Lecturas


En aquellos días, llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio y se ganaron a la gente; apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la ciudad, dejándolo por muerto. Entonces lo rodearon los discípulos; él se levantó y volvió a la ciudad.
Al día siguiente, salió con Bernabé para Derbe; después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquia, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Se quedaron allí bastante tiempo con los discípulos.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.
Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.
Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mi, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago.»

Palabra del Señor.

SAN PÍO V Papa

Era en los primeros días del año 1566. Cincuenta y dos cardenales reunidos en conclave deliberaban acerca del sucesor que iban a dar a Pío IV. El cardenal Borromeo, San Carlos Borromeo, parecía el amo de la situación. Sobrino del Papa difunto, tenía la confianza y la adhesión de muchos de los electores, y su apoyo era buscado por los ambiciosos. Creyóse al principio que iba a desentenderse de todo, pero no tardó en darse cuenta de que su inhibición podría ser perjudicial para la Iglesia. «En llegando aquí—escribía el cardenal Pacheco a Felipe II—, hablé a Borromeo y le rogué que no se abandonase, sino que estuviese como hombre para hacer un Papa muy en servicio de Dios y útil de la su Iglesia, porque en esto me parecía que merecía más que en ayunar y en azotarse toda la vida.» Borromeo puso su mejor buena voluntad; hizo toda suerte de combinaciones; gestionó con los ilustres purpurados, pero siempre le faltaba algún voto para llegar a imponer a sus favorecidos. El 3 de enero, el embajador Requeséns escribía al rey católico: «Lo que de esto hay que decir es que las pláticas andan de manera que si no es por milagro, se ha de alargar este negocio demasiado, porque jamás creo que ha llegado la ambición y rotura de conciencia a lo que ahora vemos.» El milagro se hizo. Cuatro días más tarde, Requeséns decía en su despacho: «Estando para escribir a vuestra majestad una larga historia de las maldades que aquí andaban sobre esta elección, se han deshecho todas en un punto y salido Papa el cardenal Alejandrino, cosa que no se pensó, aunque, a mi juicio, lo merecía mejor que ninguno del colegio.» Fue cosa de Dios, añadía el embajador de España. Y así parecía, efectivamente. Entre los nombres que había barajado Borromeo, éste no había aparecido una sola vez; pero aquella noche del 7 de enero, durante la cena, cuando el alma se refleja con más espontaneidad por entre la transparencia de los vinos, cuando los eminentísimos estaban ya en los postres, alguien dejó caer el nombre del cardenal Miguel Ghislieri. Muchos lo recibieron como un hallazgo, y gran número de comensales clavaron sus ojos en el cardenal Borromeo. Entre tanto, empezaban a surgir las dificultades: «Es demasiado rígido», decían unos. «No tiene experiencia de los negocios», añadian otros. Y los partidarios del Pontífice anterior decían a San Carlos: «No nos conviene; ya sabes que durante el reinado anterior ha estado en desgracia; podría vengarse ahora en todos nosotros.» Estas consideraciones no hicieron mella en el arzobispo de Milán; lo único que le importaba era la virtud del candidato; extrañóse de no haber pensado antes en Ghislieri, y se declaró en su favor. Ghislieri, hombre sobrio, de salud precaria y enemigo de banquetes, debía estar entonces en su habitación. Cuando le anunciaron el acuerdo, reflexionó unos instantes, y aceptó, pronunciando estas palabras: «Mi contento su.» Algo antes de medianoche los príncipes de la Iglesia se congregaban en torno al elegido, haciendo la reverencia de rúbrica; él tomaba el nombre de Pío V, para indicar que no guardaba ningún resentimiento contra el Pontífice anterior.

Todos los despachos que por aquellos días salieron de Roma coincidían, en sustancia, con el del cardenal Pacheco cuando decía a Felipe II: «Estamos los hombres del mundo más contentos de ver en esta silla una persona tan ejemplar como los tiempos modernos lo requieren.» Esto es lo que reconocían todos: la virtud acrisolada del electo. Ella había sido la primera causa de su brillante carrera. Hijo de un humilde labrador de Bosco, un pueblecito del Milanesado, había entrado, niño todavía, en la Orden de Santo Domingo. Pronto se dio a conocer como religioso austero y como severo moralista. Nombrado inquisidor, puso al servicio de la fe toda la energía de su voluntad inflexible y enamorada de la ortodoxia. Vigilaba las mercancías que llegaban por la vía de los Alpes, decomisaba los libros heréticos, vigilaba a los predicadores famosos, procesaba a los obispos y encarcelaba a los magnates. En más de una ocasión estuvo a punto de morir como San Pedro de Verona, pero ninguna amenaza podía acobardarle. El episcopado de Sutri fue la recompensa de tanto celo. En 1556 era obispo; en 1557, cardenal. Como había nacido cerca de Alessandría, se le llamaba el cardenal Alessandrino. Era un cardenal austero, parco de palabras, y más amante de su blanca túnica dominicana que de los reflejos de la púrpura. Vivía modestamente; un fraile de su convento le hacía compañía, barría él mismo su habitación, y, aunque zurdo, tenía suma habilidad para hacer con ramos de palmera las escobas que usaba. En los consistorios era temible por la independencia de su carácter. Pío IV le alejó de su lado, le despojó de algunas de sus facultades de gran inquisidor y a punto estuvo de encerrarle en el castillo de Santángelo. Fue en el curso de un banquete. El Pontífice propuso a los purpurados el nombramiento de dos adolescentes para completar el colegio cardenalicio. Todos asintieron a la proposición: sólo Ghislieri tuvo valor para decir que aquél no era el lugar para tratar un asunto tan grave, y que si se había de reformar la Iglesia, no era, ciertamente, dando las dignidades a personas irresponsables.

Tal era el historial del nuevo Papa. No es extraño que algunos cardenales se alarmaran en el primer momento de la elección. Si al fin se decidieron por él, es porque creían que había de vivir poco tiempo. No era viejo, pero su salud estaba muy agotada. Vióse, sin embargo, que acometió los negocios con una decisión entusiasta, que más procedía de su voluntad que de sus fuerzas físicas. «Lo que puedo decir de la salud del Papa—escribía Requeséns unos meses después de la elección—es que, aunque al principio de su pontificado pensé que fuera muy breve, por haberle visto los años pasados muy malo, después acá está tan bueno, que hoy pienso lo contrario. Después que es Papa no ha dejado capilla, ni consistorio, ni signatura, ni congregación de Inquisición, ni ninguna otra, y las procesiones que estos días han andado aquí las ha andado Su Santidad, siendo el trecho dellas de dos millas.»

El pueblo romano tampoco estaba dispuesto a mirar con simpatía a un hombre enemigo de fiestas, de gesto grave, enjuto de carnes, de rostro largo, pálido y flaco, de ojos azules, pequeños y hundidos, de nariz corva y de calva venerable. Aunque bien proporcionado, no tenía una figura magnífica. Tampoco tenía aire de ser espléndido y generoso con las multitudes. Ante los comentarios que se hacían sobre su elección, Pío V tuvo estas nobles palabras: «No me importa que no se alegren al principio de mi pontificado: lo que quiero es que lo sientan cuando me muera.» No fue, ciertamente, un soberano popular, pero nadie como él se preocupó por el bien del pueblo; nadie hizo tantas distribuciones de dinero; nadie puso tanto empeño en sacar a los miserables de las manos de los usureros. Su programa de gobierno se lo exponía él mismo a Felipe II el día siguiente de su elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres. «El ver—añadía—que pesa sobre mí la carga de las almas de todo el mundo, me tiene en un espanto continuo, pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse.»

