domingo, 31 de julio de 2011
Lecturas
Así dice el Señor:
«Oid, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde.
¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da hartura?
Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos.
Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis.
Sellaré con vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David.»
Hermanos:
¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?
Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos.
Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:
-«Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.»
Jesús les replicó:
-«No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.»
Ellos le replicaron:
-«Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo:
-«Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Comer juntos.
El comer no es tan sólo un hecho fisiológico; lo es también cultural y social.
Así lo han entendido la mayor parte de los pueblos, que han visto en la comida una forma única de comunicación, de sintonía humana, de crear distensión y cercanía en torno a una mesa donde se puede confraternizar, dialogar, crecer en la mutua pertenencia, compartir las preocupaciones, los sueños, la vida en común, la solidaridad....
Dentro de la familia sentarse a comer todos juntos en torno al mantel marca esa unidad que tanto necesitamos, fomenta los lazos entre los distintos miembros y nos adentra en una verdadera humanización de todos los quehaceres de la vida.
A Jesús le gustaba asistir a banquetes, participar en la fiesta del alimento compartido, alegrarse con los comensales, dar junto a ellos gracias a Dios, porque la vida es regalo y es don, y el alimento expresión solidaria de esa vida.
Por eso el mismo Jesús nos lega como herencia el ágape fraterno, la Eucaristía, para que recordemos su presencia perenne y salvadora entre nosotros.
Hoy, en los países industrializados, se han operado cambios profundos que afectan a nuestra sociedad en las nuevas formas de comer: se recortan los lazos familiares, los alimentos se industrializan, está la tv que se convierte a menudo en el epicentro de toda la atención de los comensales silenciosos. La comida del mediodía se ha convertido para muchos en un hecho funcional. Nos vamos dando cuenta de que, poco a poco, deshumanizamos un gesto tan humano y tan entrañable como es el sentarnos a comer juntos, sin otros protagonistas que nosotros mismos..
En muchos hogares la mesa no sirve para que padres e hijos se encuentren; hay turnos de comida, otros se quedan en la empresa o salen a comidas de trabajo. Los vínculos familiares se deterioran por la falta de diálogo y comunicación, sobre todo en los niños, principales afectados por hogares rotos, que se refugian en el ordenador o en los juegos solitarios.
Dadles vosotros de comer.
El gesto de Jesús sentándose a la mesa con sus discípulos e invitando a la gente a compartir una sencilla comida, es un toque de atención para una sociedad enferma, como la nuestra, que se está atiborrando de cosas materiales, pero no ha logrado llenar sus necesidades espirituales más profundas. “Dadles vosotros de comer” (Mt 14,16)
¿Multiplicar los panes o multiplicar los corazones?
Podemos dar alimentos, pero tener el corazón frío. Y el problema del hambre es un problema de sensibilidad, de solidaridad, de conciencia humanitaria, pues es en el horno del corazón donde se amasa el mejor pan para saciar el hambre.
Hay muchas clases de hambre, pero ninguna tan dolorosa como la que ocasiona el desprecio y el desamor. ¿Cómo llenar esa hambre de amor, de comprensión, de escucha, de justicia?
¿Cómo abordar la soledad de los nuevos pobres de la sociedad moderna: ancianos solitarios, enfermos terminales, niños sin familia, madres abandonadas, mujeres maltratadas, delincuentes, drogadictos, alcohólicos, emigrantes sin papeles, gente sin hogar...
Todos necesitan el pan del amor y el reconocimiento de su dignidad como personas.
Todavía me conmueven las imágenes de numerosos subsaharianos ahogados en las playas de Tarifa huyendo de la geografía del hambre. Espectáculo dantesco que se repite con machacona cotidianidad, en tanto las mafias del comercio humano actúan sin escrúpulos, mientras otros ambicionamos aumentar nuestro producto interior bruto y gastamos el dinero a manos llenas en lo que no alimenta, como nos recuerda hoy el profeta Isaías (Is.55,2),
Nos llenamos de cosas superfluas, devoramos modas y quemamos ídolos con un apetito consumista que no tiene fin ¿Para qué? ¿Somos más felices por ello?
¿Por qué no rentabilizar mejor nuestro salario y compartir parte de él para aliviar las necesidades que reclaman más urgencia por nuestra parte?
No se trata de suscitar mala conciencia, sino de despertar inquietudes. Aportar nuestro pequeño trocito de pan, como el chico del evangelio, opera auténticos milagros, empezando por nosotros mismos, que recuperamos así la propia dignidad.
Hay personas que ofrecen su vida, su tiempo y su dinero para corregir estas desigualdades. Con su ejemplo nos retan a una solidaridad posible y necesaria, aunque el número de los hambrientos crezca, pero también crecerá al mismo tiempo nuestra esperanza.
San Ignacio de Loyola
Cuando la corrupción del Renacimiento invade hasta la misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma hierve en las Universidades alemanas, Dios ha puesto ya en la tierra al hombre destinado para oponer un dique a esa doble inundación. Es un gentil hombre español, nacido en el seno de una noble familia guipuzcoana. Alejada del tráfago del mundo, engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta todavía la casa solariega de su linaje, que con sus muros chatos y macizos, sus estrechas saeteras, sus bellas torrecillas, conserva el aspecto de fortaleza medieval. Pero Iñigo, el hijo decimotercio y último de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en azares de conquistas evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo de los honores y a la gloria de las armas. Desde su adolescencia ha encontrado un protector poderoso en el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuellar, contador mayor de Castilla. Vive con los Velázquez, unas veces en Arévalo y otras en la corte, entre compañeros que más tarde serán grandes políticos o famosos conquistadores. Él no cede a nadie en sueños de grandezas y aventuras. Es un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero español de su tiempo. Cuentan que la mujer del contador le decía: «Iñigo, no asesarás hasta que te quiebren una pierna.» Soldado desgarrado y sin letras le llamará el Padre Granada. Era muy buen escribano, dice el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejan indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, andar en revueltas de armas, cuidar su ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear. Se le vio procesado a causa de sus graves desórdenes. Se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le guardó las debidas consideraciones, «y si no hubiera quien le detuviera, o matara a alguno de ellos, o le mataran». Era, dicen los mismos compañeros de su vida perfecta, hombre metido en todas las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido, amigo de galas y de traerse bien. No obstante, se hacía querer de todos, «porque era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho».
La gran pasión de Iñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtieron le que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy pulida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno de estos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aranzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dio sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cáñamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: « ¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: « ¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintiose repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora de lo que hubieran podido enseñarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegose a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensaya lados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
— ¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Iñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezose a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. « ¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
La gran pasión de Iñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtieron le que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy pulida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno de estos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aranzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dio sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cáñamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: « ¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: « ¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintiose repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora de lo que hubieran podido enseñarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegose a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensaya lados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
— ¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Iñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezose a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. « ¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
sábado, 30 de julio de 2011
Lecturas
El Señor habló a Moisés en el monte Sinaí:
-«Haz el cómputo de siete semanas de años, siete por siete, o sea cuarenta y nueve años.
