viernes, 31 de mayo de 2013
Lecturas
Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén.
El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos.
El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás.
Aquel día dirán a Jerusalén: «No temas, Sión, no desfallezcan tus manos.
El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva.
Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta. »
Apartaré de ti la amenaza, el oprobio que pesa sobre ti.
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito:
-« ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo:
-«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Palabra del Señor.
Visitación de la Virgen María a su prima Isabel
"He aquí la esclava del Señor..." Imaginad a María. En el pequeño cuarto de su casa nazarena, donde aún queda el aire removido por las alas del ángel. Fuera, en la calle, seguirían los ruidos mínimos y familiares. El zurear de las palomas en el alero, el grito de los pájaros, el chorro de una fuente, el sol sobre la hierba —misterioso ruido de alegría vital que sólo escuchan los ángeles—... La estancia, ya vacía. Pero el corazón de la Doncella lleno de cosas que empiezan. Ella, en la penumbra, bajo la sombra del Espíritu Santo que la cubre como unas alas. Ella, aún con los ojos cerrados, apretados fuertemente para que no se le escape el misterio. Ella, aún con las manos sobre el regazo, junto a la artesa, la tinaja o la masa que enleudar.
—Y mira —ha dicho el ángel—, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el sexto mes para ella, que es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.
¡Qué lluvia de prodigios, Señor!, suspirará María desde dentro. Isabel, anciana, esperando un hijo. Cuando María abra los ojos y vuelva así la luz a la sala, y entre el sol por la ventana hasta su cuerpo reclinado; cuando María vuelva de su lejanía, allá donde ha dicho “sí” sencillamente, la vida estará esperando para reanudarse. María tendrá un primer suspiro, una primera ternura para Aquello que está en Ella. ¿Imagináis este despertar especial de esa ternura, cómo llenaría el corazón de la Doncella? Luego, al volver a la casa, al trabajo, a la pieza de hilo o al abrevar de los corderos, María pensaría en Isabel.
Por aquellos días —dice el santo cronista Lucas— partió María y se dirigió aceleradamente a la montaña, a una ciudad de Judá..."
Por aquellos días... ¡Lástima de parquedad del evangelista! ¡Lástima de no poder asomarnos a lo que pasaba en el corazón de la Señora "por aquellos días"! ¡Lástima de quedarnos a obscuras sin la luz de aquel tiempo! Por aquellos días la Doncella sentiría un renovarse del espíritu y de la sangre. Lo hemos visto en nuestro hogar de seglares, de padres de familia. Pasada la alegría algo inconsciente de las primeras fechas del matrimonio, llega un día lleno de temblores y de júbilos. Es, ya, la certeza de ese hijo del amor que viene a santificar el amor. Y empieza para nosotros, hombres vulgares, una etapa nueva, incomprensible hasta entonces: sabernos padres, saber en camino al fruto de la ternura santificada, nos va a dar una nueva dimensión, la de la gravedad, la de la hondura, la de una madurez que sólo nos trae la plenitud de la vida. Pues si esto es en nosotros, hombres de hoy, hombres del mundo, ¿qué ocurriría en el corazón de la Señora, de aquella que fue elegida para ser corredentora, de aquella en cuya casa se hospedaría el Señor? Esta nueva gracia sobre María, ¡qué hermosa luz daría a su rostro! Sus ojos serían más suaves y como más ausentes, su paso más ingrávido, sus manos más palomas, su amor tan ancho y tan alto, que las dimensiones del universo no podrían contenerlo. No es ya la madurez comenzada de la eternidad. Es que ese hijo es Dios mismo, es el Mesías prometido. Casi pienso que el corazón le dolería a la Doncella, incapaz de contener tanto amor. Y ya entonces tendría que empezar a amarnos a nosotros, incluso a los hombres que aún no existíamos, porque Ella no podría guardar dentro toda aquella necesidad de darse.
Sí. Por aquellos días. María tendría pronto preparada su ropa, el hatillo y el velo que cubriría su rostro del sol de la montaña. Quizá marcharía con un grupo de peregrinos, de los que iban para la Pascua en Jerusalén. Una tierna teoría antigua nos quiere pintar a María marchando por los caminos de Judea con una escolta de ángeles. Como si los ángeles fuesen cuidando de su paso, quitándole las piedrecillas hirientes, los guijos puntiagudos, el calor y la sed, los cardos y la arena ardiente. Es una tierna teoría antigua. ¿Para qué iba a necesitar María del oficio de los ángeles, si Ella llevaba en su corazón, dentro de sí misma, a Aquel que era ya la alegría del mundo a través de la alegría de la Señora? ¿Para que más compañía y más amparo que los del mismo Dios? ¿Y acaso María iba a renunciar a la sed y al calor, a la fatiga y a las piedras? ¿Acaso podemos comprenderla a Ella hurtándose de los dolores de este mundo, Ella que va a ser la Señora del Dolor más intenso? Imaginemos mejor a María caminando hacia la casa de Isabel, a ratos en soledad —aparente— del camino, a ratos marchando con Samuel, el carpintero, o Jacob, el herrero, o Felipe, el labrador de Nazaret.
"También Isabel", ha dicho el ángel. ¿También? La Doncella pensaría, sin duda, todas aquellas palabras, y no dejaría de ver que el "también" suponía alguna relación entre lo ocurrido en Isabel y lo ocurrido en Ella misma. Y tal vez por eso María va "aceleradamente". ¡Qué pocas veces se rompe la sobriedad narrativa de los evangelistas para darnos esta matización de la circunstancia! Aceleradamente, con prisa, María hace el camino hasta la casa de su prima. Por un lado, para expresar a Isabel su alegría de pariente. Pero, sobre todo, para dar cauce a esta alegría inmensa que la llena. ¿Cómo era posible tener esto guardado en el corazón sin compartirlo con nadie? Esto es amor: compartir, dar sobre todo, sin pedir nada o muy poco a cambio. Ama más quien más da. Son así las matemáticas de Dios, que hacen más rico a aquel que se empobrece dando que al que se ha enriquecido recibiendo. Habría, sin duda, cierto temor de María a comunicar, sin más ni más, la razón de su júbilo a Isabel. Pero algo le haría esperar —aquel "también"— que la comunicación sería fácil. Isabel, en mes sexto de su buena esperanza, quizá supiese comprender sólo con ver el brillo sobrenatural de los ojos de María. En tanto, María sigue su camino, dejando atrás la llanura de Esdrelón, amasando en su espíritu todas aquellas cosas extraordinarias. Cuatro o cinco días de viaje. Dormir, quizá, mirando a las estrellas, sobre la paja de una era, al lado de un camino, resguardada de la brisa fresca por unas rocas, escuchando el gran silencio de la noche que Ella llenaría con el eco misterioso de sus dos corazones, el propio y el de su Hijo, que María ya estaría escuchando en sus ansias. Días y noches para acunar su alegría, para asomarse a sí misma como a un pozo que escondiera toda la frescura del mundo. Un pozo donde el mundo podrá calmar pronto toda su sed.
Y, al fin, en casa de Isabel. Quizá alguna vecina la viese llegar por la ladera. "¿No es aquélla María, tu pariente?" Quizá Isabel sentiría una súbita necesidad de salir bajo el emparrado y colocar su mano como visera sobre sus ojos y sonreír luego con el júbilo del reconocimiento.
María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel", sigue San Lucas. Sería un saludo respetuoso, por los años de Isabel y por el afecto, el viejo saludo tradicional de Palestina: "La paz sea contigo, Isabel". Pero ya, aquí, en este momento, el prodigio. Isabel siente algo. Algo que no le dicen la sangre ni la carne, sino Aquel que está en los cielos y para el cual nada es imposible. Por primera vez el Mesías va a ser reconocido. Isabel siente que aquel hijo que va en el sexto mes y que, según la profecía del ángel a Zacarías, está lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, salta en su vientre, como un niño que brinca de alegría. Y "ella misma —dice San Lucas— se sintió llena del Espíritu Santo". Isabel ve a María, se mira en sus ojos anchos y prodigiosos, entra por ellos hasta el misterio que trae escondido la Doncella. Y exclama en alta voz
"¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿De dónde se me concede que la Madre de mi Señor venga a mí? He aquí que tan pronto como tu voz ha resonado en mis oídos, ha saltado el niño en mi seno. Bienaventurada tú, que has creído que se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor!"
Hay un desatarse del júbilo de Isabel. ¿Qué ha visto la anciana en aquella muchacha para bendecirla "entre todas las mujeres"? ¿Qué luz llevan los ojos de María? ¿Qué misterioso mensaje ha recibido Isabel, en inspiración súbita del Espíritu Santo? Esta es, sin duda, la fuente de su conocimiento. Sólo así pudo Isabel saber que su prima María esperaba un Hijo, y que ese Hijo no era un niño como los demás. Hay, en este acontecer de las cosas, una fulgurante dilación poética, que va encajándolas en una sorprendente armonía. Dios no sólo escribe la historia, no sólo la inventa, sino que, además —y es lógico que así sea—, lo hace con una delicadísima belleza, mezclando las encantadoras cosas cotidianas con las cosas celestes. Y, así, las personas que van cruzando por esa realista pantalla cinematográfica que es el Evangelio son seres suspendidos entre el cielo y la tierra, con sus ventanas abiertas siempre al prodigio.
¿Veis cómo Isabel rinde homenaje a María, su jovencísima prima? Los saltos de Juan el Bautista en el seno de su madre son el primer signo de una expectación humana ante el Mesías que ya viene, que necesitará que sus caminos sean allanados para que la Verdad camine fácilmente y encuentre eco en los corazones endurecidos de los hombres.
Pero ved cómo Dios mismo quiere, además, evitar a la Señora la explicación de algo inexplicable. ¿Qué palabras podría usar María para decirle a Isabel que el Mesías estaba ya en su seno? ¿Podía tal prodigio ser explicado con las pequeñas palabras humanas, las que nos sirven para pesar, contar y medir, para dar razón apenas de los actos humanos? Dios se adelanta al rubor de María y hace conocer a Isabel, portentosamente, lo ocurrido. Como un ángel llegará a José más tarde para detenerle en su angustiado proyecto de abandonar a la Doncella, para decirle: "No tengas recelo en recibir a María, tu esposa, en tu casa, porque lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo". Dios mismo va delante de María, abriendo también ante ella los caminos.
