermosa y simpática y nadie podía criticar nada contra ella, porque su vida era la de una persona que tiene mucho temor de ofender a Dios.

Judit les dijo: -"Dios nos está probando pero no nos ha abandonado. Yo voy a hacer en estos días algo cuyo recuerdo se prolongará por muchos siglos. Esta noche saldré de la ciudad y luego Dios hará por mi mano algo que ahora no les puedo contar". Luego se postró ante Dios y le rogó que bendijera su plan y la ayudara. El sacerdote y los demás jefes le dijeron: "Vete en paz y que el Señor te proteja y te guíe".

Judit se adornó con sus mejores joyas y se puso sus más hermosos vestidos y acompañada de su criada salió de Betulia y se dirigió hacia el campo de los enemigos. Estaba hermosísima.

Un grupo de centinelas la vio y le preguntó a dónde iba. Ella les dijo que estaba huyendo de Betulia y quería entrevistarse con el general Holofernes. Ellos la llevaron hacia el cuartel del jefe. Cuando Holofernes y sus generales la vieron se quedaron admirados de su gran hermosura.

Judit le pidió a Holofernes que le permitiera quedarse unos días allí en el campamento y que diera órdenes a sus guardias para que la dejaran salir cada madrugada a un campo vecino a orar a Dios. El general aceptó su petición y ordenó que le ofrecieran los mejores alimentos, pero ella dijo que su criada había llevado provisiones para varios días y que esto les bastaba. Le fue señalada una habitación.

Holofernes se enamoró de la belleza extraordinaria de Judit y organizó un gran banquete en su honor; e invitó a sus mejores generales. Judit llegó al banquete adornada con sus mejores joyas y supremamente hermosa. El general encantado ante su presencia bebió esa noche más que nunca, y cuando los generales lo vieron totalmente borracho lo dejaron allí solo, frente a Judit que estaba a la mesa cenando también.

Cuando Judit vio que todos se habían ido y que ella había quedado completamente sola frente a Holofernes que estaba totalmente borracho y dormido a causa de su borrachera, pidió fortaleza a Dios y tomando la espada del general le cortó la cabeza y la echó entre un costal, y la pasó a su criada. Y como los guardias tenían orden de dejarla salir al campo durante la noche a rezar, la dejaron pasar sin decirle nada. Nadie sospechaba lo que había sucedido. Ella había preferido entre dos males el menor. Un mal era que moriría todo el pueblo de Israel a manos de los soldados de Holofernes, el otro era que muriera Holofernes, pero que el pueblo se salvara. Y Judit escogió este segundo medio.

Judit llegó a Betulia y anunció a Ozías y a los demás jefes lo que había hecho y los mostró la cabeza de Holofernes. La gente se llenó de entusiasmo y empezó a gritar de alegría.

Al amanecer los ayudantes de Holofernes fueron a su habitación y lo encontraron muerto. Y esta noticia causó una alarma tan espantosa que sus soldados se lanzaron a la dispersión, huyendo cada uno por su lado y dejaron libre la ciudad de Betulia y no la destruyeron, y en cambio le dejaron en sus alrededores grandes riquezas que no tuvieron tiempo de llevarse al salir huyendo.

El Sumo Sacerdote de Jerusalén y el senado de la nación fueron hacia Betulia a felicitar a Judit y le dijeron: "Tú eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel. Bendita seas por el Señor Omnipotente por todos los siglos". Y el pueblo respondió: "Amén".

Y Judit entonó un canto de acción de gracias a Dios diciendo: "Alabad a mi Dios con instrumentos musicales. Elevad al Señor cantos de acción de gracias. Porque el Señor es el único que es capaz de evitar las guerras. Bendito sea por siempre. Amén".

Judit vivió en Betulia hasta la edad de cien años. Nunca quiso volverse a casar, y era estimadísima por toda la población. Las riquezas que su marido le había dejado las repartió entre los que lo necesitaban, y después de haber libertado tan valientemente a su pueblo, adquirió un nombre famoso para siempre aquí en la tierra y un puesto en el cielo por sus buenas obras y su gran virtud.