A toque de trompeta darás un bando por todo el país, el día diez del séptimo mes.
El día de la expiación haréis resonar la trompeta por todo vuestro país.
Santificaréis el año cincuenta y promulgaréis manumisión en el país para todos sus moradores.
Celebraréis jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y retornará a su familia.
El año cincuenta es para vosotros jubilar; no sembraréis ni segaréis el grano de ricio ni cortaréis las uvas de cepas bordes.
Porque es jubileo; lo considerarás sagrado. Comeréis de la cosecha de vuestros campos.
En este año jubilar cada uno recobrará su propiedad.
Cuando realices operaciones de compra y venta con alguien de tu pueblo, no lo perjudiques.
Lo que compres a uno de tu pueblo se tasará según el número de años transcurridos después del jubileo.
Él a su vez te lo cobrará según el número de cosechas anuales: cuantos más años falten, más alto será el precio; cuanto menos, menor será el precio. Porque él te cobra según el número de cosechas.
Nadie perjudicará a uno de su pueblo. Teme a tu Dios.
Yo soy el Señor, vuestro Dios.»
En aquel tiempo, oyó el virrey Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus ayudantes:
-«Ése es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso los poderes actúan en él. »
Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo habla metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le estaba permitido vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta.
El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera.
Ella, instigada por su madre, le dijo:
-«Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan Bautista. »
El rey lo sintió; pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre.
Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.
Palabra del Señor.
San Pedro Crisólogo
San Pedro Crisólogo ocupa un puesto en esa noble academia de los doctores de la Iglesia. Es un doctor, y apenas le conocemos más que como doctor. Sabemos únicamente que nació en Imola, que murió en Imola, y que durante cerca de veinte años gobernó la iglesia de Ravena, capital entonces del ruinoso Imperio de Occidente. Gobernó con celo de apóstol y con entrañas de padre. Predicando una vez en el aniversario de su consagración, trazaba hermosamente el retrato del verdadero obispo. «Hoy—decía—le ha nacido un hijo a la Iglesia, un hijo que no la abrume con su peso, ni la aterre con el temor, ni la conmueva con la intriga, ni con la esperanza la perturbe, sino que la sustente con el obsequio de su fidelidad, la persiga con la vigilancia amorosa de sus cuidados, le procure lo necesario con solicitud, ordene con blandura la familia de Dios, reciba a los peregrinos, sirva a los que obedecen, obedezca a los reyes, colabore con las potestades, dé el homenaje de la reverencia a los ancianos, el de la bondad a los jóvenes, a los hermanos el del amor, el del afecto a los pequeñuelos, y a todos el de una servidumbre libre por Cristo.»
Así entendía San Pedro Crisólogo el episcopado, y realizando su bello ideal, mereció que aun antes de su muerte se hiciese la apología de su vida. «En otros—decía un admirador—el nombre de Pedro es puro apelativo: en éste es una viva realidad. Mirad cómo se junta en él la santidad más amable con una austeridad monacal: rostro pálido por los ayunos, cuerpo enflaquecido por la penitencia, llanto que bautiza los pecados, limosnas que son una oración. Y no os extrañéis de esas lágrimas, sabiendo que si Pedro llora, es que le mira Cristo. Grato es el llanto con que se compra el gozo de la inmortalidad. Él es, pues, el custodio de la fe, la piedra de nuestra Iglesia, el que nos abre las puertas del Cielo; es el hábil pescador que con el anzuelo de su santidad atrae a las muchedumbres, sumergidas en las olas de los errores, y las recoge en la red de su doctrina; es el cazador apostólico que con la caña de la palabra divina alcanza las almas juveniles que atraviesan los aires. Siembra en los pueblos las leyes de la justicia, llena de luz las páginas oscuras de los sagrados libros, y las gentes llegan de regiones distantes para verle y oírle. Los mismos que se habían ocultado en la soledad, vuelven al siglo, no tanto por el siglo como por causa de este hombre admirable» (Sermón 107).
Algo de esa mágica influencia que ejercía el gran prelado sobre sus contemporáneos, podemos sentirla nosotros al leer los ciento ochenta sermones que de él nos quedan, y que con justicia le han dado el nombre de Crisólogo, el de la palabra de oro. Su voz se levanta solemne en medio de una civilización que se desmorona. Vive junto a una corte llena de intrigas y temores, en los últimos días de un Imperio, en un siglo que él llama hinchado de pompa, sublimado en el abismo, borrascoso en sectas, fluctuante en la ignorancia, clamoroso en las discordias, furioso en la ira, pérfido en la venganza, náufrago en los pecados, hundido en la impiedad. Los bárbaros recorren el imperio incendiando y matando; los descendientes de Teodosio son simples muñecos en sus manos; las provincias se les escapan como jirones de un manto gastado. El obispo, sin embargo, habla con serenidad, como si no se diese cuenta del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos. Cuando otros anuncian el fin de los tiempos, él parece entrever la nueva organización social, el triunfo definitivo de Cristo. En su elocuencia no relumbran las espadas de los godos, ni tiembla el charrasco de los escudos, ni repercuten los llantos palatinos. Siembra seguro la cosecha, o acaso con la tranquilidad de quien sabe que cumple con su deber. «Los pasados vivieron para nosotros—dice estoicamente—; nosotros, para los venideros; nadie para sí.»
Las gentes se aglomeran, se sofocan y se pegan por oírle. un sermón suyo empieza con estas palabras: «Largo tiempo he callado mientras duraban los calores, para que no me echasen la culpa de ardores y enfermedades que pudieran originarse de la presión de las gentes, sedientas de escucharme; pero como el otoño va templando el ambiente, podemos coger de nuevo el hilo de la palabra divina.» Es la palabra divina la que anima los discursos de este gran orador; comenta los milagros evangélicos, explica las parábolas, ensalza la resistencia de los mártires, y, dirigiéndose a los catecúmenos, «su vida, su gloria, su salud», desenvuelve la doctrina del Símbolo y del Padrenuestro. No es la suya una palabra dogmática, como la de San León, su contemporáneo, ni tiene un período tan rítmico y estudiado; pero es más ágil, más afectiva, más popular. El pensamiento delicado y profundo relampaguea constantemente en su voz; pero es un pensamiento que sale empapado en sangre caliente.