Y viene ahora el más largo párrafo que conocemos de María. Nunca más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas, Casi siempre, María va junto a Jesús como una sombra silenciosa. Imaginamos que hablaría poco, porque Ella y Jesús se entenderían fácilmente sin necesidad de largos parlamentos. ¿Recordáis la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de Caná? Ella siempre irá así, como un árbol deseando extender el cobijo de sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como una ánfora en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez, habrá de volverse Jesús.
Pero ahora, no. Ahora el santo cronista va a recogernos para siempre una de las páginas más hermosas del Evangelio. El cántico del Magnificat:
"—Mi alma glorifica al Señor —dice María—, y mi espíritu está transportado de gozo en Dios, mi Salvador.
—Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso, desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
—Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso y cuyo nombre es Santo.
—Su misericordia perdura de generación en generación para los que le temen.
—Muestra su brazo potente, desbarata a los soberbios en los deseos de su corazón.
—A los poderosos los derriba del trono, a los humildes los ensalza, a los hambrientos los sacia de bienes, a los ricos los despide sin nada.
—Ha tomado bajo su amparo a Israel, su siervo, acordándose en su misericordia, según lo prometió a nuestros padres, Abraham y su progenie, por siempre jamás.
Es una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas densas. Porque María ha conocido la hora de la aceptación en la visita del ángel a su humilde casa nazarena; y aceptación será ya toda su existencia, dedicada tan sólo a Jesús: a atenderle de niño, a verle crecer, a verle sonreír y abstraerse, a verle prosperar en sabiduría y gracia, a seguirle luego humildemente por los caminos de toda Palestina... María conocerá la hora de la soledad cuando el Hijo alguna vez esté distante, en país tan hostil que recibe mal a sus propios profetas; y la soledad, sobre todo; cuando Jesús ascienda a los cielos finalmente y Ella aún pase años de existencia humana suspirando por volver junto a su Hijo, esperando con ansias la hora de la Dormición. María conocerá la hora tremenda del dolor cuando todos menos Ella abandonen a Cristo, cuando todos le nieguen, cuando el mundo se vuelva enloquecido, furioso, bárbaro, criminal, contra Aquel que no venía sino a dar liberación eterna a los hombres pecadores; la terrible hora en que María llorará con el Hijo, en el huerto, y estará a su lado, junto a los salivazos y las blasfemias, junto a la negación y el máximo horror de este mundo. María conocerá la hora de la felicidad cuando, ante sus lágrimas sonrientes, respetando milagrosamente su virginidad, tenga ante sí el cuerpecillo desvalido del Niño, aquella noche honda y misteriosa de Belén, aquella noche en que también habrá dolor —dolor por la ignorancia del mundo—, pero sobre todo la alegría de que el Mesías esté entre nosotros, y de que ese Mesías haya dado a la Doncella el honor de alimentarse en su seno.
Pero ahora es un momento distinto. Hora para el júbilo, para la alegría que desata la lengua y parece rodear a la Señora de una luz que no es de este mundo. Ahora necesita decir con palabras, con las más hermosas palabras, que Ella acepta, junto al dolor, junto a la soledad, junto a tantas cosas, también la gloria de esta Maternidad.
Y véase que lo primero que hace María es dar gracias —"Mi alma glorifica al Señor..."— en un perfecto modo de decir "gracias", que es reconociendo, al mismo tiempo, la grandeza del Señor y dándole alabanza. "Mi espíritu está transportado de gozo". ¿Veis cómo era imposible que el corazón de María guardase tanta alegría para sí? ¿Veis cómo era necesario dejar al viento aquel júbilo, para que el viento lo llevase sobre los caminos secos del mundo? ¿Es tan imposible pensar que, en aquel momento, todos los hombres que existían sobre la tierra debieron sentir un escalofrío de alegría incomprensible?
Pero apenas ha dado gracias, al tiempo que da la razón de su cántico. María dice algo maravilloso: "porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava". ¡Señor, Señor! ¡Si esta criatura puede llamarse a sí misma "esclava", si puede hablar de su "bajeza", qué locos, qué ciegos, qué sordos somos los hombres cuando la vanidad se nos sube a la cabeza como un vino fácil, cuando creemos ser lo que no somos, cuando no sentimos a cada instante humillado el espíritu por el conocimiento de nuestra limitación humana!
Apunta Williams con acierto que muchas personas conciben la humildad como una especie de modestia, que se traduce, en último término, en un estado de encogimiento ante los hombres. Y otros toman como humildad un como estar avergonzados ante Dios. Pero la esencia de la humildad no es eso: es doblegarse en las cosas de la vida a lo que se reconoce como voluntad del Altísimo. Por eso, dice Williams, la mirada de los humildes está dirigida siempre en primer término a Dios.
María no es humilde porque se considere más baja que los restantes hombres. Sino porque, como ser humano, se reconoce tan pequeña al lado del Creador. Y al aceptar su gloria, al aceptar esta hora del júbilo, no pierde su perspectiva humana. Se sigue sabiendo mujer, sigue diciendo que todo el mérito de su actual grandeza está en la voluntad del Señor. Esta es la perfecta humildad.
Ni se confunda humildad con ignorancia. Que María sabe exactamente lo que le ocurre está bien claro. "Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso", dice. Y aún añade: "Desde ahora me llamarán bienaventurada..." María sabe, pues, que ese Hijo que lleva en sí es el Mesías. El Evangelio no nos cuenta "todo" de la vida de María. Deja largos espacios de tiempo y muchos sucesos posibles sin narrar. Y es natural que María, que tenía a Dios en sí misma, tuviese una fácil comunicación con el Padre, obrase siempre inspirada por Él. Lo mismo que por Él fue preservada de pecado original, preparada así para su Maternidad desde el principio de los tiempos.
Tras expresar, tan humildemente, su alegría y su aceptación, junto al conocimiento perfecto del prodigio que en Ella se ha obrado, las palabras siguientes de María son para la confianza. Reconoce que la misericordia de Dios "perdura de generación en generación para los que le temen". ¿Verdad que María parece hablar, a veces, en nombre de todos nosotros, sus hijos, especialmente de los justos? ¿Acaso no es lo mismo que dice el salmista y que dirán los santos, al expresar su confianza en que su amor a Dios, la verdad de sus vidas, le llevará a las puertas de la misericordia divina? La virtud, ciertamente, tendrá siempre el premio de Dios.
Y en María esta esperanza está madurada. No sólo por la pureza de su propia vida, sin posibilidad de pecado. Por el conocimiento de su virtud. Sino también porque esa madurez espiritual, que está en María desde su origen, viene reforzada por la voluntad divina: "Ha puesto sus ojos en mí", dice la Doncella. ¿Veis los ojos del Padre, tan capaces —seguro— de sonreír, complaciéndose en la belleza, en la gracia, en la santidad de aquella muchachita judía? ¡Con qué amor habría preparado Dios el nacimiento de esta criatura! ¡Con qué infinita delicadeza pensaría su alma y su cuerpo! Pensad en los orfebres españoles, en Arfe y en tantos otros, tallando durante años aquellas portentosas custodias. Fundiendo la plata y el oro, y encargando las más hermosas perlas y los diamantes más limpios. Y soñando con formas esbeltas, con gracia de campanillas, con brillos cegadores para hacer las custodias. Pues Ella, María, primera custodia, la más grande Custodia de nuestro Dios.
Cuando se escribe de María, de la vida de María, de los dolores o los gozos de María, los hombres nos sabemos pobres e incapaces. Todo en Ella es distinto. Ella es única. Sólo Ella puede decir sus palabras, y, cuando los labios humanos las repiten —como en esa piadosa costumbre de recitar el Magnificat tras la comunión de los fieles—, los labios humanos se sonrojan. Sólo Ella, la más perfecta criatura que haya existido, puede hacer ese tremendo balance de la misericordia de Dios que nos presenta el final del cántico. Sólo Ella, la que no podía temer por su salvación. Sólo Ella podría decir cómo Dios muestra la fortaleza de su brazo, la potencia de sus músculos, el ancho abarcar de su mano ante los hombres.
Sólo Ella podía decir cómo Dios derrumba los castillos de los soberbios y arroja a tierra sus sueños de ambición y de mandato. Sólo Ella podría decir que Dios derriba del trono a los poderosos, sin que ninguna gloria humana prospere, porque todo en este mundo es fugaz y las criaturas humanas nacen muertas, nacen con el sello de la muerte, sin que su vida sea otra cosa que un acercarse, cada vez más, hacia el fin inevitable de la humana existencia. Y, por contra, cómo Dios busca a los humildes en sus rincones de silencio y los ensalza, como en aquella parábola de Cristo, cuando los que se colocan en los últimos puestos son llamados a sentarse en la cabecera de la mesa de bodas. Hay un admirable reconocimiento de la justicia humana en los versos del Magnificat: a los ricos, a los que viven como ricos, a los que no se empobrecen en el amor de Cristo, Dios los despide sin nada, sin decirles una palabra tan sólo. Y a los pobres, a los que viven como pobres y acomodan su existencia a las normas de la evangélica pobreza, Dios los sacia de bienes.
¿Verdad que sólo Ella podía decir tales cosas? Porque sólo Ella estaba libre de pecado.
Pero aún dice algo María. Nadie como Ella podría hablar, como Ella lo hace, en nombre de Israel, del pueblo elegido, de la futura cristiandad. Dios, viene a decir María, ha sabido cumplir su promesa. He aquí que por mi camino nos manda al Señor, al Mesías, al esperado, al que soñaron ver los profetas, mientras se morían de ansias y de años en la espera inútil. Este es el día, como recordará Cristo, que los profetas hubiesen querido ver. ¡Qué bien sonarían estas palabras en los oídos del Padre! Mejor que los elogios de todos los ángeles y bienaventurados.
Cuando sonasen las últimas palabras del Magnificat —yo imagino a María, de pie, inclinada, cogida la mano de Isabel y los ojos cerrados—, cuando siguiese un tenso y expectante silencio donde los suspiros fuesen como vientos..., Dios pondría música a la letra de María, a aquella letra que evidencia tan hondo conocimiento de los Santos Libros, tanta familiaridad con la Escritura. María, hoy, junto al Padre, seguirá diciendo su Magnificat. Y en ese cántico, y en los labios que lo modulan, nosotros, los hombres, tenemos hoy la esperanza. En María, mediadora del género humano.