Hay una palabra que resume toda la vida de Pío V, es la palabra reforma. Empezó por reformar la corte pontificia, despojándola de todo aire mundano y haciendo de ella casi un convento. Todos los que le rodeaban debían reunirse a ciertas horas para oír la lectura espiritual, para asistir a la meditación diaria y para otras prácticas piadosas. Por primera vez, hacía más de dos siglos, el nepotismo había desaparecido del Vaticano. La vida del Papa tenía maravillados a los embajadores. «Es exemplarísima— escribía el de España—. Levántase dos horas antes de amanecer, y después de haber estado parte de ellas en oración y dicho su oficio, dice misa en amanesciendo con gran devoción, y todo el resto del día y hasta cuatro horas de noche gasta en dar audiencias y hacer consistorios, congregaciones o signaturas, sin tomar un credo para su recreación; y con ser viejo y mal sano, ayuna con grandísimo rigor, sin comer carne ni huevos ni leche ni otro regalo ninguno, sino sólo un poco de pescado y hierbas; y trae la camisa de lana como la traía cuando era fraile, y no se puede creer el deseo que tiene de acertar.»

Un régimen semejante hubiera querido el Pontífice establecer en Roma; pero eso era más difícil. Estaban las casas de juego, los lugares de prostitución, las bancas de los hebreos. Los judíos eran indispensables por el comercio, los tahures tenían una organización temible, y en cuanto a las mujeres de mala vida, Pío V recordaba aquella frase de San Agustín: «Suprime las meretrices y llenarás de confusión la república.» No obstante, ninguna dificultad era capaz de apartarle lo que él comprendía que era su deber. Persiguió implacablemente a los jugadores, cerró tabernas y casas sospechosas, desterró a los astrólogos y hechiceros, y purgó la campiña romana de malhechores, ahorcando a un gran número de ellos. En cuanto a los judíos y las cortesanas, mandó recluirlos en barrios especiales, con prohibición de aparecer en público a ciertas horas, y haciéndoles llevar siempre un distintivo de su profesión o de su raza; de cuando en cuando se presentaban entre ellos algunos frailes, les proponían las verdades de la fe y les exhortaban a cambiar de vida. El aspecto de Roma se había transformado hasta tal punto en poco tiempo, que un viajero alemán podía escribir: «Debo declarar que desde mi llegada a Roma estoy maravillado de la devoción, de la fe, del entusiasmo religioso que en ella reinan. No tengo expresiones con que pintar lo que he visto y oído acerca de los ejercicios de piedad y penitencia a que se entregan sus habitantes. Ninguna de estas cosas tienen por qué extrañarnos en los días de un Pontífice como éste. Sus ayunos, su humildad, su inocencia, su santidad, su celo por la fe, brillan con tan vivo resplandor, que se creería ver en él a un León o a un Gregorio Magno.»

En el gobierno de la cristiandad, la gran preocupación de Pío V fue la implantación del Concilio de Trento. Las ideas madres que informan su correspondencia son la reforma del clero, la organización de los seminarios, la residencia de los obispos, la observancia de los religiosos y la enseñanza de la doctrina cristiana en las parroquias. A su nombre van unidas la reforma del Breviario y del Misal, y la promulgación del catecismo del Concilio de Trento, destinado, sobre todo, a los sacerdotes. En sus relaciones diplomáticas, puede decirse que su único principio era la defensa de la fe y de la justicia. No fue un gran político por el estilo de Inocencio III. «No tiene experiencia ninguna de negocios—escribía el embajador de España—, sino de los de la Inquisición, que son sólo los que hasta aquí ha tratado. Es muy irresoluto y recatadísimo, que no osa fiarse de nadie, ni sabe a quién creer, porque conosce que le han engañado algunos cardenales, y sabe que están llenos de interés y de pasión.» Coincide este juicio con otro informe enviado a Felipe II. Son de sentir los yerros del Pontífice por el mal que causan, pero nadie puede ofenderse por ellos, pues la intención siempre es buena. «Ha de presuponer su majestad—decía el informante—que hicieron Papa a un hombre santo y de gran vida y ejemplo, pero sin ninguna experiencia de negocios, si no son los de fraile; y que no tiene secretario ni ministro que sepa hacer una instrucción.»

En rigor, San Pío V era un hombre de principios, un esclavo del deber. El argumento de interés, la razón de Estado, no existían para él. Lo único que nunca perdía de vista era el engrandecimiento de la religión y la autoridad de la Santa Sede. «Esto es lo único en que le veo muy resoluto.» Daba gran importancia a detalles de etiqueta, miraba mucho que un embajador llevase la falda en una ceremonia, y el menor desacato le llenaba de inquietud. Sus enojos eran bien conocidos por los embajadores, aunque no hacían mucho caso de ellos, pues estaban seguros de que pasaban como nublados de verano. «En verdad—escribía Zúñiga al rey católico—que me ha hecho tanta lástima esta flema como la cólera primera, porque se ve el poco fundamento con que Su Santidad corre estas lanzas; que a no tener vuestra majestad un fin tan puesto en Dios, le daba ocasión para romper con todo, aunque la cristiandad se arruinase.» Hombre sincero, de una lealtad intachable, lo mismo en su trato particular que en su vida pública, Pío V tenía que sentirse molesto en el mundo de las eternas trapacerías diplomáticas. Esto le había vuelto desconfiado, taciturno y propenso a estallar en cóleras terribles. Su oficio de inquisidor había aumentado la rigidez e inflexibilidad de su carácter. Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad. Manejaba tal vez con excesiva facilidad el rayo del anatema. Le lanzó contra Isabel de Inglaterra, contra los ministros de Felipe II en Napóles y en Milán y contra los partidarios de la herejía semijansenista de Baio. Amenazó con él al emperador de Alemania porque le veía dispuesto a establecer en su Imperio las medidas tolerantes de la confesión de Augsburgo. Tal vez el único ideal político que le guía en sus relaciones con las cortes europeas es realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles. Alentaba las campañas del duque de Alba en Flandes, proponía un desembarco de la armada española en Inglaterra y enviaba sus legados a París, a Viena, a Madrid; para concertar una alianza contra el turco. Tenía tan bien montado su servicio de espionaje en los centros más importantes de la cristiandad, por medio de viajeros, comerciantes y cambistas, que el mismo embajador español se manifestaba asombrado. Su gran obra de política europea fue la unión de Venecia y España para detener el avance de los turcos, que estaban a punto de apoderarse de Italia. La Santa Liga fue obra personal de Pío V, de su imparcialidad, de su desinterés y de su constancia admirable en suavizar roces y deshacer susceptibilidades. Dios quiso premiar su celo con el día glorioso de Lepanto.

