Lecturas


Hijos míos, es el momento final.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

Palabra del Señor.

SAN SILVESTRE I, Papa y SANTA MELANIA LA JOVEN, Religiosa

En las montañas del Vierzo se dice: «San Silvestre, el año acabaste.» Pero este Santo, que cierra el año cristiano y litúrgico, abre en la historia del cristianismo una era de paz y libertad. Después de trescientos años de lucha con la Iglesia, el Imperio se declaraba vencido. En 311, el más pérfido de los perseguidores, Galeno, publicaba el primer decreto de tolerancia, y dos años después Constantino el Grande redactaba el edicto de Milán. Cristo había vencido a Zeus. Todavía resonaban en las ciudades los gritos de júbilo de los antiguos perseguidos, cuando Silvestre, un clérigo romano que se había distinguido por su celo durante la última persecución, sube a ocupar la cátedra de San Pedro (314).

Es el momento de recogerse, de meditar en silencio sobre la nueva situación, de reparar y reorganizar. Esta va a ser la tarea del nuevo Papa. Silvestre la realiza silenciosamente, sin agitaciones inútiles, sin estruendo. Grandes cuestiones agitan el mundo, y, cosa extraña, la voz del Pontífice no se oye en el coro de las disputas. Este tiempo de inquietud en la Iglesia y el Imperio, parece de reposo en la cristiandad de Roma. El cisma donatista conmueve el Occidente; los obispos de Italia, España y la Galia se reúnen en Arles; pero echan de menos la presencia de aquel «cuya autoridad más extensa hubiera podido realzar sus decisiones». Antes de separarse, sienten la necesidad de escribirle estas frases: «Pluguiera al Cielo, Padre carísimo, que hubieras estado presente a este gran espectáculo. Toda esta asamblea habríase visto inundada de la mayor alegría; pero puesto que no has podido dejar esa ciudad, domicilio predilecto de los Apóstoles, cuya sangre es en ella claro testimonio de la gloria de Dios, nos ha parecido conveniente daros cuenta de lo que hemos tratado en nuestras deliberaciones.»

No tarda en estallar otra tormenta mucho más peligrosa. Derrotado en el campo de la política, el paganismo tendía a perpetuarse en el de las ideas, y así nace la teología antitrinitaria de Arrio. El fondo de su doctrina estaba en el ambiente; para concretarla y propagarla se necesitaba un hombre astuto, capaz de arrastrar a las multitudes con su elocuencia, de desconcertar a los adversarios con sus sofismas, de procurarse el apoyo de los grandes con sus hábiles manejos, de agrupar en torno suyo, con la seducción de sus modales y la austeridad aparente de su vida, un núcleo de partidarios fanáticos de sus ideas. Y el sofista alejandrino formuló su teoría del Verbo inferior a Dios y primera criatura del mundo, expuesta en términos precisos y lapidarios. Se ha podido decir que la enseñanza de Arrio tendía a la reconciliación racional entre la gnosis oriental, la filosofía platónica y la teología judaica. La protesta fue unánime entre los partidarios de la tradición.

La lucha se hizo general. Discutíase en la corte, en las iglesias, en las calles. Reuníanse Concilios, se lanzaban anatemas, y llega el día incomparable de Nicea, el magnífico espectáculo del primer Concilio ecuménico. Dos grandes atletas se mueven en el campo de la ortodoxia: el gran Osio de Córdoba y San Atanasio de Alejandría. Inútilmente buscamos en la contienda la voz de Silvestre. La de Osio es, ciertamente, un eco suyo: si preside la gran asamblea, y la encauza y la inspira, es en nombre del Papa. Silvestre sigue, sin duda, con ansiedad aquellas deliberaciones solemnes, pero no conocemos ni una intervención suya, ni un gesto, ni una palabra.

Un momento, sin embargo, aparece al lado de Constantino. Un año después de Nicea, el gran emperador hace su segunda y última visita a Roma. Es el año más amargo de su vida, el de aquella oscura tragedia familiar en que perdieron la vida el príncipe Crispo y la emperatriz Fausta; un lujo y una esposa sacrificados a la razón de Estado por leyes sospechosas y terribles arrebatos, y, como consecuencia, el remordimiento, la tristeza, el dolor más profundo. La Roma senatorial no podía amar a este enemigo de la tradición pagana, a este hombre que aparecía en sus calles a la manera asiática, vestido de una túnica cuajada de perlas y llevando en su sien una diadema deslumbrante que le ceñía los cabellos. La actitud hostil de la aristocracia tuvo un lenitivo en la simpatía de la población cristiana.

Silvestre comprendió la amargura secreta de aquel corazón lacerado, y si no bautizó al emperador, como se ha supuesto, puso a su alcance los consuelos de la religión cristiana y la condición de sus inefables perdones. Constantino respondió a aquel amor compasivo con generoso agradecimiento. Nunca se mostró tan magnífico. Las principales basílicas de Roma están, por su origen, unidas a su nombre y al del Pontífice Silvestre. Entre ambos las construyen, las decoran, las dotan con grandes posesiones y las adornan de objetos de oro, plata, jaspe, pórfido, alabastro y toda clase piedras preciosas. El palacio Lateranense, residencia imperial e convierte en morada de aquel sucesor de Pedro, que hasta entonces había encontrado difícilmente un escondrijo bajo la tierra.

Descendiente de cónsules, de prefectos y de dictadores, Melania se encontró, al salir de la niñez, con una riqueza fabulosa que ni aún podía calcular. Era, sobre todo, una fortuna territorial, extendida por todas las provincias del Imperio. Una idea de aquellas posesiones nos la da su biógrafo al describirnos una de ellas, situada junto al estrecho de Messina: paisaje encantador, mármoles, estatuas, baños, piscinas—desde las cuales el nadador podía distinguir, a un lado el mar, cubierto de embarcaciones; a otro, el bosque, entre cuyo follaje se escondían los ciervos y jabalíes—; y alrededor de la morada señoral, el dominio útil, cuyo cultivo estaba a cargo de quinientos siervos. Otra finca situada cerca de Tagaste y más vasta que esta ciudad era un centro artístico e industrial donde centenares de esclavos hacían muebles, máquinas de toda clase y objetos de arte como tapices, platos de oro, cajitas de marfil, pendientes, pulseras y collares de perlas. El palacio del Celio donde creció la ilustre matrona sobrepujaba en esplendor a todas las magnificencias de estas villas rurales. En él, hipódromos, plazas públicas, fuentes, termas; todo poblado de estatuas y cubierto de pinturas, algunas de las cuales, existentes aún, son de lo mejor que se ha encontrado en Roma. Tal era la suntuosidad del inmueble, que, cuando se quiso vender, no hubo quien se atreviese a comprarlo. Sólo las rentas de aquella fortuna gigantesca ascendían a la cantidad de ciento veinte mil libras de oro, o sea unos cientos cuarenta millones de pesetas.

Hija única del senador Valerio Publicóla, Melania recibió la más esmerada educación. De espíritu despierto, escuchaba con curiosidad las conversaciones de sus padres y servidores, y en ellas oyó hablar por vez primera de una abuela suya, llamada como ella, que, al quedar viuda en plena juventud, se había despedido de la sociedad romana para dirigirse a Oriente y encerrarse en un convento del monte de los Olivos. Y con el nombre de su abuela le llegaban los de otras damas aristocráticas, Leta, Paula. Marcela, que se habían entregado al más riguroso ascetismo. Un día supo la decisión singular del senador Paulino y su mujer Teresa, parientes suyos, que acababan de vender sus bienes y retirarse del mundo. Este caso fue, durante un verano, la comidilla de la gente «bien» de Roma. Sin embargo, al llegar a los catorce años, Melania hubo de aceptar el marido que le habían buscado sus padres, un joven de diecisiete años, llamado Piniano, igual a ella en religión, en nacimiento y en fortuna. Apenas casados, la niña llamó aparte al mancebo y le dijo:

—Si quieres vivir conmigo castamente, según las leyes de la continencia, te reconozco por señor mío y dueño de mi vida; si esto te parece duro a causa de tu juventud, toma mis bienes, pero deja en libertad a mi cuerpo, a fin de que cumpla mi propósito, que es según Dios.

Piniano, a quien sin duda interesaba su mujer más que las riquezas, resistióse ante esa proposición. Hubo súplicas, regaños y negociaciones, y al fin se llegó a un acuerdo que Piniano consideraba razonable: vivirían juntos hasta tener dos hijos a quienes transmitir la hacienda; después renunciarían al mundo.

