Lecturas


El Señor destruyó sin compasión todas las moradas de Jacob, con su indignación demolió las plazas fuertes de Judá; derribó por tierra, deshonrados, al rey y a los príncipes.
Los ancianos de Sión se sientan en el suelo silenciosos, se echan polvo en la cabeza y se visten de sayal; las doncellas de Jerusalén humillan hasta el suelo la cabeza.
Se consumen en lágrimas mis ojos, de amargura mis entrañas; se derrama por tierra mi hiel, por la ruina de la capital de mí pueblo; muchachos y niños de pecho desfallecen por las calles de la ciudad.
Preguntaban a sus madres:
«¿Dónde hay pan y vino?», mientras desfallecían, como los heridos, por las calles de la ciudad, mientras expiraban en brazos de sus madres.
¿Quién se te iguala, quién se te asemeja, ciudad de Jerusalén?
¿A quién te compararé, para consolarte, Sión, la doncella?
Inmensa como el mar es tu desgracia: ¿quién podrá curarte?
Tus profetas te ofrecían visiones falsas y engañosas; y no te denunciaban tus culpas para cambiar tu suerte, sino que te anunciaban visiones falsas y seductoras.
Grita con toda el alma al Señor, laméntate, Sión; derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; no te concedas reposo, no descansen tus ojos.
Levántate y grita de noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta hacia él las manos por la vida de tus niños, desfallecidos de hambre en las encrucijadas.


En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole:
-«Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho. »
Jesús le contestó:
-«Voy -yo a curarlo. »
Pero el centurión le replicó:
-«Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le dijo a uno:
“Ve”, y va; al otro: “Ven”, y viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace.»
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:
-«Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.»
Y al centurión le dijo:
-«Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído.»
Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles.
Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías:
«Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.»


Palabra del Señor.

Santos Protomártires de la Iglesia Romana.

Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.

Lecturas


En aquellos días, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos miembros de la Iglesia. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener a Pedro. Era la semana de Pascua. Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel, encargando de su custodia a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenla intención de presentarlo al pueblo pasadas las fiestas de Pascua, Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él.
La noche antes de que lo sacara Herodes, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel.
De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro, lo despertó y le dijo:
-«Date prisa, levántate.»
Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió:
-«Ponte el cinturón y las sandalias.»
Obedeció, y el ángel le dijo:
-«Échate el manto y sígueme.»
Pedro salió detrás, creyendo que lo que hacía el ángel era una visión y no realidad. Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la calle, y se abrió solo. Salieron, y al final de la calle se marchó el ángel.
Pedro recapacitó y dijo:
-«Pues era verdad: el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos.»


Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.
El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos.


En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
-« ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron:
-«Unos que Juan Bautista, otros que Ellas, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó:
-«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
-«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió:
-« ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.
Ahora te digo yo:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»


Palabra del Señor.

San Pedro y San Pablo Apóstoles

San Pedro

Un día estando San Juan Bautista con algunos discípulos, vio a Jesús y señalándolo dijo: "He aquí el Cordero de Dios"

Oyéndolo, dos discípulos se fueron tras Él. Y Jesús volviéndose, les dijo "¿Qué buscáis?" Ellos le dijeron: "Maestro, ¿dónde vives?" Y el contestó: "Venid y lo veréis". Se fueron con Jesús y se quedaron con Él todo aquel día.

Uno de los dos discípulos era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Él, al primero que halló, después de haber estado con Jesús, fue a Simón, su hermano, a quien le dijo que habían encontrado al Mesías. Simón escuchó con mucha atención a su hermano y quiso verle también, por lo que los dos se fueron en busca de Jesús.

Cuando llegaron donde El estaba, Jesús fijó en Simón su mirada y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan. Tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra…".

Un día, preguntó Jesús a sus discípulos: "¿Quién dicen las gentes que es el Hijo del Hombre?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas".Jesús añadió: "Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?" Tomando la palabra, Simón dijo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Este es el primer dogma definido por el Papa, asistido del Espíritu Santo), por eso, Jesús le respondió: "Bienaventurado eres, Simón porque esta verdad no te la ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra, Yo edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no prevalecerá contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en los cielos".

Atar significa el poder que tiene el Papa para imponer leyes o deberes que obligan en conciencia, como el de oír misa los domingos, etc. Y desatar es la misma autoridad y poder que le dio Jesucristo para poder anular algunas obligaciones que él puede derogar.

El Papa es el vicario de Jesucristo y puede imponer leyes en su nombre, como son los cinco mandamientos de la Santa Iglesia. Y los demás obispos tienen la misma autoridad de los Apóstoles, porque son sus sucesores.

A los apóstoles, les dijo Jesús: "Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe… El que a vosotros os escucha, a mí me escucha; y el que os desprecie, a mí me desprecia… Se le perdonarán los pecados a aquellos a quienes vosotros se los perdonéis, y no se le perdonarán a aquellos a quienes vosotros no se los perdonéis".

Cuando Jesucristo eligió a San Pedro para que fuera Papa, sabía que cometería un grave pecado; y sin embargo no eligió a otro apóstol, sino a él.

Por eso le dijo: "¡Simón, Simón! Mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como al trigo; mas yo he rogado por ti a fin de que no perezcas; y tú, cuando te arrepientas, confirma en la fe a tus hermanos"."Señor, respondió Pedro, yo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel o a la misma muerte" Pero Jesús le aseguró: ¡Oh, Pedro! Esta misma noche, antes de que el gallo cante, ya me habrás negado tres veces".

Pero Pedro, a pesar de sus protestas, se olvidó, y ante la voz de una mujer que le acusaba, juró que no conocía a Jesús. Lo negó tres veces, y a la tercera cantó el gallo. Entonces recordó las palabras del Maestro, y dándose cuenta de su pecado, lloró amargamente y Jesús, después de resucitar, lo perdonó.

En el día de Pentecostés, estando los discípulos reunidos, aparecieron unas lenguas de fuego que se repartieron sobre ellos y se sintieron llenos del Espíritu Santo.

Entonces Pedro, como jefe de la asamblea, salió al balcón y empezó a predicar. Al oírlo, se reunieron junto a él, gran cantidad de judíos, de todas las regiones y lenguas.

Las gentes que le oían, se preguntaban: "¿Quién es éste? ¿No es el galileo? Aquí estamos personas de muchas regiones, que hablamos lenguas diferentes y entre nosotros no nos entendemos. ¿Pues cómo es que a éste todos le entendemos?" Y tal fue la admiración de la gente, que en aquel día se hicieron cristianos más de tres mil personas.

Subían un día Pedro y Juan al Templo, cuando se encontraron con un hombre paralítico. Pasando junto a él, Pedro le dijo: "Míranos, plata u oro no tengo; pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús Nazareno, levántate y ponte a andar".

El enfermo, repentinamente curado, dio un salto y se puso en pie a alabar a Dios. Muchos le conocían y se maravillaron del milagro. Pedro les dijo: "¡Hijos de Israel! ¿Por qué os maravilláis de esto y por qué nos estáis mirando? No hemos sido nosotros, sino el Hijo de Dios, Jesucristo, a quien vosotros crucificasteis". Las palabras de Pedro a la vista del milagro, convirtieron a más de cinco mil hombres.

Estando Pedro y Juan enseñando en el Templo, llegaron algunas autoridades y los metieron presos Al día siguiente comparecieron ante el pontífice, el cual les preguntó: "¿Con qué potestad o en nombre de quién habéis hecho esa curación del paralítico?".

Pedro le contestó diciendo: "En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a quien vosotros crucificasteis y Dios ha resucitado. En virtud de Él, está sano ese hombre".