Este fue el momento culminante de aquel gran pontificado. Seis años de labor fecunda e incesante, proseguida con indomable energía. Pero el cuerpo no correspondía a la fortaleza del espíritu. Aquella enfermedad que Pío V había sufrido siendo cardenal, volvía ahora con nueva virulencia.

Y él, sin tomar precaución ninguna. A fines de abril de 1572 escribía Zúñiga: «De condición está terrible; no quiere hacer cosa de cuantas le dicen que conviene para su salud. La virtud se le ha ido enflaqueciendo, y por el escocimiento de la orina y dolor de ríñones, algunos de los médicos piensan que tiene piedra.» El día primero de mayo añadía: «Dios ha querido dar a Su Santidad el purgatorio de esta vida porque ha tenido trabajosísima muerte, la cual ha sido hoy, a las veintidós horas. Ha sido gran pérdida la de su persona, así para lo que toca a toda la cristiandad, como para los intereses particulares de nuestra España.» Por una relación de aquellos días sabemos más detalles: «Muerto Su Santidad se le hallaron en la vejiga tres picaras de seis onzas. Todo lo demás de su cuerpo estaba entero y sanísimo, y pudiera vivir mucho tiempo, si el médico atinara, o él admitiera remedio, que por su honestidad apenas se dejaba tocar. Decía muchas veces a Dios: «Tú, que aumentas el dolor, aumenta la paciencia.» Hoy ha habido gran concurso a verle con devoción increíble, tocándole con rosarios y otras cosas, y besándole el pie, y algunas mujeres la cara, rompiendo la reja donde estaba.»

Lecturas


Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados.
Sí decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

En aquel tiempo, exclamó Jesús:
-«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.
Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

Palabra del Señor.

Santa Catalina de Siena

Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.

A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.

Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.

Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.

Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.

Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.

La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.

Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.

Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.

El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...

Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.

Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.

En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.

Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.

Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.

Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.

Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.

De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.

Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.

En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,

El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.

En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo."

Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".

Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.

La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.

Lecturas


En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y Regaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir.
Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.
Y escuché una voz potente que decía desde el trono: - «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado.» Y el que estaba sentado en el trono dijo: - «Todo lo hago nuevo.»

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús:
- «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Sí Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía



El evangelio de hoy nos lleva al sermón de la cena, a la despedida de Jesús de los suyos a quienes acaba de llamar amigos. De una forma cercana y entrañable, Jesús les trasmite sus últimas enseñanzas, precedidas por un gesto sorprendente, propio de un esclavo: el lavatorio de los pies..
Este gesto y el anuncio del mandamiento nuevo (“amaos unos a otros como yo os he amado” (Juan 13,34-35). son el mejor resumen de lo que significa la Eucaristía, sacramento central para la vida del cristiano..
Parece haber una contradicción entre la actitud de Jesús de servir antes de ser servido y pedir, al mismo tiempo, al Padre su glorificación.

San Juan lo explica diciendo, contra toda lógica humana, que la cruz y la muerte son el momento de su triunfo, no de su fracaso. Triunfa así el amor sobre el odio, “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él” (Juan 3,16).
A través de la proclamación en este contexto del mandamiento nuevo, Jesús nos quiere revelar una dimensión del amor, que va mucho más allá del mandamiento antiguo, “amarás al prójimo a ti mismo” y es inseparable del amor a Dios., Por eso San Juan añade en una de sus cartas que “quien “amar a Dios, a quien no ve, y desprecia al hermano a quien ve, es un mentiroso, porque no se puede amar a Dios sin amar antes al prójimo” (I Juan 4,20-21).
Amar como él nos ha amado consiste en reproducir en nuestra vida el amor de donación de Jesús, que se conmueve ante la viuda de Naín, llora por Lázaro y se compadece de las gentes, porque andan como ovejas sin pastor.
El amor fraterno es pues la “señal”, la marca auténtica de los seguidores de Jesús.

Desde este “mandamiento nuevo” los Apóstoles y los primeros discípulos emprenden la inmensa tarea de anunciar al mundo que Dios nos ama, que Jesús ha muerto por nosotros, que ha resucitado y sigue vivo en medio de nosotros.

Los Hechos nos presentan a Pablo y Bernabé, dos misioneros incansables en dar a conocer a Jesús e imitar diariamente su ejemplo.
Deben abrir nuevos caminos con sus limitadas fuerzas y el trabajo supera con creces su capacidad. Se ven obligados a nombrar presbíteros que dirijan y acompañen en la oración, en la proclamación de la Palabra y en la fracción del pan a las nuevas comunidades o “iglesias”, que van surgiendo, y así dedicarse con más libertad a la predicación evangélica.
Pero son plenamente conscientes que los verdaderos protagonistas de la misión no son ellos, sino el Espíritu Santo, sin el cual todo sería un fracaso.

El amor es la base de toda comunidad cristiana. Sin él termina derivando, como dice el Papa Santiago, en una ONG, con fines altruistas, muy dignos de alabanza, pero sin la fe, que es la sustancia de la vida cristiana.
Las asociaciones, los clubes responden también a esta finalidad.

Pero una verdadera comunidad cristiana tiene otras connotaciones. En ella se comparte la vida misma, las ilusiones y esperanzas, la reconciliación, el amor desinteresado, la fe y el impulso llevado a la acción de expandir ese amor y universalizarlo.

La fuerza motriz que anima a la comunidad cristiana es amarse como Jesús nos ama. Es, según San Juan, el auténtico distintivo de la misma y el modelo de referencia que siempre tenemos que tener presente. Un amor desinteresado, entregado al servicio de los más débiles y necesitados, es la mejor señal de reconocimiento de los seguidores de Jesús.

El amor, en abstracto, no existe. Sólo existen las personas que se aman. Y el amor se traduce en la práctica de unos hechos concretos y no en el mero cumplimiento de los ritos.

Exactamente igual que en la antigüedad: en el sentido de la misión.
La persona que se siente llamada trata de abrir al mundo la explosión de un amor que no quiere guardar para sí. La comunidad vive, comunica altruistamente y, a su vez recibe, asistida por la gracia y la alegría de la pertenencia al Señor, mientras se enriquece e irradia fuerza.

El empuje misionero que nos narra los Hechos de los Apóstoles, nos ayuda a descubrir la acción del Espíritu en nuestras vidas cuando le abrimos las puertas y el Señor es capaz de hacer obras grandes en nosotros.
Pablo y Bernabé retornan después de muchas peripecias a la comunidad que los envía a predicar, y relatan todos los acontecimientos. Todos se sienten responsables, solidarios y copartícipes de una misma misión, que no es otra que la fe en Jesucristo Resucitado.

Los ojos de nuestras comunidades eclesiales deben mirarse en este espejo de vida, que nos recuerda hoy el Apocalipsis 21,1: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”
Los ojos del amor miran siempre hacia un futuro de esperanza, donde la muerte será erradicada para siempre y ya no habrá “ni luto, ni llanto, ni dolor”.
Cualquier persona que ame lleva dentro la semilla de Dios y, con ella, la savia de la eterna felicidad, suprema aspiración del hombre.

