miércoles, 31 de octubre de 2012
Lecturas
Hijos, obedeced a vuestros padres como el Señor quiere, porque eso es justo. «Honra a tu padre y a tu madre» es el primer mandamiento al que se añade una promesa: «Te irá bien y vivirás largo tiempo en la tierra. » Padres, vosotros no exasperéis a vuestros hijos; criadlos educándolos y corrigiéndolos como haría el Señor.
Esclavos, obedeced a vuestros amos según la carne con temor y temblor, de todo corazón, como a Cristo. No por las apariencias, para quedar bien, sino como esclavos de Cristo que hacen lo que Dios quiere; con toda el alma, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a hombres. Sabed que lo que uno haga de bueno, sea esclavo o libre se lo pagará el Señor.
Amos, correspondedles dejándoos de amenazas; sabéis que ellos y vosotros tenéis un amo en el cielo y que ése no es parcial con nadie.
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó:
-«Señor, ¿serán pocos los que se salven?»
Jesús les dijo:
-«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.
Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo:
“Señor, ábrenos”; y él os replicará:
“No sé quiénes sois.”
Entonces comenzaréis a decir:
“Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. “
Pero él os replicará:
“No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.”
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»
Palabra del Señor.
SAN WOLFGANGO DE RATISBONA
Nacido de una noble familia de Suabia, fue durante la primera parte de su vida un apasionado de las letras. A los siete años le ponen a estudiar la gramática; a los doce empieza a frecuentar la escuela de Reichenau, famosa por sus escribas, por sus pintores y por sus gramáticos. Sus condiscípulos se ríen de lo poco eufónico de su nombre y aun de su significado; Wolfango, o, mejor, Wolfgango, quiere decir: andar de lobo. Él solía traducirlo al latín, y se llamaba Lupámbulo, y así, en el estante de su librería, estaba escrita esta frase: «Esta sala construyó Lupámbulo, el monje.» «No se llamó así—advierte Otión el gramático, su biógrafo—por ninguna condición ignominiosa que hubiese en él, sino porque era un nombre muy usado en su familia; además, es bien claro que el nombre no justifica ni condena a nadie.»
Sea como quiera, el joven suabio dejaba decir y se entregaba con toda su alma al estudio de los clásicos; supo que en la catedral de Wurzburg había entonces una escuela famosa, y allí se dirigió con su amigo y condiscípulo Enrique de Babemberg. Esteban de Novara, jefe de los estudios, era un maestro pedante y muy pagado de su saber. Recibió a los dos jóvenes muy satisfecho de ver que venían de lejos por el prestigio de su fama, pero no tardó en percatarse de que el nuevo discípulo podía ser un rival temible. Y sucedió un día que Esteban se hizo un lío explicando un pasaje del libro que servía de texto en las escuelas medievales, Las bodas de Mercurio y la filosofía de Marciano Cápela. Los estudiantes, que no habían entendido nada, pidieron a Wolfango que les explicase lo que el maestro no había sabido explicar; él lo hizo sencillamente, y al día siguiente fue arrojado de la escuela. Al poco tiempo, su amigo Enrique, nombrado arzobispo de Tréveris, le encomendaba la dirección de las escuelas de su catedral (956). Durante ocho años fue un maestro, un escolástico, como entonces se decía, grave y austero. Nunca exigió paga alguna ni admitió regalos, pero era exigente tratándose de estudios y disciplina. Explicaba los poemas de Virgilio y las historias de Tácito, pero se proponía, ante todo, formar buenos clérigos.
Y he aquí que muere su amigo, que era el único lazo que le ataba al mundo; San Bruno el Grande le llama a continuar sus lecciones en Colonia; pero él abandona sus títulos y sus bienes, y a la edad de cuarenta años viste el hábito benedictino en Einsiedein. En aquella confusión general que acongojaba a la cristiandad al desmoronarse la obra de Carlomagno, la Orden monástica había caído en la mayor postración. Parecía agotado todo vigor espiritual, era difícil encontrar el texto mismo de la Regla benedictina, y había que recorrer muchas leguas—dice un escritor de aquel tiempo—para dar con un monje observante. Desde la primera mitad del siglo X empiezan a formarse algunos focos de restauración; Cluny lanza a Borgoña el grito de reforma, y sus ecos resuenan con entusiasmo en la abadía suiza de Einsiedein, ilustre aún en nuestros días. Wolfango ha oído aquella voz; es como una réplica de la que algún tiempo antes resonaba en el fondo de su alma. Reforma, reforma: ésa era su obsesión desde que dirigía las escuelas de Tréveris. Ha comprendido que si el mundo necesita lecciones, tiene aún mucha más necesidad de acción. Se da cuenta de la verdadera situación de la sociedad germánica, a que pertenece. Ha sido bautizada, pero no es cristiana todavía. Ha entrado sinceramente, ardientemente, en la sociedad cristiana, que la ha recibido con ternura maternal. Aquellos hombres semibárbaros respiraban con gratitud la atmósfera del cristianismo; saboreaban las certidumbres, las esperanzas y los consuelos de la religión; la majestad de la Iglesia les subyugaba, y la grandeza moral de sus obispos les llenaba de admiración. Como las fieras de sus bosques, ellos caían también amansados en presencia de aquellos ancianos semidivinos que los introducían en el santuario y desplegaban a sus ojos la magnificencia de un culto que hablaba a su corazón, a la vez que a su imaginación y a su inteligencia. No obstante, quedaba aún por hacer otra conversión más profunda; el paganismo seguía enroscado en aquellos corazones, llenos aún de las taras hereditarias de la barbarie. La moral evangélica no entraba en ellos sino levantando las protestas enconadas del vicio y del error.
Wolfango vio con claridad su misión: profundizar en las almas de sus compatriotas, cultivarlas pacientemente, purificarlas. En aquel mismo ambiente, Bruno de Colonia nos ofrece el tipo del obispo que es a la vez un gran político; Bernardo de Hildesheim se nos presenta como un renovador de cultura, como un civilizador; él será, ante todo, un misionero, un reformador. Seis años había vivido en el monasterio enseñando, practicando rigurosamente la regla y empapándose en aquella atmósfera de renovación moral, cuando en su afán de hallar un campo más vasto a su actividad, se dirige a predicar el Evangelio a los húngaros, aquellos hombres feroces que unos años antes habían aparecido en el centro de Europa sembrando el espanto y la ruina. Llevábanle a esta empresa sueños misteriosos, que no eran más que un eco de su voz interior. Pero la mano de Dios le guiaba. Cuando estaba más embebido en su misión, recibe la noticia de que le han nombrado obispo de Ratisbona, También su diócesis es tierra de misioneros; toda la Bohemia está sometida a su jurisdicción. Es un campo inmenso lleno de mies, que le inquieta y le alegra al mismo tiempo. Pero antes de conquistar es preciso reformar. Empieza por los monjes. La disciplina de Einsiedein pasa a Ratisbona y desde allí se extiende por toda Baviera. Los monasterios se convierten en cuarteles generales de apostolado. De ellos salen los evangelizadores de Checoeslovaquia y sus primeros obispos. Wolfango ha querido dividir su diócesis, creando el obispado de Praga. Muchos se lo critican. «De todas partes os alaban—le dicen—; pero es un absurdo perder así vuestra jurisdicción en un gran territorio. Hay que condimentar la locura evangélica con la sal de la sabiduría.» «No me importa que me llamen loco—responde él—; ya decía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.»