Las siguientes ideas derramadas en su comentario de la parábola del hijo pródigo pueden servir de ejemplo de su estilo: «Sin el padre, el capital desnuda al hijo, no le enriquece; le arranca al regazo materno, le arroja de su casa, le saca de su tierra, le despoja de la fama, le quita la castidad. Nada queda ni de la vida, ni de las costumbres, ni de la piedad, ni de la libertad, ni de la gloria. El ciudadano se convierte en peregrino, el hijo en mercenario, el rico en pobre, el libre en esclavo. El que se desdeñó de acatar la santa piedad, se junta a una piara inmunda. En el padre es donde se encuentra la dulce condición, la servidumbre libre, la seguridad absoluta, el temor alegre, el blando castigo, la rica pobreza y la posesión segura. Pero el desertor del amor, el tránsfuga de la piedad, es destinado a servir a los puercos, a ser manchado y pisoteado por los puercos, para que sepa cuan amargo, cuan miserable es dejar la bienaventuranza del abrigo paterno.»
Así habla Pedro Crisólogo: comenta, exhorta, analiza. No le gusta discutir, ni se irrita, ni gesticula buscando efectos dramáticos. Su frase es rápida, nerviosa y llena de vida y movimiento. Tiene algunas alusiones a la herejía arriana y eutiquiana, pero pocas. No quiere intranquilizar los ánimos sin necesidad; le basta con exponer la buena doctrina en toda su pureza. En puntos de ortodoxia, tiene un seguro criterio de verdad: la adhesión a la cátedra apostólica. Eutiques le escribe con el fin de atraerle al monofisismo; y a esta solicitación zalamera e hipócrita contesta Pedro con una carta famosa: «Triste he leído tus tristes letras; porque así como la par; de la Iglesia, la concordia de los sacerdotes y la armonía del pueblo me llenan de alegría, del mismo modo la disensión fraterna me aflige y abate.»
También aquí el orador es enemigo de discutir. No comprende esa lucha secular acerca de la generación de Cristo, cuando en treinta años dirime la ley humana todas las cuestiones. A Orígenes le pierde su afán de escrutar los principios; a Nestorio, sus vanas sutilezas. Hay que dejarse de curiosidades, para adorar con los magos y cantar con los ángeles al que yace en un pesebre, siguiendo dócilmente las instrucciones del Pontífice de la ciudad de Roma, «puesto que el bienaventurado Pedro, que vive aún y preside su cátedra, comunica la verdad a los que la buscan. En cuanto a mí, el amor de la paz y de la verdad no me permite intervenir en cuestiones de fe sin el consentimiento del obispo de Roma.»
Aquel acento áureo vibra con una viveza especial cuando se levanta para condenar las últimas audacias del paganismo. « ¡Qué vanidad, que demencia, qué ceguera!—clamaba el Crisólogo, indignado por las bacanales del primero de enero—. ¡Confiesan como dioses a quienes infaman con burlas exquisitas! Si no deseasen tener dioses criminales ¿cómo habían de llamar dioses a aquellos cuyos adulterios figuran en los juegos, cuyas fornicaciones representan en las imágenes, cuyos incestos reproducen en las pinturas, cuyas crueldades recuerdan en los libros, cuyos parricidios transmiten a los siglos, cuyas impiedades celebran en las tragedias, cuyas obscenidades conmemoran en sus fiestas? El que desea pecar, da culto al pecador, a Venus adúltera, a Marte sangriento. Y estáis engañados si creéis que en estas cosas no hay más que un legítimo regocijo por el principio del año. No son juegos, sino crímenes. ¿Quién juega con la impiedad, quién se divierte con el sacrilegio, quién llama reír al pecado? Es un tirano el que se viste de tirano. El que se hace dios, contradice al Dios verdadero. No podrá llevar la imagen de Dios el que toma la persona de un ídolo; el que quisiere divertirse con el diablo, no podrá gozar con Cristo. Nadie juega seguro con la serpiente; nadie se divierte impunemente con el demonio.»
Así entendía San Pedro Crisólogo el episcopado, y realizando su bello ideal, mereció que aun antes de su muerte se hiciese la apología de su vida. «En otros—decía un admirador—el nombre de Pedro es puro apelativo: en éste es una viva realidad. Mirad cómo se junta en él la santidad más amable con una austeridad monacal: rostro pálido por los ayunos, cuerpo enflaquecido por la penitencia, llanto que bautiza los pecados, limosnas que son una oración. Y no os extrañéis de esas lágrimas, sabiendo que si Pedro llora, es que le mira Cristo. Grato es el llanto con que se compra el gozo de la inmortalidad. Él es, pues, el custodio de la fe, la piedra de nuestra Iglesia, el que nos abre las puertas del Cielo; es el hábil pescador que con el anzuelo de su santidad atrae a las muchedumbres, sumergidas en las olas de los errores, y las recoge en la red de su doctrina; es el cazador apostólico que con la caña de la palabra divina alcanza las almas juveniles que atraviesan los aires. Siembra en los pueblos las leyes de la justicia, llena de luz las páginas oscuras de los sagrados libros, y las gentes llegan de regiones distantes para verle y oírle. Los mismos que se habían ocultado en la soledad, vuelven al siglo, no tanto por el siglo como por causa de este hombre admirable» (Sermón 107).
Algo de esa mágica influencia que ejercía el gran prelado sobre sus contemporáneos, podemos sentirla nosotros al leer los ciento ochenta sermones que de él nos quedan, y que con justicia le han dado el nombre de Crisólogo, el de la palabra de oro. Su voz se levanta solemne en medio de una civilización que se desmorona. Vive junto a una corte llena de intrigas y temores, en los últimos días de un Imperio, en un siglo que él llama hinchado de pompa, sublimado en el abismo, borrascoso en sectas, fluctuante en la ignorancia, clamoroso en las discordias, furioso en la ira, pérfido en la venganza, náufrago en los pecados, hundido en la impiedad. Los bárbaros recorren el imperio incendiando y matando; los descendientes de Teodosio son simples muñecos en sus manos; las provincias se les escapan como jirones de un manto gastado. El obispo, sin embargo, habla con serenidad, como si no se diese cuenta del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos. Cuando otros anuncian el fin de los tiempos, él parece entrever la nueva organización social, el triunfo definitivo de Cristo. En su elocuencia no relumbran las espadas de los godos, ni tiembla el charrasco de los escudos, ni repercuten los llantos palatinos. Siembra seguro la cosecha, o acaso con la tranquilidad de quien sabe que cumple con su deber. «Los pasados vivieron para nosotros—dice estoicamente—; nosotros, para los venideros; nadie para sí.»