Por desgracia, somos de condición pecadora y la perfección aquí no existe, pero si amamos, todas las grandes utopías son posibles. Jesús mismo nos lo demuestra, y nos envía su Espíritu para garantizar esta suprema aspiración si trabajamos por construir poco a poco, aquí en la tierra, la Ciudad de Dios, anticipo de la definitiva Ciudad Celestial.

Durante estos días en que menudean las bodas en nuestras parroquias y se lee con reiteración la apología del amor de San Pablo a los Corintios para recordar a los novios el paso que están dando, interioricemos su mensaje que, por muy sabido, no le damos la importancia que se merece: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (I Juan 4, 8)

San Luis María Grignon de Montfort

PRIMEROS AÑOS San Luis nació en Montfort, Francia el 31 de enero de 1673 de una familia muy numerosa, el siendo el mayor de 18 hermanos. Uno de ellos murió en su infancia, 3 fueron sacerdotes y 3 religiosas. San Luis sobresalía entre sus amigos por su habilidad y su extraordinaria fortaleza física. De carácter era mas bien tímido y prefería la soledad.

Desde joven, San Luis tenía una gran devoción a la Eucaristía y a la Virgen María. Frecuentemente lo encontraban rezando por largo rato frente a una imagen de la Virgen. Cuando tenía suficiente edad, pidió permiso para asistir en la misa de la parroquia en la mañanas. Como la Iglesia le quedaba a dos millas de su casa, tenía que levantarse muy temprano para llegar a tiempo. Mientras estudiaba con los jesuitas en Rennes siempre visitaba la iglesia antes y después de las clases. Participó en una sociedad de jóvenes que durante las vacaciones servían a los pobres y los enfermos incurables. Les leían libros inspirados durante las comidas.

Pero no todo en su juventud era de color de rosas. Su padre, Jean Grignion, tenía la fama de ser uno de los hombres más coléricos en toda la región de Rennes. Y como Luis era el hijo mayor, era quien sentía mas el peso de la furia. Su papá constantemente lo incitaba a la ira. Ya por si mismo Luis tenía un temperamento tan fuerte como el de su papá, lo cual le hacía aun mas difícil soportar aquellas pruebas.. Para evitar un enfrentamiento con su papá, y el mal que su ira podría traer, Luis salía corriendo. Así evitaba la ocasión de pecado. Era todo lo que Luis podía hacer para controlar su temperamento. En vez de empeorar, a través de estas demostraciones de ira de su papá, Luis aprendió a morirse a si mismo y pudo aprender a ser paciente, dulce y crecer en virtud. Su papá, sin quererlo le proporcionó un medio para entrar en la lucha por la santidad a una temprana edad.

UN TOQUE DE GRACIA LO LLEVA AL SACERDOCIO Entre los 16 y 18 años, San Luis tuvo una experiencia de Dios que marcó su vida para siempre. Ante este encuentro personal e íntimo con Dios, la vida de Luis cambió radicalmente. Se entregaba totalmente a la oración y a la penitencia, encontrando su delicia tan solo en Dios. San Luis aprendió rápidamente que lo que verdaderamente valía no eran los grandes acontecimientos en este mundo: el dinero, la fama, etc. Sino que el verdadero valor ante Dios estaba en la transformación interior.

Escribe San Luis: "Esta es la forma en que actúan las almas predilectas. Se mantienen dentro de su casa .... o sea, mantienen sus mentes en las verdades espirituales (y no en las de la tierra). Se aplican a la oración mental, siguiendo el ejemplo de María, su madre, cuya mayor gloria durante su vida era su vida interior y quien amaba tanto la oración mental. Estas almas observan como tantos trabajan y gastan grandes energías e inteligencia para ganar éxitos y reconocimiento en la tierra. Por la luz del Espíritu Santo, saben que hay mas gloria y mas gozo, permaneciendo escondidos en Cristo y en perfecta sumisión a María, que en hacer grandes cosas o grandes milagros."

En 1693, a los 20 años, siente el llamado de consagrar su vida a Dios a través del Sacerdocio. La primera reacción de su padre no era favorable, pero cuando su papá vio la determinación de su hijo, le dio su bendición. Y así, a finales de ese año, San Luis sale de su casa hacia París.

EL SEMINARIO Renunciando a la comodidad de su caballo, San Luis se decidió caminar los 300 kilómetros hacia el seminario en París. Durante su camino, se encuentra con dos pobres en distintos momentos. Al primero le da todo el dinero que su padre le había entregado, quedándose con nada. Al segundo, no teniendo ya mas dinero que darle, le entrega su único traje, regalo de su mama, cambiándolo por los trapos del pobre. De esta manera, San Luis marca lo que ha de ser su vida desde ese momento en adelante. Ya no se limitará a servir a los pobres, pues es ya uno de ellos. Hace entonces un voto de vivir de limosnas.

En aquella época habían seminarios separados para ricos y pobres. Cuando llega San Luis al seminario, viéndolo en tan miserable condición, los superiores lo mandan al seminario de los pobres. Así se privó de las ventajas ofrecidas en el mejor seminario.

En el seminario, San Luis fue Bibliotecario y velador de muertos, dos oficios que eran poco queridos por los demás. Mas en el plan providente de Dios le proporcionaron oportunidades de mucha gracia y crecimiento.

Por su oficio de bibliotecario, San Luis pudo leer muchos libros, sobre todo, libros de la Virgen María. Todos los libros que encontraba de ella, los leía y estudiaba con gran celo. Este período llegó a ser para el, la fundación de toda su espiritualidad Mariana.

El oficio de velar a los muertos fue también de gran provecho. Era su responsabilidad pasar toda la noche junto con algún muerto. Ante la realidad de la muerte que estaba constantemente ante sus ojos, San Luis aprendió a despreciar todo lo de este mundo como vano y temporal. Esto lo llevó a "atesorar tesoros en el cielo y no en la tierra." El llegó a reconocer que nada se debe esperar de lo que es de este mundo mas todo de Dios.

Su tiempo en el seminario estuvo lleno de grandes pruebas. San Luis era poco comprendido por los demás. No sabían como lidiar con el, si como un santo o un fanático. Sus superiores, pensando que toda su vida estaba movida mas bien por el orgullo que por el celo de Dios, lo mortificaban día y noche. Lo humillaban y lo insultaban en frente de todos. Sus compañeros en el seminario, viendo la actitud de los superiores, también lo maltrataban mucho. Se reían de el, lo rechazaban muy a menudo. Y todo esto San Luis lo recibió con gran paciencia y docilidad. Es mas, lo miraba todo como un gran regalo de Cristo quién le había dado a participar de Su Cruz.