Lecturas


Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole.
El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas.
La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.

Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.
Sobre llevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.
Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
-«Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»
José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes.
Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta:
«Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.»
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo:
-«Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño.»
Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel.
Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía



R.Tagore, poeta indio y premio Nobel de Literatura, cuenta la historia de un matrimonio pobre. Ella hilaba a la puerta de su choza pensando en su marido, y todos los que pasaban se quedaban prendados de la belleza de su cabello negro, largo, como hebras brillantes salidas de su rueca. El iba cada día al mercado a vender algunas frutas. Se sentaba a la sombra de un árbol y sujetaba con los dientes una pipa vacía, ya que no tenía dinero para comprar una pizca de tabaco.

Se acercaba el aniversario de la boda y la mujer se preguntaba qué podría regalar a su marido y de dónde podría sacar el dinero. Tuvo una idea: vender su bello cabello para comprarle un poco de tabaco. Sintió un escalofrío de tristeza, pero, al decidirse, su cuerpo se estremeció de gozo. Lo vendió y sólo obtuvo unas pocas monedas, con las que compró un estuche del más fino tabaco...

Al llegar la tarde regresó el marido. Venía cantando por el camino. Traía en su mano un pequeño envoltorio: eran unos peines para su mujer, que acababa de comprar, tras vender su pipa...

Esta historia enternece, pero se corresponde con la realidad de centenares de familias anónimas que crecen en el amor al calor del hogar.

Ya decía León Tolstoi en su libro “Ana Karenina” que “las familias felices no tienen historia”. ¡Mejor!.

Si el modelo de familia fuera como el que nos presentan buena parte de las películas de cine, las revistas del corazón y las tertulias de la tv,¡ apaga y vámonos!.

Se airean los escándalos, las infidelidades, los insultos, las últimas andanzas y aventuras de los protagonistas, la venta de exclusivas de sus matrimonios... como muestra de modernidad, prostituyendo lo más sagrado en las relaciones humanas: el amor.

Sería absurdo negar la crisis de la familia actual que en nada se parece a la de los tiempos de Jesús.

Las condiciones de vida han variado en la medida que la mujer tiene libre acceso al trabajo y logra independizarse económicamente de la tutela del marido, se ha ido liberalizando en el vestido y en las formas, participa en la política, tiene voz en las empresas y, aunque todavía existe cierta discriminación y machismo, puede tomar decisiones sin que la presión social esté en su contra.

El mismo tipo de sociedad donde debe desenvolverse la familia se ha disgregado a causa del trabajo, de los hobbys, los desplazamientos, las vacaciones, el cómputo del tiempo libre...

La sociedad es también más hedonista, independiente y experimental, lo que conlleva que muchas parejas no se soporten en cuanto llegan los primeros problemas y disminuya el atractivo de los cuerpos. Abundan las separaciones en un porcentaje elevadísimo.

Sin embargo, si preguntáramos a los jóvenes en qué lugar colocan a la familia dentro de un sistema de valores, la mayoría respondería que en primer lugar. Lo que prueba que, en el fondo, no hallan alternativas válidas que sustituyan al afecto, la acogida, la comprensión y el apoyo que encuentran dentro de la propia familia.

El mismo Jesús quiso formar parte de la familia de Nazaret. Allí forjó su personalidad y el aprendizaje de las costumbres judías, aprendió a convivir bajo la vigilancia de sus padres, a quienes estuvo sujeto y obedeció.

El evangelio según San Lucas nos dice que:
“iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres” (Lucas.2,52).

La familia es un tesoro, una bendición que es necesario cuidar como se cuida delicadamente una flor, porque sufre muchas agresiones exteriores que pretenden desestabilizarla y crear otro tipo de cultura familiar, basada más en la unión de los cuerpos que de los corazones, con matrimonios de conveniencia y parejas a prueba como si la persona fuera el motor de un coche o un utilitario de trabajo que se toma y se deja

Si es tan importante la familia en un hipotético sistema de valores, es lógico que se potencie desde las más altas instituciones, pero, sobre todo, que cada uno de nosotros nos lo creamos y lo compartamos con la boca grande y no a hurtadillas y con la boca pequeña como si nos avergonzáramos de lo que decimos.