Las gentes se aglomeran, se sofocan y se pegan por oírle. un sermón suyo empieza con estas palabras: «Largo tiempo he callado mientras duraban los calores, para que no me echasen la culpa de ardores y enfermedades que pudieran originarse de la presión de las gentes, sedientas de escucharme; pero como el otoño va templando el ambiente, podemos coger de nuevo el hilo de la palabra divina.» Es la palabra divina la que anima los discursos de este gran orador; comenta los milagros evangélicos, explica las parábolas, ensalza la resistencia de los mártires, y, dirigiéndose a los catecúmenos, «su vida, su gloria, su salud», desenvuelve la doctrina del Símbolo y del Padrenuestro. No es la suya una palabra dogmática, como la de San León, su contemporáneo, ni tiene un período tan rítmico y estudiado; pero es más ágil, más afectiva, más popular. El pensamiento delicado y profundo relampaguea constantemente en su voz; pero es un pensamiento que sale empapado en sangre caliente.
Las siguientes ideas derramadas en su comentario de la parábola del hijo pródigo pueden servir de ejemplo de su estilo: «Sin el padre, el capital desnuda al hijo, no le enriquece; le arranca al regazo materno, le arroja de su casa, le saca de su tierra, le despoja de la fama, le quita la castidad. Nada queda ni de la vida, ni de las costumbres, ni de la piedad, ni de la libertad, ni de la gloria. El ciudadano se convierte en peregrino, el hijo en mercenario, el rico en pobre, el libre en esclavo. El que se desdeñó de acatar la santa piedad, se junta a una piara inmunda. En el padre es donde se encuentra la dulce condición, la servidumbre libre, la seguridad absoluta, el temor alegre, el blando castigo, la rica pobreza y la posesión segura. Pero el desertor del amor, el tránsfuga de la piedad, es destinado a servir a los puercos, a ser manchado y pisoteado por los puercos, para que sepa cuan amargo, cuan miserable es dejar la bienaventuranza del abrigo paterno.»
Así habla Pedro Crisólogo: comenta, exhorta, analiza. No le gusta discutir, ni se irrita, ni gesticula buscando efectos dramáticos. Su frase es rápida, nerviosa y llena de vida y movimiento. Tiene algunas alusiones a la herejía arriana y eutiquiana, pero pocas. No quiere intranquilizar los ánimos sin necesidad; le basta con exponer la buena doctrina en toda su pureza. En puntos de ortodoxia, tiene un seguro criterio de verdad: la adhesión a la cátedra apostólica. Eutiques le escribe con el fin de atraerle al monofisismo; y a esta solicitación zalamera e hipócrita contesta Pedro con una carta famosa: «Triste he leído tus tristes letras; porque así como la par; de la Iglesia, la concordia de los sacerdotes y la armonía del pueblo me llenan de alegría, del mismo modo la disensión fraterna me aflige y abate.»
También aquí el orador es enemigo de discutir. No comprende esa lucha secular acerca de la generación de Cristo, cuando en treinta años dirime la ley humana todas las cuestiones. A Orígenes le pierde su afán de escrutar los principios; a Nestorio, sus vanas sutilezas. Hay que dejarse de curiosidades, para adorar con los magos y cantar con los ángeles al que yace en un pesebre, siguiendo dócilmente las instrucciones del Pontífice de la ciudad de Roma, «puesto que el bienaventurado Pedro, que vive aún y preside su cátedra, comunica la verdad a los que la buscan. En cuanto a mí, el amor de la paz y de la verdad no me permite intervenir en cuestiones de fe sin el consentimiento del obispo de Roma.»
Aquel acento áureo vibra con una viveza especial cuando se levanta para condenar las últimas audacias del paganismo. « ¡Qué vanidad, que demencia, qué ceguera!—clamaba el Crisólogo, indignado por las bacanales del primero de enero—. ¡Confiesan como dioses a quienes infaman con burlas exquisitas! Si no deseasen tener dioses criminales ¿cómo habían de llamar dioses a aquellos cuyos adulterios figuran en los juegos, cuyas fornicaciones representan en las imágenes, cuyos incestos reproducen en las pinturas, cuyas crueldades recuerdan en los libros, cuyos parricidios transmiten a los siglos, cuyas impiedades celebran en las tragedias, cuyas obscenidades conmemoran en sus fiestas? El que desea pecar, da culto al pecador, a Venus adúltera, a Marte sangriento. Y estáis engañados si creéis que en estas cosas no hay más que un legítimo regocijo por el principio del año. No son juegos, sino crímenes. ¿Quién juega con la impiedad, quién se divierte con el sacrilegio, quién llama reír al pecado? Es un tirano el que se viste de tirano. El que se hace dios, contradice al Dios verdadero. No podrá llevar la imagen de Dios el que toma la persona de un ídolo; el que quisiere divertirse con el diablo, no podrá gozar con Cristo. Nadie juega seguro con la serpiente; nadie se divierte impunemente con el demonio.»
viernes, 29 de julio de 2011
Lecturas
El primer día, os reuniréis en asamblea litúrgica, y no haréis trabajo alguno.
Los siete días ofreceréis oblaciones al Señor.
Al séptimo, os volveréis a reunir en asamblea litúrgica, y no haréis trabajo alguno.»
El Señor habló a Moisés:
-«Di a los israelitas: “Cuando entréis en la tierra que yo os voy a dar, y seguéis la mies, la primera gavilla se la llevaréis al sacerdote.
Éste la agitará ritualmente en presencia del Señor, para que os sea aceptada; la agitará el sacerdote el día siguiente al sábado.
Pasadas siete semanas completas, a contar desde el día siguiente al sábado, día en que lleváis la gavilla para la agitación ritual, hasta el día siguiente al séptimo sábado, es decir, a los cincuenta días, haréis una nueva ofrenda al Señor.
El día diez del séptimo mes es el Día de la expiación. Os reuniréis en asamblea litúrgica, haréis penitencia y ofreceréis una oblación al Señor.
El día quince del séptimo mes comienza la Fiesta de las tiendas, dedicada al Señor; y dura siete días.
El día primero os reuniréis en asamblea litúrgica. No haréis trabajo alguno.
Los siete días ofreceréis oblaciones al Señor.
Al octavo, volveréis a reuniros en asamblea litúrgica y a ofrecer una oblación al Señor. Es día de reunión religiosa solemne. No haréis trabajo alguno.
Éstas son las festividades del Señor en las que os reuniréis en asamblea litúrgica, y ofreceréis al Señor oblaciones, holocaustos y ofrendas, sacrificios de comunión y libaciones, según corresponda a cada día.”»
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: -«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó:
-«Si, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Palabra del Señor.