SACERDOTE El 5 de junio de 1700, San Luis, de 27 años, fue ordenado sacerdote. Escogió como lema de su vida sacerdotal: "ser esclavo de María". Enseguida empezaron a surgir grandes cruces en su vida. Pero no se detenía a pensar en si mismo sino que su gran sueño era llegar a ser misionero y llevar la Palabra de Cristo a lugares muy distantes

Después de su ordenación, sus superiores no sabían aun como tratar con el. San Luis estaba ansioso de poder empezar su obras apostólicas. Sin embargo sus superiores le negaron sus facultades de ejercer como sacerdote....no podía confesar ni predicar.... y lo mantuvieron un largo rato en el seminario haciendo varios oficios menores. Esto fue un gran dolor para San Luis, no por los trabajos humildes sino por no poder ejercer su sacerdocio. Tenía como único deseo dar gloria a Dios en su sacerdocio y en sus obras misioneras. Mas como siempre, San Luis obedeció con amor.

Después de casi un año en el seminario, por fin San Luis se encontró con un sacerdote organizador de una compañía de sacerdotes misioneros, que le invitó a acompañarlo en otro pueblo. Sus superiores, aprovechando esta oportunidad para salir de el, le dieron permiso. A San Luis le esperaba otra gran decepción pues cuando llegó a la casa de los padres misioneros, vio tan grandes abusos y mediocridad entre ellos que no le quedaba duda de que no podía quedarse. Escribió inmediatamente a su superior del seminario pidiendo regresar a París pero este le dijo que estaba siendo malagradecido y le hizo quedarse. San Luis, que obedecía santamente a sus superiores, se quedó. Aun no le daban permiso para confesar y pasaba los días enseñándole catecismo a los niños.

CAPELLÁN DE HOSPITAL Después de varios meses en que se encuentra relegado, San Luis es asignado capellán del hospital de Poitiers, un asilo para los pobres y marginados. No era el apostolado que San Luis buscaba, pues su deseo era ser misionero, pero aceptó con docilidad. Cuando ya percibía los frutos llegó la prueba otra vez. Los poderosos del mundo no podían aceptar la simplicidad y naturalidad que tenía San Luis con los pobres y empezaron los ataques y la persecución. Vive, como todos los santos, el sufrimiento de Cristo.

De vuelta en París, el predilecto de la Virgen Santísima empieza a ver como las puertas se le cerraban con rapidez. Muchos, no entendiéndolo, crean falsos testimonios de el, desacreditándolo como sacerdote y como hombre. Es rechazado hasta por sus amigos mas íntimos. Fue tanto el rechazo contra el, que en uno de los hospitales en que servía, su superior le puso una nota bajo su plato a la hora de la cena informándole que ya no necesitaba de su ministerio. Hasta su propio obispo empieza a dudar seriamente de el y dos veces lo manda a callar.

San Luis, aunque sufrió enormemente, se mantuvo firme en su fe actuando como un santo sacerdote. Dios lo estaba purificando y fortaleciendo para que su vida sea un amor puro a Dios y al prójimo. En su total humillación y abandono de todos se abre cada vez mas a la total conciencia de que Dios es su único apoyo, su única defensa. El ve en esto una nueva oportunidad de abrazar su determinación de vivir en plena pobreza, tanto espiritual como física. También llega a entender que la razón de los ataques es la doctrina Mariana que enseña. Primero porque Satanás no la quiere y segundo porque la humanidad no esta dispuesta a abrazar sus enseñanzas.

RECURSO AL PAPA QUIEN LE HACE MISIONERO San Luis decide, en el año 1706, recurrir al Santo Padre, el Papa Clemente XI. Quería saber si en verdad estaba errado como todos decían o si cumplía la voluntad de Dios, lo cual era su único deseo. Se logra el encuentro y San Luis recibe del papá la bendición y el título de Misionero Apostólico.

Durante su vida apostólica como misionero, San Luis llegará a hacer 200 misiones y retiros. Con gran celo predicaba de pueblo en pueblo el Evangelio. Su lenguaje era sencillo pero lleno de fuego y amor a Dios. Sus misiones se caracterizaban por la presencia de María, ya que siempre promovía el rezo del santo rosario, hacía procesiones y cánticos a la Virgen. Sus exhortaciones movían a los pobres a renovar sus corazones y, poco a poco, volver a Dios, a los sacramentos y al amor a Cristo Crucificado. San Luis siempre decía que sus mejores amigos eran los pobres, ante quienes abría de par en par su corazón.

FUNDADOR Un año antes de su muerte, el Padre Montfort fundó dos congregaciones -- Las hermanas de la Sabiduría, dedicadas al trabajo de hospital y la instrucción de niñas pobres, y la Compañía de María, misioneros. Hacía años que soñaba con estas fundaciones pero las circunstancias no le permitían. Humanamente hablando, en su lecho de muerte la obra parecía haber fracasado. Solo habían cuatro hermanas y dos sacerdotes con unos pocos hermanos. Pero el Padre Montfort, quien tenía el don de profecía, sabía que el árbol crecería. Al comienzo del siglo XX las Hermanas de la Sabiduría eran cinco mil con cuarenta y cuatro casas, dando instrucción a 60,000 niños.

Después de la muerte del fundador, la Compañía de María fue gobernada durante 39 años por el Padre Mulot. Al principio había rehusado unirse a Montfort en su trabajo misionero. "No puedo ser misionero", decía, "porque tengo un lado paralizado desde hace años; tengo infección de los pulmones que a penas me permite respirar, y estoy tan enfermo que no descanso día y noche." Pero San Luis, inspirado por Dios, le contestó, "En cuanto comiences a predicar serás completamente sanado". Así ocurrió

SUS VIRTUDES Los santos son hombres que aman con todo el corazón y el corazón da fruto en virtud. Los frutos no se dan sin la entrega y el sacrificio perseverante. San Luis Grignion de Montfort es un hombre de oración constante, ama a los pobres y vive la pobreza con radicalidad, goza en las humillaciones por Cristo.

Algunas anécdotas:

En una misión para soldados en La Rochelle, estos, movidos por sus palabras, lloraban y pedían perdón por sus pecados a gritos. En la procesión final un oficial caminaba a la cabeza descalzo, llevando la bandera. Los soldados, también descalzos, seguían llevando en una mano el crucifijo y en la otra el rosario mientras cantaban himnos.

Cuando anunció su plan de construir un monumental Calvario en una colina cercana a Pontchateau, muchos respondieron con entusiasmo. Por quince meses, entre doscientos y cuatrocientos campesinos trabajaron diariamente sin recompensa. Cuando la magna obra estaba recién terminada, el rey ordenó que todo fuese destruido. Los Jansenistas habían convencido al gobernador de Bretaña que se estaba construyendo una fortaleza capaz de ayudar a una revuelta. El padre Montfort actuó con una gran paz ante la situación. Solo exclamó: "Bendito sea Dios".

-En una ocasión, cuando el obispo lo había mandado a callar, San Luis obedientemente se retiró en oración. Fue durante ese tiempo que escribió "A los Amigos de la Cruz", un fabuloso tratado que enseña la necesidad y la práctica de llevar la cruz.

-Los Jansenistas (seguidores de Jansenio que terminaron en herejía), irritados por los éxitos del padre Montfort, logran por medio de intrigas que se le expulse del distrito en que daba una misión.

-En La Rochelle trataron de envenenarlo con una taza de caldo y, a pesar del antídoto que tomó, su salud fue dañada permanentemente.

-En otra ocasión trataron de asesinarlo cuando caminaba por una estrecha calle. El tubo un presentimiento de peligro y escapó por otra calle.