—Y mira —ha dicho el ángel—, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el sexto mes para ella, que es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.
¡Qué lluvia de prodigios, Señor!, suspirará María desde dentro. Isabel, anciana, esperando un hijo. Cuando María abra los ojos y vuelva así la luz a la sala, y entre el sol por la ventana hasta su cuerpo reclinado; cuando María vuelva de su lejanía, allá donde ha dicho “sí” sencillamente, la vida estará esperando para reanudarse. María tendrá un primer suspiro, una primera ternura para Aquello que está en Ella. ¿Imagináis este despertar especial de esa ternura, cómo llenaría el corazón de la Doncella? Luego, al volver a la casa, al trabajo, a la pieza de hilo o al abrevar de los corderos, María pensaría en Isabel.
Por aquellos días —dice el santo cronista Lucas— partió María y se dirigió aceleradamente a la montaña, a una ciudad de Judá..."
Por aquellos días... ¡Lástima de parquedad del evangelista! ¡Lástima de no poder asomarnos a lo que pasaba en el corazón de la Señora "por aquellos días"! ¡Lástima de quedarnos a obscuras sin la luz de aquel tiempo! Por aquellos días la Doncella sentiría un renovarse del espíritu y de la sangre. Lo hemos visto en nuestro hogar de seglares, de padres de familia. Pasada la alegría algo inconsciente de las primeras fechas del matrimonio, llega un día lleno de temblores y de júbilos. Es, ya, la certeza de ese hijo del amor que viene a santificar el amor. Y empieza para nosotros, hombres vulgares, una etapa nueva, incomprensible hasta entonces: sabernos padres, saber en camino al fruto de la ternura santificada, nos va a dar una nueva dimensión, la de la gravedad, la de la hondura, la de una madurez que sólo nos trae la plenitud de la vida. Pues si esto es en nosotros, hombres de hoy, hombres del mundo, ¿qué ocurriría en el corazón de la Señora, de aquella que fue elegida para ser corredentora, de aquella en cuya casa se hospedaría el Señor? Esta nueva gracia sobre María, ¡qué hermosa luz daría a su rostro! Sus ojos serían más suaves y como más ausentes, su paso más ingrávido, sus manos más palomas, su amor tan ancho y tan alto, que las dimensiones del universo no podrían contenerlo. No es ya la madurez comenzada de la eternidad. Es que ese hijo es Dios mismo, es el Mesías prometido. Casi pienso que el corazón le dolería a la Doncella, incapaz de contener tanto amor. Y ya entonces tendría que empezar a amarnos a nosotros, incluso a los hombres que aún no existíamos, porque Ella no podría guardar dentro toda aquella necesidad de darse.
Sí. Por aquellos días. María tendría pronto preparada su ropa, el hatillo y el velo que cubriría su rostro del sol de la montaña. Quizá marcharía con un grupo de peregrinos, de los que iban para la Pascua en Jerusalén. Una tierna teoría antigua nos quiere pintar a María marchando por los caminos de Judea con una escolta de ángeles. Como si los ángeles fuesen cuidando de su paso, quitándole las piedrecillas hirientes, los guijos puntiagudos, el calor y la sed, los cardos y la arena ardiente. Es una tierna teoría antigua. ¿Para qué iba a necesitar María del oficio de los ángeles, si Ella llevaba en su corazón, dentro de sí misma, a Aquel que era ya la alegría del mundo a través de la alegría de la Señora? ¿Para que más compañía y más amparo que los del mismo Dios? ¿Y acaso María iba a renunciar a la sed y al calor, a la fatiga y a las piedras? ¿Acaso podemos comprenderla a Ella hurtándose de los dolores de este mundo, Ella que va a ser la Señora del Dolor más intenso? Imaginemos mejor a María caminando hacia la casa de Isabel, a ratos en soledad —aparente— del camino, a ratos marchando con Samuel, el carpintero, o Jacob, el herrero, o Felipe, el labrador de Nazaret.
"También Isabel", ha dicho el ángel. ¿También? La Doncella pensaría, sin duda, todas aquellas palabras, y no dejaría de ver que el "también" suponía alguna relación entre lo ocurrido en Isabel y lo ocurrido en Ella misma. Y tal vez por eso María va "aceleradamente". ¡Qué pocas veces se rompe la sobriedad narrativa de los evangelistas para darnos esta matización de la circunstancia! Aceleradamente, con prisa, María hace el camino hasta la casa de su prima. Por un lado, para expresar a Isabel su alegría de pariente. Pero, sobre todo, para dar cauce a esta alegría inmensa que la llena. ¿Cómo era posible tener esto guardado en el corazón sin compartirlo con nadie? Esto es amor: compartir, dar sobre todo, sin pedir nada o muy poco a cambio. Ama más quien más da. Son así las matemáticas de Dios, que hacen más rico a aquel que se empobrece dando que al que se ha enriquecido recibiendo. Habría, sin duda, cierto temor de María a comunicar, sin más ni más, la razón de su júbilo a Isabel. Pero algo le haría esperar —aquel "también"— que la comunicación sería fácil. Isabel, en mes sexto de su buena esperanza, quizá supiese comprender sólo con ver el brillo sobrenatural de los ojos de María. En tanto, María sigue su camino, dejando atrás la llanura de Esdrelón, amasando en su espíritu todas aquellas cosas extraordinarias. Cuatro o cinco días de viaje. Dormir, quizá, mirando a las estrellas, sobre la paja de una era, al lado de un camino, resguardada de la brisa fresca por unas rocas, escuchando el gran silencio de la noche que Ella llenaría con el eco misterioso de sus dos corazones, el propio y el de su Hijo, que María ya estaría escuchando en sus ansias. Días y noches para acunar su alegría, para asomarse a sí misma como a un pozo que escondiera toda la frescura del mundo. Un pozo donde el mundo podrá calmar pronto toda su sed.
Y, al fin, en casa de Isabel. Quizá alguna vecina la viese llegar por la ladera. "¿No es aquélla María, tu pariente?" Quizá Isabel sentiría una súbita necesidad de salir bajo el emparrado y colocar su mano como visera sobre sus ojos y sonreír luego con el júbilo del reconocimiento.
María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel", sigue San Lucas. Sería un saludo respetuoso, por los años de Isabel y por el afecto, el viejo saludo tradicional de Palestina: "La paz sea contigo, Isabel". Pero ya, aquí, en este momento, el prodigio. Isabel siente algo. Algo que no le dicen la sangre ni la carne, sino Aquel que está en los cielos y para el cual nada es imposible. Por primera vez el Mesías va a ser reconocido. Isabel siente que aquel hijo que va en el sexto mes y que, según la profecía del ángel a Zacarías, está lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, salta en su vientre, como un niño que brinca de alegría. Y "ella misma —dice San Lucas— se sintió llena del Espíritu Santo". Isabel ve a María, se mira en sus ojos anchos y prodigiosos, entra por ellos hasta el misterio que trae escondido la Doncella. Y exclama en alta voz
"¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿De dónde se me concede que la Madre de mi Señor venga a mí? He aquí que tan pronto como tu voz ha resonado en mis oídos, ha saltado el niño en mi seno. Bienaventurada tú, que has creído que se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor!"
Hay un desatarse del júbilo de Isabel. ¿Qué ha visto la anciana en aquella muchacha para bendecirla "entre todas las mujeres"? ¿Qué luz llevan los ojos de María? ¿Qué misterioso mensaje ha recibido Isabel, en inspiración súbita del Espíritu Santo? Esta es, sin duda, la fuente de su conocimiento. Sólo así pudo Isabel saber que su prima María esperaba un Hijo, y que ese Hijo no era un niño como los demás. Hay, en este acontecer de las cosas, una fulgurante dilación poética, que va encajándolas en una sorprendente armonía. Dios no sólo escribe la historia, no sólo la inventa, sino que, además —y es lógico que así sea—, lo hace con una delicadísima belleza, mezclando las encantadoras cosas cotidianas con las cosas celestes. Y, así, las personas que van cruzando por esa realista pantalla cinematográfica que es el Evangelio son seres suspendidos entre el cielo y la tierra, con sus ventanas abiertas siempre al prodigio.
¿Veis cómo Isabel rinde homenaje a María, su jovencísima prima? Los saltos de Juan el Bautista en el seno de su madre son el primer signo de una expectación humana ante el Mesías que ya viene, que necesitará que sus caminos sean allanados para que la Verdad camine fácilmente y encuentre eco en los corazones endurecidos de los hombres.
Pero ved cómo Dios mismo quiere, además, evitar a la Señora la explicación de algo inexplicable. ¿Qué palabras podría usar María para decirle a Isabel que el Mesías estaba ya en su seno? ¿Podía tal prodigio ser explicado con las pequeñas palabras humanas, las que nos sirven para pesar, contar y medir, para dar razón apenas de los actos humanos? Dios se adelanta al rubor de María y hace conocer a Isabel, portentosamente, lo ocurrido. Como un ángel llegará a José más tarde para detenerle en su angustiado proyecto de abandonar a la Doncella, para decirle: "No tengas recelo en recibir a María, tu esposa, en tu casa, porque lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo". Dios mismo va delante de María, abriendo también ante ella los caminos.
Y viene ahora el más largo párrafo que conocemos de María. Nunca más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas, Casi siempre, María va junto a Jesús como una sombra silenciosa. Imaginamos que hablaría poco, porque Ella y Jesús se entenderían fácilmente sin necesidad de largos parlamentos. ¿Recordáis la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de Caná? Ella siempre irá así, como un árbol deseando extender el cobijo de sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como una ánfora en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez, habrá de volverse Jesús.
Pero ahora, no. Ahora el santo cronista va a recogernos para siempre una de las páginas más hermosas del Evangelio. El cántico del Magnificat:
"—Mi alma glorifica al Señor —dice María—, y mi espíritu está transportado de gozo en Dios, mi Salvador.
—Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso, desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
—Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso y cuyo nombre es Santo.
—Su misericordia perdura de generación en generación para los que le temen.
—Muestra su brazo potente, desbarata a los soberbios en los deseos de su corazón.
—A los poderosos los derriba del trono, a los humildes los ensalza, a los hambrientos los sacia de bienes, a los ricos los despide sin nada.