A raíz del Concilio Vaticano II han nacido varios movimientos de apoyo a la familia que sería largo enumerar. Todos ellos insisten en la necesidad de una preparación adecuada para el matrimonio que englobe el diálogo y la comunicación de los esposos, la apertura al mundo y el encuentro con Dios.

Dialogo y comunicación; he aquí el gran secreto de la felicidad conyugal.

Que cada día los esposos reserven un tiempo para los dos- sin periódicos, sin tv, sin otras distracciones, pero centrándose en ellos mismos- en el que se aborden los acontecimientos de la jornada, se manifiesten mutuamente sus sentimientos y compartan sus pensamientos. No importa que haya discrepancias

Pero los sentimientos – dicen los entendidos- están a la base de toda buena comunicación. Conocer los sentimientos del cónyuge ayuda a comprenderle, a valorarle y a que se realice como persona.

Confiar los sentimientos a la persona que se quiere supone correr el riesgo de ser más vulnerable, pero merece la pena en la medida que se aumenta la mutua confianza.

Amar es aceptar al otro tal cual es sin pretender cambiarle para manipularle al propio antojo.

Cuando se ama no se intenta cambiar al otro; cada uno se cambia a sí mismo para hacerse merecedor de su amor.

Dar la callada por respuesta, dejar que los problemas se pudran o se disimulen pensando que el tiempo los cubrirá con un tupido velo, es una grave equivocación, que termina pasando factura. El silencio se convierte así en la tumba de muchos matrimonios.

Por eso se insiste tanto en preparar adecuadamente a las novios para el matrimonio, ya que la sociedad actual tiende a que los esposos vivan una vida de casados-solteros; cada uno en sus aficiones particulares, en una cohabitación de tolerancia, pero sin riesgos ni problemas. La prioridad está en profundizar en la relación de pareja, que permitirá que la prole actual o por venir crezca en un clima de amor y aceptación.

En un mundo autosuficiente reafirmar la fe en Dios y confesar nuestra dependencia de El nos ayuda a descubrir, al mismo tiempo, la fuerza de la gracia y la limitación del ser humano.

Muchas familias acostumbran a rezar cada día una oración en común y a mantener viva la presencia de Dios.

Seguramente la familia de Nazaret rezaba asiduamente la “shema, Israel”(escucha, Israel), con la que el pueblo recordaba sus raíces y se sentía elegido y amado por Dios.

Difícilmente hubiera pronunciado Jesús la expresión: “abba”(papaíto) si no la hubiera experimentado previamente en su infancia al lado de José y de María.

Mirando a la familia de Nazaret iremos desvelando el misterio de la vida humana, que es una explosión de amor: de Dios y de nuestros padres.


Como todos los años se celebra en Madrid una magna concentración de familias a nivel europeo para celebrar la Eucaristía y reafirmar con su presencia y compromiso los valores tradicionales de la familia, hoy seriamente amenazados por ideologías destructivas e intolerantes que pretenden, por la fuerza de la propaganda y la descalificación, “barrer” la esencia de la fe cristiana. Tocarán en “hueso”, porque la Iglesia se fortalece y purifica en la persecución; algo que ignoran los intransigentes “progre” de turno.

¡Que el Señor perdone su ignorancia!

Unámonos en la plegaria con todas las familias del mundo.

Santo Tomas de Canterbury

Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, ha muerto asesinado. Es el atardecer del 29 de diciembre de 1170. La noticia salta de caballo en caballo, de mar en tierra, y atraviesa la cristiandad sobrecogiéndola de estupor. Ha sucedido acaso—dirá luego la historia—el mayor acontecimiento de la época. Sólo dos años más con dos meses el 2 de febrero de 1173, y Tomás de Londres, por boca del papa Alejandro llI, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás Cantuariense. Otro año más julio de 1174. El enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima cae de rodillas. Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey. Indudablemente estamos en la Edad Media "enorme y delicada". A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, "el mártir de la disciplina", como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.