La reforma continúa con el clero regular. Es preciso, ante todo, formar la conciencia con respecto a la ley del celibato y en ella insiste el obispo sin cesar. «Muchos—solía decir el obispo—viven en un error tan grande, que creen poder borrar sus crímenes con la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo»; y les recordaba las palabras del profeta: «Mi amado ha obrado mal en mi casa; ¿acaso podrán limpiarle las carnes santificadas?» Proveía a las parroquias de misales, vestimentas y vasos sagrados, .y habiendo sabido que algunos sacerdotes celebraban con agua por carecer de vino, lo lamentó y encargó a doce de sus criados que recorriesen constantemente la tierra para socorrer todas las necesidades. Él iba también con frecuencia de pueblo en pueblo, visitando las parroquias, confirmando y predicando. Las gentes le seguían ansiosas de recoger su doctrina, en la cual se mezclaba sabiamente la dulzura con la severidad.
Monje ante todo, aborrece toda ostentación, y en cuanto le es posible sigue las costumbres aprendidas en el monasterio. También él construye fortalezas para defender a sus gentes de sorpresas militares, pero no es el tipo del obispo cortesano y gran señor. Los que no pueden comprender la sublimidad de aquella sencillez, se la critican acerbamente y le desprecian. Un caballero decía: «¿Acaso no hay en el reino ilustres personajes, para que ese emperador imbécil nos mande a este monje andrajoso?» Tal vez estas palabras nos revelan el gesto amargo de la nobleza ante la conducta del obispo. Sus amigos no eran los señores de la tierra, sino los pobres. Las arcas episcopales, las bodegas y los graneros estaban siempre abiertos a todas las necesidades. Donde quiera que iba, siempre tenía a su lado una escolta de mendigos, a los cuales solía llamar sus hermanos y señores. Le acompañaban en la comida, en la lectura, en la oración y en los viajes; a cualquier hora tenían libre acceso en el palacio y sitio para hospedarse en él. Cuenta su biógrafo que una noche uno de estos hombres que le hacían compañía cortó una parte de la cortina que pendía delante de su lecho, y huyó; pero apresado por uno de los camareros, fue llevado a presencia del obispo para recibir el castigo conveniente. Él, lejos de irritarse, arguyó que mayor culpa tenían los encargados de guardar el dormitorio, y volviéndose luego a aquel desgraciado, le dijo:
—¿Cómo te has atrevido a hacer eso delante de mí?
—Señor—respondió el mendigo, temblando—, yo sabía que sois bueno, y ya veis la necesidad que tengo de un poco de lienzo para cubrirme.
—¿Veis?—dijo Wolfango, dirigiéndose a sus servidores—. La culpa es vuestra; si este hombre estuviese bien vestido, nunca se le hubiera ocurrido robar. Vestidle pronto, y si después viene cortando las cortinas, podremos pensar en castigarle.
Así fue la vida de este hombre admirable, y digna de ella fue también la muerte. Sorprendióle cumpliendo su deber, recorriendo la tierra encomendada a sus cuidados. Sintió la fiebre en el camino, mas no quiso suspender el viaje. Después, viendo que se moría, mandó que le llevasen a una ermita y le colocasen delante del altar. Allí hizo confesión de sus pecados y recibió el Viático. El pueblo se agolpaba en torno suyo, llorando y rezando. Quiso desalojar la ermita uno que le acompañaba, pero él no lo consintió.
—Cerrad las puertas—dijo—, pero que entre todo el que quiera. Soy mortal, como todos, y no debemos avergonzarnos más que de las malas obras. Dejadles que vean en mi muerte lo que en la suya deben temer y evitar.
Estas fueron sus últimas palabras. Después cerró los ojos y se durmió en paz.
Había sido un gran reformador. Durante veinte años había lanzado la semilla infatigablemente. Él no vería el fruto, pero, recogido por Hildebrando, su programa traería días de gloria para la cristiandad.
Sea como quiera, el joven suabio dejaba decir y se entregaba con toda su alma al estudio de los clásicos; supo que en la catedral de Wurzburg había entonces una escuela famosa, y allí se dirigió con su amigo y condiscípulo Enrique de Babemberg. Esteban de Novara, jefe de los estudios, era un maestro pedante y muy pagado de su saber. Recibió a los dos jóvenes muy satisfecho de ver que venían de lejos por el prestigio de su fama, pero no tardó en percatarse de que el nuevo discípulo podía ser un rival temible. Y sucedió un día que Esteban se hizo un lío explicando un pasaje del libro que servía de texto en las escuelas medievales, Las bodas de Mercurio y la filosofía de Marciano Cápela. Los estudiantes, que no habían entendido nada, pidieron a Wolfango que les explicase lo que el maestro no había sabido explicar; él lo hizo sencillamente, y al día siguiente fue arrojado de la escuela. Al poco tiempo, su amigo Enrique, nombrado arzobispo de Tréveris, le encomendaba la dirección de las escuelas de su catedral (956). Durante ocho años fue un maestro, un escolástico, como entonces se decía, grave y austero. Nunca exigió paga alguna ni admitió regalos, pero era exigente tratándose de estudios y disciplina. Explicaba los poemas de Virgilio y las historias de Tácito, pero se proponía, ante todo, formar buenos clérigos.
Y he aquí que muere su amigo, que era el único lazo que le ataba al mundo; San Bruno el Grande le llama a continuar sus lecciones en Colonia; pero él abandona sus títulos y sus bienes, y a la edad de cuarenta años viste el hábito benedictino en Einsiedein. En aquella confusión general que acongojaba a la cristiandad al desmoronarse la obra de Carlomagno, la Orden monástica había caído en la mayor postración. Parecía agotado todo vigor espiritual, era difícil encontrar el texto mismo de la Regla benedictina, y había que recorrer muchas leguas—dice un escritor de aquel tiempo—para dar con un monje observante. Desde la primera mitad del siglo X empiezan a formarse algunos focos de restauración; Cluny lanza a Borgoña el grito de reforma, y sus ecos resuenan con entusiasmo en la abadía suiza de Einsiedein, ilustre aún en nuestros días. Wolfango ha oído aquella voz; es como una réplica de la que algún tiempo antes resonaba en el fondo de su alma. Reforma, reforma: ésa era su obsesión desde que dirigía las escuelas de Tréveris. Ha comprendido que si el mundo necesita lecciones, tiene aún mucha más necesidad de acción. Se da cuenta de la verdadera situación de la sociedad germánica, a que pertenece. Ha sido bautizada, pero no es cristiana todavía. Ha entrado sinceramente, ardientemente, en la sociedad cristiana, que la ha recibido con ternura maternal. Aquellos hombres semibárbaros respiraban con gratitud la atmósfera del cristianismo; saboreaban las certidumbres, las esperanzas y los consuelos de la religión; la majestad de la Iglesia les subyugaba, y la grandeza moral de sus obispos les llenaba de admiración. Como las fieras de sus bosques, ellos caían también amansados en presencia de aquellos ancianos semidivinos que los introducían en el santuario y desplegaban a sus ojos la magnificencia de un culto que hablaba a su corazón, a la vez que a su imaginación y a su inteligencia. No obstante, quedaba aún por hacer otra conversión más profunda; el paganismo seguía enroscado en aquellos corazones, llenos aún de las taras hereditarias de la barbarie. La moral evangélica no entraba en ellos sino levantando las protestas enconadas del vicio y del error.