—Ha tomado bajo su amparo a Israel, su siervo, acordándose en su misericordia, según lo prometió a nuestros padres, Abraham y su progenie, por siempre jamás.
Es una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas densas. Porque María ha conocido la hora de la aceptación en la visita del ángel a su humilde casa nazarena; y aceptación será ya toda su existencia, dedicada tan sólo a Jesús: a atenderle de niño, a verle crecer, a verle sonreír y abstraerse, a verle prosperar en sabiduría y gracia, a seguirle luego humildemente por los caminos de toda Palestina... María conocerá la hora de la soledad cuando el Hijo alguna vez esté distante, en país tan hostil que recibe mal a sus propios profetas; y la soledad, sobre todo; cuando Jesús ascienda a los cielos finalmente y Ella aún pase años de existencia humana suspirando por volver junto a su Hijo, esperando con ansias la hora de la Dormición. María conocerá la hora tremenda del dolor cuando todos menos Ella abandonen a Cristo, cuando todos le nieguen, cuando el mundo se vuelva enloquecido, furioso, bárbaro, criminal, contra Aquel que no venía sino a dar liberación eterna a los hombres pecadores; la terrible hora en que María llorará con el Hijo, en el huerto, y estará a su lado, junto a los salivazos y las blasfemias, junto a la negación y el máximo horror de este mundo. María conocerá la hora de la felicidad cuando, ante sus lágrimas sonrientes, respetando milagrosamente su virginidad, tenga ante sí el cuerpecillo desvalido del Niño, aquella noche honda y misteriosa de Belén, aquella noche en que también habrá dolor —dolor por la ignorancia del mundo—, pero sobre todo la alegría de que el Mesías esté entre nosotros, y de que ese Mesías haya dado a la Doncella el honor de alimentarse en su seno.
Pero ahora es un momento distinto. Hora para el júbilo, para la alegría que desata la lengua y parece rodear a la Señora de una luz que no es de este mundo. Ahora necesita decir con palabras, con las más hermosas palabras, que Ella acepta, junto al dolor, junto a la soledad, junto a tantas cosas, también la gloria de esta Maternidad.
Y véase que lo primero que hace María es dar gracias —"Mi alma glorifica al Señor..."— en un perfecto modo de decir "gracias", que es reconociendo, al mismo tiempo, la grandeza del Señor y dándole alabanza. "Mi espíritu está transportado de gozo". ¿Veis cómo era imposible que el corazón de María guardase tanta alegría para sí? ¿Veis cómo era necesario dejar al viento aquel júbilo, para que el viento lo llevase sobre los caminos secos del mundo? ¿Es tan imposible pensar que, en aquel momento, todos los hombres que existían sobre la tierra debieron sentir un escalofrío de alegría incomprensible?
Pero apenas ha dado gracias, al tiempo que da la razón de su cántico. María dice algo maravilloso: "porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava". ¡Señor, Señor! ¡Si esta criatura puede llamarse a sí misma "esclava", si puede hablar de su "bajeza", qué locos, qué ciegos, qué sordos somos los hombres cuando la vanidad se nos sube a la cabeza como un vino fácil, cuando creemos ser lo que no somos, cuando no sentimos a cada instante humillado el espíritu por el conocimiento de nuestra limitación humana!
Apunta Williams con acierto que muchas personas conciben la humildad como una especie de modestia, que se traduce, en último término, en un estado de encogimiento ante los hombres. Y otros toman como humildad un como estar avergonzados ante Dios. Pero la esencia de la humildad no es eso: es doblegarse en las cosas de la vida a lo que se reconoce como voluntad del Altísimo. Por eso, dice Williams, la mirada de los humildes está dirigida siempre en primer término a Dios.
María no es humilde porque se considere más baja que los restantes hombres. Sino porque, como ser humano, se reconoce tan pequeña al lado del Creador. Y al aceptar su gloria, al aceptar esta hora del júbilo, no pierde su perspectiva humana. Se sigue sabiendo mujer, sigue diciendo que todo el mérito de su actual grandeza está en la voluntad del Señor. Esta es la perfecta humildad.
Ni se confunda humildad con ignorancia. Que María sabe exactamente lo que le ocurre está bien claro. "Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso", dice. Y aún añade: "Desde ahora me llamarán bienaventurada..." María sabe, pues, que ese Hijo que lleva en sí es el Mesías. El Evangelio no nos cuenta "todo" de la vida de María. Deja largos espacios de tiempo y muchos sucesos posibles sin narrar. Y es natural que María, que tenía a Dios en sí misma, tuviese una fácil comunicación con el Padre, obrase siempre inspirada por Él. Lo mismo que por Él fue preservada de pecado original, preparada así para su Maternidad desde el principio de los tiempos.
Tras expresar, tan humildemente, su alegría y su aceptación, junto al conocimiento perfecto del prodigio que en Ella se ha obrado, las palabras siguientes de María son para la confianza. Reconoce que la misericordia de Dios "perdura de generación en generación para los que le temen". ¿Verdad que María parece hablar, a veces, en nombre de todos nosotros, sus hijos, especialmente de los justos? ¿Acaso no es lo mismo que dice el salmista y que dirán los santos, al expresar su confianza en que su amor a Dios, la verdad de sus vidas, le llevará a las puertas de la misericordia divina? La virtud, ciertamente, tendrá siempre el premio de Dios.
Y en María esta esperanza está madurada. No sólo por la pureza de su propia vida, sin posibilidad de pecado. Por el conocimiento de su virtud. Sino también porque esa madurez espiritual, que está en María desde su origen, viene reforzada por la voluntad divina: "Ha puesto sus ojos en mí", dice la Doncella. ¿Veis los ojos del Padre, tan capaces —seguro— de sonreír, complaciéndose en la belleza, en la gracia, en la santidad de aquella muchachita judía? ¡Con qué amor habría preparado Dios el nacimiento de esta criatura! ¡Con qué infinita delicadeza pensaría su alma y su cuerpo! Pensad en los orfebres españoles, en Arfe y en tantos otros, tallando durante años aquellas portentosas custodias. Fundiendo la plata y el oro, y encargando las más hermosas perlas y los diamantes más limpios. Y soñando con formas esbeltas, con gracia de campanillas, con brillos cegadores para hacer las custodias. Pues Ella, María, primera custodia, la más grande Custodia de nuestro Dios.
Cuando se escribe de María, de la vida de María, de los dolores o los gozos de María, los hombres nos sabemos pobres e incapaces. Todo en Ella es distinto. Ella es única. Sólo Ella puede decir sus palabras, y, cuando los labios humanos las repiten —como en esa piadosa costumbre de recitar el Magnificat tras la comunión de los fieles—, los labios humanos se sonrojan. Sólo Ella, la más perfecta criatura que haya existido, puede hacer ese tremendo balance de la misericordia de Dios que nos presenta el final del cántico. Sólo Ella, la que no podía temer por su salvación. Sólo Ella podría decir cómo Dios muestra la fortaleza de su brazo, la potencia de sus músculos, el ancho abarcar de su mano ante los hombres.
Sólo Ella podía decir cómo Dios derrumba los castillos de los soberbios y arroja a tierra sus sueños de ambición y de mandato. Sólo Ella podría decir que Dios derriba del trono a los poderosos, sin que ninguna gloria humana prospere, porque todo en este mundo es fugaz y las criaturas humanas nacen muertas, nacen con el sello de la muerte, sin que su vida sea otra cosa que un acercarse, cada vez más, hacia el fin inevitable de la humana existencia. Y, por contra, cómo Dios busca a los humildes en sus rincones de silencio y los ensalza, como en aquella parábola de Cristo, cuando los que se colocan en los últimos puestos son llamados a sentarse en la cabecera de la mesa de bodas. Hay un admirable reconocimiento de la justicia humana en los versos del Magnificat: a los ricos, a los que viven como ricos, a los que no se empobrecen en el amor de Cristo, Dios los despide sin nada, sin decirles una palabra tan sólo. Y a los pobres, a los que viven como pobres y acomodan su existencia a las normas de la evangélica pobreza, Dios los sacia de bienes.
¿Verdad que sólo Ella podía decir tales cosas? Porque sólo Ella estaba libre de pecado.
Pero aún dice algo María. Nadie como Ella podría hablar, como Ella lo hace, en nombre de Israel, del pueblo elegido, de la futura cristiandad. Dios, viene a decir María, ha sabido cumplir su promesa. He aquí que por mi camino nos manda al Señor, al Mesías, al esperado, al que soñaron ver los profetas, mientras se morían de ansias y de años en la espera inútil. Este es el día, como recordará Cristo, que los profetas hubiesen querido ver. ¡Qué bien sonarían estas palabras en los oídos del Padre! Mejor que los elogios de todos los ángeles y bienaventurados.
Cuando sonasen las últimas palabras del Magnificat —yo imagino a María, de pie, inclinada, cogida la mano de Isabel y los ojos cerrados—, cuando siguiese un tenso y expectante silencio donde los suspiros fuesen como vientos..., Dios pondría música a la letra de María, a aquella letra que evidencia tan hondo conocimiento de los Santos Libros, tanta familiaridad con la Escritura. María, hoy, junto al Padre, seguirá diciendo su Magnificat. Y en ese cántico, y en los labios que lo modulan, nosotros, los hombres, tenemos hoy la esperanza. En María, mediadora del género humano.
jueves, 30 de mayo de 2013
Lecturas
Voy a recordar las obras de Dios y a contar lo que he visto: por la palabra de Dios son creadas y de su voluntad reciben su tarea.
El sol sale mostrándose a todos, la gloria del Señor se refleja en todas sus obras.
Aun los santos de Dios no bastaron para contar las maravillas del Señor.
Dios fortaleció sus ejércitos, para que estén firmes en presencia de su gloria.
Sondea el abismo y el corazón, penetra todas sus tramas, declara el pasado y el futuro y revela los misterios escondidos.
No se le oculta ningún pensamiento ni se le escapa palabra alguna.
Ha establecido el poder de su sabiduría, es el único desde la eternidad; no puede crecer ni menguar ni le hace falta un maestro.
¡Qué amables son todas sus obras!; y eso que no vemos más que una chispa.
Todas viven y duran eternamente y obedecen en todas sus funciones.