Tuvieron una hija, que murió al poco tiempo. En vísperas de ser madre nuevamente, Melania se empeñaba en asistir a la vigilia de San Lorenzo en su basílica; pero su marido se lo prohibió, encargando a la servidumbre que no la dejasen salir. Quedóse en casa, pasando la noche en el oratorio, donde fue sorprendida por los esclavos, a quienes ella remuneró espléndidamente para que callasen. Al día siguiente dio a luz una criatura que sólo vivió unas horas. Como la madre estaba a punto de marchar tras ella, Piniano se fue a rezar, desolado, a la basílica de San Lorenzo, donde un enviado de su esposa vino a traerle este recado:

—Si quieres que viva, promete a Dios que guardaremos continencia.

Piniano lo hubiera prometido todo en aquel momento, y así, se sometió dócilmente. Faltaba vencer la resistencia de Publicóla. Él, que había visto a su madre, Melania la Vieja, vestida bruscamente de pardo sayal, consideraba que aquello podía ser muy santo, pero también muy ridículo. Usó de toda su autoridad para impedir lo que él llamaba locura de sus hijos; resistió largos días; pero al fin, afligido, debilitado, herido de una grave enfermedad, llamó a Melania y a Piniano, les pidió perdón y les dejó en libertad para hacer lo que quisiesen.

Llegó el momento suspirado de los vestidos groseros, de la vida recogida, de las más rudas penitencias. Piniano parecía menos entusiasta que su esposa, por lo cual ella se le acercó un día diciéndole con cariño y respeto a la vez:
—Dime, hermano mío, ¿hay en tu corazón alguna concupiscencia que te mueve a desearme como esposa?
A lo cual Piniano contestó:
—Feliz eres tú de amar así a tu marido; cierta puedes estar de que te mira con los mismos ojos que a tu santa madre.
Al oír esta respuesta, Melania le besó en las manos y en el corazón, alabando a Dios de aquel firme propósito.
Pocos días después volvióle a decir:
—Piniano, señor mío, escúchame como a una madre, como a tu hermana espiritual: deja esos vestidos preciosos de Cilicia y preséntate de una manera más humilde.
Piniano, joven todavía, se llenó de tristeza; pero por no ver triste a Melania, obedeció, vistiendo en adelante los toscos paños de Antioquía. Pero ella todavía no estaba contenta, y, así, le presentó otra tela más vil, tejida por ella misma con lana sin teñir.

Venían ahora las cuestiones de hacienda. Para hacer limosnas era necesario vender los latifundos; pero los dos esposos se encontraron con la oposición de los senadores romanos, los cuales, quién más, quién menos, eran parientes suyos. Todo el mundo los censuraba, llamándoles locos y acusándoles de disipar su hacienda. Como muchos de ellos tenían en vista algún buen bocado en las tierras de Piniano, pretextaban que no podía disponer de ellas por ser menor de edad. Efectivamente, aún no había cumplido veinticinco años. Pero Melania, que era emprendedora, maniobró tan hábilmente, que consiguió un decreto por el cual el emperador Honorio mandaba a los funcionarios de todas las provincias que vendiesen los bienes de los dos esposos y les transmitieran el dinero. Inmediatamente empezaron a llover montones de oro, grandes cantidades de plata, fajos de recibos y multitud de objetos preciosos: un río de monedas, que a Melania le recordaba el Pactólo, y que llegó a hacerla temer la imposibilidad de llegar a la pobreza evangélica. Pero las oleadas metálicas no hacían más que pasar por sus manos para detenerse en los pobres, los cenobitas y las iglesias.

«Aquí—dice Geroncio, su biógrafo y su capellán—dejaba cincuenta mil, allí veinte, allí diez, allí treinta o cuarenta mil piezas de oro. Tenía prisa por librarse de aquellas aguas en que temía naufragar. Un día, clavando sus ojos en un montón de cuarenta y cinco mil áureos, le pareció que arrojaba llamas, y que el demonio se reía de ella. Todos los que llegaban a Roma para negociar en el palacio de Letrán, los embajadores de San Juan Crisóstomo, Juan Casiano, el famoso escritor Paladio de Helenópolis, obispos, patriarcas, anacoretas, eran objeto de aquella liberalidad inagotable. Un amigo de Crisóstomo decía unos años adelante: «¿Qué país del Oriente o del Occidente se vio privado de los beneficios de Melania y de Piniano? ¿Cuántas islas no compraron para hacerlas refugio de los monjes? No creo que haya en todo el Imperio una ciudad en que no haya quedado algún jirón de su hacienda.» Los primeros en participar de aquella caridad fueron sus esclavos. En dos años dieron la libertad a más de ocho mil, y con la libertad, lo suficiente para emprender una nueva vida.

Era un esfuerzo constante por liquidar aquella fortuna que no se acababa nunca. De él quiso librarles el Senado de Roma, «pareciéndole un absurdo que se ofreciese a Dios lo que debía servir para salvar la República». Era en 408, uno de los años más trágicos de aquella época, en que los años trágicos se suceden sin interrupción. Alarico asolaba las tierras italianas; el Senado necesitaba dinero para comprar la retirada del invasor. Se pensó en los millones de Piniano, y el prefecto propuso a los senadores la confiscación. De repente, el rey godo, dueño del Tiber, intercepta los bajeles de grano que debían abastecer la ciudad; el pueblo se subleva, y el prefecto, arrancado de su tribunal, muere lapidado. Así terminó aquel conato de expropiación. Saqueada Roma, los dos esposos se refugian en su finca de Messina, donde les acompaña su amigo el antagonista de San Jerónimo y escritor infatigable Rufino de Aquilea.

Tampoco allí se vive con seguridad. «A nuestros ojos—dice Rufino—, los bárbaros incendian a Reggio; el brazo de mar que separa a Italia de Sicilia es nuestra única protección. Yo, al lado de aquellos santos, aprovecho las noches en que el terror del enemigo parece calmarse, para el estudio y el trabajo, para lo que es el bálsamo de nuestras miserias y el consuelo de nuestro destierro en el mundo.» Las costas africanas parecen más seguras, y allí se refugian Melania y su marido. En la travesía, una tempestad y el arribo a una isla cuyos habitantes van a ser degollados porque no pueden presentar el rescate que los bárbaros piden. Hacen falta dos mil sueldos de oro, que Melania apronta en un segundo, añadiendo mil más para proveer de lo necesario a los cautivos. Siguen las prodigalidades a través de las ciudades africanas. En Tagaste levantan dos grandes monasterios, capaz el uno de ciento treinta monjas y el otro de ochenta monjes. En Hipona, el pueblo se empeña en detener aquel cauce de oro, pidiendo al obispo que ordene a Piniano sacerdote de su Iglesia. Agustín interviene, moderando aquella exigencia demasiado interesada de los pescadores hiponenses. Además, Melania quiere ir más lejos. Tiene la obsesión del Oriente. En 418 es huésped del patriarca San Cirilo en Alejandría, y poco después llega a Jerusalén. Al fin logra realizar dos grandes deseos: visitar los Santos Lugares y verse reducidos a la pobreza. La Iglesia de Jerusalén inscribió sus nombres en la matrícula de los pobres asistidos por caridad. Estaban locos de alegría, pero de repente les llega una solicitud imprevista. Diez años hacía que los pueblos bárbaros se disputaban las provincias de España; y el desorden consiguiente había impedido la venta de los bienes de Piniano; pero en 420 el Imperio parecía reconquistar el terreno perdido. Es el momento en que el mandatario de Melania logra enajenar los latifundios de sus amos.

Los dos esposos empiezan de nuevo a construir monasterios y basílicas; después reanudan sus peregrinaciones, recorriendo los desiertos del Nilo, visitando a los solitarios, y dejando en todas partes testimonios palpables de su generosidad. Habiendo llegado a la reclusión de un santo hombre llamado Hefestión, rogáronle que aceptase un poco de oro. Habiendo rehusado él, la bienaventurada Melania exploró su celda para ver lo que había en ella; y como descubriese únicamente una estera, un cesto donde había algunos mendrugos de pan y un salero, conmovida por aquella inenarrable y celestial riqueza, ocultó el oro entre la sal y se apresuró a salir, después de haber pedido la bendición del viejo. Pero apenas habían pasado el río, cuando vio venir al hombre de Dios, con el oro en la mano, gritando:

—¿Qué voy a hacer yo con esto?
—Es para que se lo des a los pobres—respondió Melania.
El anacoreta insistía en rechazarlo, alegando que en el desierto no se veían pobres, y como Melania se obstinase en hacer aquel regalo. Hefestión lo arrojó al río.