Wolfango vio con claridad su misión: profundizar en las almas de sus compatriotas, cultivarlas pacientemente, purificarlas. En aquel mismo ambiente, Bruno de Colonia nos ofrece el tipo del obispo que es a la vez un gran político; Bernardo de Hildesheim se nos presenta como un renovador de cultura, como un civilizador; él será, ante todo, un misionero, un reformador. Seis años había vivido en el monasterio enseñando, practicando rigurosamente la regla y empapándose en aquella atmósfera de renovación moral, cuando en su afán de hallar un campo más vasto a su actividad, se dirige a predicar el Evangelio a los húngaros, aquellos hombres feroces que unos años antes habían aparecido en el centro de Europa sembrando el espanto y la ruina. Llevábanle a esta empresa sueños misteriosos, que no eran más que un eco de su voz interior. Pero la mano de Dios le guiaba. Cuando estaba más embebido en su misión, recibe la noticia de que le han nombrado obispo de Ratisbona, También su diócesis es tierra de misioneros; toda la Bohemia está sometida a su jurisdicción. Es un campo inmenso lleno de mies, que le inquieta y le alegra al mismo tiempo. Pero antes de conquistar es preciso reformar. Empieza por los monjes. La disciplina de Einsiedein pasa a Ratisbona y desde allí se extiende por toda Baviera. Los monasterios se convierten en cuarteles generales de apostolado. De ellos salen los evangelizadores de Checoeslovaquia y sus primeros obispos. Wolfango ha querido dividir su diócesis, creando el obispado de Praga. Muchos se lo critican. «De todas partes os alaban—le dicen—; pero es un absurdo perder así vuestra jurisdicción en un gran territorio. Hay que condimentar la locura evangélica con la sal de la sabiduría.» «No me importa que me llamen loco—responde él—; ya decía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.»
La reforma continúa con el clero regular. Es preciso, ante todo, formar la conciencia con respecto a la ley del celibato y en ella insiste el obispo sin cesar. «Muchos—solía decir el obispo—viven en un error tan grande, que creen poder borrar sus crímenes con la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo»; y les recordaba las palabras del profeta: «Mi amado ha obrado mal en mi casa; ¿acaso podrán limpiarle las carnes santificadas?» Proveía a las parroquias de misales, vestimentas y vasos sagrados, .y habiendo sabido que algunos sacerdotes celebraban con agua por carecer de vino, lo lamentó y encargó a doce de sus criados que recorriesen constantemente la tierra para socorrer todas las necesidades. Él iba también con frecuencia de pueblo en pueblo, visitando las parroquias, confirmando y predicando. Las gentes le seguían ansiosas de recoger su doctrina, en la cual se mezclaba sabiamente la dulzura con la severidad.
Monje ante todo, aborrece toda ostentación, y en cuanto le es posible sigue las costumbres aprendidas en el monasterio. También él construye fortalezas para defender a sus gentes de sorpresas militares, pero no es el tipo del obispo cortesano y gran señor. Los que no pueden comprender la sublimidad de aquella sencillez, se la critican acerbamente y le desprecian. Un caballero decía: «¿Acaso no hay en el reino ilustres personajes, para que ese emperador imbécil nos mande a este monje andrajoso?» Tal vez estas palabras nos revelan el gesto amargo de la nobleza ante la conducta del obispo. Sus amigos no eran los señores de la tierra, sino los pobres. Las arcas episcopales, las bodegas y los graneros estaban siempre abiertos a todas las necesidades. Donde quiera que iba, siempre tenía a su lado una escolta de mendigos, a los cuales solía llamar sus hermanos y señores. Le acompañaban en la comida, en la lectura, en la oración y en los viajes; a cualquier hora tenían libre acceso en el palacio y sitio para hospedarse en él. Cuenta su biógrafo que una noche uno de estos hombres que le hacían compañía cortó una parte de la cortina que pendía delante de su lecho, y huyó; pero apresado por uno de los camareros, fue llevado a presencia del obispo para recibir el castigo conveniente. Él, lejos de irritarse, arguyó que mayor culpa tenían los encargados de guardar el dormitorio, y volviéndose luego a aquel desgraciado, le dijo:
—¿Cómo te has atrevido a hacer eso delante de mí?
—Señor—respondió el mendigo, temblando—, yo sabía que sois bueno, y ya veis la necesidad que tengo de un poco de lienzo para cubrirme.
—¿Veis?—dijo Wolfango, dirigiéndose a sus servidores—. La culpa es vuestra; si este hombre estuviese bien vestido, nunca se le hubiera ocurrido robar. Vestidle pronto, y si después viene cortando las cortinas, podremos pensar en castigarle.
Así fue la vida de este hombre admirable, y digna de ella fue también la muerte. Sorprendióle cumpliendo su deber, recorriendo la tierra encomendada a sus cuidados. Sintió la fiebre en el camino, mas no quiso suspender el viaje. Después, viendo que se moría, mandó que le llevasen a una ermita y le colocasen delante del altar. Allí hizo confesión de sus pecados y recibió el Viático. El pueblo se agolpaba en torno suyo, llorando y rezando. Quiso desalojar la ermita uno que le acompañaba, pero él no lo consintió.
—Cerrad las puertas—dijo—, pero que entre todo el que quiera. Soy mortal, como todos, y no debemos avergonzarnos más que de las malas obras. Dejadles que vean en mi muerte lo que en la suya deben temer y evitar.
Estas fueron sus últimas palabras. Después cerró los ojos y se durmió en paz.
Había sido un gran reformador. Durante veinte años había lanzado la semilla infatigablemente. Él no vería el fruto, pero, recogido por Hildebrando, su programa traería días de gloria para la cristiandad.
martes, 30 de octubre de 2012
Lecturas
Hermanos:
Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.
Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia.
Él se entregó a si mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada.
Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a si mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.
«Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.»
Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
En una palabra, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido.
En aquel tiempo, decía Jesús:
- ¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé?
Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas. »
Y añadió:
-¿A qué compararé el reino de Dios?
Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.»
Palabra del Señor.
SAN MARCELO DE LEÓN
Marcelo fue un Centurión que, según parece, pertenecía a la Legio VII Gemina y el lugar de los hechos bien pudo ser la ciudad de León.
Su proceso tuvo lugar en dos pasos: primero en España, ante el presidente o gobernador Fortunato (28 de Julio del 298) y en Tánger el definitivo, ante Aurelio Agricolano (30 de Octubre del mismo año).
Fortunato envió a Agricolano el siguiente texto causa del juicio contra Marcelo: «Manilio Fortunato a Agricolano, su señor, salud. En el felicísimo día en que en todo el orbe celebramos solemnemente el cumpleaños de nuestros señores augustos césares, señor Aurelio Agricolano, Marcelo, centurión ordinario, como si se hubiese vuelto loco, se quitó espontáneamente el cinto militar y arrojó la espada y el bastón de centurión delante de las tropas de nuestros señores».
Ante Fortunato, Marcelo explica su actitud diciendo que era cristiano y no podía militar en más ejército que en el de Jesucristo, hijo de Dios omnipotente.
Fortunato, ante un hecho de tanta gravedad, creyó necesario notificarlo a los emperadores y césares y enviar a Marcelo para que lo juzgase su superior, el viceprefecto Agricolano. En Tánger, y ante Agricolano, se lee a Marcelo el acta de acusación, que él confirma y acepta, por lo que es condenado a la decapitación.
La leyenda -no necesariamente falsa- abunda en algunos detalles que, si bien no son necesarios para el esclarecimiento del hecho, sí lo explicita, o al menos lo sublima para estímulo de los cristianos. Así, se añade la puntualización de que se trataba de un acto oficial y solemne en que toda la tropa militar estaba dispuesta para ofrecer sacrificios a los dioses paganos e invocar su protección sobre el Emperador.
Su proceso tuvo lugar en dos pasos: primero en España, ante el presidente o gobernador Fortunato (28 de Julio del 298) y en Tánger el definitivo, ante Aurelio Agricolano (30 de Octubre del mismo año).
Fortunato envió a Agricolano el siguiente texto causa del juicio contra Marcelo: «Manilio Fortunato a Agricolano, su señor, salud. En el felicísimo día en que en todo el orbe celebramos solemnemente el cumpleaños de nuestros señores augustos césares, señor Aurelio Agricolano, Marcelo, centurión ordinario, como si se hubiese vuelto loco, se quitó espontáneamente el cinto militar y arrojó la espada y el bastón de centurión delante de las tropas de nuestros señores».