Entonces ordenaron a los guardias que los sacasen, y ellos se pusieron a deliberar entre sí diciendo: "¿Qué haremos con estos hombres?. Ha sido un milagro tan claro y evidente que no es posible negarlo. Lo único que podemos hacer es obligarles a no vuelvan a tomar en la boca ese nombre, ni hablen más de El a persona viviente".

Entonces, llamándolos de nuevo, les amenazaron que por ningún caso hablasen ni enseñasen en nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan les respondieron "Juzgad vosotros qué es más justo en la presencia de Dios: si el obedeceros a vosotros o el obedecer a Dios".

Los Apóstoles seguían haciendo muchos milagros en el pueblo. Todos los que estaban enfermos se ponían por donde Pedro pasaba y con sólo tocarles quedaban curados. Así llegaban a Jerusalén muchas gentes de todas las ciudades, trayendo enfermos que eran curados.

Alarmados por esto, los príncipes de los sacerdotes prendieron a Pedro y a Juan y los metieron en la cárcel. Mas el ángel del Señor, abriendo por la noche las puertas, los puso en libertad y los mandó volver al Templo a predicar.

Reunidos en concilio los sacerdotes, mandaron ir por los presos para ser interrogados. Pero regresaron los soldados diciendo: "La cárcel la hemos hallado bien cerrada, y los centinelas en todas las puertas; pero los presos han desaparecido". En ese momento, llegó uno diciendo: "Aquellos hombres, están ahora enseñando en el Templo".

Inmediatamente fue allá el comandante y los trajeron. El sumo sacerdote les dijo: "¿No os teníamos formalmente prohibido que volvieses a enseñar en nombre de Ese?" Pedro contestó: "Cierto; pero es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres".

Herodes mandó encarcelar a Pedro, y para dormir lo hacía atado con adenas a varios soldados. El rey tenía pensado condenarlo a muerte después de la Pascua; pero mientras Pedro estaba en la cárcel, la Iglesia entera hacía oración por él.

Y sucedió que, la noche anterior al día en que Herodes pensaba matarle, mientras dormían, el ángel del Señor despertó a Pedro, y al instante se le cayeron las cadenas con las que estaba atado a los soldados. Añadió el ángel: "Toma tu capa y sígueme". Salió Pedro tras el ángel y cruzaron delante de todos los guardias, hasta que llegaron a la puerta de hierro, la cual se abrió por sí misma. Salieron y caminaron hasta el fin de la calle, y allí el ángel desapareció. Entonces fue cuando Pedro se dio cuenta de la realidad y dijo: "El Señor ha mandado a su ángel para librarme de Herodes".

Entonces Pedro se encaminó a una casa donde sabía que se reunían los cristianos, llamó a la puerta, le abrieron, y al verle quedaron asombrados. Les contó cómo había sucedido todo y se retiró.

Después de confirmar en la fe a los hermanos de Jerusalén, San Pedro partió para Roma, que entonces era tenida por la capital del mundo. Fue el obispo de Roma por espacio de unos 25 años, hasta que murió víctima del emperador Nerón.

Nos dice la tradición que al arreciar la persecución, y sabiendo los cristianos el interés que tenía Nerón de encontrar al jefe de los cristianos, consiguieron convencer a Pedro de que se marchase durante algún tiempo a un lugar menos peligroso. Cuando Pedro se disponía a salir de la ciudad, tuvo una visión en donde se encontró con su Señor y Maestro Jesús, que venía hacia Roma cargando a las espaldas con una cruz. Pedro al verlo, humilde y confuso, solamente acertó a decirle: "¿Adónde vas, Señor?" Y el Salvador le respondió: "Voy a Roma para ser crucificado otra vez". La visión desapareció, pero Pedro comprendió la lección: Aquella cruz que traía el maestro era su propia cruz, que debería aceptar valientemente.


Pedro decidió regresar a Roma y aceptar el tormento de la cruz. La guardia romana no tardó en apresarle, y el emperador Nerón le condenó a morir en cruz. A Pedro le pareció tanto honor que, considerándose indigno de morir como el Maestro, suplicó le concedieran el favor de morir cabeza abajo, gracia que le fue concedida. Pedro murió en el Vaticano, el día 29 de junio del año 64.

San Pablo

Las información que tenemos acerca de la vida de este gran apóstol están contenidas en "Los Hechos de los Apóstoles" (Al final de la S. Biblia) y en las cartas del santo. Son verdaderamente interesantes.

Nació en la ciudad de Tarso, en el Asia Menor, quizás unos diez años después del nacimiento de Jesucristo. Su primer nombre era Saulo. Era de familia de judíos, de la tribu de Benjamín y de la secta de los fariseos. Fue educado en toda la rigidez de las doctrinas de los fariseos, y aprendió muy bien el idioma griego que era el que en ese entonces hablaban las gentes cultas de Europa. Esto le será después sumamente útil en su predicación.

De joven fue a Jerusalén a especializarse en los libros sagrados como discípulo del rabino más famoso de su tiempo, el sabio Gamaliel. Durante la vida pública de Jesús no estuvo Saulo en Palestina, por eso no lo conoció personalmente.

Después de la muerte de Jesús, volvió nuestro hombre a Jerusalén y se encontró con que los seguidores de Jesús se habían extendido mucho y emprendió con muchos otros judíos una feroz persecución contra los cristianos. Al primero que mataron fue al diácono San Esteban y mientras los demás lo apedreaban, Saulo les cuidaba sus vestidos, demostrando así que estaba de acuerdo con este asesinato. Pero Esteban murió rezando por sus perseguidores y obtuvo pronto la conversión de este terrible enemigo.

Saulo salió para Damasco con órdenes de los jefes de los sacerdotes judíos para apresar y llevar a Jerusalén a los seguidores de Jesús. Pero por el camino una luz deslumbrante lo derribó del caballo y oyó una voz que le decía: "Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?". Él preguntó: "¿Quién eres tú?- y la voz le respondió: "Yo soy Jesús el que tú persigues". Pablo añadió: "¿Señor, qué quieres que yo haga?" y Jesús le ordenó que fuera a Damasco y que allá le indicaría lo que tenía que hacer. Desde ese momento quedó ciego y así estuvo por tres días. Y allá en Damasco un discípulo de Jesús lo instruyó y lo bautizó, y entonces volvió a recobrar la vista. Desde ese momento dejó de ser fariseo y empezó a ser apóstol cristiano.

Después se fue a Arabia y allá estuvo tres años meditando, rezando e instruyéndose en la doctrina cristiana.

Vuelto a Damasco empezó a enseñar en las Sinagogas que Jesucristo es el Redentor del mundo. Entonces los judíos dispusieron asesinarlo y tuvieron los discípulos que descolgarlo por la noche en un canasto por las murallas de la ciudad. Muchas veces tendrá que salir huyendo de diversos sitios, pero nadie logrará que deje de hablar a favor de Cristo Jesús y de su doctrina.

Llegó a Jerusalén y allá se puso también a predicar acerca de Cristo, pero los judíos decidieron matarlo. Entonces los cristianos lo sacaron a escondidas de la ciudad y lo llevaron a Cesarea. De allí pasó a Tarso, su ciudad natal, y allá estuvo varios años.

Y un día llegó a Tarso en su busca su gran amigo, San Bernabé, y se lo llevó a la populoso ciudad de Antioquía a que le ayudara a predicar. Y en esa ciudad estuvo predicando durante un año, hasta que en una reunión del culto por inspiración divina, fueron consagrados sacerdotes Saulo y Bernabé, para ser enviados a misionar.