Santa Marta
La tradición nos pinta la barca miserable luchando con las furias del mar, sin remos y sin velas. Desde las costas de Palestina hasta la desembocadura del Ródano. Un grupo de los que siguieron las huellas del divino sembrador de parábolas, de los que oyeron su voz junto al lago de Tiberíades, aguarda en ella la muerte; las mujeres llorando a ríos, los hombres levantando los ojos al Cielo. Marcial, el joven que sirvió el vino y el pez en la última cena, y Saturnino, hijo de príncipes, rezan en la proa postrados de hinojos; el anciano Trófimo contempla el mar adustamente, envuelto en su capa, y a sus pies se sienta el obispo Maximino. Enhiesto en el puente. Lázaro, que parece conservar todavía la palidez mortal de la mortaja, desafía los rugidos del abismo. Cerca de él, la Magdalena, echada por el suelo en un ángulo, continúa su llanto doloroso, y Marta, la otra hermana, se mueve como siempre, llevando de un lado para otro el optimismo y la confianza. El Espíritu de Dios va con ellos, y la frágil navecilla llega a una playa sin peñascos. Libertados de los terrores de la tempestad, aquellos extraños navegantes se arrodillan sobre la arena húmeda; levantan las manos al Cielo, rezan, cantan y hacen resonar por vez primera el nombre de Cristo en las tierras provenzales. Después se dan un postrer abrazo, y se derraman, embriagados de amor, para esparcir en su nueva patria algunos rayos de las eternas claridades que el Hijo de Dios dejó en sus almas. Marcial llega a Limoges para ser su primer obispo; Tolosa será la esposa de Saturnino; el nombre de Trófimo irá siempre unido al de la ciudad de Arlés, y el hombre que había visto a la muerte abrirá los ojos de los marselleses a las maravillas de la luz divina.
Y tú, pregunta el poeta, ¿adonde vas, oh dulce virgen? Con una cruz y con un hisopo, Marta, radiante de serenidad, se encamina intrépida al encuentro de la tarasca; los infieles, no pudiendo creer en su libertad, se suben a los pinos para ver aquel combate insigne. ¡Hubieseis visto saltar al monstruo sobresaltado en su modorra, hostigado en su cubil! Pero en vano se retuerce, rociado con el agua santa; en vano gruñe, silba y bufa; Marta le encadena con una leve atadura de mimbres tiernos y le arrastra, a pesar de sus resoplidos. El pueblo entero corrió a adorarla. « ¿Quién eres tú?—decían—. ¿Eres la cazadora Diana? ¿Eres Minerva, la casta y la fuerte?» «No, no—respondía la doncella—, soy la esclava de mi Dios.» Y los tarraconenses creyeron y doblaron la rodilla ante el Dios a quien Marta había hospedado en su casa. Con su palabra de virgen hirió la roca de Aviñón, y la fe empezó a brotar con una abundancia caudalosa.
Entre tanto, allá lejos, junto al mar, entre los acantilados que protegen las murallas de Marsella, una mujer, los blancos brazos apretados contra el seno, ora en el fondo de una gruta. Sus rodillas se lastiman en la aspereza de la roca, no tiene más vestido que su cabellera de color de miel, y la luna la vela con su antorcha pálida. El bosque se inclina y calla para contemplarla; los ángeles, reteniendo el latido de su corazón, la admiran por una grieta, y cuando sobre la piedra cae, como una perla, una gota de su llanto, apresúrense a recogerla y a ponerla en un cáliz de oro. El viento llega, trayendo el perdón del Señor y murmurando la divina promesa: «Tu fe te ha salvado.» Pero las lágrimas siguen cayendo en la copa celeste, y eternamente brotarán de la roca llorosa, derramando candor sobre todo amor de mujer.
Así completaron la historia los gustos legendarios de la Edad Media; pero ni el Evangelio, ni los viejos relatos de la expansión del cristianismo a través del Imperio romano, se acuerdan del bajel milagroso que arribó a las playas de Occidente llevando a los discípulos de Jesús. El nombre de María Magdalena se pierde a nuestras miradas entre las luces gloriosas de la mañana de Pascua; el de Marta repercute por última vez en el salón del festín con que Simón el leproso agasajó al Maestro de Nazareth unos días antes de la Pascua. La vemos entrar y salir, unas veces llevando el pan en bandeja de plata, otras colocando en cada mesa las jarras de los vinos espumosos. Lo vigila todo, está en todo. Es siempre la mujer solícita, hacendosa, llena de energía y de actividad. El día de la resurrección de Lázaro se precipita fuera de casa en cuanto sabe que el Rabbí se acerca a Betania. Se diría que tiene azogue en el cuerpo. Su fe es ciega, aunque menos inteligente que la de su hermana. «Resucitará tu hermano», le dice Jesús. «Sí—responde ella—; ya sé que resucitará en el último día.» Había comprendido mal la promesa del Señor, considerándola como una de tantas fórmulas de consuelo como llegaron a sus oídos durante aquellos tres días. Jesús insistió con esta verdad maravillosa, que cayó en la tierra como un germen de alegría y de esperanza:
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente.» Entonces Marta, en medio de las tinieblas de su llanto, encontró una fórmula espléndida de fe comparable con la de Pedro junto a Cesaréa de Filipo:
«Señor—dijo—, yo creo que Tú eres Cristo el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.»
Aquella fe ardiente ponía alas en el alma y en los pies de esta mujer casera y trajinera. Nos la figuramos menuda y graciosa, midiendo las palabras en la boca húmeda y casta, apareciendo con su túnica ondulante en el comedor y en el jardín, en la cocina y en la puerta de la casa; observándolo todo con ojos ingenuos y sencillos, poniendo la limosna en las manos huesudas del pobre y recibiendo al peregrino con noble sonrisa de bondad. Si el peregrino es el divino peregrino de Galilea, entonces ya no descansa, ni duerme, ni para un momento. La casa de Lázaro estaba siempre abierta para Jesús y sus discípulos. Marta aguarda, impaciente, la llegada del Rabí; le recibe alegre y le hospeda orgullosa. Ella quisiera que anunciase siempre su venida para tenerlo todo de una manera impecable. Pero más de una vez los Doce llegan repentinamente, escoltando al Maestro. Así acaba de suceder ahora. Marta se ha puesto en movimiento con nerviosa solicitud. Corre a saludar al Señor, le trae agua para las abluciones, y toallas y perfumes, le guía al recibidor, le ofrece una silla y sale para capitanear el ejército de sus siervos y criadas. Hay que encender el fogón, buscar el más tierno recental, preparar huevos del día, traer higos maduros, ordenar la vaca, entrar en la alcoba para ver si hay bastante ropa en la cama donde va a dormir el Señor; sacar del arca la vajilla de plata, la escudilla de esmaltes y el mantel rameado que descansaba entre aromas de tomillo y romero. Marta se agita, cruza el portal afanosa y sofocada, se asoma a la puerta para ver si viene su hermano de la bodega con el vino añejo, entra en la habitación donde Jesús conversa con sus discípulos, y todo le parece poco para mostrar su devoción, la de su hermano y la de Magdalena.