Ante Fortunato, Marcelo explica su actitud diciendo que era cristiano y no podía militar en más ejército que en el de Jesucristo, hijo de Dios omnipotente.
Fortunato, ante un hecho de tanta gravedad, creyó necesario notificarlo a los emperadores y césares y enviar a Marcelo para que lo juzgase su superior, el viceprefecto Agricolano. En Tánger, y ante Agricolano, se lee a Marcelo el acta de acusación, que él confirma y acepta, por lo que es condenado a la decapitación.
La leyenda -no necesariamente falsa- abunda en algunos detalles que, si bien no son necesarios para el esclarecimiento del hecho, sí lo explicita, o al menos lo sublima para estímulo de los cristianos. Así, se añade la puntualización de que se trataba de un acto oficial y solemne en que toda la tropa militar estaba dispuesta para ofrecer sacrificios a los dioses paganos e invocar su protección sobre el Emperador.
lunes, 29 de octubre de 2012
Lecturas
Hermanos:
Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.
Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Por otra parte, de inmoralidad, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de santos.
Y nada de chabacanerías, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de sitio.
Lo vuestro es alabar a Dios. Meteos bien esto en la cabeza: nadie que se da a la inmoralidad, a la indecencia o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios.
Que nadie os engañe con argumentos especiosos; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes. No tengáis parte con ellos; porque en otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz.
Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga.
Había una mujer que desde hacia dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar.
Al verla, Jesús la llamó y le dijo:
-«Mujer, quedas libre de tu enfermedad.»
Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha.
Y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente:
-«Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados.»
Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo:
-«Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?
Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?»
A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.
Palabra del Señor.
SAN NARCISO DE JERUSALÉN
Narciso nació a finales del siglo I en Jerusalén y se formó en el cristianismo bebiendo en las mismas fuentes de la nueva religión. Debieron ser sus catequistas aquellos que el mismo Salvador había formado o los que escucharon a los Apóstoles.
Era ya presbítero modelo con Valente o con el Obispo Dulciano. Fue consagrado obispo, trigésimo de la sede de Jerusalén, en el 180, cuando era de avanzada edad, pero con el ánimo y dinamismo de un joven. En el año 195 asiste y preside el concilio de Cesárea para unificar con Roma el día de la celebración de la Pascua.
Tres de sus clérigos —también de la segunda o tercera generación de cristianos- no pudieron resistir el ejemplo de su vida, ni sus reprensiones, ni su éxito. Se conjuraron para acusarle, sin que sepamos el contenido, de un crimen atroz.
Viene el perdón del santo a sus envidiosos difamadores y toma la decisión de abandonar el gobierno de la grey, viendo con humildad en el acontecimiento la mano de Dios. Secretamente se retira a un lugar desconocido en donde permanece ocho años.
Uno de los maldicientes hace penitencia y confiesa en público su infamia. Regresa Narciso de su auto destierro y permanece ya acompañando a sus fieles hasta bien pasados los cien años. En este último tramo de vida le ayuda Alejandro, obispo de Flaviada en la Capadocia, que le sucede.
Era ya presbítero modelo con Valente o con el Obispo Dulciano. Fue consagrado obispo, trigésimo de la sede de Jerusalén, en el 180, cuando era de avanzada edad, pero con el ánimo y dinamismo de un joven. En el año 195 asiste y preside el concilio de Cesárea para unificar con Roma el día de la celebración de la Pascua.
Tres de sus clérigos —también de la segunda o tercera generación de cristianos- no pudieron resistir el ejemplo de su vida, ni sus reprensiones, ni su éxito. Se conjuraron para acusarle, sin que sepamos el contenido, de un crimen atroz.
Viene el perdón del santo a sus envidiosos difamadores y toma la decisión de abandonar el gobierno de la grey, viendo con humildad en el acontecimiento la mano de Dios. Secretamente se retira a un lugar desconocido en donde permanece ocho años.
Uno de los maldicientes hace penitencia y confiesa en público su infamia. Regresa Narciso de su auto destierro y permanece ya acompañando a sus fieles hasta bien pasados los cien años. En este último tramo de vida le ayuda Alejandro, obispo de Flaviada en la Capadocia, que le sucede.
domingo, 28 de octubre de 2012
Domingo 30 de TO 28-10-2012
Lecturas
Así dice el Señor:
«Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid:
El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel.
Mirad que yo os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra.
Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna.
Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán.
Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito.»
Hermanos:
Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados.
Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades.
A causa de ellas, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo.
Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o, como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
- «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
- «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo:
- «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole:
- «Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
- «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó:
- «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo:
- «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Todos, al igual que Bartimeo, somos ciegos y buscamos la luz en las cunetas de la vida, esperando que alguien nos señale la ruta a seguir.
Nuestra sociedad hedonista, que predica el placer inmediato y trata de dar satisfacción a las pasiones más obscuras, deja fuera del circuito del “bienestar” a los menos capacitados, un enorme colectivo humano que aguarda una palabra de aliento, una mano amiga que se le tienda.
También los que están, o estamos, dentro sentimos igualmente el vacío de una vida anodina y sin ideales.
Cada uno de nosotros, podemos formar parte de ambos circuitos y aguardar desesperadamente la solución a nuestros males, porque la enfermedad, el dolor, la soledad, la angustia a no saber responder a las exigencias del mundo moderno... nos sacuden con fuerza y nos arrastran hacia el caos interior.
La ceguera nos impide ver otros horizontes, porque quizás, en nuestro empecinamiento, hemos taponado las puertas de la luz y no nos atrevemos a dar el primer paso, que no es otro que el reconocimiento de la propia ceguera.
Sabemos que Dios es fiel a su Alianza y toma siempre la iniciativa para retomar la relación perdida. Así nos lo confirma en la primera lectura de hoy el profeta Jeremías: . “proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel.
Mirad que os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra... os llevaré por un camino llano, sin tropiezos”. (Jeremías 31, 7-9)
El relato del ciego Bartimeo nos adentra en el mensaje teológico, que nos quiere trasmitir el evangelio según San Juan, donde cobra tanta importancia la simbología.
Según los comentaristas especializados en el estudio de San Juan, parece ser que el Apóstol quiere representar, a través del ciego, a los discípulos, que no comprenden el mesianismo de Jesús ni su entrega generosa.
Es el camino el marco donde se desarrolla la escena, en la que Bartimeo pide limosna y reclama a gritos la presencia de Jesús, que es denominado el “hijo de David”; exclamación ésta que es figura del mesianismo histórico, centrado en David, el rey por antonomasia del pueblo judío, que encarna el modelo del poder y es el prototipo de guerrero triunfador.
Esta concepción ciega constantemente a los Doce, como nos puede cegar a cada uno de nosotros y a la propia Iglesia, obstinada en las glorias humanas.
El grito desgarrador del ciego, que pide ayuda ante quien puede auxiliarle, resuena en el duro camino de la increencia estéril y de las vanidades, que se pierden en lontananza, como el polvo en la aridez de una tierra desierta.
También el relato puede entroncar con el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazaret, en la que proclama el cumplimiento en su persona de la profecía de Isaías: “los ciegos ven” (Lucas 4, 18).
¿Nos pondremos, como Zaqueo, al borde del camino, o nos dejaremos morir silenciosamente en nuestros viejos esquemas de un cristianismo de cumplimiento, desencarnado de la realidad.
La vida que no se celebra, muere. Y si el amor no es celebrado es porque no se vive en su plenitud, tanto a nivel humano como religioso.
Bartimeo es modelo del auténtico discípulo. No cree porque ha sido curado, sino que es curado por haber creído. Su fe le impulsa a seguir a Jesús y pone todos los aditamentos necesarios para no perder la estela de luz por la que ha sido atrapado. Su actitud es un ejemplo de cómo los marginados, los que están al borde de las rutas de la vida, pueden ser respuesta generosa más que los que se sienten cerca de Jesús y con privilegios; todo lo contrario que los Zebedeos, mencionados el Domingo anterior.