San Pablo hizo cuatro grandes viajes que se han hecho famosos. El primero ya lo narramos en la historia de San Bernabé su compañero (en el 11 de junio). En ese viaje cambió su nombre de Saulo por el de Pablo, en honor de su primer gran convertido, el gobernador de Chipre, que se llamaba Sergio Pablo.

El segundo viaje lo hizo de los años 49 al 52. En este recorrido ya es menos impulsivo que en el viaje anterior y encuentra menos reacciones violentas, pero estas no faltan y bastante graves. Visita las comunidades o iglesias que fundó en el primer viaje y se propone seguir misionando por el Asia Menor pero un mensaje del cielo se lo impide y le manda que pase a Europa a misionar. Se encuentra con dos valiosos colaboradores: el evangelista San Lucas (a quien llama "médico amadísimo") y Timoteo, que será su más fiel secretario y servidor, y a quien escribirá después dos cartas que se han hecho famosas.

La primera ciudad europea que visitó fue Filipos (en sueños oyó que un habitante de Filipos le suplicaba: "Ven a ayudarnos"). Allí le sacó el demonio a una muchacha que hacía adivinaciones y al acabárseles el negocio de los que cobraban por cada adivinación, estos arremetieron contra Pablo y su compañero Silas y les hicieron dar una feroz paliza. Pero en la cárcel a donde los llevaron, lograron convertir y bautizar al carcelero y a toda su familia. Pablo guardó siempre un gran cariño hacia los habitantes de Filipos y a ellos dirigió después una de sus más afectuosas cartas, la Epístola a los Filipenses.

Después pasó a la ciudad de Atenas, que era la más famosa en cuanto cultura y filosofía. Allá predicó un sermón en el Aerópago, y aunque muchos se rieron porque hablaba de que Cristo había resucitado, sin embargo logró convertir a Dionisio el aeropágita, a Dámaris y a varias personas más.

Enseguida pasó a Corinto, que era un puerto de gran movimiento de gentes. Allí estuvo predicando durante un año y seis meses y logró convertir gran cantidad de gentes. Más tarde dirigirá a sus habitantes sus dos célebres cartas a los Corintios. De allí salió a hacer su cuarta visita a Jerusalén.

Su tercer viaje lo hizo del año 53 al 56. En este viaje lo más notable fue que en la ciudad de Efeso en la cual estuvo por bastantes meses, Pablo logró que muchas personas empezaran a darse cuenta de que la diosa Diana que ellos adoraban era un simple ídolo, y dejaron de rendirle culto. Entonces los fabricantes de estatuillas de Diana al ver que se arruinaba el negocio, promovieron un gran tumulto en contra del Apóstol. De Éfeso partió Pablo hacia Jerusalén a llevar a los cristianos pobres de esa ciudad el producto de una colecta que había promovido entre las ciudades que había evangelizado. Por todas partes se iba despidiendo, anunciando a sus discípulos que el Espíritu Santo le comunicaba que en Jerusalén le iban a suceder hechos graves, y que por eso probablemente no lo volverían a ver. Esto causaba profunda emoción y lágrimas en sus seguidores que tanto lo estimaban. En su quinto viaje a Jerusalén, los judíos promovieron contra él un espantoso tumulto y estuvieron a punto de lincharlo. A duras penas lograron los soldados del ejército romano sacarlo con vida de entre la multitud enfurecida. Entonces cuarenta judíos juraron que no comerían ni beberían mientras no lograran matar a Pablo. Al saber la hermana de él esta grave noticia, mandó un sobrino a que se la contara. Entonces Pablo avisó al comandante del ejército, y de noche, en medio de un batallón de caballería y otro de infantería, lo sacaron de Jerusalén y lo llevaron a Cesarea. Allá estuvo preso por dos años, pero permitían que sus discípulos fueran a visitarlo.

Al darse cuenta Pablo de que los judíos pedían que lo llevaran a Jerusalén para juzgarlo (para poder matarlo por el camino), pidió ser juzgado en Roma, y el gobernante aceptó su petición. Y en un barco comercial fue enviado, custodiado por 40 soldados. Y sucedió que en la travesía estalló una espantosa tormenta y el barco se hundió. Pero Jesucristo le anunció a Pablo que por el amor que le tenía a su muy estimado Apóstol no permitiría que ninguno de los viajeros del barco se ahogase. Y así sucedió. Lograron llegar a la Isla de Creta y allí salvaron sus vidas del naufragio.

Al fin llegaron a Roma, donde esperaban a Pablo con gran entusiasmo los cristianos. En esa ciudad capital estuvo por dos años preso (casa por cárcel) con un centinela en la puerta. Y los cristianos y los judíos iban frecuentemente a charlar con él, y aprovechaba toda ocasión que se le presentara para hablar de Cristo y conseguirle más y más seguidores.

Cuando estalló la persecución de Nerón, éste mandó matar al gran Apóstol, cortándole la cabeza. Dicen que sucedió el martirio en el sitio llamado las Tres Fuentes (Tre Fontana) (y una antigua tradición cuenta que al caer la cabeza de Pablo por el suelo, dió tres golpes y que en cada sitio donde la cabeza golpeó el suelo, brotó una fuente de agua). Las 13 cartas de San Pablo enseñan verdades valiosísimas acerca de nuestra fe. Allí se ve que era un "enamorado de Cristo y de su Santa Religión". En su segunda Carta a los Corintios, San Pablo narra lo que le sucedió en su apostolado: "Cinco veces recibí de los judíos 39 azotes cada vez. Tres veces fue apaleado con varas. Tres veces padecí naufragios. Un día y una noche los pasé entre la vida y la muerte en medio de las olas del mar. Muchas veces me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los judíos, peligros de los paganos, peligros en la ciudad, peligros en el campo, peligros en el mar, peligros por parte de falsos hermanos; noches sin dormir; días y días sin comer; sed espantosa y un frío terrible; falta de vestidos con los cuales abrigarse, y además de eso, mi preocupación por todas las Iglesias o reuniones de creyentes. Quien se desanima, que no me haga desanimar. ¿Quién sufre malos ejemplos que a mí no me haga sufrir con eso?".

Lecturas


Cuando Jeconías subió al trono tenía dieciocho años, y reinó tres meses en Jerusalén.
Su madre se llamaba Nejustá, hija de Elnatán, natural de Jerusalén. Hizo lo que el Señor reprueba, igual que su padre.
En aquel tiempo, los oficiales de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén y la cercaron.
Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a Jerusalén cuando sus oficiales la tenían cercada.
Jeconías de Judá se rindió al rey de Babilonia, con su madre, sus ministros, generales y funcionarios.
El rey de Babilonia los apresó el año octavo de su reinado.
Se llevó los tesoros del templo y del palacio y destrozó todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el templo según las órdenes del Señor.
Deportó a todo Jerusalén, los generales, los ricos -diez mil deportados-, los herreros y cerrajeros; sólo quedó la plebe.
Nabucodonosor deportó a Jeconías a Babilonia.
Llevó deportados, de Jerusalén a Babilonia, al rey y sus mujeres, sus funcionarios y grandes del reino, todos los ricos -siete mil deportados-, los herreros y cerrajeros -mil deportados-, todos aptos para la guerra.
En su lugar nombró rey a su tío Matanías, y le cambió el nombre en Sedecías.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Aquel día muchos dirán:
“Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”
Yo entonces les declararé:
‘Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados.”
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.
El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se para aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la a, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la, y se hundió totalmente. »
Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los escribas.


Palabra del Señor.

San Ireneo, Obispo de Lyon.