La Magdalena, entre tanto, permanecía silenciosa, sentada a los pies de Jesús, escuchando embelesada con el rostro escondido entre las manos y mirando al Señor solamente con los ojos del alma. No se acuerda de que es necesario preparar la cena; el bullicioso ajetreo de su hermana llega casi a molestarla. Escucha, contempla y adora. Todo es paz en su interior; nada turba su alma. De pronto, Marta aparece sudorosa en el umbral. Aquella actitud de María acaba por enojarla un poco. Siempre va a ser la mimada, la preferida; ella, que arrastró por las calles el nombre de la familia, que nos hizo sufrir y llorar tanto. Y ahora se queda allí, tan tranquila, gozando de la presencia del Maestro, mientras los demás trabajan y se fatigan. « ¿No os parece mal, Señor—dice con acento amargo—, que mi hermana me deje sola en estas tareas del servicio? Decidla que me ayude.» Jesús respondió: «Marta, Marta, estás inquieta y te agitas en demasiadas cosas, y, sin embargo, sólo hay una cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Marta comprendió. El Maestro no censuraba su ingenua actividad, sino el derramamiento de su alma en los negocios exteriores. Inclinada, por temperamento, a la acción, será siempre en la Iglesia el tipo de los espíritus abrasados por la fiebre de las obras; de los luchadores, de los destinados a los afanes de la vida activa. Pero desde aquel día supo poner en sus cuidados terrenos algo más dulce, más sereno, más profundo; en cualquiera de sus actos podía verse la perenne donación del alma. Todo para ella se había transformado en una oración, hasta el servicio más humilde de la vida cotidiana.
Y tú, pregunta el poeta, ¿adonde vas, oh dulce virgen? Con una cruz y con un hisopo, Marta, radiante de serenidad, se encamina intrépida al encuentro de la tarasca; los infieles, no pudiendo creer en su libertad, se suben a los pinos para ver aquel combate insigne. ¡Hubieseis visto saltar al monstruo sobresaltado en su modorra, hostigado en su cubil! Pero en vano se retuerce, rociado con el agua santa; en vano gruñe, silba y bufa; Marta le encadena con una leve atadura de mimbres tiernos y le arrastra, a pesar de sus resoplidos. El pueblo entero corrió a adorarla. « ¿Quién eres tú?—decían—. ¿Eres la cazadora Diana? ¿Eres Minerva, la casta y la fuerte?» «No, no—respondía la doncella—, soy la esclava de mi Dios.» Y los tarraconenses creyeron y doblaron la rodilla ante el Dios a quien Marta había hospedado en su casa. Con su palabra de virgen hirió la roca de Aviñón, y la fe empezó a brotar con una abundancia caudalosa.
Entre tanto, allá lejos, junto al mar, entre los acantilados que protegen las murallas de Marsella, una mujer, los blancos brazos apretados contra el seno, ora en el fondo de una gruta. Sus rodillas se lastiman en la aspereza de la roca, no tiene más vestido que su cabellera de color de miel, y la luna la vela con su antorcha pálida. El bosque se inclina y calla para contemplarla; los ángeles, reteniendo el latido de su corazón, la admiran por una grieta, y cuando sobre la piedra cae, como una perla, una gota de su llanto, apresúrense a recogerla y a ponerla en un cáliz de oro. El viento llega, trayendo el perdón del Señor y murmurando la divina promesa: «Tu fe te ha salvado.» Pero las lágrimas siguen cayendo en la copa celeste, y eternamente brotarán de la roca llorosa, derramando candor sobre todo amor de mujer.
Así completaron la historia los gustos legendarios de la Edad Media; pero ni el Evangelio, ni los viejos relatos de la expansión del cristianismo a través del Imperio romano, se acuerdan del bajel milagroso que arribó a las playas de Occidente llevando a los discípulos de Jesús. El nombre de María Magdalena se pierde a nuestras miradas entre las luces gloriosas de la mañana de Pascua; el de Marta repercute por última vez en el salón del festín con que Simón el leproso agasajó al Maestro de Nazareth unos días antes de la Pascua. La vemos entrar y salir, unas veces llevando el pan en bandeja de plata, otras colocando en cada mesa las jarras de los vinos espumosos. Lo vigila todo, está en todo. Es siempre la mujer solícita, hacendosa, llena de energía y de actividad. El día de la resurrección de Lázaro se precipita fuera de casa en cuanto sabe que el Rabbí se acerca a Betania. Se diría que tiene azogue en el cuerpo. Su fe es ciega, aunque menos inteligente que la de su hermana. «Resucitará tu hermano», le dice Jesús. «Sí—responde ella—; ya sé que resucitará en el último día.» Había comprendido mal la promesa del Señor, considerándola como una de tantas fórmulas de consuelo como llegaron a sus oídos durante aquellos tres días. Jesús insistió con esta verdad maravillosa, que cayó en la tierra como un germen de alegría y de esperanza:
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente.» Entonces Marta, en medio de las tinieblas de su llanto, encontró una fórmula espléndida de fe comparable con la de Pedro junto a Cesaréa de Filipo:
«Señor—dijo—, yo creo que Tú eres Cristo el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.»
Aquella fe ardiente ponía alas en el alma y en los pies de esta mujer casera y trajinera. Nos la figuramos menuda y graciosa, midiendo las palabras en la boca húmeda y casta, apareciendo con su túnica ondulante en el comedor y en el jardín, en la cocina y en la puerta de la casa; observándolo todo con ojos ingenuos y sencillos, poniendo la limosna en las manos huesudas del pobre y recibiendo al peregrino con noble sonrisa de bondad. Si el peregrino es el divino peregrino de Galilea, entonces ya no descansa, ni duerme, ni para un momento. La casa de Lázaro estaba siempre abierta para Jesús y sus discípulos. Marta aguarda, impaciente, la llegada del Rabí; le recibe alegre y le hospeda orgullosa. Ella quisiera que anunciase siempre su venida para tenerlo todo de una manera impecable. Pero más de una vez los Doce llegan repentinamente, escoltando al Maestro. Así acaba de suceder ahora. Marta se ha puesto en movimiento con nerviosa solicitud. Corre a saludar al Señor, le trae agua para las abluciones, y toallas y perfumes, le guía al recibidor, le ofrece una silla y sale para capitanear el ejército de sus siervos y criadas. Hay que encender el fogón, buscar el más tierno recental, preparar huevos del día, traer higos maduros, ordenar la vaca, entrar en la alcoba para ver si hay bastante ropa en la cama donde va a dormir el Señor; sacar del arca la vajilla de plata, la escudilla de esmaltes y el mantel rameado que descansaba entre aromas de tomillo y romero. Marta se agita, cruza el portal afanosa y sofocada, se asoma a la puerta para ver si viene su hermano de la bodega con el vino añejo, entra en la habitación donde Jesús conversa con sus discípulos, y todo le parece poco para mostrar su devoción, la de su hermano y la de Magdalena.