El compromiso de seguir a Jesús nos empuja a no dejar a nadie en las cunetas del camino. Para muchos, la vida es un espacio dramático, pero no deja de ser una aventura que tiene sentido. Kafka afirmaba que tiene que haber un destino, pero ignoraba cuál era el camino a seguir. Pues bien, el camino es Jesús.
Señalar el camino es el gran reto de los discípulos de Jesús a través del testimonio personal y su implicación en las realidades del mundo occidental, tan azotado por las corrientes del agnosticismo, el hedonismo y el nihilismo.
La última encíclica del Papa Benedicto XVI,” Caritas in Veritate” nos recuerda que:” el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano Solamente un humanismo abierto a lo Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil - en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la culturas y el ethos - , protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento”.
Un cristianismo descafeinado es presa fácil de estas corrientes destructivas para la dignidad del hombre, y ya se alzan voces en la vieja Europa para recuperar las raíces cristianas perdidas. Según las previsiones de los expertos, habrá en el año 2.020 unos 3.000 millones de cristianos, con protagonismo para las iglesias de América del Sur, Africa y sectores de Asia.
La “cristiana” Europa perdería su clásica influencia, víctima de sus propias miserias, para dar paso a un cristianismo emergente, dinámico y sin complejos, con un peso específico para Movimientos y Comunidades de Vida y Acción.
¡Cura. Señor, nuestras cegueras y que tu luz nos haga ver la luz para seguirte, como Bartimeo, por el CAMINO!
SAN SIMÓN Y SAN JUDAS TADEO, APÓSTOLES
En la fisonomía del apóstol, el rasgo característico es el—celo, un fuego devorador, un ansia ardiente por dar a conocer a todo el mundo la hermosura de la verdad. Los celos son el egoísmo, que quisiera ocultar la belleza amada a los ojos de todo el mundo: el celo es la caridad, la generosidad, que sufren por los corazones que no aman lo que ellas han amado y conocido. Tal fue la gran pasión de estos discípulos del Señor. A Simón el Cananeo—algunos dicen que fue el esposo de las bodas de Caná—le llamaban sus convecinos Zelotes. Pertenecía a aquel partido que entre los judíos llevaba este nombre, al partido de los entusiastas de la tradición, de la ley y los profetas rígidamente interpretados, de la verdad íntegra. Desde que conoció a Cristo, de puritano se hizo puro; ebrio con el vino, tantos siglos escondido, que repartía el Esposo, siguióle sin desfallecimiento por todos los caminos de Palestina, guardando en su alma las palabras de salud.
Judas lleva también la lealtad en el corazón. Lleva el mismo nombre que el discípulo traidor; pero él es el Valiente: Tadeo; es de los que con su decisión consuelan el espíritu de Jesús en aquel amargo día en que tuvo que decirles a los Doce: «¿Por ventura, vosotros queréis también iros?» No, él no se va; caminó al lado del Maestro, lo mismo en las horas del triunfo que en las del dolor; algo orgulloso siempre de que de su mismo pueblo, en su misma familia, haya salido el Deseado de las naciones. Porque él, Judas, es hermano de Santiago, hijo de Cleofás, y Cleofás era hermano de San José. Por eso las gentes le llaman «hermano es decir, pariente de Jesús. Sigue, pues, al Mesías con una alegría secreta, con un gozoso silencio. Escucha dócil y observa atento, pero habla poco. No es como Simón Pedro, el impulsivo, locuaz y confiado. Cuando Jesús habla sentado en la colina, él se coloca a una distancia respetuosa; cuando se sienta en la nave, él busca la punta del banco, y para no perder el gesto del Maestro, alarga la cabeza por delante de Pedro, Juan Andrés y Santiago; pero un día Jesús se abandona tanto a sus amigos, que Judas ya no puede contener su secreto.
Acababa de celebrarse la última cena. Jesús, con voz temblorosa y triste mirar, ha hablado del mundo aferrado a la incredulidad, ese mundo que no podrá verle a Él ni participar de su vida. Judas le oye conmovido, y piensa: Son tan bellas estas cosas, hay en ellas una virtud tan divina, que si el mundo las conociese, hallaría la felicidad que busca en vano; y movido por este pensamiento, se atreve a preguntar con deliciosa sencillez: «¿Por qué, Señor, te has de manifestar con esa claridad a nosotros, y al mundo no?» Y esta palabra era la revelación de un alma enamorada de Cristo, y con ese amor latía en ella el anhelo de la salvación de las almas, el ansia de llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.
Conquistadores ambiciosos de pueblos, Simón y Judas recogieron con alborozo las palabras de Cristo resucitado: «Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La Galilea y la Judea eran pequeñas para su actividad; penetraron en Egipto, y allí se encontraron con el desierto; volvieron al Asia, caminaron hacia el Eufrates y el Tigris, y atravesando fronteras que no osaron cruzar las armas de Roma, llegaron al reino de Persia, dejando en todas partes la semilla divina que ellas habían recogido junto al lago de Genesareth. Y se cumplieron las palabras: «Por mi nombre os llevarán delante de los Tribunales, os pagarán el amor con el odio; y aquellos a quienes partáis el pan de la vida os darán la muerte.» Simón y Judas sellaron con su sangre la verdad que predicaban.
Su programa apostólico se resume en estas palabras: «Reprended a unos después de convencerlos, salvad a otros arrancándolos del fuego, tened piedad de todos en el temor, aborreciendo siempre la túnica de la carne, que está manchada.» Así hablaba San Judas, dirigiéndose «a los que son amados de Dios Padre, y conservados y llamados en Jesucristo». La epístola que de él conservamos es un nuevo testimonio de su celo. La indignación le arrebataba al ver la astucia de los primeros herejes que quieren adulterar el Evangelio; tiembla por los escogidos, y escribe, para prevenirlos, «a todos aquellos que se edifican a sí mismos en la fe, y, rezando en el Espíritu Santo, permanecen en el amor de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna».
La herejía había nacido ya; es contemporánea del Evangelio. Apenas ha sido sembrado el campo del Padre de familia se ve crecer la cizaña al lado del grano bueno. Cristo acaba de subir al Cielo, aún no han empezado a dispersarse los Apóstoles, y ya Simón de Samaría recogía las palabras de Jesús para formar sus teorías de la triple manifestación de Dios. Al Mago siguen Ebión y Cerinto. Son los gnósticos, los hombres de la ciencia, herederos de las ideas de Platón que intentan armonizar con la revelación evangélica; enemigos más o menos embozados de la moral natural y despreciadores de la ley escrita, contraria, según ellos dicen, a la única fuerza salvadora, que es la gracia.
Judas se deja arrastrar por una santa ira al hablar «de estos hombres impíos que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria y niegan a Jesucristo, único Señor y Dominador.» Las palabras brotan con violencia de su pluma. No escribe en su lengua, pero no puede olvidar su mentalidad semita; el griego es para él una lengua extranjera, y, no obstante, en medio del desorden, de la torpeza y dificultad de la frase, hay en su lenguaje una grandeza sublime, fruto de la energía de su pensamiento y de la audacia de sus expresiones. Se nos figura estar contemplando unos ojos inflamados y un gesto de profeta cuando leemos la pintura de aquellos hombres «que manchan la carne, desprecian la dominación, blasfeman la majestad, rechazan cuanto ignoran, y se corrompen en toda aquello que conocen naturalmente, como animales mudos; nubes sin agua que el viento lleva; árboles que sólo florecen en otoño, estériles, dos veces muertos, sin raíces; olas furiosas e inciertas del mar que arrojan la espuma de sus infamias; astros errantes a los cuales está reservada una tempestad de tinieblas por toda la eternidad».