Todas difieren unas de otras, y no ha hecho ninguna inútil.
Una excede a otra en belleza: ¿quién se saciará de contemplar su hermosura?
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: « Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: -«Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Palabra del Señor.
SAN FERNANDO III DE CASTILLA Y LEÓN
San Fernando (1198?-1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y a otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en Africa, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aún frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del "príncipe" de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. "Nada parecido hemos leído de reyes anteriores", dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. "Era un hombre dulce, con sentido político", confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI "el santo et bienaventurado rey Don Fernando".
Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue mortificado y penitente, como todos los santos, pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica: es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como "buenísima, bella, juiciosa y modesta" (optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.
Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.
San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y el ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: "todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando".
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.
A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.
De su reinado queda la fama de sus conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o “cabalgadas" de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. "San Fernando —dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico— practica desde el comienzo una política de lealtad”. Su obra "es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par”. Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el Africa una faz distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado "atleta de Cristo” y "campeón invicto de Jesucristo". Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad —se aventura a decir el mesurado Feijoo— que en otra nación alguna non est inventus similis illi.
Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.
Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?
Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: “ irruit... Domini Spiritus in rege". Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.
Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: “no conoció el vicio ni el ocio”.
Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. "Si yo no velo —replicaba a los que le pedían descansase— ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?" Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.
A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable "Virgen de las Batallas" que se guarda en Sevilla. En campana rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la “Virgen de los Reyes", que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana, Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.
La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: "El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida". Y añade: "Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?"
San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:
"Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hí en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años."
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y a otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en Africa, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aún frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del "príncipe" de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. "Nada parecido hemos leído de reyes anteriores", dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. "Era un hombre dulce, con sentido político", confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI "el santo et bienaventurado rey Don Fernando".
Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue mortificado y penitente, como todos los santos, pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica: es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como "buenísima, bella, juiciosa y modesta" (optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.
Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.
San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y el ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: "todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando".
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.
A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.
De su reinado queda la fama de sus conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o “cabalgadas" de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. "San Fernando —dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico— practica desde el comienzo una política de lealtad”. Su obra "es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par”. Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el Africa una faz distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado "atleta de Cristo” y "campeón invicto de Jesucristo". Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad —se aventura a decir el mesurado Feijoo— que en otra nación alguna non est inventus similis illi.
Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.
Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?
Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: “ irruit... Domini Spiritus in rege". Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.
Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: “no conoció el vicio ni el ocio”.
Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. "Si yo no velo —replicaba a los que le pedían descansase— ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?" Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.
A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable "Virgen de las Batallas" que se guarda en Sevilla. En campana rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la “Virgen de los Reyes", que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana, Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.
La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: "El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida". Y añade: "Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?"
San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:
"Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hí en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años."
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.
miércoles, 29 de mayo de 2013
Lecturas
Sálvanos, Dios del universo, infunde tu terror a todas las naciones, para que sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios fuera de ti.
Renueva los prodigios, repite los portentos.
Reúne a todas las tribus de Jacob y dales su heredad como antiguamente.
Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien nombraste tu primogénito; ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén, lugar de tu reposo.
Llena a Sión de tu majestad, y al templo, de tu gloria.
Da una prueba de tus obras antiguas, cumple las profecías por el honor de tu nombre, recompensa a los que esperan en ti y saca veraces a tus profetas, escucha la súplica de tus siervos, por amor a tu pueblo, y reconozcan los confines del orbe que tú eres Dios eterno.
En aquel tiempo, los discípulos iban subiendo camino de Jerusalén, y Jesús se les adelantaba; los discípulos se extrañaban, y los que seguían iban asustados. Él tomó aparte otra vez a los Doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder:
-«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará.»
Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: -«Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó: -«¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron: -«Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. »
Jesús replicó: -«No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron: -«Lo somos.»
Jesús les dijo: -«El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo; está ya reservado. »
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo: -«Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos. »
Palabra del Señor.
SAN MAXIMINO
Maximino nació al comienzo del siglo IV el Poitiers (Aquitania), al sudoeste de la antigua Galia. Provenía de un hogar muy piadoso.
La santidad de Agricio, obispo de Tréveris, llevó a Maximino a dejar el suelo natal e ir en busca de aquel prelado, para recibir lecciones de religión, ciencias y humanidades. El santo reconoció en el recién llegado una lúcida inteligencia y un firme amor a la doctrina católica, razón por la cual le confirió las sagradas órdenes. En el ejercicio de estas funciones hizo en breve tiempo notables progresos.
Al morir Agricio, conocidos por el pueblo los atributos de Maximino, por voluntad unánime éste fue su sucesor, ocupando la cátedra de Tréveris en el año 332.
Perturbaba en aquel tiempo en la Iglesia el arrianismo, doctrina que negaba la unidad y consustancialidad en las tres personas de la santísima Trinidad; según ellos el Verbo habría sido creado de la nada y era muy inferior al Padre. El Verbo encarnado era Hijo de Dios, pero por adopción.
Contra esta interpretación, que disminuía el misterio de la encarnación y el de la redención del hombre, se levantó Atanasio, obispo de Alejandría, que se había de constituir en el campeón de la ortodoxia.
Reinaba entonces el emperador Constantino el Grande, a quien los herejes engañaron acumulando calumnias sobre Atanasio, y así lograron que lo desterraste a Tréveris en el año 336. Allí Maximino lo recibió con evidencias de la veneración que le profesaba y trató por todos los medios de suavizar la situación del desterrado. Lo mismo hizo con Pablo, obispo de Constantinopla, también forzado a ir a Tréveris después de un remedo de sínodo arriano. Al morir Constantino, el hijo mayor, Constantino el Joven, su sucesor en Occidente, devolvió a Atanasio la sede de Alejandría.
En el año 345, Maximino concurrió al concilio de Milán, donde los arrianos, cuyo jefe era Eusebio de Nicomedia, fueron otra vez condenados. Considerado indispensable para cimentar la paz de la Iglesia celebrar un nuevo concilio ecuménico. Maximino lo propuso al emperador Constante; éste, hallándolo conveniente, escribió a su hermano Constantino, concertándose para tal reunión la ciudad de Sárdica (hoy Sofía, capital de Bulgaria).
Los arrianos quisieron atraer al emperador a su secta y justificar la conducta seguida contra Atanasio. Pero Maximino alertó al emperador, defendiendo así al obispo sin culpa; y Atanasio fue nuevamente restablecido.
Vuelto a su Iglesia, Maximino hizo frente a las necesidades, socorriendo a los pobres. Su familia residía en Poitiers y allá fue a visitarlos, pero murió al poco tiempo en esa ciudad, en el año 349. La fecha de hoy recuerda la traslación de sus reliquias a Tréveris.
La santidad de Agricio, obispo de Tréveris, llevó a Maximino a dejar el suelo natal e ir en busca de aquel prelado, para recibir lecciones de religión, ciencias y humanidades. El santo reconoció en el recién llegado una lúcida inteligencia y un firme amor a la doctrina católica, razón por la cual le confirió las sagradas órdenes. En el ejercicio de estas funciones hizo en breve tiempo notables progresos.
Al morir Agricio, conocidos por el pueblo los atributos de Maximino, por voluntad unánime éste fue su sucesor, ocupando la cátedra de Tréveris en el año 332.
Perturbaba en aquel tiempo en la Iglesia el arrianismo, doctrina que negaba la unidad y consustancialidad en las tres personas de la santísima Trinidad; según ellos el Verbo habría sido creado de la nada y era muy inferior al Padre. El Verbo encarnado era Hijo de Dios, pero por adopción.
Contra esta interpretación, que disminuía el misterio de la encarnación y el de la redención del hombre, se levantó Atanasio, obispo de Alejandría, que se había de constituir en el campeón de la ortodoxia.
Reinaba entonces el emperador Constantino el Grande, a quien los herejes engañaron acumulando calumnias sobre Atanasio, y así lograron que lo desterraste a Tréveris en el año 336. Allí Maximino lo recibió con evidencias de la veneración que le profesaba y trató por todos los medios de suavizar la situación del desterrado. Lo mismo hizo con Pablo, obispo de Constantinopla, también forzado a ir a Tréveris después de un remedo de sínodo arriano. Al morir Constantino, el hijo mayor, Constantino el Joven, su sucesor en Occidente, devolvió a Atanasio la sede de Alejandría.
En el año 345, Maximino concurrió al concilio de Milán, donde los arrianos, cuyo jefe era Eusebio de Nicomedia, fueron otra vez condenados. Considerado indispensable para cimentar la paz de la Iglesia celebrar un nuevo concilio ecuménico. Maximino lo propuso al emperador Constante; éste, hallándolo conveniente, escribió a su hermano Constantino, concertándose para tal reunión la ciudad de Sárdica (hoy Sofía, capital de Bulgaria).
Los arrianos quisieron atraer al emperador a su secta y justificar la conducta seguida contra Atanasio. Pero Maximino alertó al emperador, defendiendo así al obispo sin culpa; y Atanasio fue nuevamente restablecido.
Vuelto a su Iglesia, Maximino hizo frente a las necesidades, socorriendo a los pobres. Su familia residía en Poitiers y allá fue a visitarlos, pero murió al poco tiempo en esa ciudad, en el año 349. La fecha de hoy recuerda la traslación de sus reliquias a Tréveris.
martes, 28 de mayo de 2013
Lecturas
El que observa la ley hace una buena ofrenda, el que guarda los mandamientos ofrece sacrificio de acción de gracias; el que hace favores ofrenda flor de harina, el que da limosna ofrece sacrificio de alabanza.
Apartarse del mal es agradable a Dios, apartarse de la injusticia es expiación.
No te presentes a Dios con las manos vacías; esto es lo que pide la ley.
La ofrenda del justo enriquece el altar, y su aroma llega hasta el Altísimo.
El sacrificio del justo es aceptado, su ofrenda memorial no se olvidará.
Honra al Señor con generosidad y no seas mezquino en tus ofrendas; cuando ofreces, pon buena cara, y paga de buena gana los diezmos.
Da al Altísimo como él te dio: generosamente, según tus posibilidades, porque el Señor sabe pagar y te dará siete veces más.
No lo sobornes, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios injustos; porque es un Dios justo, que no puede ser parcial.
En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: -«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más - casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones -, y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros.»