Nos conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya escrita hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un bello relato, lleno de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había afiliado a una secta gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen camino.

"No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la gracia de Dios, cada día.”

"En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese tales palabras."

Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de significado.

Poco más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.

Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo. Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo obispo.

Durante veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican un cumplido elogio.

Mientras su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.

Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.

La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían, seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.

Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.

Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.

No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.

A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.

San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.

Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.

Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica."

La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.

En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.

Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.

Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.

La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años 140 y 202.

Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.

Lecturas


En aquellos días, el sumo sacerdote Helcias dijo al cronista Safán: -«He encontrado en el templo el libro de la Ley. » Entregó el libro a Safán, y éste lo leyó. Luego fue a dar cuenta al rey Josías:
-«Tus siervos han juntado el dinero que habla en el templo y se lo han entregado a los encargados de las obras.»
Y le comunicó la noticia:
-«El sacerdote Helcías me ha dado un libro.»
Safán lo leyó ante el rey; y, cuando el rey oyó el contenido del libro de la Ley, se rasgó las vestiduras y ordenó al sacerdote Helcías, a Ajicán, hijo de Safán, a Acbor, hijo de Miqueas, al cronista Safán y a Asalas, funcionario real:
-«Id a consultar al Señor por mí y por el pueblo y todo Judá, a propósito de este libro que han encontrado; porque el Señor estará enfurecido contra nosotros, porque nuestros padres no obedecieron los mandatos de este libro cumpliendo lo prescrito en él.»
Ellos llevaron la respuesta al rey, y el rey ordenó que se presentasen ante él todos los ancianos de Judá y de Jerusalén.
Luego subió al templo, acompañado de todos los judíos y los habitantes de Jerusalén, los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo, chicos y grandes.
El rey les leyó el libro de la alianza encontrados en el templo.
Después, en pie sobre el estrado, selló ante el Señor la alianza, comprometiéndose a seguirle y cumplir sus preceptos, normas y mandatos, con todo el corazón y con toda el alma, cumpliendo las cláusulas de la alianza escritas en aquel libro.
El pueblo entero suscribió la alianza.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis.


Palabra del Señor.

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y San Cirilo de Alejandría.

Historia

En el siglo XV un comerciante acaudalado de la isla de Creta (en el Mar Mediterráneo) tenía la bella pintura de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Era un hombre muy piadoso y devoto de la Virgen María. Cómo habrá llegado a sus manos dicha pintura, no se sabe. ¿Se le habría confiado por razones de seguridad, para protegerla de los sarracenos? Lo cierto es que el mercader estaba resuelto a impedir que el cuadro de la Virgen se destruyera como tantos otros que ya habían corrido con esa suerte.

Por protección, el mercader decidió llevar la pintura a Italia. Empacó sus pertenencias, arregló su negocio y abordó un navío dirigiéndose a Roma. En ruta se desató una violenta tormenta y todos a bordo esperaban lo peor. El comerciante tomó el cuadro de Nuestra Señora, lo sostuvo en lo alto, y pidió socorro. La Santísima Virgen respondió a su oración con un milagro. El mar se calmó y la embarcación llegó a salvo al puerto de Roma.

Cae la pintura en manos de una familia

Tenía el mercader un amigo muy querido en la ciudad de Roma así que decidió pasar un rato con él antes de seguir adelante. Con gran alegría le mostró el cuadro y le dijo que algún día el mundo entero le rendiría homenaje a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

Pasado un tiempo, el mercader se enfermó de gravedad. Al sentir que sus días estaban contados, llamó a su amigo a su lecho y le rogó que le prometiera que, después de su muerte, colocaría la pintura de la Virgen en una iglesia digna o ilustre para que fuera venerada públicamente. El amigo accedió a la promesa pero no la llegó a cumplir por complacer a su esposa que se había encariñado con la imagen.

Pero la Divina Providencia no había llevado la pintura a Roma para que fuese propiedad de una familia sino para que fuera venerada por todo el mundo, tal y como había profetizado el mercader. Nuestra Señora se le apareció al hombre en tres ocasiones, diciéndole que debía poner la pintura en una iglesia, de lo contrario, algo terrible sucedería. El hombre discutió con su esposa para cumplir con la Virgen, pero ella se le burló, diciéndole que era un visionario. El hombre temió disgustar a su esposa, por lo que las cosas quedaron igual. Nuestra Señora, por fin, se le volvió a aparecer y le dijo que, para que su pintura saliera de esa casa, él tendría que irse primero. De repente el hombre se puso gravemente enfermo y en pocos días murió. La esposa estaba muy apegada a la pintura y trató de convencerse a sí misma de que estaría más protegida en su propia casa. Así, día a día, fue aplazando el deshacerse de la imagen. Un día, su hijita de seis años vino hacia ella apresurada con la noticia de que una hermosa y resplandeciente Señora se le había aparecido mientras estaba mirando la pintura. La Señora le había dicho que le dijera a su madre y a su abuelo que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro deseaba ser puesta en una iglesia; y, que si no, todos los de la casa morirían.

La mamá de la niñita estaba espantada y prometió obedecer a la Señora. Una amiga, que vivía cerca, oyó lo de la aparición. Fue entonces a ver a la señora y ridiculizó todo lo ocurrido. Trató de persuadir a su amiga de que se quedara con el cuadro, diciéndole que si fuera ella, no haría caso de sueños y visiones. Apenas había terminado de hablar, cuando comenzó a sentir unos dolores tan terribles, que creyó que se iba a morir. Llena de dolor, comenzó a invocar a Nuestra Señora para que la perdonara y la ayudara. La Virgen escuchó su oración. La vecina tocó la pintura, con corazón contrito, y fue sanada instantáneamente. Entonces procedió a suplicarle a la viuda para que obedeciera a Nuestra Señora de una vez por todas.

Accede la viuda a entregar la pintura

Se encontraba la viuda preguntándose en qué iglesia debería poner la pintura, cuando el cielo mismo le respondió. Volvió a aparecérsele la Virgen a la niña y le dijo que le dijera a su madre que quería que la pintura fuera colocada en la iglesia que queda entre la basílica de Sta. María la Mayor y la de S. Juan de Letrán. Esa iglesia era la de S. Mateo, el Apóstol.

La señora se apresuró a entrevistarse con el superior de los Agustinos quienes eran los encargados de la iglesia. Ella le informó acerca de todas las circunstancias relacionadas con el cuadro. La pintura fue llevada a la iglesia en procesión solemne el 27 de marzo de 1499. En el camino de la residencia de la viuda hacia la iglesia, un hombre tocó la pintura y le fue devuelto el uso de un brazo que tenía paralizado. Colgaron la pintura sobre el altar mayor de la iglesia, en donde permaneció casi trescientos años. Amado y venerado por todos los de Roma como una pintura verdaderamente milagrosa, sirvió como medio de incontables milagros, curaciones y gracias.

En 1798, Napoleón y su ejército francés tomaron la ciudad de Roma. Sus atropellos fueron incontables y su soberbia, satánica. Exilió al Papa Pío VII y, con el pretexto de fortalecer las defensas de Roma, destruyó treinta iglesias, entre ellas la de San Mateo, la cual quedó completamente arrasada. Junto con la iglesia, se perdieron muchas reliquias y estatuas venerables. Uno de los Padres Agustinos, justo a tiempo, había logrado llevarse secretamente el cuadro.