La crítica histórica se ha encargado de disipar cierta poesía legendaria trenzada en torno al origen de Tomás Becket. En realidad, no hay tal princesa sarracena enamorada que cruza Europa repitiendo las dos únicas palabras de su vocabulario inglés: "Londres", "Becket", hasta encontrar, por fin, al antiguo cruzado, hacerle su marido y darle más tarde un hijo santo: no. El niño nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense. A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano. Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático. El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.

En efecto, el 20 de noviembre de 1154 Enrique II es ungido rey en Westminster. Joven de veintiún años, de estatura corta, ancho de espaldas, la cabeza redonda, enérgico, hábil político, con talento organizador, temible en sus arrebatos de cólera. Tal era el monarca más poderoso entonces de toda la cristiandad, a quien la dote de su mujer, Leonor, heredera de Aquitania, había entregado casi la mitad del territorio francés. No le resulta difícil dar con un primer ministro de talla política poco común. Lo tiene a mano en el brillante arcediano de Canterbury, alto, delgado, pálido, de larga nariz y apostura noble. Tomás Becket comienza a ser, no sólo el canciller de Inglaterra, sino indiscutiblemente la primera figura del reino después del soberano. Le cuadran la solemnidad y el gesto príncipesco. Cuando acude a Francia con la misión de concertar un matrimonio regio, los franceses se quedan boquiabiertos ante el fastuoso cortejo y se preguntan: "Si éste es sólo el ministro, ¿cómo se presentará el rey?" Y el día en que Enrique se lanza a reconquistar el condado de Toulouse, allí está Tomás Becket al frente de sus caballeros, derrochando arrojo de soldado y pericia de estratega. Muy pronto deja de sorprender a los cortesanos la intimidad que media entre soberano y canciller. ¡Cuántas veces se presenta Enrique a la mesa de su ministro, sin previo aviso, mediada ya la comida! El pueblo les ve cabalgar juntos por la capital, y se regocija cuando cierto día el rey forcejea en chanza para arrancar la rica pelliza escarlata de Tomás y entregársela a un mendigo.

Nos cuesta reconocer al clérigo por detrás del gran señor, el árbitro del buen tono y el político inmerso en los negocios del reino, cuyo favor se disputan todos los personajes. Incluso su gran amigo y confidente, el pensador Juan de Salisbury, le echa en cara su desmedida entrega al deporte de la caza. Y otra vez es el prior de Leicester quien, al contemplar su atuendo, le increpa: "¿A qué viene esta manera de vestir? Más parecéis un halconero que un clérigo". Pero no es esto todo. Este mismo Tomás sabe recogerse a tiempos en el retiro espiritual de Merton y su cuerpo no olvida los golpes de la disciplina y las vigilias nocturnas en oración. La reputación de su moralidad salva intacta todos los riesgos de la corte.

Y llegamos a 1162. La sede primada de Canterbury aguarda desde hace varios meses el nombramiento de sucesor del fallecido Teobaldo. Enrique intuye la oportunidad que se le brinda de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al canciller y le anuncia su voluntad de elevarle a la dignidad arzobispal de Canterbury. La respuesta de Tomás está transida de gravedad y melancolía: "Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia". El rey insiste, pero Tomás no cede. Sólo la intervención del cardenal legado. Enrique de Pisa, acabará con la resistencia del canciller. Becket es ordenado sacerdote e inmediatamente recibe la consagración episcopal. Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia. Sobrecogido por la trascendencia de su nueva misión, va a acomodar a ella su vida entera, sujetándola a una regularidad monacal. al más riguroso ascetismo, a la pobreza para sí y el derroche limosnero con los indigentes.