Palabra del Señor.
BEATO LANFRANCO DE CANTERBURY
Dejando sus riquezas, Herluíno, un gran señor de Normandía, se retiró a un valle escondido, y en él empezó a construir un monasterio. Hoy es frecuente ver los señoríos que dejan a los señores; pero en aquellos siglos lejanos sucedía lo contrario todos los días. Tampoco vemos en nuestros tiempo muchos profesores que, cansados de decir vaciedades, se consagren al silencio.
Un día, cuando Herluíno estaba ya terminando el edificio monacal, se presentó delante de él un extranjero.
—Dios os guarde—dijo el desconocido.
—Él os bendiga—contestó el abad—. ¿Sois lombardo?
—Lombardo soy, y de Pavía.
—Se conoce en el acento. Y ¿qué se os ofrece? ¿Queréis pasar la noche en nuestra compañía?
—Quisiera pasar la vida. Mi deseo es hacerme monje.
—¿Vuestro nombre?
—Lanfranco.
—¡Lanfranco!... En otro tiempo oí hablar de un famoso profesor lombardo que llevaba ese nombre.
—También yo he oído hablar de él—dijo el desconocido con indiferencia.
—Bien—dijo Herluíno—. ¿Y podréis soportar la austeridad de nuestra vida?
—Aún no la conozco del todo; pero confío que, con la ayuda de Dios, podré hacer lo que otros hacen.
—¡Roger!—exclamó el abad, con un acento que recordaba al del caballero del castillo de Brionne cuando llamaba a sus soldados.
Presentóse un monje con la frente negra de sudor y las manos manchadas de cal. El abad le dijo:
—Lávate y trae a este joven el volumen de la Santa Regla.
Roger vino con el libro y lo entregó al extranjero, quien se puso a repasarlo rápidamente, paseando por el bosque cercano. Volvió algún tiempo después al abad y le reiteró su propósito de vestir la cogulla de San Benito. Aquella misma tarde entró en el noviciado.
«Al fin hallé la paz—se decía a sí mismo el nuevo novicio—. No es precisamente lo que yo buscaba; pero es algo mejor.»
Al emprender un camino casi nunca sabemos a dónde nos va a llevar. Y eso le había pasado al joven lombardo. Él era el famoso profesor de quien Herluíno había oído hablar en las fiestas ruidosas de Brionne, y si no lo había confesado, es que no lo creía de mucha utilidad. Pero lo sabían las juventudes de Pavía, que le habían aclamado y adorado. Italia le pareció un campo estrecho para sus triunfos. Pasó los Alpes con la misma arrogancia con que los pasara antaño el general cartaginés. En Avranches recogió nuevos laureles; pero el apetito de la gloria no le dejaba descansar en ninguna parte. Errante de ciudad en ciudad, llegó a la tierra de los normandos.
Unos ladrones le sorprendieron cierto día en el camino; le despojaron, y, tapándole la cara con el capuchón del manto, le ataron a una encina. La noche vino, y, en medio de la oscuridad, profundas reflexiones invadieron el ánimo de aquel peregrino de la ciencia. Quiso rezar, y entonces se dio cuenta de que sabía demasiadas cosas, y las hubiera dado todas por un salmo de David.
—¡Señor!—exclamó—, he pasado mi vida atormentando el cerebro; he gastado mi cuerpo y mi espíritu, y he dejado vacío el corazón... y no sé rezar...; pero salvadme de este peligro, porque os prometo aprenderlo.
Al día siguiente acertaron a pasar a su lado unos viajeros, que se compadecieron de él y le soltaron. Preguntóles si conocían algún monasterio cercano, y ellos le señalaron el de Bec, el que estaba levantando el abad Her-luíno. Así se hizo monje el profesor Lanfranco.
No había hallado la gloria, pero había hallado la paz, que valía más que ella. Los hermanos de Bec, soldados y colonos hasta entonces, no podrían enseñarle cosas nuevas; pero, al menos, le enseñarían la ciencia necesaria de rezar y obedecer. A rezar, el mismo paisaje le invitaba; el paisaje de aquel vallejo silencioso, donde sólo se oía el ruido lejano de los molinos; un vallejo que parecía una concha verde, en cuyo fondo repercute el eco de la inmensidad de Dios, como el caracol marino nos trae sonidos misteriosos de los mares.
Sin embargo, no es posible encontrar un paraíso en la tierra. El abad conoció pronto a su nuevo novicio, y empezó a mirarlo con especial predilección. Harto sabía que en su monasterio se necesitaba una mano sabia que desbastase un poco las inteligencias de aquellos normandos toscos e ignorantes. Por orden suya, Lanfranco empezó a explicar la dialéctica y la Sagrada Escritura. Muchos monjes le escuchaban por obediencia más que por afición. Las sutilezas del profesor eran un tormento para sus cabezas rudas. ¿Es que todo aquello servía de algo para ir al Cielo?
Otros veían mal que un advenedizo que acababa de entrar en la abadía se insinuase tanto en el ánimo del abad, y no recataban su despecho. Lanfranco lo advirtió, y tuvo la idea de retirarse a un desierto.
—Hermano Fulcrán—dijo un día al hortelano—, no sé qué me pasa en el estómago; necesito durante algún tiempo un plato de hierbas como las que se crían en el bosque de Brionne. En la huerta también debe de haberlas.
— ¡ Hem!... ¡ Hem!.... Los sabios tienen cosas raras.
—¡Vamos! ¿Es que también mi querido hermano Fulcrán se ha conjurado contra la ciencia?
—No lo piense usted; nuestro abad dice que es una cosa buena, y es seguro que debe serlo. Pero inútil querer meterla aquí dentro—afirmó Fulcrán, llevando la mano a su calva, negra y curtida por los soles del estío.
—¿Tendré las hierbas?
—Claro que sí; hay que hacer lo que se pueda con un hombre como usted.
—¿Desde mañana?
—Desde mañana.
Lanfranco se retiró tranquilo; pero Fulcrán, que no era tonto, pensaba en su interior: «¿Para qué querrá las hierbas el maestro Lanfranco? En dos días me estragaría yo el estómago con ellas. Y han de ser como las del desierto de Brionne. ¿Querrá marcharse allá?... Se lo diré al abad y que él se entienda. Después de todo, nada se pierde.»
Herluíno vio claramente que el lombardo quería hacer la experiencia de la vida eremítica antes de abandonar el monasterio. Fue a buscarlo, y con lágrimas en los ojos le conjuró que no le abandonase. Y le habló de una manera tan dulce, tan persuasiva, que Lanfranco no pudo resistir a sus palabras.
Entonces empiezan los días más gloriosos de su profesorado el Occidente venían a escuchar su doctrina, y Bec fue por unos años el foco principal de la sabiduría. De sus aulas salieron Pontífices, como Alejandro II y Ernulfo de Rochester; juristas, como Ives de Chartres; escritores y polemistas, como Radulfo, el vencedor de Berengario, y Guitmundo, arzobispo de Aversa; filósofos, como San Anselmo, el gran pensador de los siglos medievales.
Un contemporáneo decía del maestro: «Herodiano hubiera admirado sus conocimientos filosóficos; Aristóteles, su habilidad dialéctica; Cicerón, su palabra elegante; San Agustín y San Jerónimo, su doctrina escriturística. Atenas, en todo su apogeo literario, le hubiera honrado dándole la palma en todos los géneros de la elocuencia y en todas las ramas del saber.»
La herejía de Berengario dió al maestro de Bec ocasión para mostrar su fuerza en la dialéctica. Cuatro veces venció al heresiarca de los Concilios, y el fruto de sus disputas se conserva en el precioso libro que intituló Del Cuerpo y de la Sangre del Señor, joya admirable de la literatura patrística, que con la mayor claridad y profundidad desenvuelve la doctrina de la transustanciación.
Más dolorosa fue para el monje lombardo la lucha con el duque de Normandía. Guillermo había roto con la Santa Sede, y el Pontífice le había excomulgado. Quería el duque tener de su parte la autoridad del profesor de Bec, pero nunca pudo conseguirlo. Disimuló algún tiempo, hasta que un hecho insignificante le dió ocasión de exteriorizar su cólera. Un día, cuando Lanfranco explicaba una cuestión difícil a sus discípulos, vino a sentarse entre ellos Herfasto, capellán del duque, y empezó a hablar contra la doctrina del profesor. Herfasto era un hombre ignorante y lleno de orgullo. Su gran mérito delante de su amo era el decir la misa rápidamente, porque el duque tenía siempre prisa para ir de caza. Lanfranco no quiso entrar en disputa con el capellán, y como única respuesta mandó a uno de sus discípulos que le presentase unas tablillas donde estaba escrito el abecedario. Comprendió la ironía Herfasto, y, saltando de su asiento, salió jurando venganza.
Poco después recibió Lanfranco la orden de salir de Normandía. Los monjes lloraban y los discípulos también; pero él montó sereno en una muía coja y vieja, la única que había en el monasterio, y fue a despedirse del duque. Guillermo y sus gentes se echaron a reír viéndole de aquella manera.
—Ya veis, duque—dijo Lanfranco—, no es decoroso que mandéis así por esos mundos a uno de vuestros monjes.
Guillermo estaba entonces de buen humor; llamó al monje, se reconcilió con él y le prometió arreglar cuanto antes los asuntos que tenía con Roma. Fue tan sincera la reconciliación, que poco después el duque se apoderó de Inglaterra y puso a Lanfranco en la silla primada de Cantorbery.
Lanfranco era más erudito que filósofo; pero valía más todavía como gobernante. Fue durante quince años el verdadero amo de Inglaterra, y fueron quince años de paz, gracias a la fuerza de su carácter y a la flexibilidad de su genio. Sin olvidar los principios cuando estaba interesada su conciencia, era, sobre todo, hombre de expedientes. Delante del conquistador, acostumbrado a subyugarlo todo, incluso a la Iglesia, sabía ceder en cosas pequeñas para evitar grandes males.
Gregorio VII le escribía desaprobando aquella política; pero Lanfranco tomaba de las cartas del Pontífice solamente el espíritu. «Si él estuviese aquí —decía—, obraría como yo.» De esta suerte consiguió cuanto quiso del rey.