Tempestad de tinieblas para los que despreciaron la luz, para Simón el Mago y todos sus discípulos hasta el fin de los siglos para los hombres «psíquicos», animales, en contraposición a los «neumáticos», los que tienen el Espíritu y pueden juntar su voz a la de Judas Tadeo en su bella doxología final «proclamando la gloria, la magnificencia, el imperio y el poder antes de los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos, de Aquel que puede conservarnos sin pecado y establecernos en la presencia de la gloria inmaculados y llenos de alegría en el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo».
Judas lleva también la lealtad en el corazón. Lleva el mismo nombre que el discípulo traidor; pero él es el Valiente: Tadeo; es de los que con su decisión consuelan el espíritu de Jesús en aquel amargo día en que tuvo que decirles a los Doce: «¿Por ventura, vosotros queréis también iros?» No, él no se va; caminó al lado del Maestro, lo mismo en las horas del triunfo que en las del dolor; algo orgulloso siempre de que de su mismo pueblo, en su misma familia, haya salido el Deseado de las naciones. Porque él, Judas, es hermano de Santiago, hijo de Cleofás, y Cleofás era hermano de San José. Por eso las gentes le llaman «hermano es decir, pariente de Jesús. Sigue, pues, al Mesías con una alegría secreta, con un gozoso silencio. Escucha dócil y observa atento, pero habla poco. No es como Simón Pedro, el impulsivo, locuaz y confiado. Cuando Jesús habla sentado en la colina, él se coloca a una distancia respetuosa; cuando se sienta en la nave, él busca la punta del banco, y para no perder el gesto del Maestro, alarga la cabeza por delante de Pedro, Juan Andrés y Santiago; pero un día Jesús se abandona tanto a sus amigos, que Judas ya no puede contener su secreto.
Acababa de celebrarse la última cena. Jesús, con voz temblorosa y triste mirar, ha hablado del mundo aferrado a la incredulidad, ese mundo que no podrá verle a Él ni participar de su vida. Judas le oye conmovido, y piensa: Son tan bellas estas cosas, hay en ellas una virtud tan divina, que si el mundo las conociese, hallaría la felicidad que busca en vano; y movido por este pensamiento, se atreve a preguntar con deliciosa sencillez: «¿Por qué, Señor, te has de manifestar con esa claridad a nosotros, y al mundo no?» Y esta palabra era la revelación de un alma enamorada de Cristo, y con ese amor latía en ella el anhelo de la salvación de las almas, el ansia de llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.
Conquistadores ambiciosos de pueblos, Simón y Judas recogieron con alborozo las palabras de Cristo resucitado: «Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La Galilea y la Judea eran pequeñas para su actividad; penetraron en Egipto, y allí se encontraron con el desierto; volvieron al Asia, caminaron hacia el Eufrates y el Tigris, y atravesando fronteras que no osaron cruzar las armas de Roma, llegaron al reino de Persia, dejando en todas partes la semilla divina que ellas habían recogido junto al lago de Genesareth. Y se cumplieron las palabras: «Por mi nombre os llevarán delante de los Tribunales, os pagarán el amor con el odio; y aquellos a quienes partáis el pan de la vida os darán la muerte.» Simón y Judas sellaron con su sangre la verdad que predicaban.
Su programa apostólico se resume en estas palabras: «Reprended a unos después de convencerlos, salvad a otros arrancándolos del fuego, tened piedad de todos en el temor, aborreciendo siempre la túnica de la carne, que está manchada.» Así hablaba San Judas, dirigiéndose «a los que son amados de Dios Padre, y conservados y llamados en Jesucristo». La epístola que de él conservamos es un nuevo testimonio de su celo. La indignación le arrebataba al ver la astucia de los primeros herejes que quieren adulterar el Evangelio; tiembla por los escogidos, y escribe, para prevenirlos, «a todos aquellos que se edifican a sí mismos en la fe, y, rezando en el Espíritu Santo, permanecen en el amor de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna».
La herejía había nacido ya; es contemporánea del Evangelio. Apenas ha sido sembrado el campo del Padre de familia se ve crecer la cizaña al lado del grano bueno. Cristo acaba de subir al Cielo, aún no han empezado a dispersarse los Apóstoles, y ya Simón de Samaría recogía las palabras de Jesús para formar sus teorías de la triple manifestación de Dios. Al Mago siguen Ebión y Cerinto. Son los gnósticos, los hombres de la ciencia, herederos de las ideas de Platón que intentan armonizar con la revelación evangélica; enemigos más o menos embozados de la moral natural y despreciadores de la ley escrita, contraria, según ellos dicen, a la única fuerza salvadora, que es la gracia.
Judas se deja arrastrar por una santa ira al hablar «de estos hombres impíos que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria y niegan a Jesucristo, único Señor y Dominador.» Las palabras brotan con violencia de su pluma. No escribe en su lengua, pero no puede olvidar su mentalidad semita; el griego es para él una lengua extranjera, y, no obstante, en medio del desorden, de la torpeza y dificultad de la frase, hay en su lenguaje una grandeza sublime, fruto de la energía de su pensamiento y de la audacia de sus expresiones. Se nos figura estar contemplando unos ojos inflamados y un gesto de profeta cuando leemos la pintura de aquellos hombres «que manchan la carne, desprecian la dominación, blasfeman la majestad, rechazan cuanto ignoran, y se corrompen en toda aquello que conocen naturalmente, como animales mudos; nubes sin agua que el viento lleva; árboles que sólo florecen en otoño, estériles, dos veces muertos, sin raíces; olas furiosas e inciertas del mar que arrojan la espuma de sus infamias; astros errantes a los cuales está reservada una tempestad de tinieblas por toda la eternidad».
Tempestad de tinieblas para los que despreciaron la luz, para Simón el Mago y todos sus discípulos hasta el fin de los siglos para los hombres «psíquicos», animales, en contraposición a los «neumáticos», los que tienen el Espíritu y pueden juntar su voz a la de Judas Tadeo en su bella doxología final «proclamando la gloria, la magnificencia, el imperio y el poder antes de los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos, de Aquel que puede conservarnos sin pecado y establecernos en la presencia de la gloria inmaculados y llenos de alegría en el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo».
sábado, 27 de octubre de 2012
Lecturas
Hermanos:
A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Por eso dice la Escritura:
«Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres.»
El «subió» supone que había bajado a lo profundo de la tierra; y el que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llenar el universo.
Y él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. Para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina, en la trampa de los hombres, que con astucia conduce al error; sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de si mismo en el amor
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:
_ «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola:
-«Uno tenla una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó:
“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.” »
Palabra del Señor.
San Frumencio
Frumencio es el nombre del primer obispo misionero de Etiopía, y su historia tiene mucho de increíble. En tiempos del emperador Constantino, un anciano preceptor, llamado «filósofo» por el historiador Rufino, regresaba a Tiro de un viaje a la India, siguiendo las costas de Africa. Lo acompañaban dos jóvenes discípulos, Edesio y Frumencio. Durante una escala de la nave en el puerto de Adulis una banda de etíopes asaltó la embarcación y mató a todos los pasajeros menos a Edesio y Frumencio. Se cuenta que en el momento de la matanza los dos muchachos se encontraban debajo de un árbol, dedicados a la lectura de un libro. Llevados como esclavos a la corte de Axum, se hicieron querer del rey, que los tuvo a su servicio: a Frumencio como secretario y a Edesio como copero.