Su renuncia al cargo de canciller ocasiona un disgusto al monarca y la primera fricción entre los dos amigos. La primera nada más. Becket, conocedor del carácter violento e insaciable del Plantagenet, presiente la dureza de futuros choques, que no tardan en llegar. Será el primero la injusta exacción de un tributo arbitrario, ante la cual el arzobispo anuncia de manera inequívoca que sus súbditos no pagarán ni un penique. Más adelante es la pretensión real de que los clérigos reos de crímenes sean sometidos a la justicia civil. En la reunión convocada por el monarca es el arzobispo de Canterbury quien se encarga de fortalecer y decidir a los débiles prelados, dispuestos a la componenda. Enrique, vencido e irritado, exige, por lo menos, la promesa de observar ciertas "antiguas costumbres" que no especifica. El primado está dispuesto a acceder, siempre que se añada la cláusula que deje a salvo los derechos de la Iglesia. La política del monarca se hace más dura y más sutil. Obliga al antiguo canciller a renunciar a ciertas posesiones y honores, y, por otra parte, le da a entender que la promesa pedida es meramente formularia, sin repercusión en la vida de la Iglesia. De esta manera obtiene que Tomás, quien no ve clara la actitud de Roma, otorgue su asentimiento en Claredon. Pero cuando más tarde le son presentados los dieciséis artículos que recogen aquellas "antiguas costumbres" y comprende que en ellos se juega nada menos que el enfeudamiento de la Iglesia por el Estado y, en última instancia, la segregación de Roma, Becket reacciona con firmeza y se niega rotundamente a estampar su sello en el documento.

La tremenda conciencia de su responsabilidad como cabeza de la Iglesia en Inglaterra le come de remordimientos por su momento de flaqueza en Claredon. Cuarenta días permanecerá alejado del altar, del que se considera indigno, mientras aguarda la absolución del Romano Pontífice. El rey, por su parte, redobla las represalias económicas y maneja hábilmente a lores y obispos, forzando así la soledad del primado. Se le abre proceso por gastos contraídos en su tiempo de canciller, a pesar de haberle sido todo condonado el día de su nombramiento como arzobispo. En la mañana del 13 de octubre de 1164, luego de celebrar la misa votiva del primer mártir, San Esteban, el arzobispo, llevando en su mano la cruz metropolitana, se dirige al castillo del rey y denuncia la ilegalidad de aquel proceso. "Después de Dios, mi único juez es el Papa". Y a la madrugada siguiente, en simple hábito de monje, escapa a los emisarios del rey y embarca en Sandwich rumbo a Francia, hacia un destierro que durará seis años. El monarca inglés moviliza una intensa batalla diplomática a fin de distanciar del arzobispo—"el que fue arzobispo", dirá él—a Luis VII, rey de Francia, y al papa, Alejandro III. Pero ambos acogen al exilado con admiración y cordialidad, y la palabra de Becket causa profunda sensación en el Papa y los cardenales reunidos en Sens. Presa todavía de sus remordimientos, Tomás pone su anillo en manos del Romano Pontífice y renuncia a la sede cantuariense; mas Alejandro le obliga a perseverar en su puesto.

Será ahora el monasterio cisterciense de Pontigny el marco de la vida más que nunca orante y sacrificada del ilustre prelado en exilio, y, al mismo tiempo, de su perseverancia en la lucha por los derechos de la Iglesia. De allí salen recias cartas a amigos y enemigos, reproches incluso al mismo Papa cuando Tomás estima su actitud demasiado condescendiente. Pero Enrique tampoco duerme, y pone en juego todos los recursos para rendir a su rival. Confisca sus bienes, destierra a parientes, amigos y siervos, previo juramento de que irán a visitarle a Pontigny. Pretende que el dolor de los suyos fuerce al arzobispo a modificar su actitud. Amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses en territorio inglés si la Orden sigue cobijando a su enemigo. Tomás se traslada ahora a una abadía benedictina y, nombrado legado a latere para Inglaterra, excomulga a varios obispos que se han puesto de parte del rey. Hierve un febril juego diplomático entre el Papa y los soberanos de Inglaterra y Francia. Dos entrevistas de Enrique con su antiguo canciller concluyen en fracaso. El Papa, que ha visto con claridad la mala fe del monarca británico, comienza a perder la paciencia, y se habla de poner en entredicho el reino de Inglaterra. Enrique, instigado por el temor, escenifica una reconciliación con el arzobispo, que tiene lugar en Normandía en julio de 1170. En realidad, nada ha cambiado, y la paz alcanzada es sólo aparente. Pero con ella se presenta a Tomás la oportunidad de regresar a su sede cantuariense