Aquella política no le hubiera valido con su hijo y sucesor. Cuando Guillermo el Rojo le presentó el testamento en que su padre le dejaba el reino de Inglaterra, Lanfranco dudó de consagrarlo. Conocía muy bien a aquel hombre gordo, pequeño, de ojos atigrados, de vientre prominente y cuadradas espaldas. En él adivinaba un tirano feroz. Pero el destinado a luchar con el Rojo era su discípulo Anselmo. El maestro moría poco después de la consagración.
—No olvides nunca tus promesas — decía entonces al nuevo rey.
Y el rey le respondía:
—¿Quién podrá acordarse de todas las palabras que dice?
Un día, cuando Herluíno estaba ya terminando el edificio monacal, se presentó delante de él un extranjero.
—Dios os guarde—dijo el desconocido.
—Él os bendiga—contestó el abad—. ¿Sois lombardo?
—Lombardo soy, y de Pavía.
—Se conoce en el acento. Y ¿qué se os ofrece? ¿Queréis pasar la noche en nuestra compañía?
—Quisiera pasar la vida. Mi deseo es hacerme monje.
—¿Vuestro nombre?
—Lanfranco.
—¡Lanfranco!... En otro tiempo oí hablar de un famoso profesor lombardo que llevaba ese nombre.
—También yo he oído hablar de él—dijo el desconocido con indiferencia.
—Bien—dijo Herluíno—. ¿Y podréis soportar la austeridad de nuestra vida?
—Aún no la conozco del todo; pero confío que, con la ayuda de Dios, podré hacer lo que otros hacen.
—¡Roger!—exclamó el abad, con un acento que recordaba al del caballero del castillo de Brionne cuando llamaba a sus soldados.
Presentóse un monje con la frente negra de sudor y las manos manchadas de cal. El abad le dijo:
—Lávate y trae a este joven el volumen de la Santa Regla.
Roger vino con el libro y lo entregó al extranjero, quien se puso a repasarlo rápidamente, paseando por el bosque cercano. Volvió algún tiempo después al abad y le reiteró su propósito de vestir la cogulla de San Benito. Aquella misma tarde entró en el noviciado.
«Al fin hallé la paz—se decía a sí mismo el nuevo novicio—. No es precisamente lo que yo buscaba; pero es algo mejor.»
Al emprender un camino casi nunca sabemos a dónde nos va a llevar. Y eso le había pasado al joven lombardo. Él era el famoso profesor de quien Herluíno había oído hablar en las fiestas ruidosas de Brionne, y si no lo había confesado, es que no lo creía de mucha utilidad. Pero lo sabían las juventudes de Pavía, que le habían aclamado y adorado. Italia le pareció un campo estrecho para sus triunfos. Pasó los Alpes con la misma arrogancia con que los pasara antaño el general cartaginés. En Avranches recogió nuevos laureles; pero el apetito de la gloria no le dejaba descansar en ninguna parte. Errante de ciudad en ciudad, llegó a la tierra de los normandos.
Unos ladrones le sorprendieron cierto día en el camino; le despojaron, y, tapándole la cara con el capuchón del manto, le ataron a una encina. La noche vino, y, en medio de la oscuridad, profundas reflexiones invadieron el ánimo de aquel peregrino de la ciencia. Quiso rezar, y entonces se dio cuenta de que sabía demasiadas cosas, y las hubiera dado todas por un salmo de David.
—¡Señor!—exclamó—, he pasado mi vida atormentando el cerebro; he gastado mi cuerpo y mi espíritu, y he dejado vacío el corazón... y no sé rezar...; pero salvadme de este peligro, porque os prometo aprenderlo.
Al día siguiente acertaron a pasar a su lado unos viajeros, que se compadecieron de él y le soltaron. Preguntóles si conocían algún monasterio cercano, y ellos le señalaron el de Bec, el que estaba levantando el abad Her-luíno. Así se hizo monje el profesor Lanfranco.
No había hallado la gloria, pero había hallado la paz, que valía más que ella. Los hermanos de Bec, soldados y colonos hasta entonces, no podrían enseñarle cosas nuevas; pero, al menos, le enseñarían la ciencia necesaria de rezar y obedecer. A rezar, el mismo paisaje le invitaba; el paisaje de aquel vallejo silencioso, donde sólo se oía el ruido lejano de los molinos; un vallejo que parecía una concha verde, en cuyo fondo repercute el eco de la inmensidad de Dios, como el caracol marino nos trae sonidos misteriosos de los mares.
Sin embargo, no es posible encontrar un paraíso en la tierra. El abad conoció pronto a su nuevo novicio, y empezó a mirarlo con especial predilección. Harto sabía que en su monasterio se necesitaba una mano sabia que desbastase un poco las inteligencias de aquellos normandos toscos e ignorantes. Por orden suya, Lanfranco empezó a explicar la dialéctica y la Sagrada Escritura. Muchos monjes le escuchaban por obediencia más que por afición. Las sutilezas del profesor eran un tormento para sus cabezas rudas. ¿Es que todo aquello servía de algo para ir al Cielo?
Otros veían mal que un advenedizo que acababa de entrar en la abadía se insinuase tanto en el ánimo del abad, y no recataban su despecho. Lanfranco lo advirtió, y tuvo la idea de retirarse a un desierto.
—Hermano Fulcrán—dijo un día al hortelano—, no sé qué me pasa en el estómago; necesito durante algún tiempo un plato de hierbas como las que se crían en el bosque de Brionne. En la huerta también debe de haberlas.
— ¡ Hem!... ¡ Hem!.... Los sabios tienen cosas raras.
—¡Vamos! ¿Es que también mi querido hermano Fulcrán se ha conjurado contra la ciencia?
—No lo piense usted; nuestro abad dice que es una cosa buena, y es seguro que debe serlo. Pero inútil querer meterla aquí dentro—afirmó Fulcrán, llevando la mano a su calva, negra y curtida por los soles del estío.
—¿Tendré las hierbas?
—Claro que sí; hay que hacer lo que se pueda con un hombre como usted.
—¿Desde mañana?
—Desde mañana.
Lanfranco se retiró tranquilo; pero Fulcrán, que no era tonto, pensaba en su interior: «¿Para qué querrá las hierbas el maestro Lanfranco? En dos días me estragaría yo el estómago con ellas. Y han de ser como las del desierto de Brionne. ¿Querrá marcharse allá?... Se lo diré al abad y que él se entienda. Después de todo, nada se pierde.»
Herluíno vio claramente que el lombardo quería hacer la experiencia de la vida eremítica antes de abandonar el monasterio. Fue a buscarlo, y con lágrimas en los ojos le conjuró que no le abandonase. Y le habló de una manera tan dulce, tan persuasiva, que Lanfranco no pudo resistir a sus palabras.
Entonces empiezan los días más gloriosos de su profesorado el Occidente venían a escuchar su doctrina, y Bec fue por unos años el foco principal de la sabiduría. De sus aulas salieron Pontífices, como Alejandro II y Ernulfo de Rochester; juristas, como Ives de Chartres; escritores y polemistas, como Radulfo, el vencedor de Berengario, y Guitmundo, arzobispo de Aversa; filósofos, como San Anselmo, el gran pensador de los siglos medievales.
Un contemporáneo decía del maestro: «Herodiano hubiera admirado sus conocimientos filosóficos; Aristóteles, su habilidad dialéctica; Cicerón, su palabra elegante; San Agustín y San Jerónimo, su doctrina escriturística. Atenas, en todo su apogeo literario, le hubiera honrado dándole la palma en todos los géneros de la elocuencia y en todas las ramas del saber.»
La herejía de Berengario dió al maestro de Bec ocasión para mostrar su fuerza en la dialéctica. Cuatro veces venció al heresiarca de los Concilios, y el fruto de sus disputas se conserva en el precioso libro que intituló Del Cuerpo y de la Sangre del Señor, joya admirable de la literatura patrística, que con la mayor claridad y profundidad desenvuelve la doctrina de la transustanciación.
Más dolorosa fue para el monje lombardo la lucha con el duque de Normandía. Guillermo había roto con la Santa Sede, y el Pontífice le había excomulgado. Quería el duque tener de su parte la autoridad del profesor de Bec, pero nunca pudo conseguirlo. Disimuló algún tiempo, hasta que un hecho insignificante le dió ocasión de exteriorizar su cólera. Un día, cuando Lanfranco explicaba una cuestión difícil a sus discípulos, vino a sentarse entre ellos Herfasto, capellán del duque, y empezó a hablar contra la doctrina del profesor. Herfasto era un hombre ignorante y lleno de orgullo. Su gran mérito delante de su amo era el decir la misa rápidamente, porque el duque tenía siempre prisa para ir de caza. Lanfranco no quiso entrar en disputa con el capellán, y como única respuesta mandó a uno de sus discípulos que le presentase unas tablillas donde estaba escrito el abecedario. Comprendió la ironía Herfasto, y, saltando de su asiento, salió jurando venganza.
Poco después recibió Lanfranco la orden de salir de Normandía. Los monjes lloraban y los discípulos también; pero él montó sereno en una muía coja y vieja, la única que había en el monasterio, y fue a despedirse del duque. Guillermo y sus gentes se echaron a reír viéndole de aquella manera.
—Ya veis, duque—dijo Lanfranco—, no es decoroso que mandéis así por esos mundos a uno de vuestros monjes.
Guillermo estaba entonces de buen humor; llamó al monje, se reconcilió con él y le prometió arreglar cuanto antes los asuntos que tenía con Roma. Fue tan sincera la reconciliación, que poco después el duque se apoderó de Inglaterra y puso a Lanfranco en la silla primada de Cantorbery.
Lanfranco era más erudito que filósofo; pero valía más todavía como gobernante. Fue durante quince años el verdadero amo de Inglaterra, y fueron quince años de paz, gracias a la fuerza de su carácter y a la flexibilidad de su genio. Sin olvidar los principios cuando estaba interesada su conciencia, era, sobre todo, hombre de expedientes. Delante del conquistador, acostumbrado a subyugarlo todo, incluso a la Iglesia, sabía ceder en cosas pequeñas para evitar grandes males.
Gregorio VII le escribía desaprobando aquella política; pero Lanfranco tomaba de las cartas del Pontífice solamente el espíritu. «Si él estuviese aquí —decía—, obraría como yo.» De esta suerte consiguió cuanto quiso del rey.