¿Y CUÁL ES ESPIRITUALIDAD TAN ATACADA? La espiritualidad de San Luis María sigue hoy día siendo amada por el Papa y perseguida por muchos aun de la Iglesia. Es porque enseña un camino muy claro y exigente que no permite ambigüedades ni medias tintas. El amor lo reclama todo.

La espiritualidad de San Luis María de Montfort se basa en dos fundamentos:

1- Reproducir la imagen de Cristo Crucificado en nosotros. 2- Hacerlo a través y por medio de nuestra consagración a María como esclavo de amor.

En otras palabras: vivir la Cruz Redentora a través de María.

Toda la vida de Luis fue centrada sobre un deseo: La adquisición de la Sabiduría Eterna que es Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María.

Optó por una condición radical de vida formulada como "La santa esclavitud" o la esclavitud voluntaria de amor a la Virgen Santísima para llevarnos a la de Cristo. A ella le entregamos cuerpo y alma para que haga con nosotros lo que quiera pues todo lo que ella quiere es de Dios. La Virgen, Gestora de Cristo, pasa a ser la que dispone de nosotros..

Es una vía de perfección y unión, de ascética radical y de misticismo dentro del corazón de María Santísima. Enseña que el alma abandonada en las manos de la Madre es unida a la obediencia del Hijo. Esta entrega es total cuando el alma se separa de todo apego terrenal y así es reengendrada en el seno de María donde se encarnó Jesús. Llega a ser así perfecta imagen de Dios quien escogió ser obediente hasta la Cruz.

San Luis no ve en María una simple devoción piadosa y sentimental, sino una devoción fundada en teología sólida, la cual proviene del misterio inefable de lo que Dios ha optado realizar por su mediación y por su perfecta docilidad a esa obra. Esto es muy importante, ya que es este desarrollo lo que ha hecho posible la revolución teológica que causó San Luis de Montfort.

El papa Juan Pablo II era un gran devoto de Montfort. De el tomó su lema "Totus Tuus" y se refirió al santo en su encíclica Mariana Redemptoris Mater y en muchas otras ocasiones. También visitó su tumba Saint Laurent sur Sevre, añadiéndola al itinerario de su visita a Francia. Allí, junto a la tumba estubo a punto de sufrir un atentado, plantaron una bomba que fue descubierta por la seguridad. Providencialmente, nada detuvo al Papá de honrar al santo que tanto ama.

ESCRITOS San Luis dio a la Iglesia las obras mas grandes que se han escrito sobre la Virgen Santísima: El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen , el Secreto de la Virgen, y El Secreto del Rosario. A estos se añade "A los Amigos de la Cruz". La Iglesia ha reconocido sus libros como expresión auténtica de la doctrina eclesial. El Papa Pío XII, quién canonizó a San Luis dijo: "Son libros de enseñanza ardiente, sólida y autentica."

MUERTE Y CANONIZACIÓN San Luis murió en Saint Laurent sur Sevre el 28 de Abril de 1716, a la edad de 43 años.

Fue beatificado en 1888 por León XIII y canonizado el 20 de Julio de 1947 por Pío XII.

Es venerado como sacerdote, misionero, fundador y sobre todo, como Esclavo de la Virgen María.

Lecturas


El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra de Dios. Al ver el gentío, a los judíos les dio mucha envidia y respondían con insultos a las palabras de Pablo.
Entonces Pablo y Bernabé dijeron sin contemplaciones:
-«Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: “Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra.”»
Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna creyeron.
La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas y devotas y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies, como protesta contra la ciudad, y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Si me conocéis a mi, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice:
- «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.» Jesús le replica:
- «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mi, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mi. Si no, creed a las obras.
Os lo aseguro: el que cree en mi, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores.
Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.»

Palabra del Señor.

Santa Zita

Una sencilla sirvienta del hogar. Desde los 12 años hasta su muerte sirvió en casa de los Fatinelli de Lucca (Italia), siendo a veces humillada y criticada por ellos. Mereció, no obstante, su respeto gracias a la sincera devoción y a la entrega a su trabajo. El Señor le favoreció con el don de los milagros y carismas extraordinarios. El culto a la sierva de Dios comenzó poco después de su muerte en 1272. Su tumba en la iglesia de San Fridiano fue objeto de veneración y peregrinación por toda clase de gente.

Canonizada en 1696, su nombre entró en el calendario Romano en 1748. Desde Italia su culto pasó ya desde la edad media a todas partes de Europa, sobre todo dentro de las clases populares. Muy vinculada a las asociaciones de jóvenes del servicio domestico.

Historia

Santa Zita nació en Lucca, Italia, en 1218, de una familia campesina pobre, pero muy piadosa.

De pequeñita, bastaba que la mamá le dijera: "Esto agrada a Dios", para que la niña lo hiciera. Y bastaba decirle: "Esto no agrada a Nuestro Señor", para que dejara de hacerlo.

A los 12 años, a causa de la pobreza de la familia tuvo que emplearse de sirvienta en una familia rica. El consejo que le dio la mamá al despedirse de ella fue esto: "En tus acciones y palabras debes pensar: ¿Esto agradará a Dios?". Fue un consejo que le ayudó machismo a comportarse bien.

El jefe de la familia donde Zita fue a trabajar, era de temperamento violento y mandaba con gritos y palabras muy humillantes. Todos los empleados protestaban por este trato tan áspero, menos Zita que lo aceptaba de buena gana para asemejarse a Cristo Jesús que fue humillado y ultrajado.

Las demás empleadas le tenían envidia y la humillaban continuamente con palabras hirientes. Pero jamás Zita respondía a sus ofensas ni guardaba rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque ella demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales. La tildaban de "besaladrillos" y de "beata". Pero con el correr de los años, todos se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una gran amiga de Dios.

Era la más consagrada a sus oficios en toda esa inmensa casa y repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que tiene que cumplir, no es verdadera piedad.

Un hombre quiso irrespetarla en su castidad, y ella le arañó la cara, y lo hizo alejarse. El otro fue con calumnias ante el dueño de la casa y éste la insultó horriblemente. Zita no dijo ni una sola palabra para defenderse. Dejaba a Dios que se encargara de su defensa. Y después se supo toda la verdad y el patrón tuvo que arrepentirse del trato tan injusto que le había dado y creció enormemente su aprecio por aquella humilde sirvienta.

El dinero de su sueldo lo gastaba casi todo en ayudar a los pobres. Dormía en una estera en el puro suelo porque su catre y colchón los había regalado a una familia muy necesitada.

Un día en pleno invierno con varios grados bajo cero, la señora de la casa le prestó su manto de lana para que fuera al templo a oír misa. Pero en la puerta del templo encontró a un pobre tiritando de frío y le dejó el manto. Al volver a casa fue terriblemente regañada por haber dado aquella tela, pero poco después apareció en la puerta de la casa un señor misterioso a traer un hermoso manto de lana. Y no quiso decir quién era él. La gente decía: "Un ángel del Señor vino a visitarnos".