El camino desde Sandwich, en donde desembarca el 1 de diciembre, hasta Canterbury se ve cercado por el júbilo desbordante del pueblo, El pueblo fiel, sí. Pero no los otros. El príncipe heredero se niega a recibirle en audiencia, el hidalgo a quien Tomás reclama unas posesiones responde con el desplante y el insulto, los obispos exigen que les sea levantada la excomunión y por fin, despechados, apelan directamente al rey. Faltan pocas horas para la Nochebuena. En el Consejo real, reunido cerca de Bayeux la atmósfera está cargada de electricidad, mientras se acumulan los cargos calumniosos contra el arzobispo. Enrique II, en el colmo de su cólera, grita las palabras fatales: "¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese cura insolente?" Amanece el día de Navidad. Mientras el arzobispo predica de Jesús que nace para morir y recuerda a San Elfegio, arzobispo de Canterbury y mártir, insinuando que el drama puede repetirse, cuatro caballeros del rey que han creído ver una orden en la airada queja de Enrique, navegan hacia Inglaterra, hacia Canterbury, por un mar con rumores de tragedia.

El arzobispo recibe noticia del inminente peligro. La noche del 28 a 29 será para él noche de vigilia y oración de oración del huerto. A las tres de la tarde los cuatro caballeros piden ser recibidos por el primado. Exigencias, acusaciones y amenazas tropiezan una vez más con la inquebrantable conciencia del deber de Tomás Becket. Los caballeros se retiran. Comienza a sonar el toque de vísperas y el arzobispo se encamina a la catedral como siempre, como si tal cosa. Pero todo Canterbury tiembla con siniestros presagios. Cuando el pequeño cortejo, con cruz alzada, penetra en el templo, se adivinan en la penumbra del claustro figuras de hombres armados. Los monjes cierran nerviosamente las puertas de la catedral, mas el arzobispo, increpándoles: "¡Fuera, cobardes! La iglesia no es un castillo", vuelve a abrirlas con sus propias manos. Luego comienza a subir pausadamente hacia el coro acompañado tan sólo de su anciano confesor, un monje y un clérigo de su servidumbre. En aquel instante irrumpen los caballeros del rey. "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "Aquí estoy--es la serena respuesta—. No traidor, sino arzobispo y sacerdote de Dios." Y desciende con grave lentitud hasta quedar entre los altares de la Virgen y San Benito. Intentan arrastrarle hacia la puerta, pero Becket los rechaza. Golpes sordos de espada y sangre en el rostro del arzobispo. Otro golpe, y Tomás cae de rodillas. En las bóvedas cuajadas de espanto resuenan sus últimas palabras: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia". Un golpe postrero le destroza el cráneo. Los asesinos, invocando el nombre del rey, escapan precipitadamente. Pocos minutos han bastado para el sacrilegio. Al punto, grupos de fieles, consternados ante la magnitud del crimen, corren a la catedral y rodean silenciosos el cadáver que yace en el suelo, sin atreverse a tocarlo. Cuentan que en aquel instante una pavorosa tormenta descargó sobre Canterbury.

Lecturas


Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados.
Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el
Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por os nuestros, sino también por los del mundo entero.

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
-«Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate
José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes.
Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta.
«Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.»
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:
«Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven.»

Palabra del Señor.