A la muerte del rey, mientras el heredero llegaba a su mayor edad, ejerció el poder la reina, que le había confiado a Frumencio la educación de su joven hijo. Fue durante este período cuando los dos, que habían establecido contactos con los comerciantes greco-romanos, obtuvieron de la reina el permiso para construir una iglesia cerca del puerto. Este fue el primer germen de cristianismo, que se desarrolló rápidamente. Edesio y Frumencio pidieron y obtuvieron el permiso para regresar a la patria. Edesio fue a Tiro, en donde encontró a Rufino, el futuro historiador, a quien le narró su historia. En cambio, Frumencio se fue para Alejandría de Egipto a encontrar al grande obispo Atanasio y proponerle que enviara a Etiopía a un obispo y a un grupo de misioneros. Atanasio escuchó con vivo interés la narración y luego resolvió consagrar obispo al mismo Frumencio y volverlo a mandar a Etiopía con algunos misioneros.
Frumencio fue recibido cordialmente por el amigo rey Ezana, que fue de los primeros en adherir al Evangelio y con él casi todos sus súbditos. Frumencio, llamado por los etíopes «abba Salama», portador de luz, es considerado uno de los más grandes misioneros cristianos y uno de los más afortunados sembradores de la buena noticia, si consideramos la extraordinaria mies que produjo a través de los siglos esa primera siembra, favorecida por el amor al estudio.
A la muerte del rey, mientras el heredero llegaba a su mayor edad, ejerció el poder la reina, que le había confiado a Frumencio la educación de su joven hijo. Fue durante este período cuando los dos, que habían establecido contactos con los comerciantes greco-romanos, obtuvieron de la reina el permiso para construir una iglesia cerca del puerto. Este fue el primer germen de cristianismo, que se desarrolló rápidamente. Edesio y Frumencio pidieron y obtuvieron el permiso para regresar a la patria. Edesio fue a Tiro, en donde encontró a Rufino, el futuro historiador, a quien le narró su historia. En cambio, Frumencio se fue para Alejandría de Egipto a encontrar al grande obispo Atanasio y proponerle que enviara a Etiopía a un obispo y a un grupo de misioneros. Atanasio escuchó con vivo interés la narración y luego resolvió consagrar obispo al mismo Frumencio y volverlo a mandar a Etiopía con algunos misioneros.
Frumencio fue recibido cordialmente por el amigo rey Ezana, que fue de los primeros en adherir al Evangelio y con él casi todos sus súbditos. Frumencio, llamado por los etíopes «abba Salama», portador de luz, es considerado uno de los más grandes misioneros cristianos y uno de los más afortunados sembradores de la buena noticia, si consideramos la extraordinaria mies que produjo a través de los siglos esa primera siembra, favorecida por el amor al estudio.
viernes, 26 de octubre de 2012
Lecturas
Hermanos:
Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados.
Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.
En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:
-«Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: “Chaparrón tenemos”, y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: “Va a hacer bochorno”, y lo hace.
Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?
Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel.
Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo. »
Palabra del Señor.
San Evaristo, Papa
Nació por los años 60, de una familia judía asentada en tierras griegas. Recibió educación judía y aprendió en los liceos helénicos.
No se conocen datos de su conversión al cristianismo, pero se le ve ya en Roma como uno de los presbíteros muy estimados por los fieles que, lleno de celo, eleva el nivel de la comunidad de cristianos de la ciudad, entregándose por completo a mostrarle a Jesucristo. Amplio conocedor de la Sagrada Escritura, es docto en la predicación y humilde en el servicio.
Muerto mártir el Papa Anacleto, sucesor de Clemente, la atención se fija en Evaristo. Por humildad se resistió con todas las fuerzas posibles a asumir la dignidad que comportaba tan alto servicio. El día 27 de Julio del año 108 tuvo la Iglesia por Papa a Evaristo.
Atendió cuidadosamente las necesidades del rebaño: Defiende la verdadera fe contra los errores gnósticos. Establece normas que afectan a la consagración y trabajo pastoral de los Obispos y de los diáconos. Manda la celebración pública de los matrimonios. Se ocupa de la vida de los fieles, esbozándose ya una cierta administración territorial, para su mejor atención y gobierno. También escribió cartas a los fieles de Africa y de Egipto.
Murió mártir, siendo Trajano emperador, hacia el 117.
No se conocen datos de su conversión al cristianismo, pero se le ve ya en Roma como uno de los presbíteros muy estimados por los fieles que, lleno de celo, eleva el nivel de la comunidad de cristianos de la ciudad, entregándose por completo a mostrarle a Jesucristo. Amplio conocedor de la Sagrada Escritura, es docto en la predicación y humilde en el servicio.
Muerto mártir el Papa Anacleto, sucesor de Clemente, la atención se fija en Evaristo. Por humildad se resistió con todas las fuerzas posibles a asumir la dignidad que comportaba tan alto servicio. El día 27 de Julio del año 108 tuvo la Iglesia por Papa a Evaristo.
Atendió cuidadosamente las necesidades del rebaño: Defiende la verdadera fe contra los errores gnósticos. Establece normas que afectan a la consagración y trabajo pastoral de los Obispos y de los diáconos. Manda la celebración pública de los matrimonios. Se ocupa de la vida de los fieles, esbozándose ya una cierta administración territorial, para su mejor atención y gobierno. También escribió cartas a los fieles de Africa y de Egipto.
Murió mártir, siendo Trajano emperador, hacia el 117.
jueves, 25 de octubre de 2012
Lecturas
Hermanos:
Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios.
Al que puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros, a él la gloria de la Iglesia y de Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»
Palabra del Señor.
San Frutos de Segovia
Los cuerpos de San Frutos, Santa Engracia y San Valentín, venerados por los cristianos segovianos, se conservaron en la ermita de San Frutos, cerca de la actual Sepúlveda, desde comienzos del siglo VIII hasta el siglo XI.
El rey Alfonso VI concedió esta ermita al monasterio de San Sebastián de Silos —hoy Santo Domingo de Silos- para que la cuidasen y facilitasen la creciente devoción del pueblo; se hizo escritura en el 1076. Los monjes recomponen la ermita como de nuevo y la habilitan para que puedan vivir en ella algunos monjes. Terminadas las obras en el año 1100, la consagra D. Bernardo, el primer Arzobispo de Toledo. Está construida sobre roca escarpada, como cortada a pico, a orillas del río Duratón, afluente del Duero. En ese nuevo lugar se depositan las reliquias de los tres santos.
Restaurada Segovia y restituida a su dignidad episcopal, se pasan a su catedral la mitad de las reliquias desde el monasterio de Silos, con autorización y mandato del Arzobispo de Toledo, en el 1125.
Tan celosamente se guardan que se pierde el sitio donde fueron depositadas hasta que se encontraron milagrosamente, en tiempos del celoso obispo D. Juan Arias de Ávila.
En el año 1558 se depositaron finalmente en la nueva catedral. Allí, en el trascoro, reposan los restos del Patrono de la Ciudad, teniendo por fondo el retablo que trazó Ventura Rodríguez para el palacio de Riofrío y que Carlos III donó para la catedral segoviana.
¿Quién fue el hombre que desde catorce siglos atrás es polo de atracción de tantas generaciones de segovianos?
Nació Frutos, en el año 642, en el seno de una familia rica que tuvo otros dos hijos con los nombres de Valentín y Engracia. Debió ser una familia de profundas convicciones cristianas que supieron, con la misma vida, inculcarlas a sus hijos. Sin que se sepa la causa, murieron los dos. Ahora los tres jóvenes son herederos de unos bienes y comienzan a conocer en la práctica la dureza que supone el ser fieles a los principios. Parece ser que tanto tedio provocaron en ellos los vicios, maldades, desenfrenos, asechanzas y envidias de su entorno humano, que Frutos les propone un cambio radical de vida. Los tres, con la misma libertad y libre determinación deciden vender sus bienes y los dan a los pobres. Dejaron la ciudad del acueducto romano y quieren comenzar una vida de la soledad, oración y penitencia por los pecados de los hombres. A la orilla del río Duratón les pareció encontrar el lugar adecuado para sus propósitos. Hacen tres ermitas separadas para lograr la deseada soledad y dedicar el tiempo de su vida de modo definitivo al trato con Dios.