Fortalecida con los heroísmos observados durante esta piadosa odisea, Melania inaugura su vida de reclusa cerca de Jerusalén. Son diez años de penitencias, durante los cuales llega a no comer más que dos veces por semana: el sábado y el domingo, contentándose con higos y legumbres sin condimento alguno. Al mismo tiempo, reza, lee con verdadera pasión, o hace que le lean los libros famosos, copia manuscritos e instruye a las gentes que van a visitarla. En 431 sale de su escondrijo y vuelve a aparecer en las calles de la Ciudad Santa. Ahora tiene la fiebre de ganar almas a Cristo. Recorre los mercados, entra en las casas de prostitución, se avista con las más famosas cortesanas. Nada le detiene con tal de salvar a una joven sumergida en el vicio. Piniano la ayuda en aquella campaña, y al poco tiempo han logrado entre los dos reclutar más de cien doncellas, que encierran en un monasterio. Melania se convierte en madre, proveedora y directora de aquella abigarrada juventud. Poco tiempo después muere Piniano. Tímido, modesto, desaparece silenciosamente. Ella le entierra en una gruta del monte de los Olivos, y al lado se construye una ermita, donde vive cuatro años rezando por aquel dulce compañero de su ardiente amor a Cristo y de su evangélica prodigalidad.

De súbito, le llega un mensaje de Constantinopla. Se lo enviaba un tío suyo, Volusiano, diplomático de viso, que vivía entonces en la corte bizantina. Unos días después, la reclusa, ya sexagenaria, acompañada de Geroncio, su capellán, sale para Constantinopla. Viajan cómodamente y con rapidez, sirviéndose de la posta imperial y escoltados de un grupo numeroso de servidores. En Trípoli de Palestina, Melania se entretiene rezando delante del sepulcro de San Leoncio, mientras su capellán discute con el jefe de la posta, quien, con el reglamento en la mano, se niega a dar las mulas necesarias para recorrer la etapa siguiente. En esto llega Melania, y Messala, así se llamaba aquel hombre, queda convencido con tres argumentos metálicos. Salen, por fin, y han recorrido ya siete millas, cuando Messala llegó azorado, pidiendo mil perdones y devolviendo las tres monedas de oro. Creyó Melania que se trataba de una reclamación, y ya iba a darle el doble, cuando el oficial reiteró sus explicaciones, y ya satisfecho, vio partir a la ilustre dama, cuyo mal humor hubiera podido costarle muy caro. Volusiano vio con sorpresa a su sobrina. Aferrado al paganismo, no comprendía aquellos hábitos feos e incómodos, ni aquella vida de martirio y abnegación. El celo proselitista de Melania le convirtió; y no contenta con eso, empezó a tomar parte en las disputas acaloradas que entonces apasionaban en la corte bizantina con motivo de la maternidad divina de María, discutida por el patriarca Nestorio. «Como el Espíritu Santo estaba en ella, hablaba de teología desde la mañana hasta la noche. Muchos que se habían extraviado, volvieron, por su persuasión, a la ortodoxia; confirmaba a los vacilantes, y fueron muy numerosos los que sintieron la influencia de sus discursos, inspirados por Dios.»

A principios del año 437 volvemos a encontrarla en Jerusalén, dirigiendo a sus convertidas. Un año más tarde, barruntando su muerte, se despide, con lágrimas, de los principales lugares consagrados por la vida y Pasión de Cristo. El 26 de diciembre visita el santuario de San Esteban, leyendo en alta voz el relato que la Escritura hace de su muerte. Después dice a sus monjas:

—Ya no me oiréis leer más veces. El Señor me llama. Quiero morir y descansar; vosotras, dulces entrañas mías y miembros santificados, vivid en Cristo y en el temor de Dios, cumpliendo la regla espiritual.

Dos días después vio que se le acercaba la muerte. Entonces empezó un desfile interminable de vírgenes, monjes, clérigos y laicos, que venían a despedirse de ella. El 31 de diciembre, último día de aquella existencia extraordinaria, la enferma oyó misa desde su lecho. Geroncio, que celebraba, apenas podía pronunciar las palabras a causa de la emoción, por lo cual ella le envió este recado:

—Levanta la voz para que oiga la oración.
Aquella mañana comulgó varias veces. A mediodía, creyéndola muerta, se prepararon a amortajarla; pero ella dijo:
—Todavía no.
—Cuando llegue la hora, haznos una señal—suplicó Geroncio, llorando; y el obispo decía—: Tranquila puedes ir a ver al Señor, porque has combatido el buen combate.
—Hágase lo que Dios quiera—murmuró Melania—; y, habiendo besado la mano del obispo, expiró dulcemente.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Domingo 30-12-2012 SAGRADA FAMILIA

Estos son los principales puntos que son tratados en la homília del 30 de diciembre 2012, del Domingo 1º Octava de Navidad - SAGRADA FAMILIA resumida en una presentación, no obstante como siempre encontrareis la HOMÍLIA completa más abajo.

Lecturas



Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole.
El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas.
La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.


Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.
Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.


Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
- «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»
Él les contestó:
- « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.
Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía


R.Tagore, poeta indio y premio Nobel de Literatura, cuenta la historia de un matrimonio pobre. Ella hilaba a la puerta de su choza pensando en su marido, y todos los que pasaban se quedaban prendados de la belleza de su cabello negro, largo, como hebras brillantes salidas de su rueca. El iba cada día al mercado a vender algunas frutas. Se sentaba a la sombra de un árbol y sujetaba con los dientes una pipa vacía, ya que no tenía dinero para comprar una pizca de tabaco.

Se acercaba el aniversario de la boda y la mujer se preguntaba qué podría regalar a su marido y de dónde podría sacar el dinero. Tuvo una idea: vender su bello cabello para comprarle un poco de tabaco. Sintió un escalofrío de tristeza, pero, al decidirse, su cuerpo se estremeció de gozo. Lo vendió y sólo obtuvo unas pocas monedas, con las que compró un estuche del más fino tabaco...

Al llegar la tarde regresó el marido. Venía cantando por el camino. Traía en su mano un pequeño envoltorio: eran unos peines para su mujer, que acababa de comprar, tras vender su pipa...

Esta historia enternece, pero se corresponde con la realidad de centenares de familias anónimas que crecen en el amor al calor del hogar.
Ya decía León Tolstoi en su libro “Ana Karenina” que “las familias felices no tienen historia”. ¡Mejor!.

Si el prototipo de familia fuera como el que nos presentan buena parte de las películas de cine, las revistas del corazón y las tertulias de la tv, apaga y vámonos.
Se airean los escándalos, las infidelidades, los insultos, las últimas andanzas y aventuras de los protagonistas, la venta de exclusivas de sus matrimonios... como muestra de modernidad, prostituyendo lo más sagrado en las relaciones humanas: el amor.

Sería absurdo negar la crisis de la familia actual que en nada se parece a la de los tiempos de Jesús.
Las condiciones de vida han variado en la medida que la mujer tiene libre acceso al trabajo y logra independizarse económicamente de la tutela del marido, se ha ido liberalizando en el vestido y en las formas, participa en la política, tiene voz en las empresas y, aunque todavía existe cierta discriminación y machismo, puede tomar decisiones sin que la presión social esté en su contra.

El mismo tipo de sociedad donde debe desenvolverse la familia se ha disgregado a causa del trabajo, de los hobbys, los desplazamientos, las vacaciones, el cómputo del tiempo libre...

La sociedad es también más hedonista, independiente y experimental, lo que conlleva que muchas parejas no se soporten en cuanto llegan los primeros problemas y disminuya el atractivo de los cuerpos. Abundan las separaciones en un porcentaje elevadísimo.

Sin embargo, si preguntáramos a los jóvenes en qué lugar colocan a la familia dentro de un sistema de valores, la mayoría respondería que en primer lugar. Lo que prueba que , en el fondo no encuentran alternativas válidas que sustituyan al afecto, la acogida, la comprensión, el apoyo que se desarrollan dentro de la propia familia.

El mismo Jesús quiso formar parte de la familia de Nazaret. Allí forjó su personalidad y el aprendizaje de las costumbres judías, aprendió a convivir bajo la vigilancia de sus padres, a quienes estuvo sujeto y obedeció.
El evangelio según San Lucas nos dice que “iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres”(Lc.2,52)

La familia es un tesoro, una bendición que es necesario cuidar como se cuida delicadamente una flor, porque sufre muchas agresiones exteriores que pretenden desestabilizarla y crear otro tipo de cultura familiar, basada más en la unión de los cuerpos que de los corazones, con matrimonios de conveniencia y parejas a prueba como si la persona fuera el motor de un coche o un utilitario de trabajo que se toma y se deja.