Cuando el Papa, que había sido prisionero de Napoleón, regresó a Roma, le dio a los agustinos el monasterio de S. Eusebio y después la casa y la iglesia de Sta. María en Posterula. Una pintura famosa de Nuestra Señora de la Gracia estaba ya colocada en dicha iglesia por lo que la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue puesta en la capilla privada de los Padres Agustinos, en Posterula. Allí permaneció sesenta y cuatro años, casi olvidada.
Hallazgo de un sacerdote Redentorista

Mientras tanto, a instancias del Papa, el Superior General de los Redentoristas, estableció su cede principal en Roma donde construyeron un monasterio y la iglesia de San Alfonso. Uno de los Padres, el historiador de la casa, realizó un estudio acerca del sector de Roma en que vivían. En sus investigaciones, se encontró con múltiples referencias a la vieja Iglesia de San Mateo y a la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

Un día decidió contarle a sus hermanos sacerdotes sobre sus investigaciones: La iglesia actual de San Alfonso estaba construida sobre las ruinas de la de San Mateo en la que, durante siglos, había sido venerada, públicamente, una pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Entre los que escuchaban, se encontraba el Padre Michael Marchi, el cual se acordaba de haber servido muchas veces en la Misa de la capilla de los Agustinos de Posterula cuando era niño. Ahí en la capilla, había visto la pintura milagrosa. Un viejo hermano lego que había vivido en San Mateo, y a quien había visitado a menudo, le había contado muchas veces relatos acerca de los milagros de Nuestra Señora y solía añadir: "Ten presente, Michael, que Nuestra Señora de San Mateo es la de la capilla privada. No lo olvides". El Padre Michael les relató todo lo que había oído de aquel hermano lego.

Por medio de este incidente los Redentoristas supieron de la existencia de la pintura, no obstante, ignoraban su historia y el deseo expreso de la Virgen de ser honrada públicamente en la iglesia.

Ese mismo año, a través del sermón inspirado de un jesuita acerca de la antigua pintura de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, conocieron los Redentoristas la historia de la pintura y del deseo de la Virgen de que esta imagen suya fuera venerada entre la Iglesia de Sta. María la Mayor y la de S. Juan de Letrán. El santo Jesuita había lamentado el hecho de que el cuadro, que había sido tan famoso por milagros y curaciones, hubiera desaparecido sin revelar ninguna señal sobrenatural durante los últimos sesenta años. A él le pareció que se debía a que ya no estaba expuesto públicamente para ser venerado por los fieles. Les imploró a sus oyentes que, si alguno sabía dónde se hallaba la pintura, le informaran dueño lo que deseaba la Virgen.

Los Padres Redentoristas soñaban con ver que el milagroso cuadro fuera nuevamente expuesto a la veneración pública y que, de ser posible, sucediera en su propia Iglesia de San Alfonso. Así que instaron a su Superior General para que tratara de conseguir el famoso cuadro para su Iglesia. Después de un tiempo de reflexión, decidió solicitarle la pintura al Santo Padre, el Papa Pío IX. Le narró la historia de la milagrosa imagen y sometió su petición.

El Santo Padre escuchó con atención. Él amaba dulcemente a la Santísima Virgen y le alegraba que fuera honrada. Sacó su pluma y escribió su deseo de que el cuadro milagroso de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera devuelto a la Iglesia entre Sta. María la Mayor y S. Juan de Letrán. También encargó a los Redentoristas de que hicieran que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera conocida en todas partes.

Aparece y se venera, por fin, el cuadro de Nuestra Señora

Ninguno de los Agustinos de ese tiempo había conocido la Iglesia de San Mateo. Una vez que supieron la historia y el deseo del Santo Padre, gustosos complacieron a Nuestra Señora. Habían sido sus custodios y ahora se la devolverían al mundo bajo la tutela de otros custodios. Todo había sido planeado por la Divina Providencia en una forma verdaderamente extraordinaria.

A petición del Santo Padre, los Redentoristas obsequiaron a los Agustinos una linda pintura que serviría para reemplazar a la milagrosa.

La imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue llevado en procesión solemne a lo largo de las vistosas y alegres calles de Roma antes de ser colocado sobre el altar, construido especialmente para su veneración en la Iglesia de San Alfonso. La dicha del pueblo romano era evidente. El entusiasmo de las veinte mil personas que se agolparon en las calles llenas de flores para la procesión dio testimonio de la profunda devoción hacia la Madre de Dios

A toda hora del día, se podía ver un número de personas de toda clase delante de la pintura, implorándole a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro que escuchara sus oraciones y que les alcanzara misericordia. Se reportaron diariamente muchos milagros y gracias.

Hoy en día, la devoción a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se ha difundido por todo el mundo. Se han construido iglesias y santuarios en su honor, y se han establecido archicofradías. Su retrato es conocido y amado en todas partes.

Signos de la imagen de Nuestra Madre del Perpetuo Socorro
(conocida en el Oriente bizantino como el icono de la Madre de Dios de la Pasión)

Aunque su origen es incierto, se estima que el retrato fue pintado durante el decimotercero o decimocuarto siglo. El icono parece ser copia de una famosa pintura de Nuestra Señora que fuera, según la tradición, pintada por el mismo San Lucas. La original se veneraba en Constantinopla por siglos como una pintura milagrosa pero fue destruida en 1453 por los Turcos cuando capturaron la ciudad.

Fue pintado en un estilo plano característico de iconos y tiene una calidad primitiva. Todas las letras son griegas. Las iniciales al lado de la corona de la Madre la identifican como la “Madre de Dios”. Las iniciales al lado del Niño “ICXC” significan “Jesucristo”. Las letras griegas en la aureola del Niño: owu significan “El que es”, mientras las tres estrellas sobre la cabeza y los hombros de María santísima indican su virginidad antes del parto, en el parto y después del parto.

Las letras más pequeñas identifican al ángel a la izquierda como “San Miguel Arcángel”; el arcángel sostiene la lanza y la caña con la esponja empapada de vinagre, instrumentos de la pasión de Cristo. El ángel a la derecha es identificado como “San Gabriel Arcángel”, sostiene la cruz y los clavos. Nótese que los ángeles no tocan los instrumentos de la pasión con las manos, sino con el paño que los cubre.

Cuando este retrato fue pintado, no era común pintar aureolas. Por esta razón el artista redondeó la cabeza y el velo de la Madre para indicar su santidad. Las halos y coronas doradas fueron añadidas mucho después. El fondo dorado, símbolo de la luz eterna da realce a los colores más bien vivos de las vestiduras. Para la Virgen el maforion (velo-manto) es de color púrpura, signo de la divinidad a la que ella se ha unido excepcionalmente, mientras que el traje es azul, indicación de su humanidad. En este retrato la Madona está fuera de proporción con el tamaño de su Hijo porque es -María- a quien el artista quiso enfatizar.

Los encantos del retrato son muchos, desde la ingenuidad del artista, quien quiso asegurarse que la identidad de cada uno de los sujetos se conociera, hasta la sandalia que cuelga del pie del Niño. El Niño divino, siempre con esa expresión de madurez que conviene a un Dios eterno en su pequeño rostro, está vestido como solían hacerlo en la antigüedad los nobles y filósofos: túnica ceñida por un cinturón y manto echado al hombro. El pequeño Jesús tiene en el rostro una expresión de temor y con las dos manitas aprieta la derecha de su Madre, que mira ante sí con actitud recogida y pensativa, como si estuviera recordando en su corazón la dolorosa profecía que le hiciera Simeón, el misterioso plan de la redención, cuyo siervo sufriente ya había presentado Isaías.

En su doble denominación, esta bella imagen de la Virgen nos recuerda el centralismo salvífico de la pasión de Cristo y de María y al mismo tiempo la socorredora bondad de la Madre de Dios y nuestra.