Aquella política no le hubiera valido con su hijo y sucesor. Cuando Guillermo el Rojo le presentó el testamento en que su padre le dejaba el reino de Inglaterra, Lanfranco dudó de consagrarlo. Conocía muy bien a aquel hombre gordo, pequeño, de ojos atigrados, de vientre prominente y cuadradas espaldas. En él adivinaba un tirano feroz. Pero el destinado a luchar con el Rojo era su discípulo Anselmo. El maestro moría poco después de la consagración.
—No olvides nunca tus promesas — decía entonces al nuevo rey.
Y el rey le respondía:
—¿Quién podrá acordarse de todas las palabras que dice?
lunes, 27 de mayo de 2013
Lecturas
A los que se arrepienten Dios los deja volver y reanima a los que pierden la paciencia.
Vuelve al Señor, abandona el pecado, suplica en su presencia y disminuye tus faltas; retorna al Altísimo, aléjate de la injusticia y detesta de corazón la idolatría.
En el Abismo, ¿quién alaba al Señor, como los vivos, que le dan gracias?
El muerto, como si no existiera, deja de alabarlo, el que está vivo y sano alaba al Señor.
¡Qué grande es la misericordia del Señor, y su perdón para los que vuelven a él!
En aquel tiempo, cuando salta Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:
«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: « ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡ Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! »
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando y les dijo. «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Palabra del Señor.
Santa Zita
Una sencilla sirvienta del hogar. Desde los 12 años hasta su muerte sirvió en casa de los Fatinelli de Lucca (Italia), siendo a veces humillada y criticada por ellos. Mereció, no obstante, su respeto gracias a la sincera devoción y a la entrega a su trabajo. El Señor le favoreció con el don de los milagros y carismas extraordinarios. El culto a la sierva de Dios comenzó poco después de su muerte en 1272. Su tumba en la iglesia de San Fridiano fue objeto de veneración y peregrinación por toda clase de gente.
Canonizada en 1696, su nombre entró en el calendario Romano en 1748. Desde Italia su culto pasó ya desde la edad media a todas partes de Europa, sobre todo dentro de las clases populares. Muy vinculada a las asociaciones de jóvenes del servicio domestico.
Santa Zita nació en Lucca, Italia, en 1218, de una familia campesina pobre, pero muy piadosa.
De pequeñita, bastaba que la mamá le dijera: "Esto agrada a Dios", para que la niña lo hiciera. Y bastaba decirle: "Esto no agrada a Nuestro Señor", para que dejara de hacerlo.
A los 12 años, a causa de la pobreza de la familia tuvo que emplearse de sirvienta en una familia rica. El consejo que le dio la mamá al despedirse de ella fue esto: "En tus acciones y palabras debes pensar: ¿Esto agradará a Dios?". Fue un consejo que le ayudó machismo a comportarse bien.
El jefe de la familia donde Zita fue a trabajar, era de temperamento violento y mandaba con gritos y palabras muy humillantes. Todos los empleados protestaban por este trato tan áspero, menos Zita que lo aceptaba de buena gana para asemejarse a Cristo Jesús que fue humillado y ultrajado.
Las demás empleadas le tenían envidia y la humillaban continuamente con palabras hirientes. Pero jamás Zita respondía a sus ofensas ni guardaba rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque ella demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales. La tildaban de "besaladrillos" y de "beata". Pero con el correr de los años, todos se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una gran amiga de Dios.
Era la más consagrada a sus oficios en toda esa inmensa casa y repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que tiene que cumplir, no es verdadera piedad.
Un hombre quiso irrespetarla en su castidad, y ella le arañó la cara, y lo hizo alejarse. El otro fue con calumnias ante el dueño de la casa y éste la insultó horriblemente. Zita no dijo ni una sola palabra para defenderse. Dejaba a Dios que se encargara de su defensa. Y después se supo toda la verdad y el patrón tuvo que arrepentirse del trato tan injusto que le había dado y creció enormemente su aprecio por aquella humilde sirvienta.
El dinero de su sueldo lo gastaba casi todo en ayudar a los pobres. Dormía en una estera en el puro suelo porque su catre y colchón los había regalado a una familia muy necesitada.
Un día en pleno invierno con varios grados bajo cero, la señora de la casa le prestó su manto de lana para que fuera al templo a oír misa. Pero en la puerta del templo encontró a un pobre tiritando de frío y le dejó el manto. Al volver a casa fue terriblemente regañada por haber dado aquella tela, pero poco después apareció en la puerta de la casa un señor misterioso a traer un hermoso manto de lana. Y no quiso decir quién era él. La gente decía: "Un ángel del Señor vino a visitarnos".
Un día llevaba para los pobres entre los pliegues de su delantal, todo lo que había sobrado del almuerzo, y por el camino se encontró con el furioso jefe de la casa, el cual le preguntó: - ¿Qué lleva ahí?. Ella abrió el delantal y solamente apareció allí un montón de flores.
En época de gran escasez y hambre Zita repartió entre los más pobres unos costales de grano que había en la despensa. Cuando llegó el furibundo capataz de la casa a contar cuántos costales de grado quedaban en el granero, la santa se puso a rezar a Dios para que le solucionara aquel problema. El hombre encontró allí todos los costales de grano. No faltaba ni uno solo. Y nadie se pudo explicar cómo ni cuándo fueron repuestos los que la joven había repartido entre los pobres.
Cuando le quedaba un día libre, lo empleaba en visitar pobres, enfermos y presos, en ayudar a los condenados a muerte.
Estuvo 48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de Dios, se puede llegar a una gran santidad.
Murió el 27 de abril de 1278.
Fueron tantos los milagros que se obraron por su intercesión que el Papa Inocencio XII la declaró santa. Y su cuerpo se conservaba incorrupto cuando fue sacado del sepulcro, más de 300 años después de su muerte.
Todavía son miles y miles los peregrinos que van a visitar el sepulcro y el templo de Santa Zita. Y ella sigue dándonos esta gran lección: que en un trabajo humilde se puede ganar una gran gloria para el cielo.
Canonizada en 1696, su nombre entró en el calendario Romano en 1748. Desde Italia su culto pasó ya desde la edad media a todas partes de Europa, sobre todo dentro de las clases populares. Muy vinculada a las asociaciones de jóvenes del servicio domestico.
Santa Zita nació en Lucca, Italia, en 1218, de una familia campesina pobre, pero muy piadosa.
De pequeñita, bastaba que la mamá le dijera: "Esto agrada a Dios", para que la niña lo hiciera. Y bastaba decirle: "Esto no agrada a Nuestro Señor", para que dejara de hacerlo.
A los 12 años, a causa de la pobreza de la familia tuvo que emplearse de sirvienta en una familia rica. El consejo que le dio la mamá al despedirse de ella fue esto: "En tus acciones y palabras debes pensar: ¿Esto agradará a Dios?". Fue un consejo que le ayudó machismo a comportarse bien.
El jefe de la familia donde Zita fue a trabajar, era de temperamento violento y mandaba con gritos y palabras muy humillantes. Todos los empleados protestaban por este trato tan áspero, menos Zita que lo aceptaba de buena gana para asemejarse a Cristo Jesús que fue humillado y ultrajado.
Las demás empleadas le tenían envidia y la humillaban continuamente con palabras hirientes. Pero jamás Zita respondía a sus ofensas ni guardaba rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque ella demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales. La tildaban de "besaladrillos" y de "beata". Pero con el correr de los años, todos se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una gran amiga de Dios.
Era la más consagrada a sus oficios en toda esa inmensa casa y repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que tiene que cumplir, no es verdadera piedad.
Un hombre quiso irrespetarla en su castidad, y ella le arañó la cara, y lo hizo alejarse. El otro fue con calumnias ante el dueño de la casa y éste la insultó horriblemente. Zita no dijo ni una sola palabra para defenderse. Dejaba a Dios que se encargara de su defensa. Y después se supo toda la verdad y el patrón tuvo que arrepentirse del trato tan injusto que le había dado y creció enormemente su aprecio por aquella humilde sirvienta.
El dinero de su sueldo lo gastaba casi todo en ayudar a los pobres. Dormía en una estera en el puro suelo porque su catre y colchón los había regalado a una familia muy necesitada.
Un día en pleno invierno con varios grados bajo cero, la señora de la casa le prestó su manto de lana para que fuera al templo a oír misa. Pero en la puerta del templo encontró a un pobre tiritando de frío y le dejó el manto. Al volver a casa fue terriblemente regañada por haber dado aquella tela, pero poco después apareció en la puerta de la casa un señor misterioso a traer un hermoso manto de lana. Y no quiso decir quién era él. La gente decía: "Un ángel del Señor vino a visitarnos".
Un día llevaba para los pobres entre los pliegues de su delantal, todo lo que había sobrado del almuerzo, y por el camino se encontró con el furioso jefe de la casa, el cual le preguntó: - ¿Qué lleva ahí?. Ella abrió el delantal y solamente apareció allí un montón de flores.
En época de gran escasez y hambre Zita repartió entre los más pobres unos costales de grano que había en la despensa. Cuando llegó el furibundo capataz de la casa a contar cuántos costales de grado quedaban en el granero, la santa se puso a rezar a Dios para que le solucionara aquel problema. El hombre encontró allí todos los costales de grano. No faltaba ni uno solo. Y nadie se pudo explicar cómo ni cuándo fueron repuestos los que la joven había repartido entre los pobres.
Cuando le quedaba un día libre, lo empleaba en visitar pobres, enfermos y presos, en ayudar a los condenados a muerte.
Estuvo 48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de Dios, se puede llegar a una gran santidad.
Murió el 27 de abril de 1278.
Fueron tantos los milagros que se obraron por su intercesión que el Papa Inocencio XII la declaró santa. Y su cuerpo se conservaba incorrupto cuando fue sacado del sepulcro, más de 300 años después de su muerte.
Todavía son miles y miles los peregrinos que van a visitar el sepulcro y el templo de Santa Zita. Y ella sigue dándonos esta gran lección: que en un trabajo humilde se puede ganar una gran gloria para el cielo.
domingo, 26 de mayo de 2013
Lecturas
Así dice la sabiduría de Dios: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas.
En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra.
Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas.
Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada.
No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe.
Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales.
Cuando ponla un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres.»
Hermanos:
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.
Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. »
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.