A partir de aquí se tiene noticias de Frutos cuando el estallido de la invasión musulmana y su rápida dominación del reino visigodo. Frutos, en su deseo de servir a Dios, intervino de alguna manera —y con vivo deseo de martirio- en procurar la conversión de algunos mahometanos que se aproximaron a su entorno; defendió a grupos de cristianos que huían de los guerreros invasores; dio ánimos, secó lágrimas y alentó los espíritus de quienes se desplazaban al norte; fue protagonista de algunos sucesos sobrenaturales y murió en la paz del Señor, con el halo de santo, el año 715.
La misma historia refiere que sus hermanos Valentín y Engracia fueron de los mártires decapitados por los sarracenos y sus cuerpos colocados con el del Santo.
Lo que se sabe hoy del entorno en que viven y mueren estos santos facilita cubrir las lagunas o los interrogantes que pueden presentarse. La invasión musulmana, su rápido avance por el reino hispano-visigodo y el martirio de cristianos tuvieron su génesis. La unidad del reino tan lograda por la conversión del arrianismo a la fe católica de Recaredo en el 589 presentaba ahora una falsa cohesión por su fragilidad. Los clanes de nobles, civiles y eclesiásticos, con intereses políticos y económicos contrapuestos, tratan de controlar cada uno alternativamente el trono de Toledo y son una fuente continua de conflictos. La nobleza que en un principio recibió unos territorios para ejercer en ellos funciones administrativas, fiscales y militares, al hacerse hereditarias, quedan prácticamente privatizadas con detrimento progresivo de las funciones públicas características de un estado centralizado y llevan a la fragmentación del poder del monarca. La clase aristócrata asienta aún más la diferencia social con el pueblo cada vez más pobre, indefenso, desorientado, abandonado y hastiado del lujo de sus señores. Hay que añadir desastres naturales que asolan el país especialmente desde el reinado de Kindasvinto (642-653) como epidemias que diezmaban a la población, plagas de langostas, sequía, pestes y despoblamiento. El vicio, la amoralidad y desenfreno reina en la sociedad al amparo de lo que sucede en las casas de la nobleza. A la muerte de Witiza, los partidarios de Akhila, su hijo primogénito, no consiguen ponerlo en el trono ocupado por D. Rodrigo, duque de la Bética, y piden ayuda a los bereberes. El desastre de Guadalete del 711 hizo que lo que fue una simple ayuda de los moros capitaneados por Tariq se convirtiera en toda una invasión y conquista posterior que colma los planes estratégicos del Islam por la decrepitud que se había ido gestando en el interior del reino visigodo.
El rey Alfonso VI concedió esta ermita al monasterio de San Sebastián de Silos —hoy Santo Domingo de Silos- para que la cuidasen y facilitasen la creciente devoción del pueblo; se hizo escritura en el 1076. Los monjes recomponen la ermita como de nuevo y la habilitan para que puedan vivir en ella algunos monjes. Terminadas las obras en el año 1100, la consagra D. Bernardo, el primer Arzobispo de Toledo. Está construida sobre roca escarpada, como cortada a pico, a orillas del río Duratón, afluente del Duero. En ese nuevo lugar se depositan las reliquias de los tres santos.
Restaurada Segovia y restituida a su dignidad episcopal, se pasan a su catedral la mitad de las reliquias desde el monasterio de Silos, con autorización y mandato del Arzobispo de Toledo, en el 1125.
Tan celosamente se guardan que se pierde el sitio donde fueron depositadas hasta que se encontraron milagrosamente, en tiempos del celoso obispo D. Juan Arias de Ávila.
En el año 1558 se depositaron finalmente en la nueva catedral. Allí, en el trascoro, reposan los restos del Patrono de la Ciudad, teniendo por fondo el retablo que trazó Ventura Rodríguez para el palacio de Riofrío y que Carlos III donó para la catedral segoviana.
¿Quién fue el hombre que desde catorce siglos atrás es polo de atracción de tantas generaciones de segovianos?
Nació Frutos, en el año 642, en el seno de una familia rica que tuvo otros dos hijos con los nombres de Valentín y Engracia. Debió ser una familia de profundas convicciones cristianas que supieron, con la misma vida, inculcarlas a sus hijos. Sin que se sepa la causa, murieron los dos. Ahora los tres jóvenes son herederos de unos bienes y comienzan a conocer en la práctica la dureza que supone el ser fieles a los principios. Parece ser que tanto tedio provocaron en ellos los vicios, maldades, desenfrenos, asechanzas y envidias de su entorno humano, que Frutos les propone un cambio radical de vida. Los tres, con la misma libertad y libre determinación deciden vender sus bienes y los dan a los pobres. Dejaron la ciudad del acueducto romano y quieren comenzar una vida de la soledad, oración y penitencia por los pecados de los hombres. A la orilla del río Duratón les pareció encontrar el lugar adecuado para sus propósitos. Hacen tres ermitas separadas para lograr la deseada soledad y dedicar el tiempo de su vida de modo definitivo al trato con Dios.
A partir de aquí se tiene noticias de Frutos cuando el estallido de la invasión musulmana y su rápida dominación del reino visigodo. Frutos, en su deseo de servir a Dios, intervino de alguna manera —y con vivo deseo de martirio- en procurar la conversión de algunos mahometanos que se aproximaron a su entorno; defendió a grupos de cristianos que huían de los guerreros invasores; dio ánimos, secó lágrimas y alentó los espíritus de quienes se desplazaban al norte; fue protagonista de algunos sucesos sobrenaturales y murió en la paz del Señor, con el halo de santo, el año 715.
La misma historia refiere que sus hermanos Valentín y Engracia fueron de los mártires decapitados por los sarracenos y sus cuerpos colocados con el del Santo.
Lo que se sabe hoy del entorno en que viven y mueren estos santos facilita cubrir las lagunas o los interrogantes que pueden presentarse. La invasión musulmana, su rápido avance por el reino hispano-visigodo y el martirio de cristianos tuvieron su génesis. La unidad del reino tan lograda por la conversión del arrianismo a la fe católica de Recaredo en el 589 presentaba ahora una falsa cohesión por su fragilidad. Los clanes de nobles, civiles y eclesiásticos, con intereses políticos y económicos contrapuestos, tratan de controlar cada uno alternativamente el trono de Toledo y son una fuente continua de conflictos. La nobleza que en un principio recibió unos territorios para ejercer en ellos funciones administrativas, fiscales y militares, al hacerse hereditarias, quedan prácticamente privatizadas con detrimento progresivo de las funciones públicas características de un estado centralizado y llevan a la fragmentación del poder del monarca. La clase aristócrata asienta aún más la diferencia social con el pueblo cada vez más pobre, indefenso, desorientado, abandonado y hastiado del lujo de sus señores. Hay que añadir desastres naturales que asolan el país especialmente desde el reinado de Kindasvinto (642-653) como epidemias que diezmaban a la población, plagas de langostas, sequía, pestes y despoblamiento. El vicio, la amoralidad y desenfreno reina en la sociedad al amparo de lo que sucede en las casas de la nobleza. A la muerte de Witiza, los partidarios de Akhila, su hijo primogénito, no consiguen ponerlo en el trono ocupado por D. Rodrigo, duque de la Bética, y piden ayuda a los bereberes. El desastre de Guadalete del 711 hizo que lo que fue una simple ayuda de los moros capitaneados por Tariq se convirtiera en toda una invasión y conquista posterior que colma los planes estratégicos del Islam por la decrepitud que se había ido gestando en el interior del reino visigodo.