San Cirilo Alejandrino es uno de los Santos Padres más celebrados de la Iglesia oriental antigua.

Fue, durante treinta y dos años, patriarca de Alejandría, ciudad en que confluían la ciencia del paganismo, del judaísmo y del cristianismo. Ciudad, puesta al frente de todo el Egipto en lo político y en lo eclesiástico.

Su actividad literaria coincide con el siglo de oro de la literatura patrística.

En la historia eclesiástica su nombre va vinculado al concilio de Efeso, tercero ecuménico, y en la defensa de la fe brilla como lumbrera rutilante en la magna controversia, nestoriana. Su doctrina cristológica y las estrechas relaciones eclesiásticas que le unieron con la cátedra romana le hicieron acreedor de la simpatía y veneración de la Iglesia universal.

Nació San Cirilo, según parece, en la misma ciudad de Alejandría. Era sobrino del prepotente patriarca Teófilo, que rigió los destinos de aquella iglesia madre entre los años 385-412 y se hizo famoso por su enconada lucha con San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla.

De posición social acomodada y cristiana, recibiría esmerada educación según las tradiciones más purasde la antiquísima iglesia alejandrina y frecuentaría, en su juventud, las aulas de la escuela que fundara San Panteno e ilustraron Clemente, Orígenes, Dídimo el Ciego y el gran Atanasio.

Los escritos transmitidos y su actividad pastoral nos obligan a imaginarlo dedicado de lleno a su formación sacerdotal y preparación intelectual en los últimos años del glorioso siglo IV, cuando las sedes eclesiásticas principales ostentaban figuras luminosas en ciencia y santidad, como San Ambrosio de Milán. San Dámaso en Roma, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio de Nisa y San Juan Crisóstomo en Constantinopla.

Las bibliotecas de la ciudad del Nilo le ofrecerían tesoros manuscritos abundantes de las Sagradas Escrituras. La difícil convivencia de judíos, paganos y cristianos le estimularía a la futura defensa del pueblo cristiano contra los enemigos exteriores. La herencia antiarriana de San Atanasio se le metería en la médula de su formación dogmática y le pondría en guardia ante las innovaciones dogmáticas. Y, sobre todo, la influyente proximidad de su tio, el patriarca Teófilo, se dejaría sentir en su formación clerical, y el mismo gobierno de la gran metrópoli le iría capacitando para las futuras tareas de régimen eclesiástico, al tiempo que le daban oportunidad para aprender a evitar los defectos que registraba la actuación de Teófilo y que estarían completamente ausentes del gobierno de San Cirilo.

El año 412 ocupaba la cátedra alejandrina como patriarca y cabeza de todas las iglesias del Egipto romano.

Desde aquella fecha tres etapas distintas definen su inmensa actividad patriarcal: desde el año 412 al 428, de tareas inmediatas en la sede propia; desde 428 al 431, ocupado intensamente en la lucha contra Nestorio, y desde 431 al 444, dedicado a defender y consolidar la paz eclesiástica en el Oriente cristiano.

Apenas había tomado Cirilo las riendas del gobierno, cuando tuvo que actuar contra los novacianos y los judíos, por las grandes molestias que inferían a los cristianos. Los primeros se vieron obligados a dejar sus iglesias, y los segundos, tuvieron que salir de la ciudad mientras sus sinagogas eran convertidas en templos cristianos. Tales triunfos los obtenía el patriarca a pesar de la reluctancia y oposición de Orestes, gobernador civil de todo el Egipto.

El año 417 la paz entre Alejandría y Constantinopla, rota por la contienda de Teófilo contra San Juan Crisóstomo, estaba totalmente restablecida: el patriarca constantino- politano figuraba ya en los dípticos alejandrinos.

Un año después el papa Zósimo le comunicaba, por carta particular, la condenación romana del pelagianismo.

Y cada año, por deber pastoral y siguiendo la usanza antigua de su iglesia, dirigía Cirilo su homilía pascual a todos los obispos sufragáneos y a todos sus diocesanos. Veintinueve homilías son las que se nos han conservado, correspondientes a los años 414-442. En ellas el pastor del Egipto anunciaba el ayuno cuaresmal, fijaba la fecha de la pascua y exponía con profundidad la grandeza de la condición humana, la necesidad de austeridad y mortificación para obtener la victoria evangélica, acompañando reprensiones oportunas y exhortaciones de aliento.

La vida, pues, de Cirilo, aunque cargada de múltiples tareas cotidianas, aún no se había desbordado en aras del interés general de la Iglesia universal. En Alejandría se vivía en paz. Los sacerdotes pastoreaban espiritualmente la grey bajo las orientaciones y ejemplo de su jerarca. La comunidad florecía en virtudes. Los obispos egipcios seguían las directrices de la metrópoli. Y los monjes del desierto gozaban de quietud solitaria y espiritual, sembrados acá y allá de las riberas del gran río.

Cirilo, eso sí, vivía intercomunicado con el exterior. De Roma, de Antioquía y de Constantinopla recibía, casi a diario, noticias de actualidad eclesiástica. Y estaba, sobre todo, en guardia ante los derroteros dogmáticos que podría tomar lo que llamaba "el dualismo antioqueno", que comprometía la unidad del Dios-Hombre.

El año 428 llegaron de Constantinopla noticias alarmantes. Sus fieles representantes en la ciudad del Bósforo le anunciaron que Nestorio, patriarca de la capital del Imperio oriental, había escrito y hablado públicamente contra la unidad del Verbo encarnado y contra la maternidad divina de María. Inmediatamente Cirilo, en la homilía pascual del 429, declaraba la doctrina ortodoxa comprometida indicando el error y callando el hereje: "No un hombre corriente -decía- es el engendrado por María; sino el mismo Hijo de Dios hecho carne, y por ello María es de verdad madre del Señor y madre de Dios".

El error seguía extendiéndose. Los escritos y doctrinas de Nestorio estaban penetrando en la república monacal de su patriarcado. Informado Cirilo por los mismos solitarios de la perturbación espiritual que iba naciendo entre los monjes, se propuso, con diligencia y profundidad, atajar los perniciosos efectos de tal propaganda. Escribió, con esta ocasión, una carta dogmática a los monjes problando por la Sagrada Escritura y la tradición que a María le pertenece con todo derecho el título de Theotokos o Madre de D¡os. Dos ejemplares envió a Constantinopla, aún sin declarar al autor de la doctrina.

Ofendido Nestorio en su soberbia y no queriendo retractar, Cirilo no dudó dirigirse personalmente a él, diciéndole: "Losfieles y obispo de Roma, Celestino, se hallan muy escandalizados. Conceded, os ruego, a María el título de Theotokos. No es doctrina nueva la que os pido profesar; es la creencia de todos los Padres ortodoxos".

Nestorio respondió con calumnias. Y Cirilo contrapuso una segunda carta con la exposición detallada de] dogma cristológico.

Fue inútil. Nestorio abundó en insultos y siguió contumaz.

Entonces el celo apostólico y la caridad del patriarca alejandrino encontraron otro camino: el de los intermediarios. Escribió varias cartas: al obispo centenario Acacio de Berea, para que utilizara su venerabilidad ante Nestorio; al emperador Teodosio II, para prevenirle de las sutilezas dogmáticas de su patriarca: a las princesas Arcadia y Marina, y a las mismas emperatrices Pulqueria y Eudoxia, con la misma finalidad.

De Roma, a donde había escrito Nestorio, el papa Celestino pedía información a Cirilo, a quien tenía por celoso e instruído.