La Magdalena, entre tanto, permanecía silenciosa, sentada a los pies de Jesús, escuchando embelesada con el rostro escondido entre las manos y mirando al Señor solamente con los ojos del alma. No se acuerda de que es necesario preparar la cena; el bullicioso ajetreo de su hermana llega casi a molestarla. Escucha, contempla y adora. Todo es paz en su interior; nada turba su alma. De pronto, Marta aparece sudorosa en el umbral. Aquella actitud de María acaba por enojarla un poco. Siempre va a ser la mimada, la preferida; ella, que arrastró por las calles el nombre de la familia, que nos hizo sufrir y llorar tanto. Y ahora se queda allí, tan tranquila, gozando de la presencia del Maestro, mientras los demás trabajan y se fatigan. « ¿No os parece mal, Señor—dice con acento amargo—, que mi hermana me deje sola en estas tareas del servicio? Decidla que me ayude.» Jesús respondió: «Marta, Marta, estás inquieta y te agitas en demasiadas cosas, y, sin embargo, sólo hay una cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Marta comprendió. El Maestro no censuraba su ingenua actividad, sino el derramamiento de su alma en los negocios exteriores. Inclinada, por temperamento, a la acción, será siempre en la Iglesia el tipo de los espíritus abrasados por la fiebre de las obras; de los luchadores, de los destinados a los afanes de la vida activa. Pero desde aquel día supo poner en sus cuidados terrenos algo más dulce, más sereno, más profundo; en cualquiera de sus actos podía verse la perenne donación del alma. Todo para ella se había transformado en una oración, hasta el servicio más humilde de la vida cotidiana.
jueves, 28 de julio de 2011
Lecturas
En aquellos días, Moisés hizo todo ajustándose a lo que el Señor le habla mandado.
El día uno del mes primero del segundo año fue construido el santuario. Moisés construyó el santuario, colocó las basas, puso los tablones con sus trancas y plantó las columnas; montó la tienda sobre el santuario y puso la cubierta sobre la tienda; como el Señor se lo habla ordenado a Moisés.
Colocó el documento de la alianza en el arca, sujetó al arca los varales y la cubrió con la placa. Después la metió en el santuario y colocó la cortina de modo que tapase el arca de la alianza; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.
Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la gloria del Señor llenó el santuario.
Moisés no pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había posado sobre ella, y la gloria del Señor llenaba el santuario.
Cuando la nube se alzaba del santuario, los israelitas levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero, cuando la nube no se alzaba, los israelitas esperaban hasta que se alzase.
De día la nube del Señor se posaba sobre el santuario, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Entendéis bien todo esto? »
Ellos les contestaron:
-«Sí.»
Él les dijo:
-«Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo. »
Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí.
Palabra del Señor.
miércoles, 27 de julio de 2011
Lecturas
Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenia radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él.
Cuando Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les habló.
Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le habla dado en el monte Sinaí.
Y, cuando terminó de hablar con ellos, se echó un velo por la cara.
Cuando entraba a la presencia del Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida.
Cuando salía, comunicaba a los israelitas lo que le habían mandado. Los israelitas veían la piel de su cara radiante, y Moisés se volvía a echar el velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.»
Palabra del Señor.
martes, 26 de julio de 2011
Lecturas
En aquellos días, Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó «tienda del encuentro». El que tenía que visitar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro.
Cuando Moisés salía en dirección a la tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, mirando a Moisés hasta que éste entraba en la tienda; en cuanto él entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras él hablaba con el Señor, y el Señor hablaba con Moisés.
Cuando el pueblo vela la columna de nube a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba, cada uno a la entrada de su tienda.
El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después él volvía al campamento, mientras Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la tienda.
Y Moisés pronunció el nombre del Señor.
El Señor pasó ante él, proclamando:
-«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra.
Y le dijo:
-«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»
Moisés estuvo allí con el Señor cuarenta días con sus cuarenta noches: no comió pan ni bebió agua; y escribió en las tablas las cláusulas del pacto, los diez mandamientos.
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.»
Palabra del Señor.
San Joaquín y Santa Ana
Dos nombres llenos de una grandeza profunda, que nosotros apenas podemos vislumbrar; dos nombres que se esconden tras de un velo luminoso e impenetrable. La gloria de María les oscurece y les ilumina a la vez. Son nombres que encierran un sentido misterioso, que resumen una vida, que hablan de las grandes maravillas de Dios.
Ana quiere decir gracia, amor, plegaria. En los días heroicos del pueblo hebreo, se llamó así la madre del profeta Samuel. Su historia emocionante nos la cuenta el libro de los Reyes. Vemos allí a la buena mujer rezando delante del altar de Yahvé con una plegaria íntima, profunda, secreta. Sus labios se mueven, pero su voz no se oye. Los sacerdotes la miran y la creen presa de la embriaguez. Son hombres que no conocen ni los secretos de las almas, ni los secretos de Dios. En su ceguera espiritual, confunden groseramente la inspiración divina con la inspiración del vino. Pero Ana puede contestar: «No, no he bebido vino, sino que he derramado mi alma delante del Señor.» Ha derramado su alma llena de tristeza, empapada en llanto y roja de vergüenza. Las lágrimas humedecen sus mejillas, y su corazón se ahoga de angustia, porque no ha logrado un hijo al pueblo de Dios; porque vive en el oprobio de la esterilidad; porque Yahvé no la ha encontrado digna de entrar en el plan divino, que ha vinculado la salvación del mundo en una mujer de su raza.
Por eso llora y reza también la mujer de Joaquín. La idea del Mesías estremece su alma, no puede olvidarla; un impulso invencible la arrastra hacia ella. Cree ver cuajarse en el Cielo el rocío de que hablaba el profeta; se abrasa con el recuerdo de las promesas divinas, pide a Dios el cumplimiento de los vaticinios, y toda su vida es una plegaria transida de fe, cargada de esperanza, trémula de amor. Pero ve al mismo tiempo su ineptitud; se siente excluida, rechazada; y observa con tristeza que la vejez asoma en sus cabellos, ara su frente y agosta sus mejillas. Y rezaba, rezaba sin cesar, ocultando su dolor al esposo, para no hacer un dolor más grande de dos dolores.