Un día llevaba para los pobres entre los pliegues de su delantal, todo lo que había sobrado del almuerzo, y por el camino se encontró con el furioso jefe de la casa, el cual le preguntó: - ¿Qué lleva ahí?. Ella abrió el delantal y solamente apareció allí un montón de flores.

En época de gran escasez y hambre Zita repartió entre los más pobres unos costales de grano que había en la despensa. Cuando llegó el furibundo capataz de la casa a contar cuántos costales de grado quedaban en el granero, la santa se puso a rezar a Dios para que le solucionara aquel problema. El hombre encontró allí todos los costales de grano. No faltaba ni uno solo. Y nadie se pudo explicar cómo ni cuándo fueron repuestos los que la joven había repartido entre los pobres.

Cuando le quedaba un día libre, lo empleaba en visitar pobres, enfermos y presos, en ayudar a los condenados a muerte.

Estuvo 48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de Dios, se puede llegar a una gran santidad.

Murió el 27 de abril de 1278.

Fueron tantos los milagros que se obraron por su intercesión que el Papa Inocencio XII la declaró santa. Y su cuerpo se conservaba incorrupto cuando fue sacado del sepulcro, más de 300 años después de su muerte.

Todavía son miles y miles los peregrinos que van a visitar el sepulcro y el templo de Santa Zita. Y ella sigue dándonos esta gran lección: que en un trabajo humilde se puede ganar una gran gloria para el cielo.

Lecturas


Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado.
Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria.
Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.
Sino, como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.»
Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu. El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»

Palabra del Señor.

SAN ISIDORO DE SEVILLA

Haría falta un grueso volumen para dibujar la figura prócer del español que más ha influido en el mundo por el brillo de su ciencia y el calor de su santidad; pero bastarán unas líneas para recoger lo más saliente de su personalidad como español, como hombre de ciencia y, sobre todo, como santo.

Nació Isidoro muy probablemente en Sevilla, hacia el año 556, poco después de haber llegado allí sus padres, que habían huido de Cartagena para no pactar con los intrusos bizantinos de Justiniano. Fue Isidoro el menor de un matrimonio de cuatro hijos, Leandro, Fulgencio, Florentina, aureolados todos con la corona de la santidad.

Bajo el mecenazgo de San Leandro —electo obispo de Sevilla en 578—, fue educado el joven Isidoro en la piedad y en las ciencias, dedicándose especialmente al estudio de las tres lenguas consideradas en aquel entonces como sagradas: el hebreo, el griego y el latín. Era natural que su hermano mayor pusiera todo su interés en cultivar la personalidad de Isidoro en todos los órdenes, moviéndole a ello, según su propio testimonio, el gran afecto que le profesaba y cuyo amor, decía, "prefiero a todas las cosas acá abajo, y en quien descanso con el más profundo cariño". Había Leandro fundado un monasterio en Sevilla y retenía en sus manos la dirección espiritual del mismo. Al cenobio acudían jóvenes de toda la Península atraídos por la fama de su fundador, pero mientras algunos gozaban de un régimen de internado bastante suave, por no aspirar ellos a la vida claustral, otros eran sometidos a una disciplina más rigorista. Ya desde el principio determinó San Leandro que su hermano siguiera en todo la vida regular, y que se le sometiera a la educación severa y rígida reservada a aquellos que aspiraban a abrazar la vida monástica.

Aquella vida de mortificaciones y de renuncias había inclinado el corazón de Isidoro a vestir el hábito monacal. Un día, joven todavía, recibió de San Leandro el santo hábito y rodaba por el suelo su hermosa cabellera, que el santo obispo cortaba mientras pronunciaba las siguientes palabras deprecatorias: "Sea de vida laudable. Sea sabio y humilde. Sea veraz en la ciencia. Sea ortodoxo en la doctrina. Sea solícito en el trabajo, asiduo en la oración, eficaz en la misericordia, fijo en la paz, pronto para la limosna y piadoso con los súbditos". La súplica del obispo en favor del joven novicio fue escuchada en el cielo, que en adelante dirigió los pasos del nuevo monje hacia el sublime ideal religioso tan hermosamente sintetizado en las mencionadas palabras de la antigua liturgia española.

Vivía en aquel entonces España unos años decisivos para su porvenir político y religioso. El rey Leovigildo apoyaba la herejía arriana, en tanto que Leandro era el máximo campeón de la ortodoxia. La lucha por la fe decidióse en el momento en que Recaredo, hijo de Leovigildo, se declaró católico, a los diez meses de haber subido al trono, abjurando públicamente de la herejía. Pero el campo hispano no estaba libre del arrianismo, que brotaba aquí y allá, incluso en los palacios episcopales. Para combatirlo y arrancarlo de raíz emprendió Leandro una campana intensa que le obligó a cruzar la Península en todas direcciones. Sus continuos viajes y sus prolongadas ausencias de Sevilla aconsejaron que le reemplazara Isidoro en la dirección del monasterio. Contaba entonces treinta años de edad.

Como abad del monasterio, distinguióse Isidoro por lo escrupulosa observancia regular, por su bondad, sentido de la justicia y por el entrañable amor hacia sus súbditos, que él apreciaba y tenía como a hijos. Al poco de tomar el timón del monasterio percatóse de que, para llevar una vida monástica irreprensible, hacía falta dotar al monasterio de un código de leyes que regulara la vida de comunidad, señalara los derechos y deberes de superiores y súbditos y acabara con la pluralidad de reglas y observancias que destruían la vida común y anulaban la acción del abad. En contra de las deformaciones del espíritu claustral, camufladas las más de las veces con pretextos de mayor perfección y renuncia, señaló Isidoro certeramente los elementos esenciales de la vida monástica, que son: "La renuncia completa de sí mismo, la estabilidad en el monasterio, la pobreza, la oración litúrgica, la lección y el trabajo".

Los monjes giróvagos disipan el espíritu y su conducta no siempre sirve de edificación a los fieles; de ahí el voto de estabilidad. Los peculios particulares crean la relajación del monje y dan pie a muchos abusos. En contra de los mismos formuló él el célebre aforismo: "Todo cuanto adquiere el monje, para el monasterio lo adquiere".

Otro enemigo de la vida monástica era la ociosidad, que Isidoro combatió imponiendo a sus monjes la obligación del trabajo, tanto manual como intelectual. Con el trabajo manual se procuraban los monjes lo indispensable para su sostenimiento, contribuían con su ejemplo a que el pueblo se interesara por el empleo de los métodos de producción más efectivos y con su esfuerzo físico procuraban a su cuerpo la agilidad, el vigor y robustez que son el soporte obligado de una vida espiritual sana.

Gran importancia concedió San Isidoro al trabajo intelectual de los monjes. Después de la iglesia debía ser la biblioteca la pieza más importante del monasterio. Los códices y libros allí almacenados tenían para Isidoro carácter de cosas sagradas. Si algún monje deterioraba algún manuscrito, recibía por ello la penitencia correspondiente. Por la mañana se prestaban los libros, que se devolvían después de vísperas al bibliotecario, quien comprobaba el estado del códice que se había prestado. Al estudio diario se añadían las lecturas durante la misa y el oficio divino, la lectura en el comedor, mientras duraba la refección, y las conferencias en determinados días de la semana. Entre las actividades del monje figuraba la de copiar códices, tarea ésta considerada como cosa santa. En el escritorio isidoriano de Sevilla ocupaba el primer plano la Biblia, sobre cuyo texto se hacían concienzudos estudios y mejoras que debían extenderse por toda España y Europa.