Este no quería desorbitar los acontecimientos. Pretendía curar el mal reducido a sus orígenes. Pero, convencido de la imposibilidad, no regateó información: en la primavera del 430 salió su diácono Posidonio para Roma equipado con una relación-informe de todo lo sucedido, con un conmonitorio-resumen de los principales puntos nestorianos, con los escritos de Cirilo dirigidos a los monjes, a Nestorio, a la casa imperial y, parece, con los Cinco libros contra Nestorio.

La respuesta de Roma no podía esperarse más favorable. Un sínodo romano declaraba heterodoxas las doctrinas nestorianas y, por voluntad expresa del Pontífice, Cirilo quedaba comisionado para notificar a Nestorio la decisión, conminándole la excomunión si en el término de diez días no retractaba sus errores.

Pero Cirilo quería rematar el golpe. Con la luz de Roma delante, reunió a sus obispos, redactó una carta sinodal y formuló los Doce anatematismos clásicos, que debería suscribir Nestorio para quedar plenamente purgado de sus errores.

Y ahora saltó un acontecimiento inesperado. El emperador convocaba concilio general para junio del año 431 en la ciudad de Efeso. ¿Qué haría Cirilo? ¿Sería cuestión de revisar las decisiones romanas y alejandrinas? Consultado el papa Celestino, se puso en camino para Efeso.

Allí tuvo que echar mano de toda su prepotencia dogmática, eclesiástica y diplomática. Sin el auxilio poderoso de los legados romanos, que no habían llegado a Efeso, y con la ausencia intencionada de los obispos antioquenos, que, reprobando la doctrina nestoriana, no querían condenar personalmente a Nestorio, Cirilo obtuvo la condenación de la herejía y del heresiarca, aunque a costa de tres meses de arresto imperial y la enemistad con el patriarcado de Antioquía. Desde entonces la Iglesia universal reconoció en Cirilo Alejandrino al artífice del tercer Concilio Ecuménico.

En lo restante de su vida, desde 431 a 444, una preocupación de paz eclesiástica dominará toda su actividad. Paz con el patriarcado de Constantinopla, paz interior de su iglesia, paz con los orientales de Antioquía y paz, nunca interrumpida, con la cátedra de Pedro.

Apenas vuelto a su sede, el año 431 envía Letras de Comunión al nuevo patriarca de Constantinopla, Máximo, sucesor de Nestorio.

A los antioquenos, que le pedían abandonara sus anatematísmos, les dió una gran lección de humildad y celo auténtico, contestándoles: "Estoy pronto a perdonar las injurias de Efeso, a rechazar de corazón el arrianismo y apolinarismo, a reconocer el símbolo de Nicea ... ; pero no puedo sacrificar los anatematismos, porque sería sacrificar la fe, condenar el concilio de Efeso y justificar a Nestorio".

En cambio, el año 433, cuando Alejandría y Antioquía firmaron el Símbolo de Unión, Cirilo tuvo prisa por escribir su epístola Laetentur Coeli y anunciar gozoso la paz al papa Sixto III, a Máximo de Constantinopla y a otros obispos significados.

Entre sus mismos súbditos tuvo que sufrir a algunos extremistas que tenían por claudicación la unión verificada y trajeron dolor a su corazón de pastor bueno. Ante ellos se esforzó continuamente por justificar la paz y la ortodoxia del Símbolo de Unión.

Finalmente, pidiendo sus fervientes seguidores que condenara públicamente como había hecho con Nestorio a Diodoro de Tarso y Teodoro de Mopsuestia, respondió que no debía "condenar a los obispos que habían muerto en comunión con la Santa Iglesia".

Pasó Cirilo a mejor vida el año 444 y la Iglesia un¡ versal le veneró y venera como el santo de la maternidad divina de María.

Lecturas


En aquellos días, Senaquerib, rey de Asiria, envió mensajeros a Ezequías, para decirle:
-«Decid a Ezequias, rey de Judá: “Que no te engañe tu Dios en quien confías, pensando que Jerusalén no caerá en manos del rey de Asiría. Tú mismo has oído hablar cómo han tratado los reyes de Asíría a todos los países, exterminándolos, ¿y tú te vas a librar?”»
Ezequías tomó la carta de mano de los mensajeros y la leyó; después subió al templo, la desplegó ante el Señor y oró:
«Señor, Dios de Israel, sentado sobre querubines; tú solo eres el Dios de todos los reinos del mundo.
Tú hiciste el cielo y la tierra.
Inclina tu oído, Señor, y escucha; abre tus ojos, Señor, y mira.
Escucha el mensaje que ha enviado Senaquerib para ultrajar al Dios vivo.
Es verdad, Señor: los reyes de Asiria han asolado todos los países y su territorio, han quemado todos sus dioses, porque no son dioses, sino hechura de manos humanas, leño y piedra, y los han destruido.
Ahora, Señor, Dios nuestro, sálvanos de su mano, para que sepan todos los reinos del mundo que tú solo, Señor, eres Dios.»
Isaías, hijo de Amós, mandó a decir a Ezequías:
-«Así dice el Señor, Dios de Israel: “He oído lo que me pides acerca de Senaquerib, rey de Asiría. Ésta es la palabra que el Señor pronuncia contra él:
‘Te desprecia y se burla de ti la doncella, la ciudad de Sión; menea la cabeza a tu espalda la ciudad de Jerusalén.
Pues de Jerusalén saldrá un resto, del monte Sión los supervivientes.
¡El celo del Señor lo cumplirá!
Por eso, así dice el Señor acerca del rey de Asiría:
No entrará en esta ciudad, no disparará contra ella su flecha, no se acercará con escudo ni levantará contra ella un talud; por el camino por donde vino se volverá, pero no entrará en esta ciudad -oráculo del Señor-.
Yo escudaré a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi siervo. »
Aquella misma noche salió el ángel del Señor e hirió en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.
Senaquerib, rey de Asiría, levantó el campamento, se volvió a Nínive y se quedó allí.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos.
¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. »


Palabra del Señor.

SAN PELAYO

Cautivo a los diez años, empezó a mirar la vida en su realidad fuerte y grave. No reía fácilmente, dice de él su biógrafo. En otro tiempo había jugado a orillas del Miño, aturdiendo con sus gritos infantiles el pórtico de la basílica episcopal de Túy. Sobrino del obispo Hermogio, crecía junto al santuario, destinado también él a las altas dignidades eclesiásticas. Estudiaba la gramática y el salterio, cantaba en el coro las bellas melodías mozárabes, y en las grandes solemnidades presentaba el incienso delante del altar en cajas de marfil con incrustaciones de plata. Ahora todo estaba ya muy lejos: los grillos oprimían sus pies, la estrechez de la prisión acongojaba su espíritu; su destino era la esclavitud. Vivía con otros cautivos cerca de los palacios del califa. Un guardia entraba diariamente en la cárcel armado de un látigo, y, guiados por él, los presos se dirigían a su tarea: hoy trabajaban en los jardines reales, mañana en la mezquita, o en los baños, o en alguna de aquellas grandes construcciones con que el poderoso emir embellecía su capital. ¿Cómo iba a reír el pobre niño? No había esperanza para él en la tierra: los suyos habían sido con él como hombres sin entrañas. Llegó a Córdoba engañado. «Vamos a ver al tío», le dijeron seguramente; y él se dejó llevar, contento con la idea de ver mundo y de conocer aquella gran ciudad, famosa por sus opulencias y su poder. Allí estaba Hermogio, sepultado en un calabozo. Un año antes apresado en la batalla de Val de Junquera (920), había sido llevado a Córdoba y colocado bajo la vigilancia de la guardia real. En el silencio de su reclusión, pensaba en las fiestas brillantes de la corte leonesa, en las magnificencias catedralicias de Túy, en las tierras y en los siervos, y en el rescate inmediato. Y el rescate había llegado: era su sobrino.