Si es tan importante la familia en un hipotético sistema de valores, es lógico que se potencie desde las más altas instituciones, pero, sobre todo, que cada uno de nosotros nos lo creamos y lo compartamos con la boca grande y no a hurtadillas y con la boca pequeña como si nos avergonzáramos de lo que decimos.

A raíz del Concilio Vaticano II han nacido varios movimientos de apoyo a la familia que sería largo enumerar. Todos ellos insisten en la necesidad de una preparación adecuada para el matrimonio que englobe el diálogo y la comunicación de los esposos, la apertura al mundo y el encuentro con Dios.

Dialogo y comunicación; he aquí el gran secreto de la felicidad conyugal.

Que cada día los esposos reserven un tiempo para los dos- sin periódicos, sin tv, sin otras distracciones, pero centrándose en ellos mismos- en el que se aborden los acontecimientos de la jornada, se manifiesten mutuamente sus sentimientos y compartan sus pensamientos. No importa que haya discrepancias
Pero los sentimientos –dicen los entendidos- están a la base de toda buena comunicación. Conocer los sentimientos del cónyuge ayuda a comprenderle, a valorarle y a que se realice como persona.

Confiar los sentimientos a la persona que se quiere supone correr el riesgo de ser más vulnerable, pero merece la pena en la medida que se aumenta la mutua confianza.
Amar es aceptar al otro tal cual es sin pretender cambiarle para manipularle al propio antojo.

Cuando se ama no se intenta cambiar al otro; cada uno se cambia a sí mismo para hacerse merecedor de su amor.
Dar la callada por respuesta, dejar que los problemas se pudran o se disimulen pensando que el tiempo los cubrirá con un tupido velo, es una grave equivocación, que termina pasando factura. El silencio se convierte así en la tumba de muchos matrimonios.
Por eso se insiste tanto en preparar adecuadamente a las novios para el matrimonio, ya que la sociedad actual tiende a que los esposos vivan una vida de casados-solteros; cada uno en sus aficiones particulares, en una cohabitación de tolerancia, pero sin riesgos ni problemas. La prioridad está en profundizar en la relación de pareja, que permitirá que la prole actual o por venir crezca en un clima de amor y aceptación.

En un mundo autosuficiente reafirmar la fe en Dios y confesar nuestra dependencia de El nos ayuda a descubrir, al mismo tiempo, la fuerza de la gracia y la limitación del ser humano.
Muchas familias acostumbran a rezar cada día una oración en común y a mantener viva la presencia de Dios.

Seguramente la familia de Nazaret rezaba asiduamente la “shema, Israel” (escucha, Israel), con la que el pueblo recordaba sus raíces y se sentía elegido y amado por Dios.
Difícilmente hubiera pronunciado Jesús la expresión: “abba”(papaíto) si no la hubiera experimentado previamente en su infancia al lado de José y de María.

Mirando a la familia de Nazaret iremos desvelando el misterio de la vida humana, que es una explosión de amor: de Dios y de nuestros padres.

Traslación de Santiago Apóstol

Las últimas noticias históricas de Santiago Apóstol nos llegan de Palestina, donde muerte mártir (el primero de los Apóstoles de Jesús) decapitado en Jerusalén. A partir de aquí surge una profunda tradición de que su cuerpo es trasladado al fin del mundo, al occidente europeo, a Galicia (España). Arribaría en barco a Iria Flavio (Padrón) y de allí sería conducido tierra adentro hasta acabar enterrado en tierras de la actual Santiago de Compostela. La historia da lugar a la tradición con el paso de las generaciones y la invasión musulmana, hasta reencontrarse la tumba en el siglo IX, iniciándose una segunda historia del Apóstol Santiago que marcaría España y toda Europa con el Camino de Santiago.

De hecho, por los breves apostólicos de dos papas, Gregorio XIII y Sixto V, se celebra en Santiago y en España la fiesta de la Traslación.

El rey Herodes mandó decapitar a Santiago Apóstol. Fue el protomártir de los Apóstoles; luego le seguirían todos los demás y sucedió en la ciudad Santa de Jerusalén. Este es el dato histórico y punto de partida de una leyenda que parece ser un inverosímil juego imaginativo pero, como tantas veces sucede, la fantasía mejor intencionada cubre los espacios en blanco que la historia no puede rellenar con datos comprobables.

Y la leyenda se expone así resumiendo: Una vez muerto Santiago, los siete discípulos que había llevado consigo cuando estuvo en España robaron por la noche el cuerpo que Herodes prohibió enterrar y dejó expuesto a las aves, perros y alimañas. Ocultamente lo llevaron hasta el puerto de Jaffa donde milagrosamente encontraron una nave sin remeros ni piloto, pero con todo lo necesario para una larga travesía. Ayudados por un viento favorable y sin escollos ni tempestad arriban a Iria Flavia —hoy Padrón— cerca de Finisterre. Con esto cumplen el deseo que les había encargado el propio Santiago previendo el acontecimiento de su muerte.

Tierra adentro encuentran una gruta. Les parece sitio apto para depositar los restos mortales. Manos a la obra, destruyen un ídolo de piedra de los paganos del país y excavan en la piedra un sepulcro donde depositan el cuerpo con su cabeza que habían transportado. Luego levantan una casa que será capilla. Teodoro y Atanasio se quedarán custodiando la reliquia, mientras que los otros cinco compañeros saldrán por los campos y poblados a predicar el Evangelio. Cuando mueren los dos custodios reciben sepultura junto a los restos de Santiago.

Las invasiones y guerras que se suceden en el lugar son factores determinantes para que, junto con el mismo paso de los años, se relegue al olvido transitoriamente tanto el lugar ya tapado por los matorrales como el tesoro que contiene.

Cuando reina Alfonso el Casto se descubren los antiguos sepulcros y el rey manda edificar un templo. Y otros monarcas le siguen. Es Compostela. Los papas conceden privilegios, Urbano II desliga el obispado de la jurisdicción de Braga y con Calixto II comienza a ser arzobispado. Los milagros y las maravillas se producen en el tiempo para españoles y extranjeros. Se señala de modo muy especial la protección en la larga lucha de reconquista llegando a aplicársele el alias de "Matamoros" por haberlo visto con todas las armas precediendo al ejército cristiano. Las rutas del peregrinaje de Europa comienzan a tener otro camino para culminar el perdón de los pecados con arrepentimiento.

Lecturas


Queridos hermanos:
En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos en él.
Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio.
Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -lo cual es verdadero en él y en vosotros-, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya.
Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas.
Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza.
Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
- «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Palabra del Señor.

SANTO TOMAS BECKET DE CANTORBERY

Todo parecía presagiar una era de venturas para el reino de Inglaterra. Un rey joven, valiente, emprendedor, acababa de subir al trono (1155). Diplomático y guerrero, astuto a veces en sus negociaciones, y a veces brutal. Enrique Plantagenet unía a una gran ambición una rara inteligencia práctica y una constitución robusta en extremo: estatura mediana, brazos musculosos, miembros atléticos, abundante cabellera rubia, que enmarcaba en tres líneas netas un rostro de rasgos enérgicos y acentuados. Uno de los primeros actos de su gobierno fue nombrar canciller al arcediano de Cantorbery, Thomas Becket.

Becket, hijo de un caballero normando establecido en Londres, estaba entonces en la plenitud de la vida. Su carrera había sido prodigiosa. Las escuelas de París y de Bolonia habían admirado durante algunos años al joven estudiante de vivo ingenio, de talla elevada, de color pálido, realzado por los negros cabellos, de nariz fuerte y ligeramente encorvada, que parecía indicar un carácter vigoroso, y de ojos claros y tenaces, que desde el primer instante se daban cuenta de todo. En París, sobre todo, quedaba el recuerdo del adolescente aplicado, ingenioso, de humor agradable y de vida inmaculada. Hasta se había formado a costa suya una graciosa leyenda. Al llegar la Cuaresma, los estudiantes tenían costumbre de reunirse para hacer el elogio de su dama, presentando algún regalo recibido como prenda de su amor. Como Tomás no tenía amiga ninguna, sus compañeros empezaron a hacerle el blanco de sus burlas. Entonces, el piadoso joven deja la asamblea, encomendándose íntegramente a María, y vuelve al poco tiempo con una cajita de marfil artísticamente labrada, que contenía, en miniatura, un juego completo de vestidos pontificales.