Joaquín significa preparación del Señor, y preparación quiere decir espera, trabajo, constancia. El Señor suele tener largas preparaciones. Siglos y siglos estuvo preparando el mundo para habitación del hombre; siglos y siglos se pasó preparando por medio de los patriarcas y los profetas la venida del Deseado de las naciones; y ahora, cuando en el horizonte parece que brilla la luz, se complace en hacer que los hombres la deseen con ansiedad renovada. Pero el deseo no se seca nunca en el alma de aquellos dos esposos, que avanzan hacia el ocaso de la vida. Día y noche siguen porfiando en su oración inflamada y anhelante; rezan en el campo y en el hogar, en las tareas del pastoreo y en los quehaceres más vulgares de cada día. Su esperanza no palidece nunca, aunque apenas se atreven a pensar que su humilde deseo encierra el acontecimiento más grande del mundo, el punto culminante de la historia de la humanidad. Nada conocemos de la fisonomía propia de aquellas dos vidas, pero sabemos que en virtud de aquella unión admirable apareció en el mundo la obra que preparaba el Señor; sabemos que en el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia; que en sus entrañas se realizó el misterio de la Inmaculada Concepción. La generosa e infatigable expectación de aquellos dos seres logró al fin su recompensa. Todos los anhelos, todos los suspiros apasionados de los antiguos patriarcas se habían condensado en ellos, y en ellos iba a empezar la realización de todas las esperanzas. Fueron los padres de María; por ellos recibieron los hombres a la Madre de Dios, que es al mismo tiempo su Madre.
Esto es lo que sabemos de San Joaquín y Santa Ana. Basta y sobra para crear en nosotros un sentimiento de profunda gratitud, de confianza ilimitada. Grandes tuvieron que ser aquellos dos corazones, cuando el Señor los escogió para una obra tan admirable. Jamás podremos medir la altura, la profundidad, la amplitud de esa grandeza; jamás llegaremos a comprender la pureza de su amor, la hermosura de su virtud y el prodigio de su bondad. Y esto engendra la confianza; porque la verdadera grandeza es siempre piadosa, misericordiosa, compasiva. Ana, gracia y madre de la gracia; Joaquín, preparación del Señor, predestinados para hacer brotar en la tierra una fuente perenne de alegría y de salud, merecieron de los hombres la ofrenda del amor más profundo y de la más tierna gratitud.
Ana quiere decir gracia, amor, plegaria. En los días heroicos del pueblo hebreo, se llamó así la madre del profeta Samuel. Su historia emocionante nos la cuenta el libro de los Reyes. Vemos allí a la buena mujer rezando delante del altar de Yahvé con una plegaria íntima, profunda, secreta. Sus labios se mueven, pero su voz no se oye. Los sacerdotes la miran y la creen presa de la embriaguez. Son hombres que no conocen ni los secretos de las almas, ni los secretos de Dios. En su ceguera espiritual, confunden groseramente la inspiración divina con la inspiración del vino. Pero Ana puede contestar: «No, no he bebido vino, sino que he derramado mi alma delante del Señor.» Ha derramado su alma llena de tristeza, empapada en llanto y roja de vergüenza. Las lágrimas humedecen sus mejillas, y su corazón se ahoga de angustia, porque no ha logrado un hijo al pueblo de Dios; porque vive en el oprobio de la esterilidad; porque Yahvé no la ha encontrado digna de entrar en el plan divino, que ha vinculado la salvación del mundo en una mujer de su raza.
Por eso llora y reza también la mujer de Joaquín. La idea del Mesías estremece su alma, no puede olvidarla; un impulso invencible la arrastra hacia ella. Cree ver cuajarse en el Cielo el rocío de que hablaba el profeta; se abrasa con el recuerdo de las promesas divinas, pide a Dios el cumplimiento de los vaticinios, y toda su vida es una plegaria transida de fe, cargada de esperanza, trémula de amor. Pero ve al mismo tiempo su ineptitud; se siente excluida, rechazada; y observa con tristeza que la vejez asoma en sus cabellos, ara su frente y agosta sus mejillas. Y rezaba, rezaba sin cesar, ocultando su dolor al esposo, para no hacer un dolor más grande de dos dolores.
Joaquín significa preparación del Señor, y preparación quiere decir espera, trabajo, constancia. El Señor suele tener largas preparaciones. Siglos y siglos estuvo preparando el mundo para habitación del hombre; siglos y siglos se pasó preparando por medio de los patriarcas y los profetas la venida del Deseado de las naciones; y ahora, cuando en el horizonte parece que brilla la luz, se complace en hacer que los hombres la deseen con ansiedad renovada. Pero el deseo no se seca nunca en el alma de aquellos dos esposos, que avanzan hacia el ocaso de la vida. Día y noche siguen porfiando en su oración inflamada y anhelante; rezan en el campo y en el hogar, en las tareas del pastoreo y en los quehaceres más vulgares de cada día. Su esperanza no palidece nunca, aunque apenas se atreven a pensar que su humilde deseo encierra el acontecimiento más grande del mundo, el punto culminante de la historia de la humanidad. Nada conocemos de la fisonomía propia de aquellas dos vidas, pero sabemos que en virtud de aquella unión admirable apareció en el mundo la obra que preparaba el Señor; sabemos que en el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia; que en sus entrañas se realizó el misterio de la Inmaculada Concepción. La generosa e infatigable expectación de aquellos dos seres logró al fin su recompensa. Todos los anhelos, todos los suspiros apasionados de los antiguos patriarcas se habían condensado en ellos, y en ellos iba a empezar la realización de todas las esperanzas. Fueron los padres de María; por ellos recibieron los hombres a la Madre de Dios, que es al mismo tiempo su Madre.
Esto es lo que sabemos de San Joaquín y Santa Ana. Basta y sobra para crear en nosotros un sentimiento de profunda gratitud, de confianza ilimitada. Grandes tuvieron que ser aquellos dos corazones, cuando el Señor los escogió para una obra tan admirable. Jamás podremos medir la altura, la profundidad, la amplitud de esa grandeza; jamás llegaremos a comprender la pureza de su amor, la hermosura de su virtud y el prodigio de su bondad. Y esto engendra la confianza; porque la verdadera grandeza es siempre piadosa, misericordiosa, compasiva. Ana, gracia y madre de la gracia; Joaquín, preparación del Señor, predestinados para hacer brotar en la tierra una fuente perenne de alegría y de salud, merecieron de los hombres la ofrenda del amor más profundo y de la más tierna gratitud.
lunes, 25 de julio de 2011
Lecturas
En aquellos días, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Los condujeron a presencia del Sanedrín y el sumo sacerdote los interrogó.
-« ¿No os hablamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre.»
Pedro y los apóstoles replicaron:
-«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen.»
Esta respuesta los exasperó, y decidieron acabar con ellos.
Más tarde, el rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan.
Hermanos:
El tesoro del ministerio lo llevamos en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros.
Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; .nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.
Mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros.
Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros.
Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento, para gloria de Dios.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó:
-¿«Qué deseas?»
Ella contestó:
-«Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.»
Pero Jesús replicó:
-«No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? »
Contestaron:
-«Lo somos.»
Él les dijo:
-«Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre.»
Los otros diez, que lo hablan oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo:
-«Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.»
Palabra del Señor.