Isidoro fue en este punto un dechado y ejemplo para sus monjes. Conocía todos los libros de su tiempo; podía dar razón de todos los autores griegos y latinos, Padres de la Iglesia y otros escritores de menos talla. Su biblioteca era la mejor de su tiempo, tanto por su calidad como por el número de ejemplares. A todos los autores de la antigüedad se les concedía un sitio en sus estantes; a todas las ciencias, eclesiásticas y profanas, franqueaba Isidoro las puertas de su biblioteca. Pero entre sus libros había uno por el cual sentía enorme pasión, la Biblia, porque, según él, "encierra la suma de los misterios y sacramentos divinos; es el arca sagrada que guarda las cosas antiguas y las nuevas del tesoro del Señor". Conocidos son sus esfuerzos para unificar el texto latino de las Sagradas Escrituras. Entre sus libros es muy conocido el Libro de los Proemios, que contiene una corta introducción a cada uno de los libros sagrados.

Entre las obras más famosas que escribió cabe señalar su libro de las Etimologías, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas, que revela la inmensa erudición de Isidoro. Como historiador le han hecho célebre su Historia de los godos, vándalos y suevos, la llamada Crónica Mayor y el Libro de los varones ilustres. Con esta producción bibliográfica influyó San Isidoro en la literatura medieval, a la cual retransmitió la inmensa literatura de la antigüedad. "Como puente entre dos edades, como firme pilar en una época de transición, como depositario del saber antiguo al tiempo que heraldo de la ciencia medieval, San Isidoro ocupa un lugar singularísimo en la historia de la cultura europea. El puesto honroso de quien, consciente de una misión, la cumple con humilde y heroica voluntad de entrega" (Montero Díaz).

Pero, además de padre de los monjes, fue Isidoro obispo de Sevilla. El gobierno de su dilatada diócesis debía alejarle un tanto de sus actividades literarias para dedicarse al cuidado pastoral de las almas confiadas a sus desvelos. Según confesión propia, el verdadero obispo debía dedicarse a la lectura de la Biblia y exponerla a sus fieles, imitar el ejemplo de los santos, vivir una vida intensa de oración, mortificar su cuerpo con vigilias y abstinencias, y, sobre todo, practicar la caridad y la misericordia para con sus hermanos y súbditos. Con la dignidad episcopal ensanchóse el horizonte del magisterio de Isidoro, que transformó el púlpito de la catedral de Sevilla en cátedra de la verdad. El pueblo acudía en tropel a escucharle, porque, según testimonio de San Ildefonso, "había adquirido tanta facilidad de palabra y ponía tal hechizo en cuanto decía, que nadie le escuchaba sin sentirse maravillado". Pero, más que por sus dotes oratorias, le escuchaba el pueblo por la solidez de su doctrina teológica y por la unción que ponía el Santo en sus palabras.

Entre los puntos capitales del programa episcopal de San Isidoro figuraba su solicitud por el clero, la porción escogida de la heredad del Señor, según palabras suyas. Y era tanto más necesario este cuidado en cuanto que la herejía arriana había penetrado hondamente en las filas clericales y había creado un sector que llevaba una vida sacerdotal nada conforme con su excelsa vocación. De ahí que empezara por una depuración a fondo en las filas de los ministros del altar, prefiriendo pocos y buenos a gran número de ellos carentes de espíritu sacerdotal. Para su formación contaba con la escuela catedralicia, en donde los futuros ministros de la Iglesia eran educados religiosa e intelectualmente, y no sentía reparo alguno en tomar parte activa en este magisterio. Los candidatos al sacerdocio vivían en comunidad, y dispuso que este mismo régimen de vida observaran los clérigos e incluso los mismos obispos, empezando él por dar ejemplo de una vida santa en común. Con el fin de facilitar la santificación propia y desarmar a los murmuradores dictó a los obispos de España la siguiente ley: "Para que no se dé motivo a la murmuración, en adelante los obispos tendrán en su casa el testimonio de personas en quienes no puede haber sospecha ninguna". Entre las obligaciones episcopales señala la visita anual de las iglesias, que debe hacerse personalmente, o por medio de delegados, De esta manera el obispo velará por la buena marcha espiritual y material de las iglesias parroquiales.

El obispo era en aquel entonces el funcionario más poderoso. Por su doble personalidad, política y religiosa, debía influir necesariamente en los destinos de España. Pero, aunque ligado con la monarquía por el vínculo de vasallaje, no olvidó nunca, sin embargo, que antes se debía a la Iglesia y a la grey que se le había confiado. Supo Isidoro armonizar sus obligaciones episcopales con sus deberes hacia la Patria. Sentía él un amor intenso por España, que ha expresado con un lirismo impresionante en sus Laudes Hispaniae. En su vida mostróse enemigo de los bizantinos, habla de las "insolencias romanas", elogia la actitud política de Leovigildo, a pesar de su arrianismo, y canta la grandeza del reino visigodo. "No puede rigurosamente hablarse de sentimiento nacional. Pero es evidente su adscripción a la unidad peninsular, una conciencia clara de Hispania como ámbito estatal, una decidida nostalgia de fusión étnica y convivencia religiosa" (Montero Díaz).

Uno de los actos de más resonancia de su vida episcopal fue la celebración del Concilio IV de Toledo, a finales del año 633, que Isidoro convocó con el fin de dotar a la nación de una legislación que asegurara su porvenir y la estabilidad de sus instituciones, y reorganizar al mismo tiempo la vida religiosa.

El que había sido moderador de monjes, metropolitano de la Bética, fecundo escritor, mentor de reyes y moderador de concilios, Padre de la Iglesia y de la Patria, encorvábase bajo el peso de los años. Al echar una mirada retrospectiva, dolíase en su corazón de las debilidades, defectos e imperfecciones de su larga vida, pero le confortaba la perspectiva del perdón. Rebasados los ochenta años, Isidoro todavía predicaba al pueblo y leía las páginas de la Biblia. En los últimos años distribuyó cuantiosas limosnas a los pobres.

La muerte se acercaba a grandes pasos. Su estómago se negaba a retener el alimento; la fiebre devoraba su cuerpo y su rostro aparecía demacrado. Presintiendo un próximo desenlace, se hizo trasladar a la basílica de San Vicente para pedir penitencia en una ceremonia emocionante. Un sacerdote rasuró la cabeza del moribundo, vistióle de cilicio y derramó sobre él un puñado de ceniza en forma de cruz, Hizo después Isidoro su confesión con palabras que arrancaron las lágrimas de todos los presentes. Tres días después, el 4 de abril de 636, su alma voló al cielo para recibir la recompensa de una vida santa, dedicada al servicio de la Iglesia. Dante, en su Divina comedia, vio en el paraíso llamear el espíritu ardiente de Isidoro" (Paraíso, canto X, 130).