Al volver a su patria encontró el hogar deshecho y la hacienda destruida por las revueltas políticas. Vacila algún tiempo sobre el camino que ha de seguir, y logra finalmente ser admitido en el séquito del arzobispo de Cantorbery. Algunas misiones delicadas llevadas a cabo en Roma por encargo de su señor empiezan a formarle en el manejo de los asuntos y de los hombres y a descubrir su talento de diplomático y administrador, a la vez que la integridad de su carácter. Arcediano de Cantorbery en 1154, ocupaba ya un puesto eminente en la Iglesia de Inglaterra cuando le llega el nombramiento de canciller del reino, con todos los honores, baronías, rentas y tenencias de castillos anejos a esta dignidad. Las gentes le llamaban el segundo rey de los cuatro reinos. Su vida en este tiempo era fastuosa y espléndida: lebreles, halcones, gerifaltes, partidas de caza, prodigalidades principescas, reuniones mundanas y gustos del más brillante cortesano. Corría detrás de los ciervos y los jabalíes, jugaba a los dados y al ajedrez, hacía regalos espléndidos y usaba los vestidos más preciosos y elegantes. Una escuadrilla de seis navíos estaba a su disposición para cuando tuviese que navegar en servicio del rey; todos los marinos se apresuraban a servirle, porque sabían que su remuneración había de ser regia. A su mesa se sentaban siempre numerosos convidados, y el mismo rey se presentaba con frecuencia sin avisar para disfrutar de la charla de su canciller. Enrique gozaba teniéndole a su lado. Un día cabalgaban los dos por las calles de Londres. Era en medio del invierno, cuando la nieve llenaba las calles. Viendo un mendigo cubierto de harapos, dijo a Becket:

—Mira ese pobre medio desnudo. ¿No te parece que sería una obra de caridad darle un buen capote?
—Efectivamente, señor—respondió el canciller—; y he aquí que llega a implorar vuestro socorro.
El pordiosero va a cruzar entre aquellos dos caballeros, desconocidos para él, cuando Enrique le detiene, diciendo:
—Dime, amigo, ¿te gustaría tener una buena pelliza?
«Es una burla», pensó el pobre; pero el rey, volviéndose hacia Tomás, le dijo:
—Puesto que esta obra de caridad vale tanto, quiero dejarte todo el mérito.
Y se esforzaba por quitar al canciller su pelliza de escarlata forrada de armiño. Becket se defendía, pero era demasiado buen jugador para no perder la partida.

Este favor del rey, prolongado durante cerca de ocho años, no era del todo desinteresado. Enrique, que en el fondo era un verdadero político, comprendía que había encontrado un gran estadista en quien el talento corría parejas con la fidelidad. De hecho, el canciller se entregaba por completo a la defensa de los intereses del rey, dejando a los obispos el cuidado de velar por los de la Iglesia. Jurisconsulto consumado y hábil financiero, tan capaz de una decisión enérgica que requiriera la fuerza armada, como de un expediente jurídico, viósele reprimir el bandidaje, aterrorizar a los usureros, favorecer la agricultura, mantener a raya a la nobleza, reorganizar la justicia, aumentar el prestigio exterior y asegurar la prosperidad y la paz en el reino. Sin embargo, cosa extraña, este hombre, que en el ejercicio de su cargo se hacía temer de los más poderosos y en su tren de vida rivalizaba con los príncipes, era casi un asceta en su vida privada: irreprochable en sus relaciones sociales, caritativo hasta lo inverosímil con los necesitados, de una nobleza de corazón que no le abandonaba jamás. Sus tesoros estaban ocultos, y el mismo rey apenas pudo entreverlos. Muchas veces tendió a su amigo lazos de muy delicada naturaleza; pero Tomás evitaba sin ruido el peligro, disimulando el esfuerzo que le costaba vencerlo. El lujo dominaba en su mesa; pero él personalmente observaba una sobriedad monacal. Varios testigos confesaron, algo después de su muerte, que jamás se pudo averiguar nada contra la integridad de su vida durante su estancia en la corte.

Engañado por la actividad infatigable de su canciller y por aquel boato exterior, el Plantagenet no vio más que un aspecto de su carácter. En el fondo, Tomás era, ante todo, y debía serlo hasta el fin de sus días, un hombre del deber, que llevaba tal vez hasta el exceso la conciencia de la fidelidad profesional. Su misma fastuosidad era para él un medio de servir mejor al rey y al reino, y lo mismo pensaban todos en la corte y fuera de ella. Sin embargo, en los centros monásticos todo aquello extrañaba y aun escandalizaba. Jugaba un día Tomás al ajedrez en Rouan, donde estaba convaleciendo de una grave enfermedad, cuando acertó a entrar el prior de Leicester, que, al verle vestido de una espléndida hopalanda de mangas amplísimas, como entonces se llevaban en Inglaterra, le dijo:

——Pero ¿en qué pensáis? ¡Un clérigo con este vestido, y, según se susurra en la corte, un primado!
—Eso me parece imposible—replicó Tomas, sin emoción—, y a la vez espantoso, pues; me sería preciso escoger entre el favor del rey o el de Dios.
No obstante, el rumor tenía fundamento. En la primavera de 1162 Becket fue a despedirse del rey antes de volver a Inglaterra.
—Me ha parecido que vuelvas cuanto antes a la isla—-dijo Enrique—, porque quiero que seas arzobispo de Cantorbery.
El canciller, echando una mirada sobre su traje mundano, respondió sonriendo:
—¡Buen religioso habéis escogido para gobernar una sede tan ilustre!
Y viendo que el rey hablaba en serio, añadió con gravedad:
—Señor, si así fuese, quiero que sepáis que el favor con que me honráis ahora se habría de trocar pronto en un odio implacable; porque, tratándose de cosas eclesiásticas, tenéis exigencias que yo no podría tolerar.
No comprendiendo el alcance de estas palabras, el rey mantuvo su decisión, y Tomás acabó por ceder a sus instancias, apoyadas por el legado pontificio.

Desde este momento, el clérigo triunfó del canciller, y las inclinaciones del asceta, escondidas hasta ahora en el santuario de la vida íntima, aparecieron al exterior con toda su rigidez. Fue una transformación como la que se obró siglos adelante en la existencia de Carlos Borromeo. La fisonomía del arzobispo de Milán tiene muchos puntos de contacto con la del arzobispo de Cantorbery. Aquellas maneras guerreras y fastuosas desaparecieron completamente; el hombre de Estado quedó convertido en hombre de Iglesia, con largas lecturas espirituales, ásperos cilicios, disciplinas, coro, pobreza y demás rigores monacales observados entonces en el cabildo de la iglesia cantuariense. A esto juntaba la administración de la justicia y el cuidado de los bienes territoriales de la diócesis, que hacían de él el primer lord del reino. Su nueva vida le permitió reflexionar mejor sobre los peligros del absolutismo que intentaba imponer el rey, que hería de un mismo golpe los derechos de la Iglesia y las libertades tradicionales de la nación.

El choque previsto por el canciller desde el momento de su elección se produjo irremediablemente. Un día anunció el rey a los príncipes del país que en adelante el fisco real se reservaba una contribución que antes pertenecía a los señoríos civiles y eclesiásticos. La asamblea, estupefacta, guardaba silencio, cuando el primado tomó la palabra en nombre de todos, diciendo:

—Señor rey: vuestra alteza no puede apropiarse ese dinero.
—¡Por los ojos de Dios!—repuso el rey, encolerizado—, mi fisco exigirá este censo.
—Por el mismo juramento—replicó Becket con serena majestad—, juro que ninguno de los terratenientes de mis iglesias entregará una sola moneda a vuestro fisco.

El rey no respondió, pero todos comprendieron que estaban rotas las hostilidades. Poco después hubo un nuevo encuentro con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. Tratábase de exigir que todo clérigo culpable fuese remitido al tribunal del rey para sufrir su pena. El episcopado en masa se opone, alegando que aquello era contrario a todos los usos de Inglaterra. Enrique cambia de táctica y se contenta con pedir a los obispos que acepten las viejas costumbres. Descubriendo el lazo, Tomás se conforma con las viejas costumbres, pero «salvo el derecho de la Iglesia». Enrique comprende que ha sido burlado; pero, hábil en recursos, trabaja para dividir al episcopado, negocia en Roma, y logra una carta en que se invita al arzobispo a ceder en bien de la paz. Tomás acepta la fórmula real, pero «dejando a salvo la buena fe». El rey se declara satisfecho, y el 30 de enero de 1164, en la asamblea de Clarendon, redacta en dieciséis artículos las viejas costumbres, y exige su aceptación. Tomás promete verbalmente su observancia, pero no tarda en darse cuenta del sentido regalista que inspiraba aquella legislación. Entonces, pesaroso de haber claudicado momentáneamente, pronuncia contra sí mismo una suspensión a divinis, se abstiene de todo ministerio eclesiástico, hace las más duras penitencias y escribe al Papa implorando su perdón. Alejandro, en una respuesta paternal, le consuela, recordándole que en toda obra lo que importa es la intención. La suya ha sido buena y no tiene por qué atormentarse de aquella manera.