Santos Inocentes

Recordemos aquel trozo de pequeña historia política: ante el reyezuelo Herodes aparecieron un día tres sabios, preguntándole, incautos como buenos sabios, dónde estaba el rey que acababa de nacer. Herodes, disimulando el terror para utilizarles a ellos mismos como manera de cortar el peligro, convocó doctores que le dijesen dónde anunciaban las profecías el nacimiento del futuro rey redentor—"liberador", diríamos modernamente—, y se dispuso a luchar con los presagios y con los profetas. Aquellos sabios, sin infundir sospechas por su misma buena fe, le servirían para descubrir el escondrijo del niño. Pero—ya lo recordáis—los sabios, avisados en sueños, volvieron por otros caminos hacia su patria. Y Herodes contó los días, nervioso, irritado consigo mismo por su estupidez. Al fin se decidió a explorar, y se convenció de la decepción: se habían ido. Su remedio fue frío, feroz, burocrático, con estilo del siglo xx: calculó los tiempos, la tardanza del viaje de los Magos, la ida a Belén. Ia espera; añadió un "margen de seguridad", redondeó; salían dos años.

Entonces decretó: que murieran todos los niños de esa comarca nacidos en los últimos dos años. Fue como una leva militar, dos "reemplazos" de niños para morir, arrancados a sus madres; algunos ya andando, diciendo sus primeras palabras balbucidas: otros muertos sobre los pechos maternos. Que dentro de unos años se notara un extraño fenómeno —un vacio de edad entre los mozos, menos brazos para la siega, una escasez de novios para las muchachas—, esto era un detalle administrativo sin importancia. Lo que importaba era durar en el mando, no ser depuesto del trono. Todavia, tiempo después, algún espia herodiano recorreria la región sonsacando, preguntando por los niños, preguntando si alguien confiaba en un futuro rey, si tal vez, ahora mismo... Pero habia un vacio tranquilizador. El baño de sangre parecía haber borrado el peligro.

Esos son los Santos Inocentes, los mártires sin culpa. Pero—nos dice nuestro instinto respondón—también sin mérito. Tendemos a pensar que la bienaventuranza es sólo el pago debido a trabajos y sufrimientos conscientes y voluntarios, y que el niño pequeño todavía no es quién para la gloria. "Angelitos al cielo", decimos como fórmula hueca de consuelo, pero nos resistimos a pensar que allí sean, no cabecitas tontas con alas, no juegos inconscientes, sino personas enteras, que acaso gozarán de Dios mejor que muchos sabios y muchos grandes hombres. Pero ¿es que cuenta tanto la diferencia del crecer, si no es a los tristes efectos de ser más responsables de nuestras maldades? "El que no se haga semejante a uno de estos pequeñuelos no entrará en el reino de los cielos." ¿Acaso hemos ido mucho más allá del niño en comprender a Dios, en saber por qué hacemos lo que hacemos en la vida? A veces es al contrario; hemos enredado, con nuestro orgullo de creer que sabemos explicarlo todo, la clara simplicidad del mundo que teníamos al llegar, donde todo era tan natural y tan enterizo, risa y miedo, cariño y horror, y el sentir que dependemos de algo, al fondo de la vida, nunca bien visible.

El niño tiene también su manera de gloria. San Pablo dice que hay diferencias entre la gloria de las almas como entre la luz de las estrellas: y acaso podemos entender que no sólo es que haya más o menos luz, sino que la luz es diversa, pura y quieta en alguna estrella pequeña: parpadeante y de colores en alguna estrella grande y agitada. El niño todavía está hecho, sin más, para la gloria, sin tener que curarse del arrastre vivido para brillar en luz: su gloria no tendrá ciertas profundidades—ciertos "gozos accidentales", diría la teología—del alma que llega de un largo viaje dolorido, pero será también gloria total, "de mayor". El niño crecerá para Dios en su madurez eterna. Y es que nuestros "méritos"—esa palabra que deberia hacernos ruborizar cada vez que la usamos—valen porque sirven para que Cristo nos dé los suyos. Como los jornaleros del Evangelio, acaso nos irrita pensar que lo que se nos dará tras de tanto peligro y esfuerzo, ya lo tienen unos niñitos que ni siquiera pudieron ser tentados y que apenas tuvieron tiempo de ser buenos y malos. Otra vez Cristo responde "Y a ti qué te importa? ¿No es acaso un enorme regalo el que os hago a todos, en cuanto no os negáis a ello? ¿Por qué no iban a tener los pequeños esa suerte? ¿Creéis que vais a tocar a menos? Tal vez os molesta ya la compañía de los niños en la tierra, porque os señala la vaciedad de lo que creéis vuestros "méritos" de mayores, y porque os desconciertan con sus grandes preguntas, que vosotros empequeñecéis y contestáis con una bobada superficial. Y os desazona pensar que la gloria no es simplemente un asunto de los de "personas mayores", como vuestros oficios, vuestras visitas y vuestras costumbres; que es algo tan arrollador y abierto que seguramente los niños, como en el campo, pueden estar más a gusto allí que vosotros, Pero así hay que hacerse todos: puros e infatigables, como niños jugando, para disfrutar del gran recreo definitivo.