Mientras el obispo pasaba el duero, el niño iba a ocupar su puesto en la prisión. Al principio creyó que aquello acabaría pronto. Al despedirse de él, Hermogio le había dado los más sanos consejos y las más bellas esperanzas. «Adiós, hijo mío—debió de decirle—; pronto nos veremos otra vez; voy allá para reunir el oro que exigen estos moros malditos.» Pero los días pasaban, y el niño no volvió a saber nada de su tierra. Sabía que allá en la frontera cristianos y musulmanes seguían combatiendo, y de cuando en cuando llegaban a la capital nuevos rebaños de prisioneros. Al principio lloró lágrimas abrasadoras, pero acabó por resignarse con su suerte. La fe le sostenía; rezaba los salmos que había aprendido en la escuela de Túy; descansaba de las fatigas del día buscando en su encierro el rayo de luz que se deslizaba por la estrecha ventana para descifrar la escritura de los códices visigóticos. Era un lector asiduo, y cuando no entendía la lectura, consultaba a los clérigos que estaban presos con él. Su fervor religioso le inspiraba santos atrevimientos: discutía con los musulmanes, y, dotado de una palabra fácil y de mucha gracia en el decir, llegó a confundirlos más de una vez.

Sin embargo, sus carceleros le miraban con simpatía y le trataban sin rigor. Jamás alborotó en la cárcel, ni les miró con odio, ni tuvo con ellos palabras o actitudes de rebelión. Además, veían en él una gracia que presagiaba el más halagüeño porvenir. En los tres o cuatro años que llevaba de cautiverio, Pelayo había crecido sin que el encierro le robase el color encendido de sus mejillas, ni la enfermedad afease su cuerpo. Si su conversación cautivaba, su presencia le ganaba el afecto de cuantos le trataban. La misma melancolía que su desgracia había dejado impresa en sus ojos, añadía un nuevo encanto a la belleza de su amable adolescencia. Muchas veces, en la confusión inmoral del ergástulo, tuvo necesidad de una energía heroica para guardar la pureza de su alma. «Y Dios quiera—pensaba él en sus meditaciones—que no me vea en apuros más terribles.» Aunque niño, se había dado cuenta de la corrupción que reinaba en aquella ciudad de los soberbios palacios, de los maravillosos jardines, de las tres mil mezquitas y de los novecientos baños; ciudad donde se rendía culto al amor en todas las formas, donde los poetas cantaban las gracias de los mancebos con versos apasionados, donde los eunucos y los libertos llegaban a comprar los más altos puestos del Estado con la prostitución de su conciencia. El antiguo estudiante de Túy podía ver en la cumbre de los honores a muchachos que en otro tiempo habían dormido, como él, en el suelo: eran generales, administraban las rentas del califa, tenían esclavos, tierras, casas, jardines; formaban bibliotecas, se rodeaban de literatos y clientes y miraban con desdén a la antigua aristocracia. Era la política de Abderramán III: todos los empleos los puso en manos de esclavos, cogidos en guerra, vendidos por los piratas en los puertos del Mediterráneo, o traídos por tratantes judíos de Francia y Alemania. Instrumentos dóciles y flexibles en sus manos, empezaban por abandonar su religión, y a cambio de la confianza con que se les honraba, prestábanse a los más infames servicios.

Y sucedió que un día el carcelero se acercó a Pelayo y le dijo: «Muchacho, te felicito; el rey se ha acordado de ti y quiere honrarte.» Los que le rodeaban miráronle con envidia, pero él empezó a temblar. Luego vinieron unos servidores de palacio y se lo llevaron. Antes de entrar en el alcázar, rompieron sus cadenas, le despojaron del saco de los cautivos, bañaron su cuerpo con agua perfumada, rizaron y peinaron artísticamente sus cabellos, le vistieron una túnica de seda y le ciñeron un brillante cinturón. Era la hora del mediodía cuando Pelayo atravesaba los patios que había en torno de la mansión. No vio ni las fuentes de mármol, ni los espléndidos jardines, ni los áureos arte-sonados, ni los tapices orientales que colgaban de las paredes; ni oyó las recomendaciones que le hacía su introductor acerca del ceremonial de la visita. Una sola cosa absorbía todo su ser: la nueva orientación de su vida. Habíanle dicho que el rey le llamaba tal vez para hacerle su copero; pero aquel ambiente cortesano se le presentaba lleno de lazos para su fe y su virtud, y su pequeño corazón de catorce años temblaba. Su mismo azoramiento le hacía más amable todavía. A su paso, los guardias sudaneses inclinaban sus cabezas con respeto, como si pasase un príncipe. Un cortesano salió a su encuentro, le cogió de la mano y le introdujo en un amplio salón. Los aromas llenaban la estancia; rutilaban las líquidas espumas en los vasos de. cristal; temblaban los rayos del sol al caer sobre las joyas y las bandejas. En el fondo, arrellanado entre cojines, un hombre sonreía: cabello rubio, ojos azules, color blanco y sonrosado, rostro afable y hermoso y agradable mirar. Era el príncipe, el más poderoso de los sultanes cordobeses, el emir de los creyentes, Abderramán III el Victorioso. Los historiadores han alabado la bondad de su corazón, su ánimo virtuoso y la grandeza de su alma. Pero la sensualidad le dominaba; digno gobernante de un pueblo de afeminados, no tenía bastante con su harén; necesitaba un séquito numeroso de efebos, escogidos entre sus miles de esclavos.

El niño se acercó haciendo las tres postraciones de rúbrica, y besó la mano del emir. Abderramán le miró rápidamente, admirando su talle esbelto, sus carnes de color de rosa y de jazmín, su mirada temblorosa, su abundante cabellera, rubia tal vez, con ese rubio pálido que era el preferido de todos los omeyas cordobeses. Después dijo sonriente: «Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder: pues una gran parte de todo ello será para ti. Tendrás oro, plata, vestidos, alhajas, caballos; tendrás un magnífico palacio junto al real alcázar, y en él tendrás esclavos, esclavas y cuanto puedas apetecer. Pero es preciso que te hagas musulmán como yo, porque he oído que eres cristiano y que empiezas ya a discutir en defensa de tu religión.» El califa se detuvo, observando la impresión que sus palabras hacían en el muchacho. Este, con serenidad, y al mismo tiempo con energía, contestó: «Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo, aunque no lo quieras.» Es posible que Abderramán no comprendiese toda la decisión que había en esta respuesta; la gracia del muchacho y el encanto de su voz le cegaban. Llevado de su instinto brutal, se adelantó hacia él y le tocó su túnica con las manos. Lleno de ira, el santo adolescente retrocedió, diciendo: «¡Atrás, perro! ¿Crees acaso que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?» Y al mismo tiempo hizo añicos su túnica de seda. «Llevadle de aquí —dijo entonces el príncipe a sus cortesanos—; educadle mejor si podéis; de lo contrario, sabéis el castigo que merece.» Vinieron después los ruegos y las amenazas, pero nada pudo vencer el ánimo heroico del mártir. Pelayo repetía sin cesar: «Señor, libradme de las garras de mis enemigos.» Y ya no volvió a atravesar los umbrales de la cárcel; colocado en una máquina de guerra, fue lanzado desde un patio del alcázar hasta el lado opuesto del río, y como todavía diese muestras de vida, llegó un negro de la guardia y segó su cabeza. Caía la tarde cuando se presentaba en la mesa del reino celeste con la copa de su fe y de su amor./div>