Entre tanto, el rey estaba furioso. Tomás es arrastrado delante de un tribunal de caballeros y condenado a prisión perpetua; pero logra evadirse entre las aclamaciones de la muchedumbre y los vituperios de los cortesanos. A un magnate que le llama traidor, responde con estas palabras:

—Si no tuviese este orden sagrado, os diría en el campo quién soy.
En Francia, Luis VII le recibe con veneración. El Plantagenet le reprocha su generosa hospitalidad «con un ex arzobispo».

—¿Un ex arzobispo?—responde el rey francés—. ¿Quién, pues, le ha depuesto? También yo soy rey, pero no puedo deponer al menor clérigo de mi reino. La política brutal de Enrique va más lejos. Amenaza a Alejandro III con ponerse bajo la obediencia de un antipapa que acababa de crear el emperador alemán Federico Barbarroja. La situación es difícil en Roma. Nombrado legado pontificio y habiendo vuelto, con ese motivo, a Inglaterra, Tomas Becket se dispone a excomulgar a Enrique, pero en la corte pontificia le detienen. Con grosera insolencia, Enrique se jacta de haber triunfado, de tener al Papa en el puño, y de haber comprado a los cardenales, y exige a Tomás que se someta a las «viejas costumbres» sin reserva alguna. «Nuestros padres—responde el arzobispo—murieron por no querer callar el nombre de Cristo, y yo tampoco suprimiré el honor de Dios.»

El día de Navidad de 1170, estando en su castillo de Bur, Enrique II, arrebatado por una de aquellas cóleras que tan bien conocían sus cortesanos, exclamó súbitamente:
—¡Cobardes, follones!
—¿Qué pasa señor? Decidnos en qué puede serviros nuestra espada.

—¡Cómo!—replicó el rey—. ¿No veis a ese clérigo? Vino a mi corte sin un perro chico, comió mi pan y se rebeló contra mí. ¿Y no habrá nadie que me libre de él? Estas palabras eran una evidente provocación al asesinato, y así lo comprendieron unos caballeros que había entonces en el castillo. Dispuestos a ejecutar aquella orden disfrazada, empezaron a tomar toda suerte de precauciones. Dos días después, Cantorbery amanecía rodeado de hombres de armas. Gentes sospechosas vagaban en torno al monasterio de San Agustín, junto al cual el arzobispo tenía sus habitaciones. Tomás comprendió que sus días estaban contados. En la noche del 28 al 29, después de rezar maitines, abrió la ventana y permaneció largo tiempo silencioso. Luego, dirigiéndose bruscamente a los que le asistían, interrogó:

—¿Podríamos llegar al puerto de Sandwich antes de amanecer?
—Ciertamente—respondieron.
Pero el arzobispo murmuró, mirando otra vez al Cielo:
—Que se haga la voluntad de Dios y en la Iglesia que Él me ha dado.

Al día siguiente, Tomás bajó al refectorio, como de ordinario. Terminada la comida, se retiró a su habitación con algunos monjes, entre los cuales estaba Juan de Salisbury, y allí conferenció algún tiempo con ellos, sentado sobre la cama, que, más que para descansar, le servía para decorar la sala. A eso de las tres de la tarde la puerta se abrió y entraron cuatro caballeros, que se sentaron frente al primado sin decir palabra. Al fin, uno rompió el silencio saludando con el saludo que se dirigía a las gentes de humilde condición:

—Dios te ayude.
— Un vivo rubor coloreó el rostro de Tomás, pero se contuvo. Después, uno de los cuatro le intimó las voluntades del rey.
—No puedo—contestó Tomás, y añadió—: Todo el que ofenda a la Iglesia de Dios, me encontrará en su camino.
Los caballeros abandonaron la habitación, pero una hora más tarde sus hombres llenaban el claustro. Era el momento en que tocaban a vísperas. Serenamente, el arzobispo se dirigió a la iglesia con algunos familiares.
—¿Dónde está el traidor?—gritó una voz en el sagrado recinto.
Nadie contestó.
—¿Dónde está el arzobispo?—dijeron a una los asesinos.
—El arzobispo está aquí—respondió Tomás—; el traidor, no.
Uno de los cuatro, asiendo su capa, intentó sacarle del templo; pero el arzobispo se agarró fuertemente a una columna, diciendo:
—¡Truhán, termina aquí mismo tu crimen!

Fulguró una espada en la penumbra invernal, viniendo a dar en la cabeza del mártir. Después un hacha cae en el mismo sitio. Tomás sigue en pie, rezando. Un tercer golpe le arroja en tierra. La corona episcopal, la parte superior de la cabeza está casi desprendida del resto del cráneo; pero la santa víctima recoge el último aliento para decir de rodillas ante el altar de San Benito:

—Muero por el nombre de Jesús y la defensa de su Iglesia.

Tomás, muerto, consiguió el triunfo de la causa por la cual había luchado toda su vida. El rey, sobrecogido de espanto, en encerró en su palacio sin hablar con nadie durante varios días. La Constitución de Claredon fue anulada, se restablecieron los viejos privilegios, se reconoció la justicia de las reclamaciones del muerto, y mientras en Roma se canonizaba al defensor de las libertades eclesiásticas, vióse en Cantorbery a Enrique Plantagenet arrodillarse, como peregrino y penitente, ante la tumba de su antiguo canciller, y, despojado de las insignias de la nobleza, someterse a la vergüenza de la flagelación en presencia de los obispos, los abades y los monjes.

Lecturas


Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados.
Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por os nuestros, sino también por los del mundo entero.

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
-«Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»
José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de
Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta.
«Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.»
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:
«Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven.»

Palabra del Señor.

SANTOS INOCENTES

Apenas llega Cristo a esta tierra, que era suya, cuando los hombres le quieren arrojar de ella. Sus primeros adoradores fueron los pastores; su primer perseguidor, un rey a quien la Historia ha llamado Herodes el Grande. Fue grande por sus infamias, por sus vicios, por su ambición, por su lujuria. Fue uno de los monstruos más grandes que han existido. Usurpador, desconfiado hasta la ridiculez, avaro hasta la miseria, adulador del César, repugnante y hediondo, este bárbaro del desierto de Edom traicionó a sus antiguos señores; mató a su mujer, a su madre, a sus hijos y a sus hermanos; se divertía en ver cómo chisporroteaban en las llamas los judíos más ilustres, y tales eran los suplicios con que atormentaba a sus víctimas, que, como decían a Augusto los embajadores de Jerusalén, los vivos envidiaban la suerte de los muertos. Aquel reino que había ganado con la sangre, sólo con la sangre se podía conservar. El carácter que Josefo nos pinta es el mismo del Evangelio.

Cuando Jesús nació, Herodes era ya viejo, y como todos los viejos malhechores y los príncipes nuevos, el temblor de una hoja le hacía estremecer. Supersticioso, como todos los orientales, crédulo en agüeros y presagios, se alarmó ante la noticia que le trajeron los tres misteriosos personajes guiados desde la Caldea lejana por el resplandor de una estrella. El más ridículo pretendiente le hacía temblar; y he aquí que en el corazón de su reino acababa de aparecer un nieto de David.

—No dejéis de traerme noticias más concretas—dijo a los ilustres extranjeros.

Pero aguardó inútilmente, y al fin comprendió que había sido burlado. Al miedo de la suspicacia se juntaba ahora la rabia del despecho. Era preciso deshacerse de aquel Rey en pañales, y para mejor asegurar el golpe, salió un edicto bárbaro, pero no más terrible que otros del tirano: todos los niños de menos de dos años que se encontrasen en Belén y sus alrededores debían ser degollados.

La orden fue ejecutada con brutalidad. San Mateo nos presenta a las inocentes criaturas arrancadas del regazo materno, a las madres haciendo resonar su llanto en los valles y las montañas, y a la misma Raquel levantándose de su tumba para juntar sus lamentos con los de las pobres mujeres desoladas: «Una voz se ha oído en las alturas; un coro de llantos y gritos espantosos; Raquel llora a sus hijos, y no puede consolarse porque ya no existen. » Nadie supo cuántos serían los niños sacrificados al tirano. Autores antiguos cuentan que Herodes quiso empezar la matanza mandando sacrificar un hijo suyo pequeño; y el hecho debió de llegar a oídos de Augusto, pues se dice que, al saberlo, exclamó el Emperador:

—Mejor es ser puerco (un) de Herodes que hijo suyo (uion).