Pero el niño—lo sabemos—, si no se le aplica la redención de Cristo, queda al margen, sin pena ni gloria; no hereda la condena adánica, pero tampoco se puede agarrar a la mano que abre la gloria. Es el caso del niño sin bautizar. Pero, así como hay un "bautismo de sangre", aun sin agua sacramental, para los hombres que reciban la muerte por amor de Dios, también lo puede haber para los niños. Ya sabemos que no hace falta que el niño crezca y diga su voluntad para ser llevado a la pila por el bautismo y entrar en la Iglesia de Cristo; así, tampoco hizo falta que crecieran para que el bautismo de muerte, recibido en ignorancia, les hiciera cristianos en el último momento. Asi entraron en tropel a la gloria para jugar, atónitos, con Dios.

Desde ellos, casi continuamente, de vez en cuando, la historia ha dado "inocentes al cielo". Cada vez que en el mundo hay una guerra o una matanza por las cosas de Dios, hay mártires inconscientes, involuntarios, que mueren revestidos, sin saberlo, de la sangre de Cristo. Basta que no estén enemistados con Dios: un bombardeo, un fusilamiento en masa, convierte en héroes de gloria incluso a quienes, preguntados uno por uno, tal vez se hubiesen acobardado. Tienen derecho al titulo de compañeros de Cristo en su martirio, a través de los siglos, y no se les negará sólo porque ellos no lo hayan pedido. Ocurre lo mismo con la patria: tan héroe es el que dió su sangre acudiendo a alistarse voluntario como el que fue quizá de mala gana, porque tocaba su turnno. Sus nombres no se distinguen en las listas y las lápidas.

Hay aquí un profundo y olvidado consuelo. La historia camina sobre mieses de cadáveres que nos parecerían muertos en vano, a ciegas, como animales en cataclismo; pero de entre tanta carnicería a veces se elevan ejércitos enteros de almas santas, transfiguradas súbitamente de su mediocridad y de su olvido por el sagrado azar de que les tocó caer por causa de Cristo, como una de las infinitas pavesas que brotan del largo incendio traído por la palabra de Dios.

"De la boca de los que no saben hablar sacaste tu alabanza", dice el profeta Jeremías anunciando la gloria evangélica de los niños. Y nosotros hemos de inclinarnos sobre la matanza de los Santos Inocentes para meditar cómo ahí está la mejor gloria que el hombre da a Dios muriendo: todos sus trabajos, todas sus reflexiones y sus convicciones quedan como diminuto añadido al lado de la gran entrega de la vida, ni siquiera pensada, simplemente porque se estaba en las manos de Dios y al morir se ha caído en ese gran abismo de luz que todo lo transfigura. No es preciso que nos alcance la muerte violenta por la causa divina para morir por Dios, para que nuestra muerte se una a la de Cristo, elevándonos de la miseria en que pasamos los días: nos basta ser obscuros siervos, preparados y fieles, y que nuestra vida esté echada siempre ante Él, para que nuestra muerte, por plácida que sea, ocurra "en acto de servicio" y transfigure nuestro pasado vivir como en renovado bautismo sangriento.

Lecturas


Queridos hermanos:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se hizo visible), nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó.
Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa.

El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
-«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Palabra del Señor.