Fue una nueva crueldad del rey advenedizo, que había sido anunciada siglos antes como una señal de la aparición del Mesías; una crueldad aun más inútil que las otras. «Entre tantos duelos—dice el poeta—, Cristo es el único que se salva.» Además, la vida se le escapaba, y con la vida, el reino. Los gusanos le roían los miembros, tenía los pies hinchados, faltábale el aliento, y un hedor insoportable salía de su boca. Era la enfermedad que el Cielo parecía destinar para los perseguidores; la de Antíoco, la de Diocleciano, la de Maximiano. Vivo aún, su cuerpo se corrompía sobre un lecho de dolores en su soberbio palacio de Jericó. En Jerusalén hablaban ya de su muerte y arrastran por el suelo el águila de oro que él había mandado colocar sobre la puerta del templo. Más de cuarenta personas son quemadas vivas en una plaza de Jericó en castigo de aquella audacia. En el delirio de los últimos días, la sangre siguió corriendo. El tirano intenta suicidarse en la mesa con un cuchillo, y para tener quien le llore en sus funerales, ya moribundo, da orden de degollar a los jefes de las principales familias hebreas.

Entre tantas víctimas, los historiadores profanos olvidaron el centenar de niños sacrificados en Belén y sus cercanías. Pero la Iglesia ha recogido su memoria con amor maternal, y apenas acaba de saludar y adorar al recién nacido de la gruta, se acerca a las cunas enrojecidas de estos pequeñuelos, no para llorar sobre ellos, sino para colocar en su frente una diadema. «Salte de gozo la tierra—clamaba San Agustín—, porque ha merecido ser madre fecunda de estos amables y valerosos soldados. Bien merecidas tienen estas santas alegrías con que hoy los recordamos, pues conocieron la dignidad de la vida perpetua antes de recibir la usura de la presente.» Y la santa liturgia, dirigiéndose a la pequeña cohorte, la saluda, diciendo: «Salve, flores graciosas del martirio, que el enemigo de Cristo tronchó en los umbrales de la luz, como el vendaval a las rosas de abril. Vosotros, víctimas primaverales de Cristo, tierna grey de inmolados, reís inocentes delante del altar, jugando con las palmas y coronas.»

Lecturas


Queridos hermanos:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se hizo visible), nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó.
Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa.

El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
-«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que habla llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

SAN JUAN, Apóstol y Evangelista

Jesús acababa de abandonar el monte de la tentación, y atravesaba las riberas del Jordán, donde Juan estaba bautizando. Una tarde, el Precursor le vio, y con voz en que había un temblor de admiración profunda, dijo:

—He aquí el Cordero de Dios.
Al oírle, dos de los discípulos que con más entusiasmo habían seguido al Bautista, se separaron de él para ir en pos de Jesús.
—¿Qué queréis?—les dijo el Maestro.
Y ellos preguntaron con timidez:
—¿Dónde moras, Rabbi?
Y el Rabbí, volviéndose hacia ellos, contestó:
—Venid y ved.

Y fueron, y pasaron con Él el resto de aquel día. Tal fue el primer encuentro de Juan con Jesús. Porque uno de aquellos dos discípulos, el que nos ha dejado este relato lleno de vida y dramatismo, era el mismo Juan, aunque él no lo diga, por la costumbre que tiene de callar su nombre. Juan tenía entonces alrededor de veinte años. Como Andrés, el otro discípulo que había ido detrás de Jesús aquella tarde memorable, era un pescador de la playa de Cafarnaúm, y tenía un hermano, llamado Santiago. Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, pescaban juntamente con Simón y Andrés, hijos de Jonás. Asociados en el negocio, vivían unídos también por una estrecha amistad y por el mismo fervor en la práctica de la ley. Con emoción habían visto aparecer al Precursor en aquellas riberas donde ellos remendaban sus redes. Le escucharon respetuosamente, recibieron su bautismo con anhelo de purificación, y su escuela les preparó para recibir las enseñanzas de Jesús. La vocación definitiva sucedió algunas semanas después. Caminaba Jesús junto a las aguas del Jordán, cuando vio en una barca al Zebedeo con sus hijos y sus criados. Llamados por el Maestro, los dos jóvenes se separaron de su padre, dejaron las redes y se agregaron al grupo que seguía al profeta de Nazareth.

Desde entonces, Juan camina al lado de Jesús. Es uno de sus partidarios más ardientes, figura en el número de los Doce, goza de las confidencias y de la familiaridad del Maestro, y, elegido entre los elegidos, constituye, juntamente con Pedro y su hermano Santiago, una especie de triunvirato dentro del colegio apostólico. Sólo ellos acompañan a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo; sólo ellos permanecen a su lado en la noche terrible de Gethsemaní, y a sólo ellos se les permite presenciar el prodigio de la transfiguración. Pero si Pedro obra ya desde entonces como cabeza de sus hermanos, Juan recoge las más dulces ternuras de la amistad del Hombre-Dios. Es el discípulo preferido, «aquel a quien amaba Jesús», como él dice humildemente, sin atreverse a revelarnos el fuego ardiente que devoraba también su pecho. Se ha dicho que San Pedro era un amigo de Cristo y San Juan un amigo de Jesús, y esta distinción, al parecer verbal, subraya delicadamente el carácter de las relaciones que cada uno de ellos tiene con Nuestro Señor. Explicando aquella predilección del corazón divino, decía San Jerónimo: «Juan, que era virgen al creer en Cristo, permaneció siempre virgen. Por eso fue el discípulo amado y reclinó su cabeza sobre él corazón de Jesús. En breves palabras, para mostrar cuál es el privilegio de Juan, o, mejor, el privilegio ríe la virginidad en él, basta decir que el Señor virgen puso a su Madre virgen en manos del discípulo virgen.»

Pero el verdadero símbolo de Juan no es la paloma, sino el águila. Amó, sin duda, sintió las más exquisitas delicadezas del corazón; pero a la ternura se juntaba en él una extrema fogosidad. Era un alma de fuego, lo mismo que su hermano Santiago. A los dos vástagos del Zebedeo, Cristo les dio el bello nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para indicar su corazón rápido y ardiente como el rayo. También su impetuosidad y, a veces, sus violencias. Pasando el Rabbí por Samaria, pidió alojamiento en un poblado; «pero ellos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo cual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del Cielo y los abrase? Pero Él, volviéndose a ellos, les reprendió». La misma intolerancia, otro día en que vieron a un hombre que, sin formar parte de los discípulos de Jesús, arrojaba los demonios en su nombre.

—No se puede tolerar que esas gentes abusen de tu autoridad—dijo Juan a Jesús—, y por eso se lo hemos prohibido.
—Dejadlos—respondió el Señor—; nadie, después de hacer un milagro en mi nombre, hablará mal de Mí.

Estas escenas históricas, completadas por el hálito que se derrama en sus escritos, dejan en nosotros la impresión de una naturaleza muy dulce y muy fuerte a la vez. Nos encontramos frente a un alma privilegiada, con tendencias a la contemplación recogida, silenciosa, emparentada con la de Teresa y Francisco de Sales. Era uno de esos temperamentos que viven más hacia dentro que hacia fuera. Pedro obra y habla, aparece en el primer plano; Juan se queda atrás observando, contemplando, embriagándose de amor y de luz, contentó de que le dejen en esta penumbra conforme con sus aspiraciones místicas. Cuando escriba, se verá en él al hombre que ha meditado mucho y ha saboreado largamente en el reposo las palabras y los hechos de Jesús. El Dominichino comprendió perfectamente aquellos ojos, aquel corazón y aquel espíritu, clavados en las profundidades del Cielo, en la intensidad del pensamiento y del amor. Se ha visto en Pedro y Juan un paralelo de Marta y María; y aunque todas las comparaciones son peligrosas, hay en ésta un fondo de verdad. El Dante, con juicio certero, después de ver en Pedro y Santiago los símbolos de la fe y de la esperanza, habla de San Juan como el más perfecto representante de la santa caridad.

Pero esta serenidad, esta dulzura, este carácter recogido y amoroso, son algo distinto de la inercia y la pasividad. Los pintores nos han acostumbrado a ver en él un no sé qué de femenino y sentimental que está en pugna con la energía varonil, con el celo fulgurante que se descubre en algunos pasajes evangélicos. Era, sin duda, una herencia de su madre. Salomé, la abnegada servidora del Señor, la que le siguió hasta la cruz, la que, arrebatada de su amor maternal, no comprendiendo aún la renovación amorosa que constituye el reino de Cristo, se atrevió a pedir para sus hijos los puestos de honor junto a su trono.

—¿Qué quieres?—le preguntó el Señor al ver que se acercaba a Él con ingenua timidez.
—-Señor—dijo ella—, prométeme que cuando estés en tu gloria, estos dos hijos míos se sienten el uno a tu diestra y a tu siniestra el otro.
Jesús reprimió aquella ambición de los hijos del Zebedeo, recordándoles que su gloria se ganaba a costa de sufrimiento.
—¿Podéis beber—les dijo—el cáliz que Yo voy a beber?
—Podemos—respondieron ellos sin titubear.

La amistad de Jesús con el más joven de sus discípulos se hace más íntima y más conmovedora en los últimos días de su vida. Diríase que quería aprovechar los momentos que le quedaban para dejar caer las caricias de su mirada y de su voz sobre aquel corazón amado. De la última Cena sabemos aquel rasgo admirable que ha despertado la inspiración de los pintores más famosos: «Ahora bien: uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado sobre su pecho.» Este es el momento en que Pedro le hizo seña para que preguntase al Maestro quién había de ser el traidor. Sigue luego la cobardía momentánea. Juan huye, como todos sus compañeros, cuando prenden a Jesús; pero se repone pronto, y con heroico valor entra en el palacio del Pontífice, donde acababan de introducir a la víctima. El Pontífice le conocía de los días en que le llevaba los sabrosos peces del lago de Genesareth, y en el palacio había otras personas que guardaban de él grato recuerdo. Ansioso y desconcertado, seguía el pobre discípulo todos los detalles del terrible drama que medio siglo más tarde describirá con acento lloroso y tembloroso. Sigue a su Maestro de un tribunal a otro, le acompaña en la calle de la Amargura y cuando muere, se coloca junto a María al pie de la cruz. Va a recibir el testamento de Jesús. Pero, ¿qué puede dar aquel crucificado pobre y desnudo? De todo le han despojado; pero allí, cerca de Él, está su Madre, y junto a su Madre, el discípulo preferido. Aunque no te queda nada, parecen decir, nosotros somos tuyos. Y Cristo, entonces, pone al uno en las manos del otro.

—Mujer, he aquí a tu hijo—dijo, dirigiéndose a María.
Y hablando con Juan, añadió:
— He aquí a tu madre.
Y desde este momento, el discípulo la recibió en su casa. No hay nada tan emocionante como estas palabras supremas dirigidas a una madre desolada y a un discípulo querido.

Después de la Resurrección, Juan sigue siendo una de las columnas de la Iglesia, como le llama San Pablo; pero, transportado a las alturas inaccesibles del amor, su figura se oculta mientras Pedro y Pablo llenan el mundo con su presencia. Mientras vive María, permanece a su lado en Jerusalén. Juan guardaba aquella herencia con amor; y en torno de ella parece haberse concentrado su principal solicitud. Aparece junto a Pedro, como su sombra en el milagro de la Puerta Speciosa; se presenta con los demás delante del Sanedrín, predica en Samaría y asiste al Concilio de Jerusalén. Al lado de María, la impetuosidad del «hijo del trueno» se transformó en suavidad, en gracia, en moderación. Vive en un reino de amor, de contemplación recogida y fecunda, y cuando la Virgen se duerme por última vez bajo la solicitud cariñosa de su mirada, para despertarse en el Cielo, la predicación de Juan continúa en una oscuridad que no esperábamos de su naturaleza todavía joven y siempre viva y enamorada de Jesús. Ya declinaba el primer siglo cristiano, cuando vuelve a aparecer con una majestad incomparable, dominando el fin de la era apostólica con el poder de su palabra y el prestigio de su autoridad.

El centro de este Imperio era Éfeso, la capital del Asia preconsular, en donde el Apóstol se había refugiado después de la ruina de Jerusalén. Allí había resonado, unos lustros antes, la palabra de San Pablo, pero su gloria quedaba ahora como oscurecida por la presencia del discípulo amado. Cuando habían desaparecido todos los testigos de la palabra, quedaba allí Juan, que había visto al divino Maestro con sus ojos y le había tocado con sus manos y había descansado sobre su pecho, sacando de él tales llamas de amor, tan divinas claridades, que todos en Asia le llamaban el Teólogo, porque nadie podía comparársele hablando de Dios. El emperador Domiciano oye hablar de la historia prodigiosa de aquel viejo venerable. Se le lleva a Roma, se le condena como enemigo de los dioses del Imperio, sale ileso de la caldera de aceite hirviendo, y marcha desterrado a las rocas desnudas y abrasadas de la isla de Palmos, donde se le presentan aquellas visiones que él debió recoger entre alaridos trémulos y que nosotros leemos con terror: lluvias de fuego y de sangre, copas de oro de las que se escapa el vino de la indignación, caballos con crines de serpientes y corazas de fuego, que en sus resoplidos lanzan llamas de azufre; dragones rojos, de siete cabezas y diez cuernos, cuya cola arrastraba en pos de sí las estrellas del ciclo.

Si el Apocalipsis, el libro de los últimos días nos refleja uno de los rasgos del carácter de San Juan, otro, al parecer opuesto, le vemos en su Evangelio y en las tres Epístolas. Son obras escritas en su retiro de Éfeso, adonde había vuelto después de la muerte de Domiciano, y donde toda el Asia seguía buscándole como fuente de luz, de verdad y de vida cristiana. A través de todas esas páginas, juntamente con el retrato de Cristo, se descubre el espíritu, el corazón, el genio del discípulo amado, exhalando un perfume maravilloso de ternura y de verdad. «No ensalcéis los pensamientos de Platón y de Pitágoras—exclamaba San Juan Crisóstomo—. Ellos buscan: Juan ve. Desde el principio se apodera de nuestro ser, le levanta sobre la tierra, el Cielo y el mar. Se transporta más arriba de los ángeles y de toda criatura, y allí se le presenta la más prodigiosa perspectiva. El horizonte se ensancha, se borra todo límite; lo infinito aparece, y Juan, el amigo de Dios, sólo en Dios se detiene.»

El mismo San Juan declara expresamente el objeto que se propuso al escribir el cuarto Evangelio: «Estas cosas—dice—han sido escritas para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.» Este dogma fundamental de nuestra fe había encontrado ya numerosos adversarios, al frente de los cuales estaba Cerinto, judío alejandrino, que parecía haber abrazado la fe para interpretarla según sus caprichos. Contra estos falsos profetas, como él los llama, había escrito ya San Juan sus epístolas. No quiere discutir con ellos, y en esto su método difiere del de San Pablo; prefiere abrumarlos con el peso de su autoridad, y frente a sus teorías presentar una exposición breve y categórica de la fe, arrojando nueva luz sobre la figura de Cristo, a fin de que sus lectores participen de la verdadera vida, vida de Cristo.

El cuarto Evangelio, el más maravilloso de todos los libros religiosos, es, ante todo, una revelación de Cristo. Juan no ha querido escribir una historia. Se sirve de la historia para iluminar la figura de Cristo. Cristo, Hijo de Dios, es el centro de su relato, mejor dicho, de su tesis. En los recuerdos de su ancianidad, el evangelista recoge únicamente aquellos que le sirven para el plan que se ha trazado. No quiere precisamente completar a los otros evangelistas; quiere que los que le lean saquen la convicción de que su protagonista es Hijo de Dios, y su programa se desarrolla con un orden, con una seguridad sorprendentes. Aun desde el punto de vista meramente humano, este Evangelio tiene un dramatismo insuperable. En torno a la figura de Cristo, se siente crecer en cada página el doble sentimiento del odio y del amor, de la fe y de la incredulidad. Todo está seleccionado y dispuesto en orden a un fin. Se trata, pues, de un evangelio metafísico, doctrinal, teológico, en que todo es profundo y sublime. Es el evangelio de la idea, y al mismo tiempo el evangelio del corazón. «Casi todo en él—dice San Agustín—habla de la caridad.» Se ve al discípulo amado, al amigo íntimo de Jesús y de María, al descubridor de la insondable teología del Verbo, al que formuló aquellas cuatro verdades que no se cansaba de admirar San Agustín: Dios es vida, Dios es luz. Dios es Padre, Dios es amor. Esta doctrina sublime está expuesta con un estilo de una soberana sencillez. Es un río que puede vadear un cordero y en el cual nada holgadamente un elefante. Se ve al hebreo que escribe en una lengua extraña, en griego, pero que encuentra la palabra expresiva de la plenitud de su pensamiento, creando un estilo único y original, el estilo de un gran genio y de un profundo contemplativo, suave y enérgico a la vez, y tan íntimo, que su eco se oye en las profundidades del alma.